martes, 20 de enero de 2009

XV. El dios sale a escena. Por favor, apaguen sus teléfonos móviles.


Éste es un relato en tres partes que narra mi primer fin de semana como espectador de esa cosa única, extraña y sorprendente llamada theyyam. He recibido información muy generosa al respecto, tanto por parte de Kurien, que da amplias explicaciones a la hora de la cena, como por parte de los lugareños y familiares de los organizadores del ritual. Empezaré diciendo que mi impresión sobre los habitantes de esta zona ha cambiado radicalmente, aunque ahora me estoy moviendo más por Malabar y alrededores, en los suburbios de Kannur, un territorio mucho más acogedor y tranquilo donde he decidido, finalmente, quedarme el tiempo que considere necesario.

1) Noche del 16 al 17 de enero.

Una alemana llamada Andrea, de edad avanzada y dientes terroríficos, se unió a mí en esta primera incursión. La estampa daba mucho miedo; los dos, en plena madrugada, esperando en el porche la llegada de un taxi que no terminaba de aparecer. Parecía el marco perfecto para la manifestación de un fantasma. De hecho, llegó un fantasma: Mauricio, un atractivo argentino dispuesto a completar la colección de clichés esotérico-turísticos que todo buen pseudo-yogui debe guardar consigo. Mauricio venía acompañado de una novia británica insoportable que no estaba realmente interesada en el theyyam sino en complacer a su amante latino. Comprensible.

El taxi llegó, cuarenta y cinco minutos tarde. Mauricio estuvo a punto de perder los estribos, como todo buen neo-hippy al que no le salen bien las cosas. Afortunadamente, el ritual no había comenzado todavía. El theyyam toma lugar en un recinto sagrado al que se debe, por norma general, acceder descalzo; consta de un pequeño altar central, cuadrado o rectangular, con pequeñas estancias en su interior donde se depositan las ofrendas (arroz, alcohol, pescado seco) y las velas sagradas, estancias también en las que el dios acaba penetrando antes o después de la danza. En los alrededores hay catres donde duermen los sacerdotes y otros pequeños altares sin techo donde también se depositan ofrendas. Este primer templo era bastante impresionante; en lo alto de una colina se abría un patio espléndido y espacioso al que se descendía por unas escaleras que rodeaban toda su superficie. Al actor ejecutante (el llamado theyyam) le estaban maquillando el rostro y el cuerpo en una especie de camerino improvisado con cañas, aunque ningún léxico del gremio teatral da una idea de lo es esto. Ni siquiera se puede comparar, ni mucho menos, con la liturgia cristiana. Esto es una convivencia espontánea y natural con el dios al que se quiere venerar, y aunque tiene un carácter marcadamente religioso, nadie ve la necesidad de guardar silencio, prestar atención o hacerse el solemne. No es serio. El dios puede ser terrible la mayor parte de las veces, pero está acostumbrado a pasearse entre los mortales y los mortales están acostumbrados a abrirle las puertas de su casa. Son familia. Viven juntos. Es como si te tirases un sonoro pedo durante el Credo porque sabes que Jesucristo también se los tira. Así es el arte ritual más antiguo del mundo (más antiguo que el hinduismo, e incluso no se sabe con certeza si más antiguo que las representaciones tribales africanas): una posesión eléctrica de la atmósfera, un maratoniano ejercicio de fe, una chabacanada magistral.

¿Existe realmente una posesión? Quién sabe. Hay veces que no lo parece. Yo me quedé un poco decepcionado porque vi mucho al intérprete y muy poco al dios, sobre todo en los larguísimos intervalos que hay entre una parte y otra, que juegan con la paciencia del espectador no acostumbrado. Sin embargo, no hay que descuidarse; hay otros momentos que son totalmente increíbles. Después del laborioso maquillaje, comienza el ritmo eterno de la danza de Siva: la música de los tambores se vuelve ensordecedora, el flautín despide chirridos fantásticos y el dios, con toda su indumentaria chillona y campanillesca, se pone a girar y a correr como si el cuerpo que está tomando no fuese suficiente para él y lanza unas miradas al público que hielan la sangre. ¡Qué miradas! Esta primera sesión contó con unos bailes admirables que me recordaban a la danza de Pina Bausch y a gran parte de la danza transgresora contemporánea, inspiradas en el ritual animista. Al final de cada parte, el dios se sienta en un trono sin respaldo y la familia o congregación religiosa que paga el theyyam (y, realmente, quien quiera o se atreva a acercarse) recibe una bendición profética. Es un momento en el que se puede escuchar muy bien cómo la voz del actor se transforma maravillosamente en algo grandilocuente y horrible a la vez. Los fieles, ofreciendo su mano a Siva, ríen o lloran con la lectura que les hace acerca de su pasado, presente y futuro, lectura que el dios adivina a través de las velas que penden en el altar que tiene delante suyo. Si no te pones a la cola, es un buen momento para hablar con tu vecino, comprarte un globo, tomar un té o hablar por el móvil. El teléfono es algo que suena bastante a menudo, también durante el ritual. Es más, hubo una ocasión en la que el móvil en cuestión era de uno de los sacerdotes que sostenían al dios. Toda una declaración de principios.


Este theyyam terminó con una orgía de fuego, bailes con zancos y efectos lumínicos a la hora del amanecer, en la que se suelen congregar los momentos más intensos de la noche. Después de eso, el actor se pasa todo el día visitando a la gente del pueblo, sin comer ni beber ni acudir al excusado, hasta que han pasado veinticuatro horas. Finalmente, el dios vuelve a su morada divina y el actor, exhausto, encuentra el descanso y un placer menos exigente. Andrea, Mauricio, la groupie y yo también necesitábamos un descanso y nos arrastramos hasta Costa Malabari para desayunar y digerir lo que habíamos visto. Mauricio me habló de las obras de teatro que dirige e interpreta, tituladas todas ‘Mauricius, The Magnificus’ + la aventura que toque. Me recordó a los libros de Teo: ‘Teo en la granja’, ‘Teo en el mar’, ‘Teo en Birmania’… Seguro que ambas creaciones guardan mucha relación. Me alegré de irme a la cama y perderlos de vista (no a Andrea, que tiene un tino desmesurado). Y es que el tío se pasó toda la noche (cuando no estaba roncando) diciendo que el theyyam es muy, muy antiguo. En fin. Claro que es antiguo. Me apetecía romperle un coco en la cabeza. Bueno, me apetecía romperle otras cosas primero, y luego la cabeza.

2) Noche del 17 al 18 de enero.

Este theyyam fue muy gracioso. Habiendo asumido ya el carácter cotarrero de la ceremonia que nos ocupa, no me sorprendió ver que también era sábado noche en Kannur: puestos de chucherías, juguetes, apuestas, restaurante… Sólo faltaban las barracas. En medio de todo eso, un templo y otro par de avatares de Siva (masculino y femenino) con unos magníficos vestidos encarnados, bailando al unísono y corriendo por todo el patio. El Siva femenino (siempre representado por un hombre) tenía un tono de voz brusco y melodioso a la vez, además de un carácter muy amanerado durante las bendiciones. Me hice fan. A continuación, hubo un ritual del fuego en el que un hombre entrado en años y tal vez con algunas copas de más (mi admirada sueca, cuyo nombre es Harleen, estaba segura de ello) hacía malabares con un machete y desafiaba a un grupúsculo de velas alargadas. Esto se hizo un poco pesado. Nos acabamos marchando.

Aprovecho el momento para alabar una vez más la belleza y ardil de Harleen. Tiene las piernas largas y gruesas y una cadera voluminosa. No puedo imaginarme un rostro más dulce ni aunque lo intente. Es toda una experta en bailar música punjabí, como el famoso ‘Bangra’, y sabe hacer ese juego de miradas indirectas tan popular en el arte indio. Me encantaría hacer una película con ella y, por supuesto, también me encantaría darle unos hijos robustos y morenos, pero no va a poder ser porque yo soy un ser limitado y ella está prometida.

3) Noche del 18 al 19 de enero.

Posiblemente, la más espectacular de todas las sesiones. Kurien había ido a pasar el día a Kochi para entrevistarse con un posible marido para su hija (al parecer, es una tía muy escogida), y nos dejó huérfanos de theyyam, hasta que llamó a la hora de la siesta para comunicarme que esa noche, a las cuatro de la mañana, habría un ritual muy especial y muy poco habitual. Andrea y yo nos pusimos locos de contentos.

Aunque esta vez me costó levantarme, ese par de horas antes del amanecer suelen ser las mejores. Se trataba, en esta ocasión, de un tipottan theyyam (ti significa ‘fuego’) y el Siva en cuestión apoyaba espalda y cabeza sobre unas brasas grisáceas, cuando no lo hacía, directamente, sobre unos cuantos leños ardiendo con llamas de más de un metro de altitud. Graciosamente, el dios se carcajeaba mientras el fuego destrozaba su traje e increpaba a los sacerdotes diciéndoles algo así como ‘¿éste es todo el fuego que tenéis para mí? ¡Necesito más!’ (traducción de Kurien). Fascinante. Ésta vez sí que no había duda de que el actor estaba fuera de sí mismo o en otra galaxia muy lejana, y que algo o alguien había usurpado su cuerpo y lo había insensibilizado al dolor. Fue un espectáculo escalofriante, y el comienzo de una fructífera historia de amor con el theyyam. Debo añadir que esta vez la audiencia estaba mucho más silenciosa (evidentemente, ya que quemarse todo el cuerpo tiene su enjundia). Hubo también un sacrificio animal, una pobre gallina que tuvo que soportar la ira del dios en su gaznate.

Podría hablar de otro theyyam más, pero ése no cuenta porque lo compartí con un belga pesadísimo (y encima, cinéfilo) que no paraba de hacer bromas estúpidas. Un consejo: nunca veáis una posesión mientras alguien os come la oreja; la gracia se diluye. Añado que me encantaría colgar vídeos de estas ceremonias, pero prefiero ser respetuoso, de momento. Es difícil encontrar la distancia adecuada entre la cámara y el intérprete, y creo que debería ver unos cuantos antes de lanzarme a la piscina y ponerme a grabar. Tampoco tengo una tarjeta fotográfica, de momento. Aunque si hay una cosa realmente molesta son los turistas boborolos que no paran de sacar fotos con flash a escasos centímetros del dios. Eso pondría los pelos de punta a cualquier agnóstico. Salud a todos.

Sergio. 19/01/09.

1 comentario:

Manuel J. Greciano dijo...

Buenisimo...
Casi tanto como los dos primeros capitulos de la quinta de Lost
I love you