jueves, 23 de junio de 2011

227. Season Finale (Parte III y última): ¡Inlakesh Alaken!



“Todo lo que es consciente se desgasta.
Lo que es inconsciente permanece inalterable, pero una vez liberado,
¿no cae a su vez en ruinas?


Sigmund Freud.


Mi última noche en Sachawasi fue noche de luna llena, y como todas las noches de luna llena se hizo un gran fuego con troncos traídos de la chacra que quedaba al otro lado del río. Yo estaba muy cansado y no quise unirme a la celebración. Como ya había desmontado la carpa me tapé con varias frazadas y me tiré en una de las hamacas de la casa de Bruno, pero el frío era demasiado intenso y, como he tenido oportunidad de comprobar durante este viaje, no soy capaz de dormir cuando tengo frío. Así que me incorporé a eso de la medianoche y me uní a la gente que bailaba alrededor del fuego. No quedaban muchos. Bruno, el Jaguarcito, un salteño muy simpático llamado Juan Blas, una belga absolutamente loca, Romi y otro hombre que no conocía de antes pero que se hacía llamar Pez y que, entre vaso y vaso de chicha, acabó por ofrecernos ayahuasca en polvo. No había suficiente para que todos pudiésemos volar por los aires y las venas del conocimiento así que supuse que este regalo de la Pachamama iba a ser algo tranquilo. Me puse cómodo. Bailé un poco, ejercitando mi pelvis maltrecha y vinculando las llamas de la hoguera con el centro de energía que tengo (y tenemos) debajo del ombligo. Luego miré a la luna entrando en coloridas fortalezas de nubes y escapándose de ellas. Romi y Pez hablaban a mi lado. Me sentí cuidado y querido por Romi, una peluquera argentino-catalana con muchísimo tino. Descansé sin dormir. Al amanecer, o durante ese trance invisible que es el paso de la noche lunar al día, me tocó a mí hablar con Pez. Él llevaba diez años intentando ‘saber’, intentando ‘conocer’. Hacía cosas mágicas con su flauta. Le di un gran abrazo de agradecimiento antes de dirigirme a la casa y a la cocina, donde seguí dando abrazos de agradecimiento y de despedida a todos (fue especialmente duro decirle adiós a Victor, a Bruno y a Hugo, un marino/granjero cordobés que se convirtió en figura paterna para todos nosotros). A las ocho de la mañana ya no estaba allí.

Emilio y Matu se vinieron conmigo, o yo me fui con ellos. Los tres teníamos que estar en otra parte, ellos en Brasil y yo en el lugar desde el que escribo esto, en Guayaquil (Ecuador), de donde saldrá mi vuelo de vuelta a España. El camino de Santa Cruz del Valle Ameno a Apolo, y el de Apolo a La Paz, se hicieron muy amenos gracias a esta pareja de Grenoble (Francia), los dos muy jóvenes y al mismo tiempo valientemente abiertos a lo que el mundo tiene que ofrecer. Emilio tocaba la zampoña y desfiguraba, o configuraba, el paisaje altiplano-amazónico con él. Ya en La Paz, les invité a cenar y bebimos vino y nos tiramos toda la noche en una habitación de hostal hablando y escuchándonos. Con Emilio y con Matu me sentí ligeramente transportado a otros lugares que, curiosamente, confluían en aquel exacto lugar, nacían y morían en él.

Y, nuevamente sin dormir, abandoné Bolivia. No tenía muchos días para llegar a Ecuador así que tenía que hacer uso del transporte público, y ni siquiero esto era fiable (las fronteras por carretera entre Bolivia y el Perú llevan más de un mes cerradas por huelga). Tuve que pasar a Chile a través de la cordillera, a través de los oníricos paisajes desérticos del Altiplano, y luego descender abruptamente entre dunas interminables hasta llegar a Arica, horrendo lugar como pocos, para poder acceder al Perú desde allí. Lo que más pereza me daba eran las aduanas chilenas, donde te manosean todo y te preguntan demasiadas gilipolleces. Una vez en Tacna, ya dentro de la geografía costera peruana, tomé un colectivo que salía esa misma tarde para Lima y avancé, en día y medio, mucho más de lo que me hubiera podido imaginar. Por mucho que deteste moverme así, era el precio que tenía que pagar por haberme quedado más días en Sachawasi.

Es difícil rasgarse las vestiduras con Lima, porque Lima es realmente fea. La niebla marina que parece apoderarse de la urbe durante gran parte del otoño y el invierno no ayuda en nada al sentimiento opresivo que despiertan sus calles (respaldado por el sucio y sobrecogedor desierto que las circunda). Dormí en un hospedaje donde un buitre disecado de proporciones fantásticas sobrevolaba la recepción. Era la primera vez en dos meses que probaba una cama, así que no merece la pena resaltar lo bien que dormí.

A la mañana siguiente partí rumbo al norte del país. El colectivo avanzaba por nuevas rutas tragadas por la niebla. Toldos y casetas olvidadas en las planicies de arena. Pueblos que parecen más soñados que reales bajo la protección discutible de una duna aguijoneada por antenas de telefonía móvil. Tapias enteras pintadas con la propaganda electoral que recién acaba de desembocar en la victoria del (ejem) izquierdista Ollanta Humala. A Keiko (Fujimori) le pesó demasiado la sombra corrupta de su padre, y eso que pintó y empapeló una costa entera con su nombre en letras naranjas, y seguro que parte de la cordillera y de la selva también. Ahora Ollanta visita a todos los mandatarios sudamericanos antes de su investidura, y todos se congratulan de la magnífica tapadera progresista que han regalado a la opinión pública.






He visto muchas películas malas durante estos viajes en autobús, desde fantasías redentoras y orgías de sangre protagonizadas por La Roca hasta moralejas con el boxeo o el fútbol americano como telón de fondo, por no hablar de la racista y homófoba saga de ‘Loca Academia de Policía’ (me la pusieron enterita, desde la primera hasta la última entrega). Nunca antes había sentido tanta vergüenza y preocupación por el medio al que quiero dedicar (parte de) mis esfuerzos creativos. Se trata, sin lugar a dudas, del lavadero de cerebros oficial del régimen. Mi amiga Penny decía que no veía la hora de que llegase la muerte de los medios de comunicación en su manifestación actual. Ella se refería, más bien, a la prensa. Pero es más urgente la muerte del cine, porque las películas alcanzan a más gente.

Cuando llegué a Tumbes, localidad cercana al paso fronterizo peruano-ecuatoriano, me sumergí en un breve infierno de casi dos horas. Se trata de un lugar muy peligroso y no puede uno bajar la guardia, porque vienen a buscarte en el momento en que estás bajándote del colectivo, todavía con legañas en los ojos y los sentidos adormilados. A mí, entre un taxista y un supuesto agente de comisiones, me timaron unos cuantos soles de camino a la oficina de inmigración. Desde allí, decidí desembarazarme de ellos como pude antes de que la cosa se pusiera fea. La parte negativa de esto último era que tenía que cruzar toda la calle y el puente que separan Aguas Verdes (Perú) de Huaquillas (Ecuador) por mi cuenta, con todo mi equipaje y documentos encima. El lugar no es muy agradable. Aunque los estafadores funcionan en base a generar una sensación de miedo y alarma que no siempre tiene por qué ser real, la verdad es que esta frontera es jodida. Recuerdo que el taxista me decía (para asustarme), ¡Mira el contrabando!, ¡Mira el contrabando!, mientras señalaba a unos jóvenes que portaban bidones de plástico por un descampado miserable bajo un cielo opaco. Yo no sé lo que se movía por allí o no. Tampoco vi nada particularmente violento (por suerte). Pero no lo necesitaba, porque los chalecos y las escopetas de la policía hablaban por sí solos. Prostitución, narcotráfico y desesperación en uno de esos agujeros negros que, si bien merece la pena conocer, no existe urgencia alguna por volver a frecuentar. Así que, queridos amigos, eviten este paso fronterizo siempre que puedan. Es uno de los mejores consejos que puedo dar.

Ecuador, en general, no es mucho más seguro que su frontera. Después de un par de días en Guayaquil me siento en el estado más policial en el que haya estado nunca. Los medios se hacen eco de cualquier barbaridad, desde asesinatos entre bandas de narcos hasta linchamientos a homosexuales (que ni siquiera son tomados en serio por los periodistas, a juzgar por los atroces titulares que se pueden leer en los kioskos), hinchando la realidad para crear escándalo y justificar así cualquier abuso de poder del gobierno supuestamente progresista de Correa. Estoy más que seguro de que la zona cordillerana no tiene nada que ver con las ciudades, donde se vomita y se caga toda la inmundicia que el sistema neo-liberal ha exportado a este rincón tan frágil y hermoso del planeta.

Fin de esta etapa. En un tiempo récord he llegado al escenario final de mi primer periplo por Sudamérica, y me marea echar la vista atrás. Visto el escaso interés que tenían otras conclusiones que escribí en el pasado, no creo que me moleste en hacer lo mismo. Ya tendré tiempo de recapitular cuando hable con mis amigos y con mi familia y con la gente a la que hace casi un año que no veo.

Pero sí voy a hacer otra cosa.





Si éste es el viaje más relevante que he hecho nunca no es sólo por lo impredecible del mismo. Cuando llegué a Argentina me llevó mucho tiempo, dos meses para ser exactos, encontrar lo que tenía que encontrar, y consideré muy seriamente volverme a España y dejar de pasearme por el mundo porque todos los sitios me estaban empezando a parecer el mismo (en cierto sentido, es posible que lo sean). También tenía mucho miedo de estar aplazando demasiado mi vuelta a la actividad cinematográfica en Madrid. Y también me había enamorado un poco, pero sólo un poco, de un Quebrantahuesos, un ave de rapiña al borde de la extinción. Conocer a Lugrin, y a otras personas que antes y después de nuestro encuentro me soplaron unas cuantas verdades a la cara, transformaron mi viaje y mi vida entera. Nunca un recorrido me había cambiado tanto por dentro.

Es más o menos sencillo adivinar lo que uno no quiere. Pero tener la claridad suficiente para ver lo que uno quiere depende mucho la forma en que se mire y se escuche, de las preguntas que uno esté dispuesto a hacerse y, por qué no decirlo, de la casualidad. Ahora sé lo que quiero, y el tiempo me dará algunas herramientas o me mandará a bailar cueca al otro mundo antes de que pueda funcionar con ellas. La vida no nos debe nada. Esa es la verdad.

Como todos, he sido feliz e infeliz. De ninguna forma puedo escapar del dolor creando un paraíso para mí mismo y para la gente con la que viva, y tampoco quiero hacerlo. El meollo de todo el asunto está en el viaje, en el movimiento constante. El viaje es un modo de vida y, al mismo tiempo, también puede ser una forma de vincularse con la tierra. El viaje no es desapego, es apego a todo lo que existe.

Quiero hacer unas pocas películas, pero, sobre todo, quiero hacer una serie de cuarenta episodios, ‘El pasajero separado’. Es el trabajo creativo principal que deseo llevar a cabo. Cuando termine de hacerlo, haré huerta, y nada más. Ni nada menos. E intentaré vivir lo más al margen que pueda del sistema monetario, en caso de que éste no sea devuelto a su ceniza originaria por los cambios planetarios que puedan o deban producirse. Eso lo veremos pronto. De todas formas, estas palabras enuncian planes, futuros hipotéticos, y por eso carecen de peso. No voy a despreciar los sueños por el mero hecho de ser sueños, pero sólo quiero dejar que en este momento presente se limiten a marcarme un sendero, una dirección.

En el valle del Río Azul abracé y empecé a creer en un destino. En Chile dejé mi corazón y vi lo importante que era estar “donde las papas queman”. En Bolivia… todavía no sé lo que pasó en Bolivia. Y ahora vuelvo a la Madre Patria (una madre grotesca y enferma, pero algo más divertida que sus hermanas europeas) para seguir haciendo lo que creo que es lo mejor que puedo hacer: vivir.

INLAKESH ALAKEN, COMPAÑEROS.
(En lengua maya, “Yo soy tú, tú eres yo”; un saludo, o una despedida, en toda regla).




FIN
DE LA
TERCERA
TEMPORADA
DE
“MISS
KALASHNIKOV”.


226. El príncipe y el anarquista.




He llegado a oír una historia sorprendente sobre un guerrillero que fue traicionado por sus compañeros. La milicia golpista lo apresó en la selva y se lo llevó a unas viviendas apartadas en un valle apartado, un lugar en el que hacía años que nadie ponía un pie. Allí fue torturado hasta morir.

El general que lo torturó, y sus esbirros, son los depositarios de su memoria.

Le cortaron varios dedos de las manos y de los pies. Le extrajeron con lentitud exasperante el ojo derecho. Abrasaron toda su piel con un soplete hasta que no quedó un centímetro sin chamuscar. Le rasparon los tendones con una navaja (el Marqués de Sade afirma que éste es el dolor más inaudito de todos). Le introdujeron todo tipo de objetos por el ano hasta el límite del empalamiento. Fue un milagro que sobreviviese a todo ello durante tantos días.

Y el guerrillero nunca dijo una mala palabra. No lloró. Es más: se lo vio sonreír con una placidez sobrenatural en más de una ocasión. En lugar de ofrecer a su público el deleite de su terror, sólo se oía el sonido, entre inquieto y cansado, que hacían los soldados al arrastrar los pies, sus murmullos en la habitación de al lado, la lenta combustión de sus cigarrillos.

Antes de dejarlo morir, el general hizo salir a todos del cuarto. Poco quedaba ya del guerrillero: rastros calcinados de lo que antes era un cuerpo, algo parecido a un rostro, una boca y una lengua que todavía alcanzaban a hablar y a cantar. El general se arrodilló a su lado, ya sin saber dónde dirigir su próximo golpe, y le preguntó, ¿Por qué?, ¿Por qué nos haces esto?, ¿No ves que estás desanimando a mis hombres?, y lo que quedaba del guerrillero, es decir, su conciencia, alcanzó a decir, Lo siento, y añadió, No me duele.

Cuentan que, acto seguido, cerró el ojo izquierdo y tardó pocos minutos en morir.

225. Season Finale (Parte II): La bomba de Hiroshima.






Un día en Sachawasi era tal que así…

A las siete de la mañana, Bruno tocaba el tambor y cantaba…
Del cerro yo bajo por la mañanita…
Del cerro yo bajo por la mañanita…
Cantando y bailando para mi cholita…
Cantando y bailando para mi cholita…
Ya pasó el tiempo de ser vicuñita…
Ya pasó el tiempo de ser vicuñita…
Todos me persiguen por mi lana fina…
Todos me persiguen por mi lana fina…
Ya se sa – se sabe que me voy mañana…
Ya se sa – se sabe que me voy mañana…
Pero no se sabe cuándo volveré…
Pero no se sabe cuándo volveré…
Laila lai lalai lalai lalai lalai la…
Laila lai lalai lalai lalai lalai la…
Ya pasó el tiempo de ser vicuñita…
Todos me persiguen por mi lana fina…
A veces todavía dormía cuando escuchaba su voz entre las plantas de café, otras veces ya estaba despierto y mateando con Victor en la cocina en la que tal vez fuera la mejor hora del día, cuando el cielo se aclaraba perezosamente, como en un lento resurgir de una enfermedad sin nombre ni importancia, y los madrugadores nos desperezábamos junto al fuego, hablábamos en voz baja…
Victor, eminente cocinero, cazador, agricultor, médico-homeópata, artesano…
Victor fue muy paciente conmigo, aunque la paciencia no fuera su virtud más evidente, y hablamos en español y en inglés sobre viajes y experiencias que quedan grabados en la memoria, en una ocasión, durante la presentación de una de sus comidas, sopa de maní o alguna virguería de yuca, nos explicó que el ying y el yang no eran más que la inspiración y la expiración, y que todo lo que necesitábamos hacer para llevar una vida equilibrada era RESPIRAR, en otra ocasión me contó una historia sobre un hombre que le pidió a un maestro indio, Por favor, Maestro, explícame el sentido de la vida con palabras que yo pueda entender, y el Maestro le respondió, ¿quién eres tú?, ¿cómo que quién soy yo?, respondió su discípulo, sobresaltado, Tú quieres que te explique lo que es la vida (y por ende, la muerte) de forma que lo puedas entender, ¿no es verdad?, Sí, Maestro, Entonces contéstame, ¿quién eres tú?, Yo soy Sergio, Muy bien, “Yo soy” es la verdad, “Sergio” es la mentira…
Pero me he ido por los cerros de Úbeda, o por los Picos de Europa…
Después de desayunar pito, que no es lo mismo que comerse una poronga, sino que es el nombre local que se le da a la harina tostada o al ñaco, como le dicen en Argentina, aunque tengo entendido que en el Tíbet se le da otro nombre, y así sucesivamente, bueno, después del desayuno, a las ocho de la mañana, empezábamos la labor…
Mi trabajo favorito fue construir una cocina nueva para Victor con una tapialera, esto consistía en aprender a utilizar unas herramientas simples pero que requieren mucha destreza, dos tablones de madera para contener la tierra que se va a prensar y que va a servir de pared base, más una pieza de cierre en uno de los extremos, y así, con paciencia y con fuerza, y rellenando los huecos con una mezcla de paja, agua y barro, se va creando un espacio que bien podría ser una casa (de hecho, todas las casas de la zona se han hecho así) y que se completa con adobes y una techumbre…
La casa de Bruno era distinta, circular, hecha toda con madera y distribuida a lo vertical, un piso subterráneo para las semillas y el alimento, un piso al nivel del suelo como centro de reunión social y un dormitorio, encima, para la vida íntima y espiritual, el cuarto donde todos nosotros queríamos estar y leer y descansar…
Otras labores comunes eran machetear, desmalezar alrededor de las piñas, cosechar café o algunas de las muchas raíces autóctonas que crecen en la chacra y que Bruno se ha propuesto salvar de la extinción, hacer adobes, buscar leña y apilarla, sembrar…
La campana sonaba dos veces, una a las diez y media para pischar un poco de coca, otra a la una para ir a bañarse al río, luego almorzábamos juntos, y luego…
Un taller de permacultura o una conversación o un tiempo precioso ocupado en la contemplación de las nubes y los cerros o en el sueño o en paseos a la tienda del pueblo para ir a comprar el pan o las Cremositas (galletas de chocolate o dulce de leche) con las que sucumbíamos como hijos de puta a la relación mercantil…
En los talleres aprendí, sólo teóricamente, a hacer carbón de leña, el mejor fertilizante que un suelo pueda obtener, aunque apenas se noten los resultados en un clima templado o frío…
Y la noche llegaba a eso de las seis y media, y a las siete cenábamos una sopita bien ligera y luego cada uno se entregaba a sus vicios o al descanso, muchos tocaban la guitarra, otros tejían ropas o bolsos o carteras de cuero, otros ponían música en la cocina, aprovechando que Victor se retiraba temprano, los vasos que habían alojado mates de coca durante el día se llenaban ahora con Ceibo y jugo de naranja, cosas de la vida, Sachawasi a veces, o casi siempre, era una burbuja que reproducía fielmente muchos comportamientos que a todos nos parecían discutibles (mi percepción del alcohol ya no puede ser la misma después de este viaje, después de ver lo que el alcohol hace, realmente), pero, ¿no es bueno ver las contradicciones y darles sólo la importancia que merecen, ni más ni menos?...
Y llegó el día de apertura del Segundo Encuentro de los Hijos de la Pachamama…
Supuestamente iban a venir muchos invitados a Sachawasi para compartir sus saberes y hablar de las múltiples formas de resistencia que se pueden poner en práctica para abolir el sistema monetario…
No vinieron muchos…
Bolivia es un país con muchos bloqueos de carreteras y muchos problemas en general…
Pero sí vino Jorge, un venezolano embajador de la causa ‘Zeitgeist’ en Sudamérica (por si no lo sabéis, ‘Zeitgeist’ es un movimiento social nacido en Internet y una trilogía de documentales de interés desigual, aunque os recomiendo fervientemente la primera película)…
Jorge lleva dos años alimentándose sólo de la energía solar (no entendí muy bien por qué no de la lunar), de vez en cuando se come una o dos papas para que los jugos gástricos no le devoren el estómago…
Bajo el enunciado de ‘La tierra piensa’ justifica la aparente destrucción del planeta, y digo ‘aparente’ porque para Jorge o para Miguel Ángel, un vasco integrante de una secta de hijos o amigos o hermanos del Arco Iris o algo así, la noosfera, es decir, la mente de la tierra, ha planeado todo lo que está sucediendo, como si de un guión teatral se tratase, como antesala al gran cambio de diciembre del 2012, en el que una humanidad que existió antes que nosotros vendrá a visitarnos, a partir de entonces dejaremos de usar sólo un hemisferio de nuestro cerebro y accederemos a nuevos niveles de realidad, por eso la bomba de Hiroshima es lo mejor que le podía haber pasado a la humanidad, la radiación nuclear es buena porque configura una nueva raza de seres de luz, la guerra y la devastación y la degradación del suelo y el horror inconcebible son buenos en sí mismos…
En fin…
Eso es lo que piensan Jorge y Miguel Ángel…
Bruno, en una de las pláticas, preguntó cómo era posible que la tierra pensase y se divirtiese con todas esa huevadas, a Jorge no le pareció nada bien que Bruno calificase los actos de la Pachamana de “huevadas”, a mí no me pareció bien la actitud dictatorial de Jorge, aunque tampoco me molestaba, simplemente aprendí con él lo que es la radiestesia (la comunicación de la mente humana y la noosfera a través de un péndulo) y lo que son las piedras de Ica y varias teorías conspiratorias esotéricas filosóficas que no carecen de interés pero que todavía no me llaman a una acción concreta, porque yo no tengo el menor interés en trabajar para el proyecto personal de Jorge (una serie de cortometrajes didácticos interpretados por marionetas), sino en mi proyecto personal, que también lidia con temáticas libertarias y con el cambio social, pero de otro modo, quiero creer que menos pretencioso, menos forzado, y lo que es más importante, a través de la ficción, tal vez la forma más eficaz de depositar un mensaje en el útero de la tierra…
La cabeza me daba vueltas tras todas estas discusiones, pero había algo que quería entender, algo que tenía que ver con la bomba de Hiroshima y con el horror y conmigo mismo…
Fui a hablar con Miguel Ángel, estaba instalando una estructura piramidal con varillas de hierro para sentarse a meditar bajo su cúspide o algo así, hablamos, su arrogancia me dejó atónito, pero se trataba de un tipo especial de arrogancia, producto de ser feliz durante el noventa y nueve por ciento de su tiempo, o eso decía él, Hay gente que escoge la tristeza y la amargura y gente que escoge la felicidad, dijo, depende de ti, es tu opción, yo elijo estar contento y en armonía con mi entorno, y como si quisiese demostrarme la veracidad de sus palabras, rió, se carcajeó de una forma siniestra, y a mí me dio mucha pena que alguien quisiese privarse a sí mismo de sufrir, pero no está bien juzgar a la gente, en eso Miguel Ángel tenía mucha razón, así que me despedí, y me sentí muy afortunado de haberlo conocido…
También hubo un taller dedicado a la sexualidad sagrada, lo impartió una pareja argentino-colombiana que parecen haber evolucionado de golpe a esa nueva humanidad que está por aterrizar en nuestro planeta, aunque van de crudíferos por la vida y luego devoran la yuca cocida…
En fin…
Verles agradecer la comida a ritmo de guitarra es una de las cosas más excesivas e hilarantes que he visto nunca…
¡Gracias a la ensalada, gracias a la ensalada!
Curando - curando - curándonos…
Ayudando – ayudando – ayudándonos…
¡Gracias a la achira, gracias a la achira!...
Y así sucesivamente…
La sexualidad sagrada se resume a que eyacular sin ton ni son es una pérdida considerable de energía y que hay otras formas de conseguir la estimulación sexual mientras se retiene el esperma o el fluido vaginal…
He intentado ponerlo en práctica conmigo mismo, pero es harto difícil despertar a la Kundalini que llevo dentro…
Gente llegaba, gente se iba, Don Ramiro, oriundo del pueblo que servía de base al Encuentro y a Sachawasi, habló de plantas medicinales de la zona, y como buen sabedor de la naturaleza y de la vida en general, habló poco, escuchó mucho, no dio fácilmente lo que la gente ansiosa esperaba saber, no entendió las palabras necias, en pocas palabras, dio una lección de humildad a las ‘nuevas humanidades’…
Y, mientras tanto, Victor y sus ayudantes de cocina se resguardaban de la tormenta new age
No existe sexualidad sagrada, decía Victor, no existe la espiritualidad, no existe la meditación, no existe nada de eso…
Me miró fijamente, y añadió…
Todo está en nuestra mente.



224. Hoy el tino lo tiene… ‘La mamain et la putain’, de Jean Eustache.



“Hablar con las palabras de otros… eso es lo que me gustaría. Eso debe ser la libertad.”


Marie se ha ido a Londres por el fin de semana. Alexandre aprovecha para llevarse a Veronika al apartamento de Marie. Alexandre quiere follársela. Sin darse cuenta, empuja con su pene el Tampax que ella tiene siempre puesto por costumbre, por precaución, por olvido. Veronika se queja. Ahora vas a tener que ayudarme a sacarlo. ¿Cómo? Mete el dedo y, cuando lo encuentres, empuja. Sácalo de ahí. A Alexandre todo esto le parece muy gracioso. Llama por teléfono a un amigo suyo para narrarle el incidente del Tampax. A Veronika le da igual. Como el amigo no contesta a la llamada, Alexandre y Veronika se ponen a follar. Fundido a negro.

‘La mamain et la putain’ se estrenó en el año 1973 durante el festival de Cannes. El revuelo que causó fue notorio. Antes de esa fecha, pocas mujeres hablaban en pantalla sobre su vida sexual, y, que yo recuerde ahora, sólo Bibi Andersson en ‘Persona’ (Ingmar Bergman, 1966) había verbalizado el orgasmo femenino. Seguro que me equivoco. Seguro que hay muchos otros ejemplos. Pero eso no reduce el impacto real que causó la rotunda obra maestra de Jean Eustache, la película llamada a dinamitar la Nouvelle Vague, Mayo del 68, el arte cinematográfico y el pensamiento occidental. Desde entonces, muchas mujeres han hablado de sexo y escatología frente a una cámara, pero el testimonio de Françoise Lebrun todavía es insuperable. Me atrevo a decir que todavía nadie ha superado la madurez de forma y fondo que ‘La mamain et la putain’ representa.

Jean Eustache no creía que el cine (o el arte) pudiesen cambiar nada de nada. Y si hizo películas, fue por darse cuenta de que nadie más podía contar sus historias, o al menos no de la manera en que él las podía contar. Era infinitamente mejor que Godard y, desde luego, que Truffaut. En 1981 se mató pegándose un tiro en su apartamento de París.

‘La mamain et la putain’ es la película definitiva sobre la condición humana. Es retórica, y al mismo tiempo no lo es, porque “usa” conscientemente la retórica, se ríe de ella. Es artificial porque el cine es artificial. Es redundante y patética porque la materia prima de la extrae sus imágenes y palabras, es decir, la vida, también es redundante y patética. Es larga. Es sincera. Es consecuente. Es dolorosa. Es muy divertida. Es extraordinaria.





Cuando Victor me dejó acceder a los archivos de su computador y descubrí que tenía una copia de esta película lancé un grito exagerado pero sentido. Llevaba mucho tiempo queriendo verla (quién me iba a decir que el deseo postergado se vería resuelto en la selva boliviana). No sólo no estoy decepcionado, sino que me sorprende que sea tan buena. Me sorprende que, pese a las expectativas, me haya quedado tan estupefacto. Porque, ¿qué se ha hecho después de esto? ¿Adónde hemos ido? ¿Qué se ha investigado desde que Jean Eustache nos dijera que el cine y la vida que vivimos (o creemos vivir) son sólo proyecciones de una mente incapaz de estar sola, incapaz de estar acompañada?


miércoles, 22 de junio de 2011

223. Hoy el tino lo tiene… Jorge Sanjinés.




En este viaje he tenido amplia oportunidad de reflexionar sobre la condición social del artista. Mucho he discutido con Lugrin a ese respecto. Ayer mismo, recién llegado a Guayaquil y con sueño y calor en el cuerpo, me pasé por la Casa de la Cultura Ecuatoriana para ver si pasaban alguna película, y me encontré con que iban a proyectar media hora después ‘The fountainhead’, un clásico de King Vidor protagonizado por Gary Cooper, Raymond Massey y la bellísima Patricia Neal. El “manantial” del título se refiere a la visión creativa (la del arquitecto Cooper en este caso, basado en la figura de Frank Lloyd Wright) y a cómo ésta debe ser incorruptible o, en cambio, debe someterse al gusto de la sociedad que lo concibe como artista en primer lugar.

Argumentos para defender la integridad del creador hay muchos. Exagerar la importancia del mismo hasta excesos dictatoriales (como sucede en la película) es algo menos defendible. En ‘The fountainhead’, Gary Cooper dinamita una serie de viviendas residenciales porque no fueron construidas tal y como él las había diseñado. Jorge Sanjinés, uno de los pocos cineastas de culto bolivianos, o a efectos prácticos el único, ha apartado de la circulación sus películas al no considerar que éstas merezcan estar en manos de la distribución y exhibición imperantes. Dos ejemplos de cómo el artista legitima su rol en la sociedad. Ni al uno ni al otro les importa su público, amparándose en la negación de la servidumbre moral del creador. La paradoja es que tampoco así llegan a público alguno y, lo que más me importa a mí (porque, ¿quién quiere estar en un circuito mayoritario, y para qué?), pueden acabar siendo víctimas de su propia visión creativa al pensar que ésta tiene alguna importancia.


'The fountainhead' (King Vidor, 1949).



El arte ilumina la mente y los corazones de la gente, pero también las de los animales, las rocas y las plantas. La naturaleza es la única y verdadera artista. Los que creamos o fabulamos sólo “descubrimos” las historias que están ahí. No las inventamos. No somos propietarios de ninguna idea. Y sólo somos artistas porque vemos el comportamiento y el fluir natural de la vida y decidimos llamarle a eso ‘ARTE’.

Durante semanas estuve buscando infructuosamente alguna película de Jorge Sanjinés. Me corrijo. Alguna ‘copia de buena calidad’. No me resultó fácil, ni siquiera en La Paz, y cuando conocí a alguien en Sachawasi que sí tenía algo de Sanjinés en sus archivos, me vino a decir que sólo los compartía con la gente que se lo merecía. Hubiera insistido, pero no me apeteció en ese momento. La conducta de ‘elegidos y no elegidos’ le ha hecho un flaco favor al ya de por sí corto alcance que tiene el arte como herramienta para el cambio social.

Sanjinés tiene todo lo que un rojo podría tener: no le hace ascos a la práctica comunista o comunera o comunitaria (como quieran llamarlo), da voz a los habitantes originarios del Altiplano andino y ni los gringos ni el ejército ni los políticos citadinos ni casi cualquier citadino en general salen muy bien parados en sus historias. Él ha decidido hacer insurgencia socio-política con su don de creador. Ha decidido SERVIR a su pueblo poniéndose, al mismo tiempo, fuera de su alcance. Porque, ¿quién admira y sigue la trayectoria de Sanjinés? Muchos intelectuales bolivianos, seguro, sobre todo paceños y cochabambinos. ¿Y qué más? ¿Sabe algo de Sanjinés la chola vendedora de coca que duerme en la calle para que no le quiten el puesto de venta? ¿Y el minero y el conductor de micros y la vendedora de salchipapas? Sanjinés les rinde pleitesía a todos ellos, pero ellos nunca sabrán de él ni tampoco les importa. Sólo les importa a un puñado de listos que tienen tiempo y, tal vez, una percepción entrenada para el arte. Y esta gente no cambia el mundo. La mayoría de las veces, son el principal obstáculo para que se dé cambio alguno.

Finalmente, en mi último día en La Paz, encontré en una tienda una copia de ‘La nación clandestina’, la película más famosa de Sanjinés, realizada a finales de los años ochenta. La compré sin pensarlo dos veces, con la esperanza de poder ver en algún otro momento obras míticas como ‘Para recibir el canto de los pájaros’ (de la que, supuestamente, ‘También la lluvia’ habría tomado muchos elementos de su argumento, quiero creer que a modo de homenaje).

‘La nación clandestina’ es una obra excepcional de un observador único. Cuenta la historia de Sebastián, un aymara que abandona y traiciona repetidamente a su comunidad hasta que no le queda más remedio que auto-destruirse para expiar sus culpas, resucitando al mismo tiempo una tradición de su etnia que parecía perdida. La lucha de clases y la historia contemporánea están ahí, pero lo que me parece más valioso es el análisis que Sanjinés hace del modo de vida comunitario de los aymaras, para el cual el castigo de la expulsión, que convierte a un hombre o mujer en errantes, es lo peor que le puede pasar a alguien en su vida.

En uno de los muchos planos secuencia de la película, todos magníficamente concebidos, un joven revolucionario salido de la universidad paceña huye por las estepas del Altiplano, perseguido por los militares; unos aymaras se cruzan en su camino, pero la barrera cultural es tan grande que el estudiante no consigue obtener ayuda alguna; al final, a pocos segundos de ser ametrallado por sus perseguidores, grita “¡Indios de mierda!”, dinamitando cualquier posibilidad de luchar con el pueblo aymara en un frente común y dejando patente la dificilísima identidad socio-cultural boliviana.





En otra secuencia memorable, Sebastián vuelve a su comunidad para bailar hasta morir, vestido como el Tata Danzante. Es una forma de pagar por todo lo que ha hecho y de re-equilibrar el daño con un último sacrificio. Pero una marcha fúnebre se cruza en su camino (tres mineros insurgentes han sido asesinados) y varias personas se enfrentan con él, lo insultan, le piden que respete a los muertos, incluso quieren matarle. El anciano de la comunidad intenta arrojar luz sobre la confusión. ‘Déjenlo bailar’ dice, ‘escuchen la música, comprendan su dolor…’

El arte es una forma espontánea de vivir con los demás, y Sanjinés debe saberlo, porque sus películas hablan de eso. No soy quién para juzgar la contradicción que reside en el hecho de que sus películas sean el privilegio de unos pocos, porque también entiendo la postura anti-sistema que está detrás de esta decisión. Me siento muy afortunado de haber visto ‘La nación clandestina’, y espero poder compartir ese placer con todos vosotros. Salud.

222. Season Finale (Parte I): la maestra de Tuichi.




Comienza aquí el carrusel del final del viaje. Hay muchas cosas que contar todavía y por ello voy a estructurar esta season finale en tres partes que, aunque pretenden tener, cada una de ellas, una unidad temática, serán tan dispersas como las huellas de un rebaño asustado sobre el lodo.

Bruno tuvo que marcharse a La Paz por diez días para cumplir con sus obligaciones políticas, entre las que se encuentran la producción de un documental televisivo sobre el ‘fin del ciclo’ que podríamos vivir el año próximo, y que los habitantes originarios andinos llamaron Pachakuti. Entretanto, unos pocos de nosotros (éramos casi siempre de quince a veinte personas en Sachawasi) aprovechamos la coyuntura para conocer un poco mejor Madidi y, a ser posible, perdernos por la generosa y abigarrada selva que se volvía cada vez más generosa y más abigarrada a medida que caminabas en dirección norte.

Philippe, el Jaguarcito y yo emprendimos camino hacia el mítico río Tuichi, que se encuentra a cuarenta y siete kilómetros de Santa Cruz del Valle Ameno y por el que viajan regularmente balsas cargadas de cocaína procedentes del Perú con dirección a Brasil. El trayecto es acojonante. Si el cielo está completamente claro, algo poco habitual en un clima así, se pueden llegar a ver montañas de sorprendente altitud destacándose dramáticamente en la cordillera, y muchas especies de águilas en vuelo, y cerros ondulados reproduciéndose y superponiéndose hasta el infinito, y manchas de sol sobre el verde vaporoso y brillante del bosque tropical.





Tanto contraste y tanto tino tuvieron su contrapartida en un dolor creciente en la ingle que no me dejaba caminar. Cuando llegamos al río, después de hacer un descenso de mil metros que se hace más agotador cuando piensas en que luego vas a tener que subirlo de vuelta, mi entrepierna no daba más de sí. Le consulté a Cosme Jueves, uno de los ocho hermanos de la familia de Lola Jueves, la reina distraída y carismática de la pequeñísima comunidad de Virgen del Rosario. Cosme me dijo que por culpa del cambio de clima había contraído una infección en la sangre, que eso era muy habitual, y que tenía que beber mucho limón y frotarme la ingle con una piedra en el río. Eso hice. Durante los tres días siguientes, me bañé varias veces en el río y me froté y refroté con la piedra más maja que tenía a mano, hasta que me di cuenta de que, en la distancia, mi acto curativo podía ser interpretado como un acto masturbatorio, y que ésa podía ser la razón de que todas las mujeres que se ponían a mi lado a lavar la ropa se quedasen mirándome fijamente. O tal vez no. Tal vez les parecía muy guapo. Pero no lo creo. Como el Jaguarcito tenía ronchas en la piel y Philippe carecía de ropa seca tras cruzar el Tuichi a nado, el uno se esparcía por el pecho la primera meada de la mañana, lo que parece ser muy útil contra las alergias, y el otro se paseaba por los alrededores con un calzón blanco de pernera larga. Todo esto mientras yo “me masturbaba”. Dimos un buen espectáculo.

La hinchazón en la ingle me tuvo tres días en reposo. Acampamos frente a la casa de los Jueves, con quienes comíamos y cenábamos y charlábamos ocasionalmente. Cada día conocíamos a un hermano nuevo, hasta que todos se reunieron al tercer día, durante la celebración del día de la madre. Esta fiesta se llevó a cabo en la plaza del pueblo y comenzó con una función escolar en la que los diez o doce niños (todos ellos primos o hermanos) de Virgen del Rosario entonaban poemas y regalaban rosas a sus madres en un ejercicio de comicidad involuntaria, ya que nadie se tomaba aquello muy en serio y tal vez nadie consideraba la necesidad de que fuera de otra manera. La maestra, única mujer del pueblo que no formaba parte de la familia Jueves, soltó un monólogo larguísimo sobre el amor que todos le debíamos a nuestras madres y, entre gritos y silbatos, ponía firme a cada niño y niña como si la función se tratase de un entrenamiento militar. He de decir que la maestra me fascinó desde el primer momento en que la vi y que, al caer la noche, ya borracha perdida, acabé por quererla mucho y me asomé a ciertas conjeturas sobre su vida, sus horas libres, sus mañanas y sus tardes a la orilla del río, sus conversaciones clandestinas.

Esa misma mañana un hombre del pueblo, mientras ascendía una ladera en dirección a la mina de oro que da de comer a la comunidad del Tuichi, tuvo un resbalón y rodó cerro abajo hasta abrirse el cráneo. Parece ser que el hombre se levantó, se palpó el cerebro (llenándolo así de tierra y piedrecitas; moraleja: si se abren la cabeza no se lleven las manos a ella), se puso por encima el cuero cabelludo, que ahora le colgaba como un pellejo sobre uno de los hombros, y se dirigió al pueblo para que lo curasen. Pero era el día de la madre, y había fiesta, así que el enfermo tuvo que esperar sentado hasta las cinco de la tarde, cuando ya todos habíamos comido y cuando el resto de los hermanos Jueves había tomado su Ceibo con jugo de frutas. (Nota: El Ceibo es alcohol potable. Eso pone la etiqueta. Alcohol potable. Como el alcohol sanitario, más o menos. Se mezcla con el jugo de las naranjitas o de los pomelos que crecen por doquier y es mucho más barato que las latas de cerveza Paceña. El Ceibo es el opio del pobre en Bolivia, ya que una botella cuesta sólo ocho pesos. Demasiada gente muere ahogada en esta bebida). Al anochecer, Cosme se lo llevó a su casa y se puso a limpiarlo y a coserlo con una destreza extraordinaria. Desde luego que había huesos rotos y que la cosa no podía quedar así, pero era peligroso subirlo en moto hasta Santa Cruz porque el camino es malo y en el estado en que estaban sus piernas podía romperse las rodillas con el traqueteo del vehículo. Philippe, el Jaguarcito y yo no dábamos crédito, pero si su propia familia actuaba con tanta parsimonia, ¿qué podíamos hacer nosotros? No sabíamos coser un cráneo, como Cosme, aunque está claro que hay que aprender. Es un conocimiento utilísimo. Días después comentaría este incidente con Victor, ya de vuelta en Sachawasi, y él me diría que nunca había conocido a hombres tan duros como los de Tuichi. Puedo constatarlo. Su auto-suficiencia me dejó perplejo.

Una noche sin luna nos engulló y un generador eléctrico activaba la única bombilla de todo el valle. Los Jueves decidieron emborracharnos y nosotros, como invitados que éramos, nos dejamos hacer. La cumbia villera, perfectamente idéntica a sí misma canción tras canción tras canción, ponía ritmo a una noche que nunca olvidaré, una noche con muchas historias que debían ser contadas, una noche en la que bailamos con varias mujeres que nos hubieran hecho meternos en serios problemas de haber accedido a lo que sus miradas nos invitaban a hacer (aunque conmigo no había riesgo alguno, eso no tenía por qué librarme de algún malentendido). De vez en cuando iba a mear a una de las esquinas de la plaza, y echaba la vista atrás. Mis amigos y nuestros anfitriones hablaban, fumaban y bailaban bajo un árbol sobrecogedor que proyectaba las sombras más fantásticas que se pueden imaginar. Estábamos cercados por la selva y la oscuridad. Más arriba, los chanchos salvajes estarían desplazándose en manadas de veinte o cincuenta, y bastante más lejos, un jaguar protegería a sus crías del sonido amenazador de la cumbia y una boa somnolienta contendría en sí misma toda la tragedia y la indiferencia del mundo sobre la rama de un cedro.

Cuando mi pierna mejoró, Cosme y sus sobrinos Milenca y Luiso nos llevaron a caminar por dos días a distintos parajes de la selva (sin meternos muy adentro porque la selva amazónica no es un ecosistema en el que se pueda “caminar”). Aunque el Jaguarcito no paraba de protestar por esto y por aquello y se colgaba temerariamente de lianas y de ramas de árboles y lanzaba palos contra colmenas de abejas y cumplía religiosamente con todo el catálogo de gilipolleces gringas, conseguí que esto no me afectase. No siempre, pero casi siempre. Philippe no es sólo más equilibrado, sino una persona tranquila y maravillosa con la que me llevé muy bien y con la que espero mantener el contacto, ya que los dos estamos muy interesados en construir comunidades agrícolas auto-sustentables.

La excursión fue bastante extrema, y no sé cuánta gente hubiera accedido a meterse por donde nos metimos nosotros. Digamos que tanto el Jaguarcito como Philippe tienen algo de ese kamikaze que yo también llevo dentro (Philippe llegó al extremo de caminar descalzo para no mojarse las únicas botas que tenía). Nos desplazamos arriba y abajo por cerros muy escarpados o cubiertos de agua hasta el cuello para cruzar la poderosa corriente del Tuichi o arrastrándonos por piedras filosas y resbaladizas para subir, río arriba, hacia recónditos lugares de poder, alucinantes cañones de piedra y surtidores de agua ocultos entre huilcas y quina-quinas y palmitos, los impresionantes palmitos con raíces en forma inequívoca de falo color malva. Si queríamos aventura, la tuvimos. Y también la gozosa sensación de estar en un planeta donde ni una sola planta se parecía a la que estaba a su lado, donde los insectos tenían colores y texturas salidos de sueños febriles, donde las mariposas gigantes y el aleteo de pájaros invisibles hacen del misterio de la existencia algo mucho más impenetrable de lo que ya es.

Luiso apenas hablaba con nosotros, aunque de noche preparó un fuego prodigioso que duró horas y, al dormirnos ambos junto al calor de la hoguera (una de las sensaciones más placenteras que recuerdo), me preguntó cosas de mi vida, a medio camino entre el sueño y la vigilia, y me estrechó la mano. Milenca tenía una risa muy contagiosa y no dejaba quieto el machete ni un solo momento (yo la entiendo, un machete en la mano es algo muy adictivo). Y Cosme, el temible y divertido e impenetrable Cosme, se reía siempre que podía de nuestra ineptitud, como cuando yo quise cruzar a nado el Tuichi con las botas puestas. Qué ganas tengo de volver a visitar Virgen del Rosario y sus alrededores, en concreto durante la temporada de la siembra del arroz.

De mi vuelta a Sachawasi, de los días de trabajo y aprendizaje que nos quedaban allí y de la gente que me acompañó en esta recta final del viaje hablaremos en los episodios que siguen. No desconecten el aparato. La pausa será breve y finita. Salud.

sábado, 4 de junio de 2011

221. Telegrama con víbora coral en el remite.



Se hace saber,

que escribir, ahora mismo, no es una prioridad
que todavía vivo y aprendo en Sachawasi y que hoy descubrí el secreto de la firmeza de las piedras en algunos caminos de piedra, entre otras cosas porque estoy haciendo caminos de piedra
que soy bastante estúpido pero que no tener una inclinación desmedida hacia la mentira, el egotismo y la traición tal vez me ayude a vivir apaciblemente
que todavía no puedo publicar muchas cosas sobre esta última etapa del viaje y que éstas van a tener que esperar a que mi cabeza fría las ordene, posiblemente, desde el aeropuerto de Guayaquil
que este viaje está llegando a conclusiones apoteósicas
que esta última etapa andino-amazónica está siendo apoteósica y va camino de explotar cuando empiece a venir gente de toda Sudamérica a un encuentro de celebración de la Pachamama durante la próxima semana, con invitados excepcionales como el venezolano que lleva dos años sin comer, absorbiendo energía vital del sol
que espero no perder mi vuelo entre tanto estímulo
que hay una víbora coral donde voy a cosechar jamaspeque y cuando se mueve entre las piñas hace pssssstrkssss
que estoy sano y feliz y leyendo a Philip Pullman y comiendo yuca y viendo cosas asombrosas todos los días
que el FMI ha tomado control de Grecia y Portugal
que me muero por saber si lo que me cuentan sobre España ahora mismo es cierto
que eso
amor
y
salud
y
adiós



220. Tata Huachuma y el parlamento de árboles.




El Huachuma es un cactus que crece en la puna andina y es considerada una de las doce plantas sagradas del planeta…
¿Cuáles son las otras doce?
El tabaco, el cannabis, el yajé… bueno, qué más da ahora, no me interrumpas.
Perdón.
Su principio activo es la mezcalina, como en el ácido lisérgico, pero el ácido lisérgico es una puerta ancha a otros dominios de la percepción, una droga fácil, mientras que el Huachuma es una entrada con vigías, un acceso que exige un compromiso y que siempre castiga el cuerpo del tomador.
¿Vamos a vomitar?
Sí. Incluso si no coméis nada durante el día. Por supuesto, cuantos más días ayunéis, más intensa será la experiencia. Pero es casi seguro que vomitaréis porque el líquido es muy amargo.
¿No se perderá todo con el vómito? Quiero decir, si echas el cactus fuera…
No. Los alcaloides se absorben con rapidez. Pero el Huachuma no surte mucho efecto sin un pequeño sacrificio, una abstinencia del cuerpo.
¿Es compatible con la marihuana?
No. Si vais a fumar marihuana, mejor ni os molestéis en participar en un ritual con Huachuma.
¿Cuánto tardan en aparecer las visiones?
No tiene por qué tratarse de visiones. Normalmente, el espíritu que habita el cactus, Tata Huachuma, podría aparecerse a la media hora de ingerir la planta hervida.
¿Vamos a ver un espíritu?
Sí o no. Todas las plantas sagradas son habitadas por una entidad espiritual. Pero ésta se puede manifestar de muchas maneras, o no hacerlo.
¿Cuánto dura el efecto?
Diez, doce horas. Empezaremos haciendo un fuego al anochecer y, después de un ritual de purificación con tabaco, cantaremos el ícaro de Tata Huachuma y beberemos de él. A partir de ese momento, todo es posible. Yo os recomiendo que os déis una vuelta por la chacra y que habléis con las plantas. Ésta es una experiencia muy vegetal.



Uno de mis números favoritos de ‘La cosa del pantano’ se llama ‘El parlamento de árboles.’ En él, Alec Holland viaja a la selva amazónica para consultar a sus antepasados, árboles milenarios con toda la sabiduría de la naturaleza y del cosmos corriendo por su savia. A pesar de que él es uno de ellos, es decir, una planta, no es recibido con estima y el parlamento tampoco le reconoce como alguien digno de su confianza. Decepcionado, confuso, la cosa del pantano se aleja del corazón y los pulmones del mundo, consciente de que ha sido tocado por seres superiores, pero también de que ha sido inequívocamente despreciado por éstos.





La noche que tomé Huachuma por primera vez no era una noche especialmente bonita, yo llevaba ayunando tres días y estaba demasiado débil para hacer otra cosa que no fuera vigilar el fuego en el que el cactus se cocinaba lentamente y hablar con Laugen y Stina de música chilena, luego nos sentamos todos alrededor del fuego, hacía frío, las nubes tapaban la luna llena, cantamos a Tata Huachuma, unos sin ganas, otros creyendo que las tenían, otros con fe, otros con miedo, yo con ambas cosas, el tiempo pasó y el sueño, un sueño poderoso nacido de un alejamiento progresivo con respecto a los demás me hizo posar mi cabeza sobre un leño y quedarme quieto durante un rato, quieto y silencioso, a pesar de que algunos me dirían que dije muchas cosas, eso no lo sé, la noche seguía deslizándose y el primer vómito llegó con las alarmas propias del momento, a nadie le gusta vomitar, algo salió de mi boca y se quedó enlazado a los rastros de lluvia y al rocío temprano sobre las hojas, luego me sentí muy bien, Bruno me pidió cantar, yo canté algo sobre subir al cielo como suben las llamas del fuego y las ascuas y también algo más sobre que nadie podía ver mi verdadero rostro, Bruno me dio un abrazo, yo le di un abrazo a Bruno, le di varios abrazos a la gente y a los árboles, Philippe me dijo que me fuera a pasear y yo paseé por las chacras, por el pequeño pedazo de selva en el que vivimos todos nosotros, los plátanos se agitaban con el viento, todo se agitaba dulcemente con el viento, y a pesar de la belleza y de la brillantez de mis percepciones no veía al Tata Huachuma por allí, no veía a Dios, o no quería verlo, Emilio y El Jaguarcito estaban subidos a los árboles, desde donde veían formas y fantasmas, yo no veía nada, las plantas en esplendor lunar, no es poco, pero qué esperaba, volví al fuego, conversaciones hilarantes iban y venían, El Jaguarcito me dijo que tenía que ver ‘El imaginario del doctor Parnassus’, en esa película, me contaba, aparecía un doctor muy inteligente, y qué lo hace tan inteligente, pregunté yo, y Reynaldo observó que yo era muy analítico, y yo observé que nada de eso tenía ninguna importancia, y luego alguien me dijo que mi presencia era muy preciosa, yo me levanté y vomité todo lo que llevaba dentro con el ardor de un guerrero y agarré el tambor y y di golpes de tambor precisos, uno tras otro, y me perdí por un sendero, alguien me seguía, no le reconocí ni aun teniéndolo delante de mí, quería escuchar el tambor, la naturaleza entera quería escuchar el tambor, yo quería tocarlo, la naturaleza había estado tocando ese tambor todo este tiempo, yo no era más que un intérprete, el desconocido que me seguía me pareció, por un momento, mi amigo Daniel Álvaro, pero no, era Emilio, que se sentó en el suelo a escuchar, yo me fui al río y a un pastizal y luego al río otra y vez y luego de vuelta al fuego tocando el tambor en un éxtasis y poco a poco vendría el hambre y la hoja de coca sirvió para engañarlo y para convencerme de que la coca es la mejor de todas las hojas, qué hoja, cuánto tino encerrado en una hoja, maceré incansablemente en mi boca hasta que, desde una hamaca tuve una serie de sensaciones incomprensibles sobre lo que la Unidad había hecho conmigo, y durante un tiempo pensé que la noche no había sido gran cosa, que mi ayuno y compromiso con la planta se habían perdido como arena viajera en el río, pero resulta que unos días más tarde me iría con Philippe y El Jaguarcito a Tuichi, y Philippe es un místico, y Philippe quiso hablar conmigo de algo que yo ya sabía pero que no había puesto en práctica, es decir, que esperar algo, que querer algo, es al mismo tiempo perderlo, y entendí algunas cosas, entre ellas mi experiencia con el Huachuma, la indiferencia hermosa e inteligente que me dedicó lo elemental.





domingo, 15 de mayo de 2011

219. Los niños tendrán machetes.



Llegué, por fin. La caminata hasta Santa Cruz del Valle Ameno es agotadora. Llamé a Bruno. Me contestó un picaflor. Llamé a Bruno otra vez. Un hombre medio dormido con el pelo rapado y dos trenzas cayéndole por el costado derecho salió de una casa que más bien parece un garaje y me dijo que él se llamaba Victor, no Bruno, y añadió a su presentación el paradero actual de Bruno, al fondo de ese senderito hay una puerta de madera, llama a la puerta, pasa nomás, pregunta por Bruno. Eso hice. Bruno salió a recibirme en taparrabos. Parece un yogi. Creo que sabe que parece un yogi. Bruno es un belga bautizado por Mayo del 68 que se vino a vivir a Bolivia hace ya hartos años (jirones de una época en la que algunas cosas parecían posibles y que hoy algunos optimistas ven resurgir al albor y al calor del fin del mundo, tan deseado por todos nosotros).


Vivo en Sachawasi, un centro de permacultura amazónica que se define a sí mismo como 'eco-libertario' y que, efectivamente, está en la Alta Amazonía boliviana, al norte de La Paz y al sur del Parque Nacional Madidi, el rincón con más biodiversidad del planeta.


¿Estoy contento? Sí. Lo estoy.


Mis anfitriones son Bruno y Víctor, de los que hablaré en otro momento. Este post es sólo para deciros que vuelvo a interrumpir las emisiones temporalmente, aunque no tanto como en mi época de cuaresma bolsónica. Será sólo por un par de semanas o tres semanas de intensa actividad agrícola (y chamánica) en la selva, tras la cual os referiré varios temas relacionados con los parásitos que les crecen a los frutales y la cantidad ingente de franceses que viven conmigo y que se han dignado a dirigirme la palabra en cuanto empecé a cocinarles tortillas de papa.


¿Qué más? Ah, sí. Soy fan del machete. Todos los días matamos un poco de selva con él (una práctica no tan aberrante como suena). Los niños también lo hacen, y a menudo ni siquiera se desprenden de él cuando quedan juntos para jugar al fútbol. Me encanta ver a niños manejando machetes y hachas y azadones. Es esperanzador.


Con breves noticias telegráficas me despido hasta el próximo (y elaborado) relato sobre la vida con los quchwas de la Amazonía boliviana. Salud.



218. La realidad es una descripción.




"...todo el que entra en contacto con un niño es un maestro que le describe incesantemente el mundo, hasta el momento en que el niño es capaz de percibir el mundo según se lo describen."



Carlos Castañeda.

'Viaje a Ixtlán.'

viernes, 6 de mayo de 2011

217. Inti y la percepción auditiva de los burros.



La pantalla de mi computador se ha vuelto un rectángulo chiquito. Ahora está flanqueada por los cuatro lados por una superficie negra que parece reclamar la calma y la estabilidad que le debo a este instrumento de trabajo. Poca vida le quedará ya. Todo se acaba desvaneciendo en la oscuridad.

Bueno, ¿por dónde íbamos?

Silvia, la cuate con la que me estaba alojando en La Paz, estaba a punto de recibir unas visitas más íntimas y seguramente más percaleras que la mía, así que tuve que poner temporalmente tierra de por medio ya que todavía no había encontrado un sofá de repuesto o un alquiler barato en la ciudad. Aproveché, dada la circunstancia, para ir al lago Titicaca a oxigenarme, a caminar, a conocer uno de los centros de poder espiritual emblemáticos del planeta (si bien, como todo lo que presume de verse en el radar turístico, está ya muy devaluado por el comercio), a acampar antes de que el frío invernal se hiciera insoportable. Hice un poco de todo eso pero, sin embargo, no di un momento de respiro ni a mis piernas ni a mi espalda ni a mi cabeza. Huyendo de todas las cosas que no me gustaban (europeos regateando con locales por el precio de una barrita de chocolate, niños adiestrados para pedir caramelos y centavitos) acabé caminando por toda la Isla del Sol, el mítico lugar de nacimiento del dios inca Inti, en un ejercicio un tanto absurdo de no-aceptación.

Difícilmente podría haber encontrado un lugar mejor para poner la carpa. En la colina más elevada de la isla, a tres mil novecientos sesenta metros de altitud, una cruz de paja adornada con cuernos de toro gobernaba un espectáculo sereno y, lo mejor de todo, insonoro: las aguas ora plateadas ora turquesas del Titicaca en derredor; penínsulas de perfil ondulado amenazando con desprenderse, como brazos mutilados, del corazón de la isla; la costa marronácea de Perú, un desierto entre las nubes; frente a ella, la costa boliviana, subordinada al Huayna Potosí y a otras nieves perennes de la cordillera de los Andes; la luz haciendo círculos y recorridos lineales, como pasajes etéreos a lo incognoscible, sobre el agua y sobre la tierra.





De noche, la corriente cordillerana hacía trucos con mi imaginación. Oía lo que casi no me cabía duda que eran susurros humanos y pasos sobre la roca. Luego se difuminaban en la noche, como si nada, para luego volver a aparecer, camuflados en el respirar de algún pliegue de la carpa, azotado de cuando en cuando por el viento. Quieto y sin dejar de escuchar atentamente, me pasé al menos dos horas intentando aislar y explicar todos los sonidos de la noche. Por momentos, fue una experiencia aterradora. Al final, salí con mi linterna de la carpa y vi los contornos débiles de las cosas (y ningún espectro) bajo ese cielo ‘infectado’ de estrellas del que hablaba Tennessee Williams. La cruz del sur bailando con la Vía Láctea. El tres de noviembre se celebró, de acuerdo al calendario gregoriano de este hemisferio, la festividad en honor a la posición que adquiría esta constelación (fundamental para entender el nacimiento de todas las religiones). Paralelamente, el aymara celebra con música el día en que los oídos de la Pachamama se abren a los sonidos de la tierra.

Mientras en Copacabana (puerto oficial de la orilla boliviana del Titicaca) la gente chupaba y chupaba y lanzaba cohetes al aire y componía una parodia híbrida entre lo autóctono y lo colonial, yo me sentaba frente a una roca sagrada que designaba la creación, una roca que nadie visita porque no está señalizada correctamente y que duerme, sencilla y rotunda, entre un campo sembrado con habas y quinua. La cabeza de un guía turístico flotaba sobre uno de los caminos incas que surcan la isla de sur a norte. Algo explicó del modo de subsistencia de los isleños, aunque su público no empezó a interarse por sus palabras hasta que no habló de la Atlántida platónica, supuestamente enterrada bajo las aguas del lago. Luego se fueron todos. A falta de disponer de un ritual acorde para el momento, maceré mis hojitas de coca en honor a Inti y recobré el oxígeno para seguir rotando por acantalidos, ruinas, formas y colores.

Antes solía haber muchos cactus Huachuma en la isla (San Pedros) pero los que no le han sido arrebatados a la tierra han sido inyectados por funcionarios del gobierno para sacarles la mezcalina. Esto me parece una práctica atroz. El Huachuma es planta sagrada y una de las medicinas más benéficas que se conoce. Un cactus no puede responder de esa forma por el uso irresponsable de locales y turistas. (Nota: en una esquina del camino, un trío de alemanes señalaba uno de los pocos Huachumas que quedan encaramados a la costa, mientras reían por lo bajo, indecisos, incrédulos, socarrones, tentados).

Me recreé un poco más en las gloriosas hojas de las habas, en las terrazas de cultivo y hasta en la extraña presencia de eucaliptos desubicados bajando por las laderas. No podía ir a la isla de la Luna (Coati) porque nadie más quería compartir una barca conmigo y yo solo no podía pagar los doscientos bolivianos que costaba el viaje. Me conformé con ver su forma de pez sin cola desde el embarcadero de Yumani, y, por supuesto, con las habas y las terrazas y los eucaliptos.

Ya de vuelta en Copacabana sorteé las orquestas y las procesiones de cholas, todas enjoyadas y peripuestas para la ocasión, bailando monótonamente frente a la basílica de la Candelaria. En la orilla no edificada del lago había pequeños cultivos amenazados por los residuos plásticos y por la mierda y por la crecida tímida de las aguas. Vagué sin rumbo. Un hombre sentado sobre un erecto sillar de cemento me llamó desde la puerta de su choza. Cómo está usted, joven. Bien, paseando. Venga aquí y charlemos, nomás. Me acerqué, y anclado como siempre a mis estúpidos prejuicios de viajero solitario, temí que el señor fuera un ermitaño loco del que me iba a costar desembarazarme. Por suerte, me dio una lección de humildad. El gran hombre del que os estoy hablando se llama Don Felipe Germán (para servirle), se quita el sombrero al saludar y ofrece su asiento al visitante mientras él posa sus setenta años sobre el pasto maltrecho que circunda su casa. Hablamos. Me contó lo que estaba cosechando ahora, mostrándome un canasto con quinua negra, que crece como yuyo y era la base de la alimentación inca. Con bien poco se auto-abastecía, y no necesitaba mucho más. Un chancho era toda la compañía que requería a estas alturas de la vida. Sé educado con los animales, joven, son mucho más listos que nosotros. Eso creo yo también, dije, los chanchitos en especial. No sólo los chanchitos, joven, también los burros. Dice la gente que eres un burro cuando haces alguna tontería, pero, ¿de dónde viene eso? Si supieran lo desarrollados que están los sentidos del burro… Yo, de pequeño, acompañaba a mi padre a llevar tabaco de contrabando al Perú, y el burro era el que nos avisaba de cuándo iban a aparecer los gendarmes. Se paraba, estiraba las orejas hacia arriba, y se negaba a caminar por ahí. Qué hubiera sido de nosotros sin los burritos, madre. Qué oído tienen. Por eso no hay que gritarles ni que pegarles. Con un hábito amable poco hay que decir y poco hay que hacer. Asentí y masqué la coquita que me ofreció. Muy rica. Hojitas pequeñas de las yungas, no como la hoja de coca peruana, repetía Don Felipe Germán por lo bajo, que parecen laureles y saben peor. Por cierto, ¿qué lee usted, joven? Fukuoka. Es un agricultor y filósofo japonés. Dice que no hay que hacer gran cosa para regenerar la naturaleza y obtener abundancia de alimentos. Sólo hay que dejarla hacer. A la naturaleza, digo. Cierto, respondió él. Hay ciclos, cada uno distinto del anterior. ¿Qué se puede hacer, más que adaptarse? Así estuvimos un rato, hasta que me despedí de mi anfitrión con el nudo en la garganta de los momentos que por sí solos justifican un viaje entero.

He vuelto a La Paz y empiezo a percibir algunos cambios que relataré en otro momento afortunado de conexión a Internet. Me está resultando difícil encontrar un hogar para pasar el próximo mes, pero creo que tengo la respuesta frente a mis narices. Para no adelantar acontecimientos, lo dejo aquí.

Gracias, Lucina, por tus palabras. Gracias a todos y a todas.

216. Existen derechos humanos para tener derechos sobre los humanos.



Osama ha matado a Obama. Hoy el mundo es un lugar más seguro. Hillary Clinton se lleva las manos a la boca. No se lo puede creer. Nosotros tampoco. Hay que ser muy ingenuo para creerse, en primer lugar, que Osama Bin Laden existió realmente. Pero, ¿qué sucede? La gente brinda por la muerte del moro y toca el claxon. Oh. Se supone que debemos creérnoslo. Se supone que debemos creernos la búsqueda infructuosa de diez años (una fantasía pésimamente orquestada para venir de una super-potencia). Se supone que debemos ignorar el acero derretido y los puntos de ignición de mil cien grados centígrados en los sótanos de las Torres Gemelas y las muestras verificables del explosivo Thermite, porque los estados no asesinan con impunidad, no, qué va, sólo los terroristas barbados que se rebelan contra los estados, aunque, bien pensado, ni ‘estado’ ni ‘terrorismo’ son palabras que designen aspectos concretos de la realidad, más bien sendos agujeros para ser llenados con ideas oportunistas y perezosas.

Vaya. Cuántas cosas hay que creerse y cuántas cosas hay que ignorar para llegar al punto en el que el mundo es un lugar más seguro, y más reaccionario, y más imbécil. En un mundo de ficción donde sólo tiene sentido escuchar los diálogos novelescos entre Guardiola y Mourinho (los de sus vasallos no son tan interesantes, ellos son puro músculo para el circo), el asesinato a sangre fría de Osama Bin Laden es el devenir lógico de los acontecimientos, el ABC del guionista de cine, y lo más difícil es pararse a pensar que todo es mentira, todos son actores leyendo su papel, las muertes nunca existieron, las guerras tampoco (y si hubo algo parecido a millones de pérdidas humanas, no importa, porque han sido convertidas en imágenes, y con ello en la más simple inexistencia), y tú y yo apenas trascendemos el contenedor de basura que vemos y tragamos y respiramos de continuo.

Asumamos que seguir participando en este gran teatro del mundo dice muy poco de nuestra inteligencia.

Sigamos por el sendero en el que uno siempre está a punto de perder la fe. Hoy Sudamérica recoge gloriosamente la antorcha revolucionaria. Tenemos a Cristina y a Dilma, que seguro se ceban mate mutuamente, y que a costa de degradar la tierra ya de por sí degradada que han heredado van por el camino de ser las potencias económicas y ‘socialmente responsables’ que desean ser (tiembla, Europa). ¿Quién le va a decir que no a la sombra de Perón, a la sombra de Lula? Además, son dos señoras simpatiquísimas. Y Evo no es menos encantador. Ha encandilado a la gente con reclamaciones de acceso al océano que sabe bien que no van a llegar a ninguna parte, mientras comercia en la sombra con el escaso patrimonio que todavía les queda a los bolivianos. Cuánta sombra. ¿No es el mismo Chávez una sombra patética de los líderes cubanos de antaño, ésos que hicieron cantar y soñar a Víctor Jara mientras colaboraba en la única revolución “comunitaria” que iba por el camino de la autenticidad (la chilena)? ¿No es la máscara progresista de Sudamérica la enésima traición a ese pedazo de tierra vapuleado y culturalmente ninguneado? (No quiero con esto caer en el tópico horrible de la victimización; si destaco Sudamérica es porque ahora la tengo presente, pero no me parece menos terrible lo que sucede en Europa, donde no nos consideramos colonizados por nada ni por nadie y, sin embargo, somos probablemente la gente más triste, mediatizada e incapaz que existe).

Igual que vivimos en un mundo bello donde la música andina y los frescos en las capillas ortodoxas y los relieves de algunas montañas son posibles, también vivimos en un mundo de mierda donde la televisión ya no puede contener la risa que le da verse a sí misma y donde el estado de somnolencia y ceguera de la inmensa mayoría de la población, crónicamente preocupada por el saldo de su celular y por el tiempo ganado o perdido y por las fotos que alguno o alguna ha colgado en Facebook, hace prácticamente imposible pensar en que algún día dejaremos de comprar lo que nos venden y hacerlo todo por nuestra cuenta, recuperando así nuestras vidas (no ya nuestra dignidad, otro concepto vacío y peligrosísimo que nos hace creernos que tenemos algún valor, que algo de lo que existe tiene valor en sí mismo).

Existen derechos humanos para tener derechos sobre los humanos. Qué consigna tan certera (lema de la muestra ‘Principio Potosí’, organizada por Silvia Rivera Cusicanqui y por los cuates del Colectivo con el que he estado trabajando en La Paz).

Lo habitual es que la estupefacción te deje quieto, y que así, quieto, te vayas muriendo lentamente. La sola contemplación de este robo, de esta salvaje vejación que lo impregna absolutamente todo, helaría a cualquiera, lo suficiente como para enloquecerlo (de luminarias están los manicomios llenos) o como para inmovilizarlo en un estado permanente de enfermedad, paranoia, melancolía, alcoholismo, drogadicción, jornada completa, jornada partida, voluntariado social, vejez prematura. Y si uno quiere salirse de los senderos habituales, también encontrará degradados los ‘senderos luminosos’.

Pero hay una acción alternativa que, tachada de cobarde por la plana mayor de la insurgencia, podría ser contagiosa, y podría ser letal para el sistema. Los traductores orientalistas llamarían a eso la ‘no-acción’, pero si ‘no-acción’ nos conduce a un concepto, incluso a una práctica concreta, entonces mal vamos. Consiste más bien en descartar objetivos, no matarse por ellos, no pensar que la vida nos va a dar una respuesta acorde a nuestras acciones y a nuestros esfuerzos porque la vida no es una buena película o una mala película, no es nada que podamos ni queramos comprender, y la simple vivencia, el simple ciclo de obtención de alimentos y cobijo en un mundo al margen del valor monetario, puede llegar a eliminar los conflictos, y las ideas que sustentan los conflictos, y la necesidad de algo más que de subsistir.

Ninguno de nosotros vivimos, incluso si pensamos que lo hacemos. Piénsenlo bien.

En ‘Queimada’, una de las obras maestras de Gillo Pontecorvo, Marlon Brando analiza la conveniencia de tener una esposa o tener una puta. La conclusión lógica es que tener una esposa no es un negocio rentable, porque tienes que mantenerla de continuo e incluso pagar por su funeral cuando ésta ya no esté, mientras que tener una puta es sólo una relación mercantil en la que pagas por horas los servicios prestados, sin necesidad de contaminar la pureza de la transacción con despilfarros materiales y morales.

Ahora, ¿NO SOMOS TODOS UNAS PUTAS?

Piénsenlo bien. Y si están de acuerdo, grítenlo en calles, oficinas, bibliotecas, reuniones familiares y transporte público. Aunque con que lo griten para sí mismos es bastante, por ahora… Es un comienzo. No malogremos los comienzos. Olvidémonos, en cambio, de que existen los finales.

215. Nazareno Cruz y el lobo.



Resulta que he visto bastantes películas durante los últimos días, algunas tan notables y reveladoras que merecen una reseña y otras tan discutiblemente publicitadas que no les puedo negar un puñetazo verbal. Para facilitar el interés del episodio y la creación de un ritmo interno parecido al suspense fílmico pero que, en realidad, no va más allá de la enumeración caprichosa, organizaré mis comentarios de menos a más positivos, empezando por el bostezo y culminando con el descubrimiento de nuevos lenguajes (que, no por casualidad, se remontan a hace cuarenta años).

‘The king’s speech’ es la película más aburrida que he visto en mucho tiempo. Pensé que la pequeña anécdota que sustentaba todo el entramado escondería algún mensaje de más enjundia. Pero no. Es la historia de un rey tartamudo que no puede hablar en público por traumas que el guionista no quiere tratar en profundidad (posiblemente porque es monárquico) pero que, gracias a una amistad plebeya con la que se redime de toda su pompa, consigue hablar a su pueblo justo cuando su pueblo, amenazado por bombas aéreas, lo que podría haber hecho (y quiero pensar que así fue en realidad) es sacudirse el aborregamiento de encima y escucharse a sí mismos, y no al hombre que tiene el culo salvado por obra y gracia de su divina procedencia. Colin Firth está bien, como siempre. Bonham Carter no se ríe lo suficiente de sí misma y la película no nos da gran cosa de su personaje. Podría extenderme más con el gran Geoffrey Rush, pero su papel también está mal dibujado, a mi juicio. Hacía tiempo que no veía algo tan irrelevante e incluso impertinente (porque, ¿de qué nos sirve esta historia a día de hoy?) alargarse durante tanto tiempo y sirviéndose de tantos tópicos, entre los cuales no puede faltar la niebla londinense y las bondades de la casa Windsor. En fin. Al parecer ganó cuatro o más Oscars. No me extraña lo más mínimo.

Black Swan’ tiene la virtud de mantener constantemente el interés gracias a la angustia que produce, una angustia que en Polanski solía ser igual de mórbida pero menos facilona y que en Aronofski apenas se desliga del (mal) video-clip o de clichés visuales ya vistos con anterioridad, también en películas suyas (como la estupenda y mucho más original ‘Requiem for a dream’). Cualquier verbalización psicoanalítica de la película se revelaría como infantil o gastada por el uso. Me gusta mucho el final porque es el tramo más coherente de todos y en el que Natalie Portman por fin se luce con su dilatadísimo desdoblamiento de personalidad, tan dilatado que apenas es creíble cuando se produce. Portman, en general, no lo hace mal del todo, pero hay partes del metraje en los que exagera su timidez virginal hasta el absurdo, tal y como hiciera la gran Deborah Kerr en ‘Separate tables’. Esta película me recordó a otro clásico estadounidense, ‘Double life’. Considerada una obra menor de George Cukor, en ella hay muchas similitudes con ‘Black Swan’ (un actor acaba contaminado por el rol de Otello y sufre una escisión esquizofrénica que le conduce a un trágico final que no puedo desvelar). En este caso Ronald Colman también ganó el Oscar, aunque la que me robó el sentido fue una jovencita y delgada Shelley Winters haciendo de prostituta. En ‘Black Swan’ no hay ningún secundario interesante, y tanto Winona Ryder como Barbara Hershey están muy desaprovechadas.

Siguiendo con la estela de películas premiadas (tenía que verlas para poder criticarlas) ‘The fighter’ es un nuevo exponente del maravilloso, apasionante subgénero del boxeo, que como tal no puede defraudar si contiene escenas bien dirigidas en el ring, como es el caso. El trabajo de David O. Russell es muy interesante. El guión ya es más previsible y me apena ver los estereotipos de la familia provinciana tan grotescamente interpretados por actores a los que respeto (Christian Bale y Melissa Leo, sin ir más lejos). La moralina familiar y los deseos de superación personal también están lamentablemente presentes. Amy Adams es lo mejor del reparto y casi de la película. En mi escena favorita, increpa a su chico (Mark Walhberg) la nefasta idea de llevarla al cine a ver una película subtitulada (¡‘Belle Epoque’!). Hay que tener tino para cuestionar el sacrosanto mundo del cine en versión original. Amy Adams es grande.





Que ‘Biutiful’ me parezca la mejor película de Alejandro González Iñárritu hasta la fecha no quiere decir que no contenga todas y cada una de las muecas que no me gustan de él: la visión de la vida como una agonía que traspasa fronteras locales y nos interconecta como en un macabro tren de la bruja global, la inútil y cristianizante obsesión con la redención, el desamparo de la felicidad en un mundo corrupto y la intromisión, casi siempre fuera de tono, de un esoterismo cogido por los pelos. Javier Bardem está muy brusco y muy físico, como es de esperar en él, y por momentos está sublime aunque por momentos está previsible. La escena que comparte con el doctor que le da su fatal diagnóstico es excelente. Lo mejor, sin duda, es la fotografría de Rodrigo Prieto, a medio camino entre sucia y lavada, pero siempre fantasmagórica, y que además ha sabido dibujar con precisión el desaliento europeo de Barcelona, o tal vez su mirada (y la de Iñárritu) con respecto a la Ciudad Condal son muy parecidas a la mía. Lo peor es el casting de Maricel Álvarez, pero no quiero ser muy insistente en este punto porque sería hacer leña del árbol caído (nunca entendí esta expresión; precisamente hay que hacer leña del árbol que se ha muerto o está caído). Al fin y al cabo, el problema con ella es que alterna momentos en los que está creíble con momentos en los que duele bastante escucharla. Me emocionó descubrir en los créditos de prensa a un compañero de la ECAM, José Tirado, al que siempre llamábamos Josep aunque él lo odiase en silencio. Dicho lo cual, nunca leo los créditos. Fue una curiosa casualidad.

‘Zona Sur’ es una película boliviana de reciente estreno, dirigida por Juan Carlos Valdivia y premiada en Sundance con el mejor guión y la mejor dirección. Esto último lo puedo entender, aunque Valdivia no ha inventado los travellings de 360º. La factura visual es bastante más estilizada de lo que es habitual en el cine de su país, pero esa estilización se recrea a veces en soluciones pedantes y no demasiado significativas para el avance de la película. La ‘zona sur’ del título es el barrio pijo de La Paz, donde viven las familias blanquitas a punto de ser devoradas por la araña de la nueva burguesía indígena, como no duda en mostrar la esclarecedora y genial secuencia de la protagonista con su ‘comadre’, una chola de armas tomar. Es bien paceña y por ello se recrea en alusiones y chistes locales, pero su visión del pasado, presente y futuro del conflicto racial y social boliviano es universal. Aun así, la mayoría de los personajes son odiosos y cuesta dedicarles casi dos horas de tu tiempo, con lo que no está de más recordar que un mínimo de (peligrosa) identificación con el mezquino y con el capullo no es sólo deseable, sino necesario.



Juan Carlos Valdivia, con el reparto de 'Zona Sur'.


The kids are alright’ es una sorpresa bastante agradable, y aunque reproduce todos los prejuicios sociales de la modélica familia estadounidense en el seno de una no tan modélica familia estadounidense (lo cual no tiene por qué estar mal), consigue conducir al espectador por caminos imprevistos, incómodos, inusualmente divertidos y, a medida que se acerca a la recta final, nada complacientes. En definitiva, aunque le sobran unos cuantos humos y algo del hiper-dramatismo que siempre nos regala el sufrido cine independiente, es un buen guión. Julianne Moore es Julianne Moore; ¿qué puedo decir de esta diosa? Annette Bening se pasa la mitad de la película cariacontecida, pero en la otra mitad le dejan cancha libre para otros registros más reveladores. Y Mark Ruffalo nunca me había interesado como hombre hasta ahora.

Puede que la mejor de las películas que han estado en carreras oscarizables y listas de lo más bodito y más herboso del año sea ‘The social network’. Pero no nos comamos las pollas todavía. Tampoco me parece ninguna obra maestra. Hemos visto historias de amistades rotas por la ambición cientos de veces y ésta no es la última palabra en el género. Además, su frialdad y un cierto abuso de la palabra no siempre juegan a su favor. Pero nos queda todo lo demás, que es un mensaje claro y sólidamente comprometido con el contexto actual de las cosas, es decir, Facebook, esa máquina de virtualizar y desvirtuar la vida humana. Tal vez la escena de la discoteca, en la que un acertadísimo Justin Timberlake explica a Eisenberg / Zuckerberg quiénes son los nuevos amos del capitalismo neoliberal, sea un ejemplo de la profundidad sociológica que el guión de Aaron Sorkin concede a la película. Es entretenida, es atrevida, resucita de algún modo los duelos verbales que tan bien se le daban al cine estadounidense y lo que queda detrás de un paquete de traición, banalidad y verborrea es una observación precisa sobre cierta juventud del nuevo milenio y sobre cierta (y temible) clase social.

Y ahora llegamos a lo mejor, comenzando por ‘Queimada’ (1969), una maravilla de Gillo Pontecorvo que vi en ínfima calidad de imagen en el Museo Etnográfico de La Paz (tan ínfima que tardé en discernir si la película era en color o en blanco y negro). Si después de ‘La batalla de Argel’ era difícil explicar mejor los motivos del terrorismo y del contra-terrorismo, en esta crónica de las tácticas coloniales en las Antillas (aunque podría extrapolarse a todo el Tercer Mundo), Pontecorvo y los guionistas consiguen uno de los pocos ejercicios convincentes de revisionismo histórico de la historia del cine. No me explico cómo se conoce tan poco esta película. ‘Queimada’, que muy a mi pesar no habla de la mágica bebida gallega sino de una isla ‘insurrecta’ constantemente arrasada por el fuego de acuerdo a los intereses de sus conquistadores y del comercio exterior, narra las estrategias políticas de un oportunista británico para alzar y derrocar las revueltas sociales en una comunidad de esclavos que cultivan la caña de azúcar. Marlon Brando, justo antes de embarcarse en aventuras más famosas (‘El Padrino’, ‘El último tango en París’) se la juega aquí con un papel dificílisimo y, para mí, memorable. (Sus rumoreadas discusiones con el director a raíz de la interpretación de su papel pueden haber favorecido el punto de vista del actor, que era partidario de investigar en el arrepentimiento del personaje, en contra de la maldad sin resquicios que defendía Pontecorvo; no obstante, entiendo perfectamente ambas posturas, y creo que ambas están reflejadas en la creación de Brando). Sus conversaciones con el líder guerrillero José Dolores encierran muchos misterios y verdades, algunas tan obvias y dolorosas como que la libertad no es algo que te dan los que te gobiernan, sino algo que uno debe obtener por sí mismo. ¿Parece una perogrullada? Bueno, veamos si somos capaces de identificarnos con lo más simple. Yo me he llevado una gran sorpresa… A destacar también la gloriosa música de Morricone, el mejor compositor de su época, y casi cualquier otro aspecto de la película, cuya concepción visual puede haber envejecido mal, pero aun así no ha habido nadie como Pontecorvo para dirigir a masas ingentes de personas en defensa de una idea común.






Y el descubrimiento mayúsculo ha sido ‘Nazareno Cruz y el lobo’, una obra maestra del exceso dirigida por el cantautor argentino Leonardo Favio en 1975. Al parecer, es la película más taquillera de la historia de su país; cuesta creerlo viendo lo bizarra y desproporcionada que es. La historia toma ingredientes de los cuentos de terror rurales y los mezcla con amaneramientos de video-clip setentero, música de destape (terriblemente pegadiza), arquitectura gótico-campesina y delirios de un gaucho ebrio de ‘Martín Fierro’. El resultado, cómo no, trasciende el umbral del ridículo, el umbral de lo psicotrópico y el umbral del sentido común, y ahí es donde nace la obra maestra, la condición de isla en mitad de la cinematografía sudamericana (aunque puede que Jodorowsky esté muy cerca de la visión de Favio; lo comento de oídas porque no he visto nada suyo todavía). El pobre Nazareno Cruz es el séptimo hijo varón de una familia de ganaderos y por ello sufre una curiosa maldición: de llegar el amor a su vida, se convertiría en lobo durante las noches de luna llena, arruinando con ello a su amada, a su comunidad, a sus rebaños (esto es importantísimo) y a sí mismo. Aunque la historia no es más que una variación burda de la licantropía tradicional, los derroteros visuales, sonoros y dramáticos por los que discurre la trama son radicalmente personales, incluyendo un descenso hilarante a los infiernos y una niña andrógina que podría haber sido la precursora del estilismo de Alaska. Parece que todo en esta película esté en permanente estado de éxtasis, desde los besos de la pareja protagonista, que más bien parecen una oda a los últimos segundos aprovechables de vida sobre el planeta, hasta la manifestación dislocada de las fuerzas de la naturaleza. ¿Cómo se pudo llegar a rodar algo así? Mención especial merece nuestro querido amigo Mandinga, al que recordaréis del post nº182: ‘Cuaresma’, cuando hablaba de la mitología popular argentina. Mandinga es el demonio personificado en un gaucho, y Favio ofrece una imagen atractiva, tragicómica, delicada, arrogante del personaje. No dudo que esto sea una debilidad personal, porque Lugrin y yo nos hemos contado muchas historias de Mandinga cuando trabajábamos en el río Azul, pero qué más da… El gaucho diabólico de la pampa engrandece más aún este clásico insólito que todos debéis buscar y ver de inmediato.








Hale, ya me cansé. Mañana más, petreles.