miércoles, 18 de febrero de 2009

XXIX. El día de los enamorados.


Definitivamente, Kiran es todo un personaje. Desde que llegué de Kochi, tenemos una muy buena costumbre de beber al lado de una playa, en un pequeño palmeral que algún día soltará sus frutos sobre nuestras ebrias cabezas. (He de decir que no se me da mal subir a por cocos. Vestir lungi tiene bastante más ciencia). Deepu, Samjid o Nidheesh son algunos de los otros mozos con los que quedamos a pedalear. Me ha costado mucho diferenciar quién es quién, sobre todo de noche, cuando todos los gatos son pardos. Ahora ya les voy conociendo, gracias a que no dejan de hacerme llamadas perdidas al móvil español para que me una a tal o cual cotarro. La última es que quieren subirse a Goa en el coche de no sé quién y utilizarme para ligar con las turistas. Esta idea me da miedo, porque Goa es el destino más lejano que han pisado, y no sé si podré lidiar con todas esas hormonas. O tal vez sí.

Pasé el día de San Valentín en compañía de Kiran. Todo muy casto. Cogimos la moto y, como viene siendo habitual, paramos cada dos minutos a saludar a alguien conocido y a fumar un Gold Flake, un tabaco muy malo que no tiene tanto tino como el Viri, una finísima hojita prensada con un lazo violeta que cuesta sólo cuatro rupias la veintena. El destino final era una playa bastante más concurrida que las de nuestra zona y donde nos encontramos a otro amigo de Kiran, Luigi, un turista italiano con la misma edad y el mismo color de piel de todos esos modistos italianos tan bobos, y, cómo no, con la misma pluma. Luigi estaba acompañado de un querubín moreno (me apostaría lo que fuera a que no tenía más de diecisiete años), oriundo del sur de Arabia, muy pedante y con un inglés perfecto. La sola contemplación del turismo sexual y de la prostitución juvenil en todo su esplendor me dieron ganas de vomitar. Desée que Kiran no hiciese ese mismo tipo de tratos con occidentales octogenarios. Acto seguido, nos tomamos un helado de mango y paseamos por los alrededores. Cuando me quise dar cuenta, estaba saboreando mi helado en un crematorio. Allí, al lado del mar, se quema a los muertos anónimos, a cielo abierto, y los muertos importantes (políticos y gente bien provista) tienen mausoleos con la hoz y el martillo en lugar de una efigie del fallecido. Pude ver, a mi derecha, varios hoyos repletos de ceniza y flores, y un hombre afanándose en uno de los hoyos, manejando algo parecido a una larga vara con la que deshacía unos ¿huesos? humeantes. Le pregunté a Kiran si lo que sobresalía de ese agujero era, efectivamente, un cuerpo, a lo que él me contestó que sí. Fue bastante impactante, no hace falta decirlo, sobre todo cuando ves las tertulias que se montan en derredor. Más tarde, en casa, un huésped estadounidense dijo durante la cena que lo que sacaba a flote a este país eran los crematorios y la comida vegetariana. Lo que parece un mal chiste tiene bastante sentido, si lo piensas. En India vive demasiada gente como para tener, encima, que enterrar a los muertos; y no hay recursos suficientes para alimentar ganado. Ambas soluciones, la mar de prácticas, no sacan a flote a un país pero gestionan como pueden una triste realidad.

Kiran y yo, después de nuestra media hora de mar, helado y muerte, continuamos el paseo por un mirador lleno de parejas celosas de su intimidad y acabamos subidos a un faro con mucho tino. El viento allá arriba nos daba una pequeña tregua ante el calor sofocante, y yo sentí cosas muy bellas y, por qué no decirlo, también muy románticas, pero sólo podría describirlas con imágenes, con pequeños sonidos, con el tacto furtivo de unos dedos, no con palabras. De vuelta al hogar (que, por cierto, he descubierto que se llama Adi Katalayi, no Kannur ni Malabar ni leches en vinagre), pensé en los milagros increíbles de los que soy testigo día tras día y que a veces pasan delante de mí como ráfagas sin que me dé tiempo a percibirlas. Cada vez que me dijo guiar por Kiran y sus amigos acabo cenando en sitios insólitos, comiendo el pollo más picante del mundo aderezado con un buen vaso de agua hirviendo, frente a una familia que, sin conocerme a mí ni yo a ellos, me muestran su vida sin el menor reparo. No podría vivir muchas de estas cosas si no me decidiera, casi siempre, por establecerme en un sitio, en detrimento de una ruta más global. Creo que venir a India con una apretada agenda de templos y tigres es una idea nefasta. Dudo mucho que llegue tan solo a atisbar una pequeñísima parte de este inmenso país, pero si me acerco a eso, o si soy capaz de entender los modos y los gustos y las fobias de una sola comunidad, la satisfacción será inmensa y muy parecida a lo que siento ahora cada vez que la realidad me ofrece uno de sus contradictorios y estupendos regalos. La mayor parte del guión se desarrolla aquí; por tanto, me auguro una trayectoria larga en Adi Katalayi, seguramente interrumpida por otras fugas (trabajo…), pero estable, al menos como hogar recurrente. No diré más acerca de esto, porque nunca se sabe lo que puede suceder.

El día de los enamorados terminó con un botellón, algo descafeinado, pero botellón, al fin y al cabo. Aquí hay poco alcohol y mucha gente para repartir, así que hay echarle imaginación o ir a por cocos, que también colocan lo suyo. Iniciamos la sesión con música malayalam procedente de algún móvil de última generación (todos los que no son el mío me lo parecen), a partir de lo cual bebemos licores mezclados con soda y comemos uvas y panchitos. Se conversa, se grita, se canta bajito, y yo me animo a veces y entono canciones asturianas ante las que todo el mundo pone caras muy raras, como es lógico. No obstante, buscando en mi móvil, Samjid encontró el clásico de Rocío Jurado ‘Como una ola’, y le encantó. Acabamos cantando juntos el estribillo: ‘… y yo quedé prendida en tu tormenta, perdí el timón sin darme apenas cuenta, como una ola, tu amor creció como una olaaaa’. Pues sí, con tino. Su tono de voz desgarrado engrandecía la canción, lo que ya es decir.

Luego a los mozos les dio por hacer hogueras y antorchas y jugar con ellas. Hay una cultura del fuego muy desarrollada por esta zona. La verdad es que son muy kamikazes pero como a mí me respetan, no me preocupa más de lo necesario. Y el fuego es uno de los espectáculos más admirables que puede haber. Como colofón de oro, el botellón terminó con una inspección de la pesca de cangrejos que se había ido celebrando de forma paralela al cotarro playero. Esta pesca amateur consiste en atraer al crustáceo con una linterna y luego clavarle un afilado arpón. Dependiendo de la puntería y la destreza, se pueden llegar a atrapar unos bichos considerables. Aunque muchos se retiran a su casa después de la hora del fuego, Kiran y yo nos quedamos hasta que él decide que ya va siendo hora de que yo también me vuelva a mi desván. Esa manera que tiene de decidir por mí me enternece, independientemente de que lo haga como anfitrión frustrado o como dictador crepuscular, lo cual me da igual, tanto lo uno como lo otro. Nunca cuestiono demasiado sus costumbres, no creo que sean muy distintas a las mías.

Cierro el programa con unas pequeñas lecciones de malayalam que he aprendido gracias a mis libros y a mis preguntas - no todo lo abundantes que debieran ser - sobre el idioma en cuestión. Éstas son algunas frases utilísimas para vuestra vida diaria:

- ¡Qué frutas tan dulces!

- Ava vallare madhuramulla palannal!


- Alazne es la chica más guapa de nuestra clase.

- Alazne nammude klassil ellaarekkaalum sundari.


- Me gusta el oro; todo o nada.

- Ponna istamaanu; allamo onnumo.


Y así sucesivamente. En la próxima entrega, una pequeña sorpresa. Salud.

Sergio. 16/02/09.

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