miércoles, 25 de febrero de 2009

XXXIII. Kiss the joy as it flies.


Hoy me toca hablaros de Christine, una señora británica con setenta y cinco años a sus espaldas y mucho que decir. Christine es muy blanca, ligeramente oronda, tiene mechones de pelo rubio y unos dientes muy grotescos que se ensucian con tremenda facilidad. Me recuerda a Margaret Rutherford (en la foto), la inolvidable actriz inglesa conocida, mayormente, por dar vida a Miss Marple en la famosa serie de televisión, a pesar de tener trabajos memorables en cine (nota: no os la perdáis en ‘Blithe spirit’, de David Lean, en la que interpreta a una médium hombruna y enérgica con muchísimo tino). Pues sí, Christine parece sacada de una película. Es el típico personaje secundario cuyas canas le dan la autoridad suficiente para lanzarte un mensaje críptico con el que devanarte los sesos. Además, es insolente y graciosa, dos facultades que hay que saber combinar muy bien para que el resultado sea un ardil sin par. Dejo que la siguiente reproducción de nuestra primera conversación os dé una idea aproximada de esta mujer y, de paso, de mis ocupaciones actuales, todo en uno.


Christine: Kurien me ha dicho que estás escribiendo un guión.

Sergio (con pereza): Sí.

Christine: Me contó algo de la historia… algo sobre un cura español… pero no quise que me contase más porque es tu historia, y eres tú quien debe contarla.

Sergio: Supongo que sí. Bueno… no es un cura… es un hombre muy religioso… un seminarista.

Christine: ¿Cuántos personajes hay en la película?

Sergio: Ehh… Tres… tres personajes principales. El protagonista, que es español, y otros dos. Una chica sueca y un chico indio.

Christine (meditabunda): Ya veo.

Sergio: Es la historia de un hombre que cree que Dios vive dentro de él. A menudo entra en trance y se comporta como si él fuese Dios, realmente, y todo lo que le rodea fuese creación suya. Por supuesto, esto le reporta muchos problemas en España.

Christine: ¿Es homosexual?

Sergio (sorprendido): Ehh… bueno…

Christine: Estoy intentando hacerme una idea del personaje.

Sergio: Tiene relaciones con chicos y con chicas.

Christine: O sea, bisexual.

Sergio: Sí.

Christine: Pero, ¿sólo tiene sexo con chicos o también forma relaciones con ellos?

Sergio: No, no es sólo sexo. Claro que no. Tuvo una relación larga con un compañero del seminario, en España. Digamos que su percepción de la religiosidad es muy particular, en comparación con las ideas imperantes.

Christine: ¿Cómo es la relación con su padre?

Sergio (cada vez más sorprendido): Murió cuando él tenía cinco años. De hecho, la noche en que murió coincide con la primera vez que él sintió la presencia de Dios en su interior.

Christine: Eso tendría bastante sentido.

Sergio: A partir de ahí, vivió solo con su madre…

Christine: … hasta que decide venirse a India, ¿no es cierto?

Sergio: Sí. Se siente atraído por el ‘theyyam’ y por la gente que es capaz de tener una vida normal, una familia, un trabajo, además de una vivencia de la religión que le permita salir de sí mismo sin que eso suponga un estigma social.

Christine: ¿Cómo de fuerte es su fe?

Sergio: Muy fuerte. Pero él no está encantado con su situación. Sufre mucho. Siente que Dios le demanda muchas cosas, y no se ve capaz de afrontar la situación.

Christine: Ahora lo entiendo. Y cuando viene a India, huyendo, mantiene relaciones con esta chica sueca, ¿verdad?

Sergio: Sí.

Christine: ¿Por qué sueca?

Sergio: Me gustan las suecas.

Christine: ¿Cuánto de ti hay en tu personaje?

Sergio: Todo, supongo. Yo soy cada uno de los personajes.

Christine (ácida): Qué bonito es desdoblarse, ¿no?

Sergio: Mucho.

Christine: ¿No te resulta difícil meterte en la piel de una mujer?

Sergio: No. Me resulta más fácil escribir papeles femeninos que masculinos. (Sonrisas de complicidad). Esta chica sueca es una actriz. Está casada con su agente y tiene un hijo, pero su hijo se ha quedado en Suecia, no la acompaña en el viaje… Acabará abandonando a su marido, hijo, y toda su vida, en definitiva, por seguir a nuestro hombre español…

Christine: ¿Por qué?

Sergio: Él se le presenta como Dios. Y le profetiza su muerte. Le dice que no volverá nunca a Suecia, que antes tendrá que coger una carretera, y que cuando lo haga, morirá en un accidente.

Christine: Así que también es un profeta.

Sergio: Más o menos.

Christine: ¿Tienen sexo?

Sergio: Sí. Un sexo apasionado.

Christine: ¿Y no será que él sufre porque es consciente de que, con sus delirios, engaña a la gente que quiere?

Sergio: Bueno… Tiene más miedo de engañarse a sí mismo, la verdad. De cualquier forma, la chica muere, efectivamente, en un accidente de moto, a mitad de película.

Christine: Ajá. Ésa es buena.

Sergio: Y la segunda parte de la película cuenta la historia de amor entre este hombre y un ‘theyyam’, es decir, uno de los muchos intérpretes que ejecutan los rituales de posesión. Ambos se conocen y aprenden mucho el uno del otro. Hablan de Dios. Y, llegado un momento, dejan de hablar. No es una relación que se consuma, no tiene nada sexual. Pero hay amor en sus miradas.

Christine: Y el hombre se queda en India para siempre.

Sergio: Puede que sí. Nunca se le ve volver a su país. Al final de la película, una llamada telefónica desde España le comunica algo. El espectador no puede oír de qué se trata, pero se intuye que es algo importante. Acto seguido, el hombre, acongojado, llama a su amigo, el ‘theyyam’, y pasan un día juntos, de un lado a otro, sin decirse nada, sólo estando juntos.

Christine: Pero a mí, como espectadora, no me gustaría un final tan abierto. Está muy bien sugerir, pero cuando empatizas con un personaje no quieres que sufra hasta el final, deseas alguna salida…

Sergio: Te aseguro que su final no es triste. Tengo su rostro en mi cabeza, y no es un rostro desdichado.

Christine (con una gran sonrisa): Me alegro. Bueno… Creo que se trata de una historia que no se ha contado antes. Espero verla algún día.

Sergio: Gracias. Yo también, como puedes imaginar. (Pausa). ¿Vas a ir algún día de estos a ver el ‘theyyam’?

Christine: No. Yo soy cristiana, y a mí todas esas cosas me parecen satánicas. Además, estuve en esos templos hace cinco años. (Mirada penetrante). ¿Crees en Dios?

Sergio: Todavía no.

Christine: Muy bien.

Sergio: Te pregunté lo del ‘theyyam’ porque ayer vi uno magnífico, en Pannur, un pueblo rural maravilloso con un sonido constante de tambores de fondo.

Christine: Un lugar perfecto para la oración y la reflexión.

Sergio: Es una buena definición.

Christine (con una sonrisa aún mayor): Claro que lo es. Yo escojo mis palabras con cuidado y conocimiento.


Esta mujer no tiene igual. Como tercero en discordia, Binoi, un jovencito indio de mi quinta que no perdía ripio de la conversación. Binoi trabaja en Costa Malabari y es el primer rostro que veo todas las mañanas. Sonriente y dulce rostro. No es nada difícil quererle, y le quiero. Me llama a la hora de la comida y de la cena, desde el patio, gritándome ‘¡Seryiii!’ con una voz tan cariñosa y feliz que te apetece bajar corriendo y darle un fuerte abrazo hasta que chille pidiendo auxilio. Será la persona a la que más eche de menos cuando deje este sitio. No sé por qué no he hablado de él antes, la verdad.

El título del post se refiere a otra conversación posterior con Christine, en la que explayé mi felicidad de una forma espontánea mientras saboreaba un curry de patatas y alubias y pensaba en las cosas que había hecho el día anterior, en Pannur. Me sentía increíblemente feliz. Christine me dijo que lo aprovechase, porque esos momentos no duran mucho. Justo cuando iba a llamarla aguafiestas, me contó que su marido solía decir siempre: Kiss the joy as it flies (‘besa la felicidad al vuelo’, es la mejor traducción que se me ocurre, pero no tiene tanta gracia como en inglés). Para mí, esta frase se ha convertido en un pensamiento recurrente. Es cierto que estoy experimentando una felicidad intensa, y que me resulta difícil salir de mi asombro, día tras día. No se trata de un amor a primera vista, como ya habréis notado, pues mi llegada a Kerala y mi relación con su gente me dejó altamente extrañado y tuve días bastante malos (volveré a ellos, qué duda cabe, la vida te da y te quita cosas todo el tiempo). Pero ahora estoy disfrutando de una euforia totalmente nueva. Adoro a los indios, que son de traka, y estoy enamorado de esta zona, de la hospitalidad inaudita de su gente y de la belleza del conjunto. No puedo ser más feliz, y, ahora mismo, no querría estar en otro sitio. Y es así como quiero despedirme, queridos amigos. Salud.

Sergio. 25/02/09.

XXXII. El suplicio de Augustine.

Así murió la más celeste criatura

a los quince años y ocho meses.


He leído tus horrores, Augustine,

y me pregunto, ¿por qué tenías alma?

Era tu alma lo que necesitaban tus verdugos

para eyacular,

no tu cuerpo, mero accesorio, nada de las nadas.

Ya que iban a hacer cajones contigo

¿no podías haberte privado de alma?

¿Por qué demonios no la pisoteaste en cada peldaño?

¿Ciento dieciséis días en el infierno no te dejaron en suspenso?

¿A quién esperabas en tu suplicio?

¿Por qué soy capaz de verte tan de cerca, Augustine,

y por qué ruego por tu alma, si nunca existió?

¿Quién eres tú?

Una huella del horror de los siglos, nada más.


Augustine, que quería morir pronto y reunirse con Dios,

murió tarde y sola.


Ismael.

XXXI. El caballo ganador (y III). El musical ha vuelto.


Nunca pensé que en un lugar tan improbable como éste acabaría viendo la ceremonia de los Oscar, en directo, con una jarra de café bien surtida, a una hora magnífica (siete de la mañana en adelante), alternando soledad y compañía cotarrera, sin aguantar los terribles doblajes simultáneos. Nunca tuve tantas comodidades en Madrid, donde me lanzaba a la búsqueda del link correcto a altas horas de la madrugada, muchas veces en compañía de mi buen amigo Sergio, después de haber trastornado con preguntas y requerimientos a otros buenos amigos, o en Pola de Siero, donde gorroneaba el Canal + de mis vecinos o, en el peor de los casos, seguía la retransmisión en codificado, con el consiguiente dolor de cabeza y estado febril que acompaña a semejante sesión. Sin embargo, el bien hallado Kurien, de quien hace bastante que no hablo pero que sigue omnipresente en mi vida india como padre adoptivo, me cedió la cabañita estrecha en la que duerme, a pocos metros de mi habitación, donde esconde una gran variedad de canales de televisión por satélite. Más fácil, imposible. Así, mientras amanecía en la selva, los Oscar llegaban un año más para satisfacer mis sentimientos más bajos. Procedamos.

Cuando leáis esto, ya todos habréis visto el vídeo en que Penélope, agradeciendo su premio por Vicky Genara Valdemoro, recuerda haber nacido en ese lugar llamado Alcobendas, que casi todos los norteamericanos se figurarán como un barrio miserable a lo Mumbai o peor. He de decir que fue la más guapa de la noche y que sus nervios nada fingidos tuvieron bastante tino, a pesar de dejar huérfanas de Oscar a las muy superiores Marisa Tomei y Amy Adams. Enhorabuena por recordar en tu discurso que Woody Allen ha creado grandes personajes femeninos. Efectivamente, eso era lo que solía hacer, y se le daba muy bien.

La gran novedad en las categorías de interpretación ha sido invitar a cinco ganadores, algunos pertenecientes a la prehistoria de los Oscar y otros más recientes, para alabar y decir cosas bonitas de cada uno de los nominados. Su congregación en el escenario me recordaba más a una escena de linchamiento que a una demostración de afecto, y ojalá hubiese tenido más de lo primero; no me imagino nada más excitante que ser pegado por Joel Grey o Alan Arkin mientras recoges tu premio. Entrar en el club de los ganadores debería exigir algún ritual de violencia, y todos sabemos que Kate Winslet lleva un año entero mereciéndose un par de sopapos, así que, ¿por qué no golpearla entre las cinco, cada una armada con una estatuilla, al grito de ‘Así que quieres Oscar, ¿eh?, ¡toma Oscar!, ¡doble!’, ante los gritos de júbilo de una audiencia enfebrecida?

Cómo me ha gustado este club de los cinco. Prefiero el clip, como ya sabréis, pero este frenesí de buenos sentimientos que se han sacado de la chistera nos ha regalado momentazos:

a) Sophia Loren, monstruosa, anfibia, mira a cámara sin decir nada durante tres largos segundos. A continuación, alaba la carrera de Meryl Streep con una cadencia insostenible. Sin duda, uno de los momentos audiovisuales más terroríficos de los últimos años.

b) Adrien Brody se hace el gracioso al hablar de Richard Jenkins, ya que invita a todo el mundo a que busque su nombre en Google, puesto que es el menos conocido de los cinco nominados a mejor actor. Esto, al señor Jenkins, le deja bastante frío, como es normal. Tendría que haberle contestado, vamos a poner el nombre de Elsa Pataky en Google. Pero el señor Jenkins, que es un caballero y sabía que iba a perder, dijo ‘gracias’ y no volvió a ser enfocado en toda la noche.

c) Tanto Marion Cotillard como Robert de Niro alaban tan vehementemente a Kate Winslet y a Sean Penn, respectivamente, que al espectador no le queda ninguna duda de que son ellos los que se van a llevar el gato al agua. En sus discursos, Winslet le lanza una puya a la Meryl, dejando en evidencia su rivalidad en esta edición, y Penn habla de Obama y de homosexualidad, como ya predije en su día. Todo en orden. Winslet se parece cada vez más a Emma Thompson y Penn exuda hermosura por cada uno de sus poros.

d) Tilda Swinton monopoliza la elegancia con su exquisita androginia. Qué tía. Cuánto ardil.

e) Anne Hathaway recibe el mejor elogio posible de toda una veterana en el arte de la palabra, Shirley Maclaine (autora del mejor discurso de agradecimiento de la historia). Este singular onanismo corona una gran noche para la Hathaway, después de bailar y cantar con Hugh Jackman en su musical sobre Frost/Nixon. Me he hecho fan de esta mujer. Para estos eventos, tiene tanto tino como la Meryl.

f) Heath Ledger gana póstumamente y a todos se les asoma una lágrima en el ojo. La familia estuvo contenida y muy correcta. Me dio pena de los otros cuatro nominados, a decir verdad, puesto que son todos muy buenos y se merecían igualmente el premio. Robert Downey Jr. no recibe, precisamente, un elogio, pero a él eso se la suda, evidentemente.

g) Brad Pitt es mortal y envejece. Ese contrapicado no le hizo ningún favor.

Por lo demás, mi quiniela falló al pronosticar un nuevo idilio de la Academia con el holocausto judío. ‘Slumdog millionaire’ se llevó ocho Oscars, la mayor parte importantes, Danny Boyle se lo pasó como un enano y todo el mundo parecía encantado con la gran noche india. Ya he hablado de la película y de lo que me parece. Me alegro del merecidísimo premio al mejor montaje y creo que la música de A. R. Rahman también ha sido una digna ganadora. Personalmente, me quedé con la espinita de que ‘Milk’ diese la sorpresa, teniendo el Oscar al mejor guión original y el de mejor actor en su haber. Única y exclusivamente por el gran hacer de Gus Van Sant y por la increíble diferencia que existe entre su cine y el de sus compañeros de nominación. Las únicas sorpresas (agradables) de la noche fueron en las categorías de película extranjera (ganó la japonesa, ‘Departures’, conmoción general y maravilloso discurso) y vestuario (‘The duchess’). El resto del camino fue llano y soleado.

No me congratula:

a) El exhibicionismo de Dustin Lance Black. Matizo. Seguro que ser homosexual en Texas no es una experiencia a la que me gustaría apuntarme, aunque podría ser mucho peor. Su discurso me produjo emociones contradictorias. Nunca sobra un recordatorio del daño inmenso que hace la homofobia al mundo, mucho menos en un espectáculo multitudinario como los Oscar, pero no deja de parecerme un poco estrecho de miras. Al fin y al cabo, ¿qué está sucediendo en Estados Unidos? ¿Un grupo de ignorantes se niega a votar a favor del matrimonio gay? Bueno, el matrimonio está muy bien, desde luego. Quién sabe, a lo mejor yo también me caso, si me dejan, y si no me dejan también, faltaría más. Pero todavía te pueden colgar por ser gay en muchas partes del mundo. Se puede mirar más allá de Texas, y de California. Dicho lo cual, me alegro por Lance Black, su aparición cumplió con la cuota de incorrección aceptada y estoy seguro de que, al igual que el resto de nominados, ha escrito un guión excelente.

b) Kate Winslet. Matizo. La prefería cuando no luchaba desesperadamente por el reconocimiento. Daba la impresión de que, si ella no se llevaba su Oscar a la sexta nominación, se cometería un agravio contra su persona. Y no es así. A Richard Burton nunca le dieron nada, y estuvo nominado siete veces, y ni falta que le hizo, porque sus películas están ahí, y hablan de lo grande que fue. Estar por encima de estas cosas te hace muchísimo más atractivo.

c) Los niños de ‘High School Musical’ y ‘Twilight’. No creo que tenga que explicarme al respecto.

d) Sarah Jessica Parker y Daniel Craig como la pareja de presentadores más desastrosa y peor vestida en años. He de decir que proferí grandes carcajadas con ambos.

e) El vídeo de Jerry Lewis besando cabezas de niños. Apestoso.

Me congratula:

a) Hugh Jackman. Las pocas bromas que hizo no tuvieron gracia, así que las cortó a tiempo y cedió el humor a gente más capaz, como Tina Fey, Steve Martin o Ben Stiller. Cantar y bailar se le dio mucho mejor y, como gran enamorado que soy del musical, he de decir que sus dos números fueron maravillosos, me llenaron de nostalgia y contagiaron la gala de esa especie de ilusión naïve que siempre se espera de Hollywood. Creo que ha presentado una de las mejores ceremonias que he visto. Además, una compañera de Costa Malabari, altamente graciosa y perspicaz en lo que a Oscars se refiere, me hizo llegar un rumor que relacionaba al hombre más atractivo del planeta con los baños públicos. Que sí, que sí, que lo vio un amigo de un amigo de un amigo. En fin. Hugh Jackman es todo un bribonzuelo, qué duda cabe.

b) El vídeo protagonizado por James Franco, el otro rompecorazones de la velada. Como repaso de los mejores momentos cómicos del año, no tiene precio, sobre todo si esos momentos son los clímax dramáticos de ‘Doubt’ y ‘The reader’, ante los que Franco se descojona vivo. Eso es sentido del humor, leches. Es memorable cuando invita al director de fotografía Janusz Kaminski a sentarse con él y le pregunta si ese Oscar que tiene consigo es una pipa de fumar marihuana. Muy divertido.

c) Mickey Rourke. Sentado en primera fila, con sus gafas de sol, sus labios maltratados de Botox y su mano temblorosa. Como juguete de la industria al que ésta recoge durante un breve lapso de tiempo para hacernos llegar su mensaje de redención y culpa, ha cumplido con creces.

Y esto es todo. No da más de sí. Nuevamente, los Oscar nos muestran un barómetro de los valores imperantes que el Primer Mundo busca para legitimarse a sí mismo. Y como espectáculo, no ha sido tan aburrido como cabría esperar. Será difícil de superar esta sesión surreal de glamour y jungla, así que saludo desde aquí a mis antiguos compañeros de andanzas y me despido con una tormenta de cine y lujo en mi cabeza. Después de los Oscar, siempre es difícil volver a pisar tierra.

Sergio. 23/02/09.

miércoles, 18 de febrero de 2009

XXX. A petición popular.



Éste soy yo con mi lungi verde (tengo otro azul, y he de comprarme uno blanco para ir a la ciudad), de pie y en posición de sentado sobre la silla típica de Kerala.

Ésta es la hora de la cena en el cobertizo. Todas las caras van cambiando menos la mía. La chica que tenéis en primer término, Samia, inventó la elegancia. Es de Seattle y le gusta el oro. Compite en belleza y ardil con la ya mítica Harleen.

Y ésta es mi casa. Al menos, sólo una parte. Yo vivo en el piso de arriba, que se puede vislumbrar en el cuadrante superior izquierdo de la imagen.




Voilà. La playa. Bueno, la más cotarrera de las cinco. No da impresión de ser muy larga pero es, realmente, muuuuy larga.

Éste es ‘Tipottan theyyam’. Bajo su cabeza, las brasas purificadoras. Y, al final del post, dos vídeos suyos y otro vídeo más en honor a Kali. Están muy mal grabados pero, en defensa de sus autores (un británico y una polaca muy majos que me dejaron utilizar sus archivos para este propósito) he de decir que no es nada fácil registrar estas imágenes. Vedlos en orden. En el primero, el dios manifiesta su energía mediante la danza. Atentos al último segundo del vídeo siguiente; seguimos con el mismo dios, volcado en el fuego, en el que puede permanecer varios minutos y, en los casos más extremos, incluso horas. Espeluznante. El tercer vídeo es una muestra muy casera del poder de fascinación que pueden llegar a ejercer estos rituales.

Hala, al lío. Sólo admito comentarios de ‘guapo’ y ‘rumboso’ para arriba. Hasta la próxima, amigos.

Sergio. 16/02/09.

XXIX. El día de los enamorados.


Definitivamente, Kiran es todo un personaje. Desde que llegué de Kochi, tenemos una muy buena costumbre de beber al lado de una playa, en un pequeño palmeral que algún día soltará sus frutos sobre nuestras ebrias cabezas. (He de decir que no se me da mal subir a por cocos. Vestir lungi tiene bastante más ciencia). Deepu, Samjid o Nidheesh son algunos de los otros mozos con los que quedamos a pedalear. Me ha costado mucho diferenciar quién es quién, sobre todo de noche, cuando todos los gatos son pardos. Ahora ya les voy conociendo, gracias a que no dejan de hacerme llamadas perdidas al móvil español para que me una a tal o cual cotarro. La última es que quieren subirse a Goa en el coche de no sé quién y utilizarme para ligar con las turistas. Esta idea me da miedo, porque Goa es el destino más lejano que han pisado, y no sé si podré lidiar con todas esas hormonas. O tal vez sí.

Pasé el día de San Valentín en compañía de Kiran. Todo muy casto. Cogimos la moto y, como viene siendo habitual, paramos cada dos minutos a saludar a alguien conocido y a fumar un Gold Flake, un tabaco muy malo que no tiene tanto tino como el Viri, una finísima hojita prensada con un lazo violeta que cuesta sólo cuatro rupias la veintena. El destino final era una playa bastante más concurrida que las de nuestra zona y donde nos encontramos a otro amigo de Kiran, Luigi, un turista italiano con la misma edad y el mismo color de piel de todos esos modistos italianos tan bobos, y, cómo no, con la misma pluma. Luigi estaba acompañado de un querubín moreno (me apostaría lo que fuera a que no tenía más de diecisiete años), oriundo del sur de Arabia, muy pedante y con un inglés perfecto. La sola contemplación del turismo sexual y de la prostitución juvenil en todo su esplendor me dieron ganas de vomitar. Desée que Kiran no hiciese ese mismo tipo de tratos con occidentales octogenarios. Acto seguido, nos tomamos un helado de mango y paseamos por los alrededores. Cuando me quise dar cuenta, estaba saboreando mi helado en un crematorio. Allí, al lado del mar, se quema a los muertos anónimos, a cielo abierto, y los muertos importantes (políticos y gente bien provista) tienen mausoleos con la hoz y el martillo en lugar de una efigie del fallecido. Pude ver, a mi derecha, varios hoyos repletos de ceniza y flores, y un hombre afanándose en uno de los hoyos, manejando algo parecido a una larga vara con la que deshacía unos ¿huesos? humeantes. Le pregunté a Kiran si lo que sobresalía de ese agujero era, efectivamente, un cuerpo, a lo que él me contestó que sí. Fue bastante impactante, no hace falta decirlo, sobre todo cuando ves las tertulias que se montan en derredor. Más tarde, en casa, un huésped estadounidense dijo durante la cena que lo que sacaba a flote a este país eran los crematorios y la comida vegetariana. Lo que parece un mal chiste tiene bastante sentido, si lo piensas. En India vive demasiada gente como para tener, encima, que enterrar a los muertos; y no hay recursos suficientes para alimentar ganado. Ambas soluciones, la mar de prácticas, no sacan a flote a un país pero gestionan como pueden una triste realidad.

Kiran y yo, después de nuestra media hora de mar, helado y muerte, continuamos el paseo por un mirador lleno de parejas celosas de su intimidad y acabamos subidos a un faro con mucho tino. El viento allá arriba nos daba una pequeña tregua ante el calor sofocante, y yo sentí cosas muy bellas y, por qué no decirlo, también muy románticas, pero sólo podría describirlas con imágenes, con pequeños sonidos, con el tacto furtivo de unos dedos, no con palabras. De vuelta al hogar (que, por cierto, he descubierto que se llama Adi Katalayi, no Kannur ni Malabar ni leches en vinagre), pensé en los milagros increíbles de los que soy testigo día tras día y que a veces pasan delante de mí como ráfagas sin que me dé tiempo a percibirlas. Cada vez que me dijo guiar por Kiran y sus amigos acabo cenando en sitios insólitos, comiendo el pollo más picante del mundo aderezado con un buen vaso de agua hirviendo, frente a una familia que, sin conocerme a mí ni yo a ellos, me muestran su vida sin el menor reparo. No podría vivir muchas de estas cosas si no me decidiera, casi siempre, por establecerme en un sitio, en detrimento de una ruta más global. Creo que venir a India con una apretada agenda de templos y tigres es una idea nefasta. Dudo mucho que llegue tan solo a atisbar una pequeñísima parte de este inmenso país, pero si me acerco a eso, o si soy capaz de entender los modos y los gustos y las fobias de una sola comunidad, la satisfacción será inmensa y muy parecida a lo que siento ahora cada vez que la realidad me ofrece uno de sus contradictorios y estupendos regalos. La mayor parte del guión se desarrolla aquí; por tanto, me auguro una trayectoria larga en Adi Katalayi, seguramente interrumpida por otras fugas (trabajo…), pero estable, al menos como hogar recurrente. No diré más acerca de esto, porque nunca se sabe lo que puede suceder.

El día de los enamorados terminó con un botellón, algo descafeinado, pero botellón, al fin y al cabo. Aquí hay poco alcohol y mucha gente para repartir, así que hay echarle imaginación o ir a por cocos, que también colocan lo suyo. Iniciamos la sesión con música malayalam procedente de algún móvil de última generación (todos los que no son el mío me lo parecen), a partir de lo cual bebemos licores mezclados con soda y comemos uvas y panchitos. Se conversa, se grita, se canta bajito, y yo me animo a veces y entono canciones asturianas ante las que todo el mundo pone caras muy raras, como es lógico. No obstante, buscando en mi móvil, Samjid encontró el clásico de Rocío Jurado ‘Como una ola’, y le encantó. Acabamos cantando juntos el estribillo: ‘… y yo quedé prendida en tu tormenta, perdí el timón sin darme apenas cuenta, como una ola, tu amor creció como una olaaaa’. Pues sí, con tino. Su tono de voz desgarrado engrandecía la canción, lo que ya es decir.

Luego a los mozos les dio por hacer hogueras y antorchas y jugar con ellas. Hay una cultura del fuego muy desarrollada por esta zona. La verdad es que son muy kamikazes pero como a mí me respetan, no me preocupa más de lo necesario. Y el fuego es uno de los espectáculos más admirables que puede haber. Como colofón de oro, el botellón terminó con una inspección de la pesca de cangrejos que se había ido celebrando de forma paralela al cotarro playero. Esta pesca amateur consiste en atraer al crustáceo con una linterna y luego clavarle un afilado arpón. Dependiendo de la puntería y la destreza, se pueden llegar a atrapar unos bichos considerables. Aunque muchos se retiran a su casa después de la hora del fuego, Kiran y yo nos quedamos hasta que él decide que ya va siendo hora de que yo también me vuelva a mi desván. Esa manera que tiene de decidir por mí me enternece, independientemente de que lo haga como anfitrión frustrado o como dictador crepuscular, lo cual me da igual, tanto lo uno como lo otro. Nunca cuestiono demasiado sus costumbres, no creo que sean muy distintas a las mías.

Cierro el programa con unas pequeñas lecciones de malayalam que he aprendido gracias a mis libros y a mis preguntas - no todo lo abundantes que debieran ser - sobre el idioma en cuestión. Éstas son algunas frases utilísimas para vuestra vida diaria:

- ¡Qué frutas tan dulces!

- Ava vallare madhuramulla palannal!


- Alazne es la chica más guapa de nuestra clase.

- Alazne nammude klassil ellaarekkaalum sundari.


- Me gusta el oro; todo o nada.

- Ponna istamaanu; allamo onnumo.


Y así sucesivamente. En la próxima entrega, una pequeña sorpresa. Salud.

Sergio. 16/02/09.

XXVIII. Dios, ¿por qué me has abandonado?


Voy a hablar de cine y de religión. Qué le voy a hacer. Por si acaso, ya lo anuncio de entrada, como en los comentarios de ‘Lost’. ‘Miss Kalashnikov’ también se nutre de este tipo de desvaríos, y de algunos mucho peores que están por venir.

Estoy simultaneando dos lecturas maravillosas: La Biblia y Las veinte jornadas de Sodoma del Marqués de Sade. Saltar de un libro a otro puede volverte majara, básicamente porque no son tan distintos como podría parecer. La trata de blancas, el incesto y la violencia de género son bastante recurrentes en ambas obras, lo que me deja bastante perplejo, pero no lo suficiente; a las veinte páginas, uno ya se cura de espantos y se espera cualquier cosa. Hay una justificación de la pena de muerte en el capítulo noveno del Génesis que no tiene desperdicio:

“El que derramare sangre de hombre,

por el hombre su sangre será derramada;

porque a imagen de Dios es hecho el hombre”.

No pongo versículos porque bastante pedante es ya hablar de La Biblia como para hacerse el gracioso con los numeritos. Seguro que en muchos centros penitenciarios se hace uso de esta cita para dignificar ese momento tan difícilmente dignificable llamado ‘ejecución’. O lo que es peor, tal vez sea esto lo último que escuche un hombre antes de que una descarga eléctrica le deje tieso. Gran desgracia, sin duda. El caso es que, según esta cita, matar a un hombre es lo mismo que matar a Dios, porque estamos hechos a su semejanza. Intuyo que lo que se consigue con la pena capital es restituir a Dios de su muerte con un sacrificio humano. Eso da fe de la resistencia infinita de Dios, siempre muriendo y reviviendo por nosotros.

Hace poco que hablé de lo significativa que me parecía ‘Como en un espejo’ de Bergman. Lo saco de nuevo a colación porque, buscando películas en malayalam en una tienda de Kochi, me topé con toda la trilogía del silencio de Dios, editada por una firma india bastante desastrosa llamada Palador. Fue como una providencia, ya que también me encontré con otra película en la que, curiosamente, había estado pensando, por pura casualidad, tan solo unos días antes. Lo que puede parecer una tontería enorme me resultó, en cambio, bastante perturbador. No tengo posibilidad de ver mucho cine y es extraño encontrarte, de pronto, con películas muy inaccesibles en un contexto inaccesible. Más extraño aún es encontrarte con el cine que de verdad quieres ver en momento concreto, porque crees que te puede ayudar a salir de una crisis, emocional o creativa o del tipo que sea. Esto es lo que me ha sucedido. Las ediciones son muy chungas y no hacen justicia ni a la fotografia de Sven Nykvist ni al maravilloso trabajo de sonido, pero pude rescatar la segunda parte de la trilogía, Los comulgantes. Después de un nuevo visionado, no creo que haya película más perfecta que ésta. Es lo máximo a lo que se puede aspirar, todo un compendio de lo realmente importante, contado en ochenta minutos, ocho actores, cinco decorados y apenas dos localizaciones de exteriores. Se me ocurren muchas películas que, para mí, podrían ser las mejores jamás hechas, pero no veo por qué ‘Los comulgantes’ no pueda ser la mejor de todas ellas. Sin duda, lo merece.

Hay tres secuencias tan increíbles que podrían ser cortometrajes en sí mismos, dada la cantidad de información y la magnífica resolución con que están hechas. Los primeros diez minutos describen un oficio religioso con una mirada punzante y una sucesión de gestos que ya cuentan toda la película. Está muy bien eso de contar la película al principio, porque te evitas la tensión propia del desarrollo y las odiosas expectativas del final y te limitas a profundizar en los matices y a agrandar lo que ya no puede ser narrado de forma más clara. Mucho después, hay un diálogo entre los dos protagonistas en el que a Ingrid Thulin le dicen de todo menos bonita. No se puede tratar peor a un personaje, pero, qué duda cabe, Bergman se quita unos cuantos demonios de encima y la escena es poderosa como pocas. Más cerca del final, el clérigo interpretado por un monumental Gunnar Björnstrand escucha las reflexiones que hace su tullido monaguillo acerca de la Pasión de Cristo. Este diálogo es, y no me quemo al decirlo, el mejor que se ha escrito, y Bergman también ha escrito chorradas y sensiblerías. Pero esto es harina de otro costal. La idea es que el sacrificio de Jesucristo no es para tanto, al menos en el sentido físico, ya que, según el monaguillo, él en su persona ha sufrido mucho más y durante mucho más tiempo que el hijo de Dios a lo largo de sus cuatro horas de crucifixión. Lo que le embarga al pobre hombre es la traición de todos los apóstoles, que salen corriendo y reniegan de Jesús cuando éste es prendido en el huerto de Getsemaní; y peor aún, su soledad en la cruz, cuando Cristo siente que su padre, el Dios Todopoderoso, le ha abandonado, que no existe reino de los cielos ni más allá, que todo ha sido una farsa, y que su sacrificio no sirve para nada. Posiblemente, el momento más intenso de La Biblia, de la película y de la cultura occidental, en suma, es ése en el que Jesús duda de sí mismo y de todo lo que ha predicado. ‘Dios, ¿por qué me has abandonado?’. O, dicho de otra forma: ‘Padre, ¿por qué me has traído aquí, por qué nadie me enseñó a enfrentarme al horror, por qué no me enseñaste tú, por qué no me dijiste que la vida era esto?’ Fascinante. El cristianismo nos ha convertido en una civilización de huérfanos.

Éstas son las reflexiones previas a la reescritura de todo lo que tengo hecho, que no es mucho, pero es lo que hay. Me he dado cuenta de que no puedo hacer una película sobre Dios con tan poco bagaje a mis espaldas (¿he dicho en algún momento que quería hacer una película sobre Dios? Creo que no. Por si acaso, lo digo ahora. Sigue siendo la misma historia de antes, pero más sencilla, a pesar de todo lo complejo y ambicioso que pueda parecer el tema Dios a primera vista). Así pues, me documento, a un mismo tiempo, sobre el cielo y el infierno, aunque sólo sea para descubrir que son la misma cosa. Y resulta muy entretenido, además.

‘Los comulgantes’ figura, ya, como la película fetiche de un servidor, sin menospreciar otras obras que me hacen soñar y que, por qué no, voy a apuntar aquí a pesar de lo ridículo que resulta hacer una lista de preferencias cinematográficas. Lo hago por mí, y porque es gracioso ver cómo van cambiando los gustos con el paso del tiempo.

- ‘El evangelio según San Mateo’. Pasolini.

- ‘Saló o los 120 días de Sodoma’. Pasolini.

- ‘Ha nacido una estrella’. George Cukor.

- ‘La vida y la muerte del coronel Blimp’. Michael Powell, Emeric Pressburger.

- ‘El árbol de los zuecos’. Ermanno Olmi.

- ‘Five fingers’. Joseph L. Mankiewickz.

- ‘Persona’. Bergman.

- ‘Pasión’. Bergman.

- ‘[SAFE]’. Todd Haynes.

- ‘La ventana indiscreta’. Hitchcock.

- ‘La prima Angélica’. Carlos Saura.

- ‘Viridiana’. Luis Buñuel.

- ‘Mary Poppins’. Robert Stevenson.

Y tantas otras que ya me estoy arrepintiendo de la selección anterior. Como veis, echo mucho de menos el cine, y a las siete películas que he visto en lo que llevamos de año les estoy intentando sacar todo el partido. Me da vergüenza reconocerlo, pero hacía tiempo que no me sentía tan próximo y tan vinculado al cine. Han sido unos años muy ajenos a mí, éstos últimos. Vuelvo a sentir, al fin, que no creo que pueda ni quiera dedicarme a otra cosa, aparte de las incontables satisfacciones del teatro. Necesito, más que nunca, crear imágenes, aunque me lleve todo el tiempo del mundo darles vida en mi cabeza. No tengo prisa.

Sergio. 15/02/09.

XXVII. Un sueño.

Debo romper una pareja,

me lo acaban de poner en un mensaje de texto.


Nunca lo hubiera esperado de él, aunque sé que

no suelen esperar en la sombra por mucho tiempo.


Me entretengo.

Hay ropas nuevas, y música, y accesos fáciles.


Entran los rebeldes y me enseñan su canal de televisión

pero no por eso dejo de tocar el culo de mi acompañante.


Cuando vuelvo, sólo quedan escombros;

nunca pensé que ese local fuera de izquierdas.


Cruzo el parque y confundo a unos pelados con los rebeldes.

Sentados, burlan mi cuerpo que se duerme y se pega al viento.


Es imposible moverse. No miraré tras de mí,

como hizo la mujer de Lot, curiosa de las cenizas de Sodoma.


Reacciono, y llevo a una parapléjica en brazos. No pesa.

Tengo tiempo hasta de bromear con los familiares.


Llego al portal, donde él espera, y me disculpo,

digo:


es que tuve una erección muy breve

es que me incendiaron el bar

es que dejé de moverme

es que fui gentil con una mujer discapacitada


y antes de obtenerlo, su perdón ya no importaba

pequeños avances de lo que podría haber sido, tardíos.


Sólo hubo tiempo para la violencia.


Ismael.

XXVI. Cotarros del 5x04 y el 5x05 de ‘Lost’.


Al principio me hacía gracia; ahora es una pesadez colgar la advertencia de las narices:

¡ATENCIÓN! ¡SPOILERS PARA QUIEN NO HAYA VISTO LA QUINTA DE ‘LOST’ TODAVÍA! ¡¡¡¡¡SPOILERS!!!!!

Sí, creo que esto es suficiente. Vamos a entrar en faena. Nuestros chicos no paran de sangrar por la nariz, los pobres. Jack no tiene ni idea de lo que hace y, de momento, tampoco importa, porque nada parece estar centrado en él, lo cual celebro. Los viajes en el tiempo se multiplican de forma vertiginosa. Charlotte, tras un magnífico canto de cisne, la palma. Jin, por su parte, está vivito y coleando, y a pesar de los labios resecos y las quemaduras, sigue tan hermoso como siempre. Danielle Rousseau todavía se guardaba un as debajo de la manga. Y Locke, como un Jesucristo contemporáneo, acepta su crucifixión para salvar a la humanidad y vuelve a protagonizar uno de esos encuentros religiosos que tanto nos conmueven. Nada está centrado en nadie y por eso esta quinta temporada tiene un encanto único. La acción y la información parecen ir bastante unidas de la mano y todo indica que lo que venga a continuación, sea lo que sea, va a ser muy pero que muy sonado (esperemos).

‘The little prince’, a pesar de estar más centrado en Kate que en Aaron, tiene una breve referencia al planeta en el que vive el protagonista de la novela de Saint-Exupèry, inscrita en la caja negra del avión en el que viajaban Rousseau y su tropa. Estas cosas no sirven para nada, son chistes privados y sólo dan un barniz intelectual a algo que no lo necesita, ya que se basta y se sobra con ser entretenimiento del bueno.

Aunque parezca extraño admitirlo, una de las mejores cosas de este capítulo es Kate. No recuerdo haberla visto mejor que en la secuencia inicial, cuando le dice a Jack que siempre ha estado de su lado. Esto me obliga a considerar el talento de Evangeline Lilly, algo menos refinado que el de algunos compañeros suyos, pero, sin duda, guiado por un gran sentido de la intuición. Creo, sinceramente, que está espléndida. Otras veces parece que está haciéndose las uñas. Pero al César lo que es del César. Gran episodio de Kate, si es que a esto se le puede llamar un episodio de Kate, porque la trama principal rivaliza con los maravillosos desvaríos emocionales de un Sawyer más enamorado que nunca. A Juliet, algo frustrada al ver que los dos tíos más follables de la serie (o eso dicen) se pegan por una chica que no es ella, sólo le queda jugar el rol de confidente, eso sí, poniendo una vocecita de perra en celo y unos morritos lúbricos que suben la libido de cualquiera. Qué grandes personajes. Todos.

La isla es más protagonista que nunca. Más protagonista que en la era de los flashbacks. Después de seguir a los losties por tierra y mar en el cuarto episodio, ‘This place is death’, la siguiente entrega, es una buena ración de isla por todas partes en la que el cliffhanger del muelle de Los Angeles apenas se desarrolla, aunque lo hace con bastante tino. De este episodio, que podría estar centrado en Jin y en Sun si no fuera porque también está centrado en Charlotte, Locke y en casi cualquiera que pase por allí, me gusta casi todo. Me encanta la estructura imprevisible del capítulo, con un primer tercio en compañía del grupo de Rousseau en el que volvemos a revivir al ¡monstruo del humo negro!; un segundo tercio de camino a la estación Dharma; y un final majestuoso en el que unos mueren, otros salen de la isla y otros intentan volver a entrar. En una palabra: trepidante. Éstas son las cosas que me apetece resaltar:

a) La supuesta locura colectiva de los franceses misóginos… o no tan supuesta, porque ¿cómo se explica que un hombre quiera disparar a la mujer que está esperando un hijo suyo? Me encanta cuando este personaje alega que el humo negro no es peligroso, sólo está custodiando el “templo”. Fascinante salto en el tiempo. Aunque deberían volver a Rousseau porque, evidentemente, nada queda claro.

b) Jin. No pensé que me iba a alegrar tanto de volver a verle. Las razones son varias, como podéis imaginaros. Pero la principal es que ha vuelto con las pilas puestas y la cabeza bien amueblada.

c) El cabreo monumental de Ben en la furgoneta. Normal. Si yo tuviera a un Jack arrepentido y a una Sun colérica a mi lado, haría algo mucho peor que gritarles.

d) El pozo de cartón-piedra. Cómo se notan los recortes de presupuesto. Qué gran actor es Terry O’Quinn, partiéndose de risa antes de bajar por la cuerda. Eso es lo que viene siendo ardil y un tino muy bueno.

e) Charlotte nos hace un flashback verbal muy divertido. Es su gran y último momento y lo aprovecha. Grandes revelaciones sobre el futuro-pasado de Faraday y un colocón muy pedalero que se pilla la tía entre flash y flash. Un aplauso para ella.

f) El sacrificio. A los creadores de ‘Lost’ les gusta maltratar las piernas de Locke y verle arrastrándose por los suelos. Ésta es una de sus mejores escenas. Atentos al momento en el que asume su futura muerte, delante de un espectral y vehemente Christian Shephard. No tengo que decir que es una secuencia sobresaliente en interpretación y dirección; añado, además, que estoy muy a favor de esa rueda y de esa gruta tan chabacana.

g) Eloise Hawking mira el penoso porcentaje de Oceanic Six que tiene frente a ella y se pone enigmática. La aparición de Desmond es un poco precipitada, pero en muy pocos segundos se da cuenta de que ya conocía a esa mujer de antes, al tiempo que Ben se da cuenta de que esa mujer es la madre de Faraday, al tiempo que Sun se da cuenta de que su marido está vivo, al tiempo que Jack se queda prendado con la llama de las velas y piensa ‘qué guay, fuego…’ Avalancha de emociones.

Quedan dos episodios más para el parón. Muchos de vosotros ya sabréis el título del siguiente, y los más impacientes ya sabrán el jugoso título de la séptima entrega. No desvelo nada. Ardo en deseos de ver ambos, por la sencilla razón de que el ritmo adquirido por esta serie es magnífico, porque tengo la intuición de que asistiremos a grandes eventos, y porque uno de los motivos por los que escribo esto es el mismo motivo por el que medio mundo colapsa las descargas cibernáuticas a la misma hora: porque la buena ficción es un droga muy poderosa.

Sergio. 13/02/09.

jueves, 12 de febrero de 2009

XXV. Kochi, Kiran, Kumar, y otras cosas con ‘k’, como ‘kathakali’ y ‘traKa’.


Llevo unos cuantos días desaparecido, que falta me hacía. He estado:

a) Haciendo amigos.

b) Bebiendo brandy.

c) Visitando Kochi.

d) Escribiendo chorradas sobre Dios.

e) Haciendo ‘punto diez’; o sea, zorreando.

f) Sacando algo en claro de lo anterior.

En ésas estamos. El sol ha pasado de ser un cabrón justiciero a ser, sin más, un cabrón. El verde lima de la jungla se va haciendo cada vez más amarillento y todo indica un lento y cenizo recorrido hacia el monzón. Los indios se entumecen de polvo cuando les toca trabajar, y cuando no, se duermen en el primer sitio que pillan. Perros, gatos y seres humanos han dejado de moverse. Y yo me deleito en la música de Kishore Kumar, un indio de traka, contemporáneo de nuestros Raphael y Juan Pardo. Sus canciones son un perpetuo flotar por melodías de sitar, parodias country y musicales de la Metro. Os cuelgo un vídeo suyo, cosa que hacía tiempo que no hacía, y eso que a veces vienen muy bien las cortinillas musicales.


Una de las actividades favoritas de los indios de Malabar es ir a la playa a eso de las cinco de la tarde, sentarse en las rocas y cotarrear. A veces, las familias pasean de un lado a otro de la orilla sólo por el puro placer de dar tropecientas vueltas; verlos desfilar delante de ti es un despliegue de rosas, verdes y azules fosforito recortados sobre el sobrio color de la naturaleza. Allí, en la playa, es donde conocí a Kiran, un amable veinteañero que, al primer contacto, llama la atención por tres cosas (hoy me va eso de hacer listas; será por la pereza que dan las frases subordinadas):

a) Es más negro que el tizón.

b) Tiene un mostacho espeso como un cepillo de limpiar calzado.

c) Es harto hermoso.

Kiran vive en una de las casas de la playa con su hermana, hermano, madre y abuela. Cuando me paso a buscarle, su familia se desvive por atenderme y me regala dulces, té o inesperadas secuencias de cine masala con las que me descojono. Otras veces, vemos los vídeos de boda de sus amigos, que no son menos graciosos. Es desconcertante cómo las mujeres se esconden en la cocina cuando entro en casa y cómo interaccionan con la conversación principal desde el umbral, insinuando sólo un perfil de su rostro. Si Kiran no está, su hermana, que no puede parar de sonreír ni de llevarse la mano a la boca, se permite el lujo de ocupar un sitio a mi lado o incluso la osadía de invitarme a que me siente con ella en las rocas. Mi intuición me dice que debo declinar esas invitaciones o algún hombre de la familia querrá empujarme de inmediato a un matrimonio que no deseo. Cuando llega Kiran, basta un inequívoco giro de cabeza para echar a su hermana de la silla y sentarse él. Cosas que pasan. Luego me lleva en su moto a los más diversos puntos de la geografía malabar, donde grupos casi siempre distintos de amigos me miran con interés y me convidan a todo tipo de productos típicos, algunos nauseabundos, otros deliciosos. Por supuesto que se fuman mi tabaco, pero también yo me bebo su brandy. De momento, Kiran apunta maneras de amigo estable, aunque sólo sea porque me resulta imposible no encontrármelo todos los días. Somos vecinos, y como buen vecino indio, Kiran hace que las palabras ‘servicial’ u ‘hospitalario’ se queden cortas.

Hace poco, sin ir más lejos, me invitó a la fiesta previa a una boda de un amigo de su hermano. Sí, no hace falta tener un lazo de ningún tipo ni con los novios ni con los familiares. Vas, y punto. Las bodas indias duran dos días durante los cuales se alternan los eventos, primero en la casa del novio y luego en la de la novia, que es donde se celebra el enlace propiamente dicho. Yo fui al banquete nocturno que organizaba el orgulloso hermano del novio. Allí todos echaban un cable fregando vasos, poniendo manteles o condimentando el arroz, todos. Habría como cuatrocientas personas en un patio trasero de lo más modesto. Daba gusto. Por supuesto, yo era el único blanco en ese cotarro y tanto la familia como los invitados adinerados no tardaron en acercarse para presentarme sus respetos, los unos, y para alardear de lo bien que conocen Europa, los otros. Estoy un poquito harto de hablar de Raúl y de Torres. Por lo demás, los amigos de Kiran (militares, albañiles, taxistas) son tan generosos como él, e incluso más divertidos, y salvo raras excepciones, todos gustan de un trago o varios tragos, a partir de los cuales se sienten lo suficientemente cómodos como para tocarte la pierna y hablarte de lo estrechas que son las chicas indias. Claro, como que sus familias no las dejan follar. Lo que yo les digo es que todo tiene su lado bueno y su lado malo. En España, el sexo sin compromiso es como un mandamiento más, pero nuestras relaciones familiares sufren de una incomunicación terminal. Puedes estar más o menos de acuerdo con el rígido moralismo de la familia hindú, pero ellos tienen algo que nosotros no tenemos: conocen muy bien su pequeño mundo. El universo occidental es amplio e ilimitado, pero está lleno de trampas y secretos. Estas paradojas me enturbian bastante.

Después de la boda, y de beber una cerveza caliente a hurtadillas, nos fuimos al templo. Sí, solemos rezar entre chisme y chisme. Ahora que ya sé pintarme el entrecejo yo solo y que he aprendido a dejar el lungi en casa para los eventos importantes, no hay problema. Ese día, hubo una función teatral digna de las giras destartaladas de la posguerra española, tal y como las describe Fernando Fernán Gómez en ‘El viaje a ninguna parte’. Se escenificaban batallas del Ramayana a golpe de trompeteo y tamborileo, pero de uno muy malo, del estilo de los crescendos emotivos de las telenovelas sudamericanas. Las voces de los actores estaban dobladas y ellos sólo tenían que pasear su vestuario (sin duda, lo más costoso de la función) y gestualizar un poco. Es fascinante, pero a la media hora ya te estás rascando el sobaco, pensando en degeneraciones varias. Prefiero el Kathakali mil veces, aunque todavía no he podido ver una función de verdad, de ésas que duran una noche entera. Sólo asistí a una demostración en Kochi, en la que explicaban algunos de los mudras fundamentales (posiciones que adopta la mano en sustitución de palabras, ideas y sentimientos) y ponían en escena un desamor gore entre Jayanthan, hijo guerrero de Indra, y Lalitha / Nakrathundi, una diablesa disfrazada de doncella que, después de recibir calabazas, contempla horrorizada como el supuestamente valeroso héroe le corta las orejas, la nariz y los pechos. Un tema. El kathakali es, sin lugar dudas, un arte de una complejidad abrumadora y con unos resultados estéticos impresionantes. Sin embargo, creo que el theyyam, y muy en especial la diosa Muchilottu Bhagavati, tienen bastante más tino. De ello ya he hablado y seguiré hablando, así que no merece la pena explicar ahora el poderoso influjo que tiene sobre mí esa divinidad tan iracunda.

Mi otra gran distracción ha sido, como ya he adelantado, mis tres días y medio en esa ciudad tan graciosa llamada Kochi. A falta de un pretexto mejor que el de Marlene Dietrich, cuando justifica su presencia en Shangai alegando que quería un sombrero nuevo, yo fui a Kochi a comprar libros y a buscar películas clásicas rodadas en Kerala. Mi intención era documentarme sobre los directores de cine que sobreviven al margen de la ingente masa comercial de Kollywood (la industria fílmica sureña, ¿cómo os quedáis con el nombre?). El intento fue fallido, al menos al principio. También pillé una insolación de caballo que me tumbó en cama durante todo el primer día. Al día siguiente, sólo pude obtener una práctica guía de malayalam y un libro muy curioso de Jawaharlal Nehru que recopila todas las cartas que le envió a su hija Indira Gandhi desde la cárcel. Sin embargo, la tercera jornada fue algo más sorprendente. Me topé con un ciber-café llamado ‘Roots’, en cuyo letrero se podía leer:

Books, games, refreshments and curiosities.

Dejo a la imaginación de cada uno el verdadero significado de las ‘curiosidades’. Sólo puedo decir que pasé muy buenos ratos en ese antro. Los amigos del dueño han decidido concertarme una serie de entrevistas con directores y guionistas locales y darme acceso a sus películas, para lo cual me espera un segundo traslado a Kochi, que aprovecharé para ver los backwaters (los recorridos en barco por los manglares infinitos de la costa central) y hacer algo más de turismo por este estado tan de traka.

Kochi es una ciudad sucia y decadente, como cualquier urbe india, y está dividida en varias islas. La principal, donde se concentran muestras ruinosas de arquitectura colonial holandesa y portuguesa, es la isla de Fort Cochín y Mattancherry. Un paseo desde el barrio judío hasta el puerto de redes chinas, recorriendo todo el Bazaar Road y River Road, es una experiencia única, un destartalado viaje al pasado y un ataque violento a los sentidos. Es difícil describir la extraña armonía de esta tranquilísima ciudad de pescadores, cabras y hosteleros ávidos de capital extranjero (uno de ellos me encandiló al gritarme: ‘¡Español! ¡Mira, mira, Cachemira!, ¡Hola, hola, coca-cola!’). Ernakulam, el centro comercial y de transporte de Kochi, alberga un solo cine en inglés donde pude ver, finalmente, ‘Slumdog millionaire’, ese cuento de hadas tan videoclipero. No hablaré de lo reaccionaria y antigua que me parece su trama. Me gusta, no obstante, el montaje y la dirección de la última media hora, que convierten a la película en pura emoción y, con ello, en buen cine, y Dev Patel, ese actor llamado a salvar él solo algunos de los momentos más ridículos e inverosímiles de la película. Sería de necios decir que no está bien hecha; por supuesto que lo está. Pero contribuirá a perpetuar una injusta y a veces inevitable imagen de India:

¡DÉJESE SEDUCIR POR EL ENCANTO DEL FASCINANTE ORIENTE SI PUEDE RESISTIR EL OLOR A MEADO, ES INCREÍBLE COMO ESTOS POBRECITOS HAN CONSEGUIDO TODAS ESAS OBRAS DE ARTE, DISFRUTE DE LOS BARRIOS BAJOS, AVIVE SU CONCIENCIA SIN MANCHARSE, LLORE POR LAS VÍCTIMAS DE LOS ATENTADOS Y DRÓGUESE EN GOA A UNOS PRECIOS DE TERCER MUNDO!

Esa fábula sobre el amor, el destino y la redención de un ladronzuelo que ha sabido mantener su moral insobornable a pesar de los duros golpes de la vida me parece deleznable. El panfletarismo occidentaloide de ‘Slumdog millionaire’ hace que ‘Ciudad de Dios’ sea una obra maestra. Y no pido que muestren más inmundicia y horror, precisamente todo lo contrario. La población india es optimista, auto-crítica y valiente, sobrevive a base de trabajos insoportables y mal remunerados, beben mucho y ven cine de entretenimiento estridente para olvidar, como hacemos nosotros, pero también se hartan de ser una postal exótica de lo feo y lo vulgar, una imagen paternalista que les redima de su desafortunada providencia. Danny Boyle debería verse una y otra vez ‘The river’, de Jean Renoir, una película vital, cálida, cruda y respetuosa. Y también debería tomarse unos tranquilizantes.

Bueno, después de mi arrebato, me perdonaréis si no entro en otras cuestiones más íntimas y, ciertamente, muy percaleras. Hay tiempo para todo eso. Seguiré hablando de ‘Lost’, lo que algunos seguidores avezados que todavía vayan por la segunda / tercera temporada sabrán obviar, como es natural. Ismael, mi compañero de andanzas digitales, está preocupado porque cree que los lectores consideran su poemario como una apología del terrorismo y de la violencia indiscriminada. He intentado calmarle los ánimos e instarle a que no se deje ni una gota fuera del vaso. Todos tenemos un lado oscuro, al fin y al cabo. Y para eso sirve el arte: para guardarnos de hacer tonterías peores. Salud.

Sergio. 12/02/09.