viernes, 25 de marzo de 2011

205. Sobre el dedo, el Anís del Mono y algunas capitales de provincia de gusto dudoso.



Mi último día en la señora capital de la república chilena concidió con una cercanía inusitada, según la gente que sabe de estas cosas, de la luna con respecto a la corteza terrestre. Yo no me sentí particularmente afectado, extraño viniendo de una luna (la anterior) que me había tenido sin dormir y bailando en el pasto como un poseído. Pero como la luna siempre acaba recibiendo su tributo, antes o después, los días siguientes han resultado ser unos días de conflicto interno. Lo resumiré en que mi objetivo principal era, una vez pasada la frontera chileno-argentina y llegado a Mendoza, hacer dedo desde allí hasta San Salvador de Jujuy, en primer lugar para ahorrar la plata que cuesta el pasaje entre estas dos capitales de provincia, y en segundo lugar por el empeño moral de avanzar y hacer camino de un modo alternativo. Al final gasté tanta plata como si hubiese pagado el pasaje porque a menudo había que comer, obviamente, y también dormir en lugares donde no se podía poner carpa. Habiendo fallado el objetivo de consumir poco o nada, y habiendo fallado también la constancia autoestopística (ahí está su ética, y su épica) ya que en dos veces tuve que subirme a un colectivo para cubrir unas distancias difíciles, diré que sólo una cosa redime ambos fracasos, y por suerte es una cosa bastante importante: la experiencia.

De Mendoza, diré que me pareció tan habitable, tan limpia y con tanto eco de ciudad castellana que no me quedó más remedio que salirme corriendo de allá. Tiene una plaza dedicada a España en la que se dan a conocer al transeúnte las actas fundacionales de la urbe, llenas de palabrería atroz sobre lo bien que las gentes originarias de los Andes se habían amoldado al modelo español, hasta tal punto que “ya parecía existir el noble espíritu de la hispanidad” en ellos. O sea, que aquellos indios salvajes les habrían estado recibiendo con las piernas abiertas, la lengua fuera y el lomo contra el piso porque ya sabían que, en el fondo, eran tan españoles como el Cid Campeador. Toda una lección de humildad. Que los mendocinos no le hayan prendido fuego a esa plaza es un misterio que no debo entender.

Al día siguiente saldría a la carretera, inaugurando así un nuevo ciclo de ‘viaje a dedo’ después de mis intentonas frustradas en Chile. Tuve cuatro conductores distintos hasta San Juan. Los dos primeros me ayudaron en distancias cortas: un chofer de una pequeña empresa de transporte escolar que tal vez me tiró onda o tal vez no; un camionero que nunca había conocido a su verdadero padre hasta hacía muy poco pero que no podía confesárselo porque su padre no sabía que él lo sabía, o algo así; un joven empresario muy orgulloso de haber resistido la crisis y devaluación de la moneda porque ahora tenía un auto y conocía a gente que tenía hasta tres y cuatro autos, y no como los pobrecitos que se fueron a España y acabaron siendo mozos mal pagados o reponedores en Carrefour; y un gendarme al que no le gustaba nada el frío. El gendarme me dejó en el puesto de control policial donde trabajaba, y para mi sorpresa, he de decir que los mejores lugares para ponerse a hacer dedo en Argentina parecen ser los controles policiales. No es raro que un conductor se fíe de ti al verte alzar el pulgar en un lugar tan ‘seguro’ para la psique popular, pero sí es raro que los propios gendarmes te ayuden a parar autos y gestionen la tarea en tu nombre.

(Nota: en general, creo que los locos o ‘los que han sido llamados’ me despiertan una mezcla de simpatía y envidia, salvo cuando arruinan mis oportunidades de hacer dedo, como sucedió con un personaje indescriptible de voz gangosa a la salida de una gasolinera. Lo que podría haberme tomado con un divertido revés no pudo ser así; tal vez el sol pegaba muy duro o tal vez no tenía ninguna gana de encontrarle la diversión a un borracho que repetía en espiral la frase “No te va a parar nadie”, como esperando que yo fuera el tipo de persona que lo cagase a piñas. Me gustaría tener más paciencia. Ya he adquirido un poco, pero el dedo saca a veces lo peor de ti y te das cuenta de lo mucho que te queda por aprender todavía).

San Juan es una ciudad que perpetúa la estela castiza dejada por su vecina Mendoza, aunque ésta disimula mejor sus avenidas comerciales con acequias siseantes y arbolitos hermosos. Eso hace de San Juan, a mi modo de ver, un lugar algo más auténtico, y es que las ciudades deben ser ciudades, es decir, deben mostrar crudamente de qué están hechas. Fue aquí donde empecé a no saber hacer muy bien las cosas, y es que la salida de San Juan es difícil y la ruta a La Rioja no se parece en nada a una línea recta, lo que se traduce en un bonito chantaje que tu desánimo recibe al tiro y termina en pequeña concesión al transporte convencional.

Mis mejores momentos en San Juan fueron en la biblioteca, donde me senté a esperar y a leer algo de no más de doscientas páginas y acabé literalmente vapuleado por la psicosis narrativa de ‘El túnel’ de Ernesto Sábato. También leí el retrato que le hizo Truman Capote a Elizabeth Taylor; curioso acordarme de ella y leer algo sobre ella un día antes de su muerte, pero los sucesos siempre se dan así. Tras el silencio del libro y el rugido de las plazas públicas tuve un encuentro muy gracioso en una tienda donde una señora de ojos pequeños como ombligos y un acento algo extraterrestre me preguntó

¿De dónde sós?
De Asturias.
Ay, como el príncipe.
No, yo soy anti-monárquico.
Yo también, joven. Fijáte que yo viví en Madrid en el año 75, y éramos todos un grupo de argentinos que querían hacer la revolución y cambiar el mundo, ni más ni menos… ¿Por qué te cuento esto?
No sé.
Porque acabo de recordar que Franco estaba muy enfermo ese año, sí, pero el hijo de puta no acababa de morirse, y nosotros hacíamos turnos para dormir mientras el que se quedaba despierto guardaba intacta una botella de Anís del Mono, y pasaban los días, y no se moría el concha- su- madre, y al final se fue a morir a la seis de la mañana y no tuvimos más remedio que desayunar anís. Pero lo desayunamos.
Mucha gente debió desayunar anís el veinte de noviembre del 75.
¿Te trata bien mi país?
De diez.
Buenísimo.




La siguiente parada en el camino fue La Rioja, situada en uno de los tramos con más personalidad de toda la precordillera andina, especialmente al amanecer. Confudirme una y otra vez con los autobuses urbanos, y recorrer las villas miseria con legañas en los ojos y la casa a cuestas, tuvo su lado positivo al ser testigo, mientras tanto, del amanecer más hermoso que yo recuerde. Nunca he visto ascender el sol con semejante fuerza y redondez.

Ya no he vuelto a ver el sol desde entonces. Unas nubes del este cubrieron el cielo y, lo que es peor, los montes que siempre voy dejando a mi izquierda y que tan buena compañía me hacen. Mi siguiente camionero, no obstante, puso la mejor de sus ondas al mal tiempo y me sacó de La Rioja para dejarme en San Miguel de Tucumán. Bendito sea. La conversa tardó en agotarse porque éste era un argentino locuaz, uno de los pocos que no atormenta con las típicas preguntas sobre mujeres y, por suerte, un mateador en busca de alguien que le cebase durante la ruta. Nos fue muy bien, hablamos harto de nuestras vidas, descubrimos al mismo tiempo (para él también era su primera vez por allá) el increíble cerro montañoso que separa Catamarca de Tucumán, donde el clima tropical empieza a hinchar los troncos de los árboles y a espolvorear la alta meseta con inmensos cañaverales de azúcar, o zafra, y por si fuera poco, una vez llegados a nuestro destino me llevó hasta la aduana, donde vi cómo pesaban la mercancía y también cómo eran los barrios bajos de las cada vez más tercemundistas ciudades del norte argentino (tuve una seria regresión a la India y a Nepal, sobre todo a Nepal, con la diferencia de que las calles acá son algo más nocivas para la integridad y para la billetera).

Llovía sobre el asfalto abultado de Tucumán y una turbiedad casi ultraterrena caía en riadas grises calle abajo. Me enamoré al instante: Tucumán es sucia, grotesca, contrastada, es decir, urbana. Ni el clima ni el peligro que conlleva poner una carpa en las afueras me dejó más opción que acudir a un albergue. Allí empezaban a abundar los porteños en su peregrinaje para ver al Indio, es decir, al mitificado cantante de Patricio Rey y sus redonditos de Ricota, más conocidos como Los Redondos. Algunos de estos fans parecen salidos de una secta, son tan peligrosos como las sacerdotisas de Eva Perón, que todavía abundan, y no dejan de menospreciar al grupo de rock rival, Soda Sterero, argumentando que son unos chetos, es decir, unos pijos. Y eso te lo dice alguien que ha volado hasta el norte del país en Aerolíneas Argentinas. Bravo.

He intentado que me interese el Indio, pero la verdad es que no estoy ni ahí. Que mi amigo el señor Loiotile me perdone. Charly García sí que me inspira un poco, pero puestos a escoger, soy más de la música gaucha que del mencionadísimo rock nacional.

El bajón más importante vendría al día siguiente. Me levanto. Desayuno por tres porque las tarifas del albergue (y su mal gusto) lo merecen. Afuera sigue lloviendo. Me tomo una micro hasta Benjamín Paz, donde me vuelvo a ubicar a la salida de una estación de servicio mientras el viento frío eriza los pelos de mis piernas. Nada. Familias y más familias que aprovechan los días feriados para ver Salta, ver al Indio, ver la quebrada de Humauaca, verse a sí mismos, o no ver nada en absoluto, mucho menos a un joven sin afeitar que hace dedo en mitad de la campiña. Como un menú del día sorprendentemente barato en la gasolinera ante la ausencia de galletitas saladas en mi mochila. Decaigo. Soy incapaz de salir de nuevo a la carretera con el estómago lleno. Miro a la nada, y la nada me mira a mí. Pienso en que mi amigo Lugrin es tan malo para el dedo como yo, pero eso no me consuela. Un cordobés llega en su moto y me pregunta si voy a ver al Indio. El acento cordobés es más indescifrable de lo que imaginaba. Me invita a fumar un cigarrillo de los de la risa y eso alivia la tarde pero tomo la decisión tonta de volver a Tucumán porque pienso que los autobuses directos van a ser más baratos que los que van pueblo por pueblo. Me equivoco, como intenta decirme el cordobés buena onda, pero yo no le hago caso porque estoy a punto de perder la micro que pasa por allí y hay momentos en que la rapidez mental no me funciona. (Nota: hay que ejercitar la rapidez mental; es un atributo importantísimo). Vuelve a llover. El buen faso de Córdoba me relaja y tengo buenas alteraciones de la percepción durante las siguientes tres horas. Consigo un pasaje económico para Jujuy, por fin. Y me siento a esperar y a divagar inútilmente sobre mis contradicciones.

Ya estoy en Jujuy. Llevaba mucho tiempo soñando despierto con este lugar y lo que podría dar de sí, pero ahora estoy cansado y necesito unos cuantos días de campo y montaña para poner en orden mi cabeza. Lo que pase a partir de ahora es difícil de saber. Qué bueno, y qué difícil a veces, es estar de vuelta en el regazo de tantas incertidumbres.

Salud.

miércoles, 23 de marzo de 2011

204. Hoy el tino lo tiene... Enrique Lihn.



Monólogo del padre con su hijo de meses.


Nada se pierde con vivir, ensaya;
aquí tienes un cuerpo a tu medida.
Lo hemos hecho en sombra
por amor a las artes de la carne
pero también en serio, pensando en tu visita
como en un nuevo juego gozoso y doloroso;
por amor a la vida, por temor a la muerte
y a la vida, por amor a la muerte
para ti o para nadie.

Eres tu cuerpo, tómalo, haznos ver que te gusta
como a nosotros este doble regalo
que te hemos hecho y que nos hemos hecho.
Cierto, tan sólo un poco
del vergonzante barro original, la angustia
y el placer en un grito de impotencia.
Ni de lejos un pájaro que se abre en la belleza
del huevo, a plena luz, ligero y jubiloso,
sólo un hombre: la fiera
vieja de nacimiento, vencida por las moscas,
babeante y resoplante.

Pero vive y verás
el monstruo que eres con benevolencia
abrir un ojo y otro así de grandes,
encasquetarse el cielo,
mirarlo todo como por adentro,
preguntarle a las cosas por sus nombres
reír con lo que ríe, llorar con lo que llora,
tiranizar a gatos y conejos.

Nada se pierde con vivir, tenemos
todo el tiempo del tiempo por delante
para ser el vacío que somos en el fondo.
Y la niñez, escucha:
no hay loco más feliz que un niño cuerdo
ni acierta el sabio como un niño loco.
Todo lo que vivimos lo vivimos
ya a los diez años más intensamente;
los deseos entonces
se dormían los unos en los otros.
Venía el sueño a cada instante, el sueño
que restablece en todo el perfecto desorden
a rescatarte de tu cuerpo y tu alma;
allí en ese castillo movedizo
eras el rey, la reina, tus secuaces,
el bufón que se ríe de sí mismo,
los pájaros, las fieras melodiosas.
Para hacer el amor, allí estaba tu madre
y el amor era el beso de otro mundo en la frente,
con que se reanima a los enfermos,
una lectura a media voz, la nostalgia
de nadie y nada que nos da la música.

Pero pasan los años por los años
y he aquí que eres ya un adolescente.
Bajas del monte como Zaratustra
a luchar por el hombre contra el hombre:
grave misión que nadie te encomienda;
en tu familia inspiras desconfianza,
hablas de Dios en un tono sarcástico,
llegas a casa al otro día, muerto.
Se dice que enamoras a una vieja,
te han visto dando saltos en el aire,
prolongas tus estudios con estudios
de los que se resiente tu cabeza.
No hay alegría que te alegre tanto
como caer de golpe en la tristeza
ni dolor que te duela tan a fondo
como el placer de vivir sin objeto.
Grave edad, hay algunos que se matan
porque no pueden soportar la muerte,
quienes se entregan a una causa injusta
en su sed sanguinaria de justicia.
Los que más bajo caen son los grandes,
a los pequeños les perdemos el rumbo.
En el amor se traicionan todos:
el amor es el padre de sus vicios.
Si una mujer se enternece contigo
le exigirás te siga hasta la tumba,
que abandone en el acto a sus parientes,
que instale en otra parte su negocio.

Pero llega el momento fatalmente
en que tu juventud te da la espalda
y por primera vez su rostro inolvidable en tanto huye de ti que la persigues
a salto de ojo, inmóvil, en una silla negra.
Ha llegado el momento de hacer algo
parece que te dice todo el mundo
y tú dices que sí, con la cabeza.
En plena decadencia metafísica
caminas ahora con una libretita de direcciones en la mano,
impecablemente vestido, con la modestia de un hombre joven que se abre paso en la vida
dispuesto a todo.
El esquema que te hiciste de las cosas hace aire y se hunde en el cielo dejándolas a todas en su sitio.
De un tiempo a esta parte te muves entre ellas como un pez en algua.
Vives de lo qe ganas, ganas lo que mereces, mereces lo que vives;
has entrado en vereda con tu cruz a la espalda.
Hay que felicitarte:
eres, por fin, un hombre entre los hombres.

Y así llegas a viejo
como quien vuelve a su país de origen
después de un breve viaje interminable
corto de revivir, largo de relatar
te espera en ti la muerte, tu esqueleto
con los brazos abiertos, pero tú la rechazas
por un instante, quieres
mirarte larga y sucesivamente
en el espejo que se pone opaco.
Apoyado en lejanos transeúntes
vas y vienes de negro, al trote, conversando
contigo mismo a gritos, como un pájaro.
No hay tiempo que perder, eres el último
de tu generación en apagar el sol
y convertirte en polvo.

No hay tiempo que perder en este mundo
embellecido por su fin tan próximo.
Se te ve en todas partes dando vueltas
en torno a cualquier cosa como en éxtasis.
De tus salidas a la calle vuelves
con los bolsillos llenos de tesoros absurdos:
guijarros, florecillas.
Hasta que un día ya no puedes luchar
a muerte con la muerte y te entregas a ella
a un sueño sin salida, más blanco cada vez
sonriendo, sollozando como un niño de pecho.

Nada se pierde con vivir, ensaya:
aquí tienes un cuerpo a tu medida,
lo hemos hecho en la sombra
por amor a las artes de la carne
pero también en serio, pensando en tu visita
para ti o para nadie.


(Enrique Lihn; La pieza oscura).

viernes, 18 de marzo de 2011

203. Exilio.




“Uno no puede irse al exilio en un mundo unificado”.


Guy Debord (“Panegírico”).

202. Santiasco.



Este post está ilustrado con fotografías tomadas en Santiago de Chile por Koen Wessing, inmediatamente después del golpe de estado militar (septiembre de 1973). Algunas de ellas son tan buenas como la mejor de las obras pictóricas del Renacimiento.


La niebla cae en picado sobre el asfalto araucano. Cuatro conductores distintos me llevan hasta Temuco y uno de ellos me invita a comer unas papitas fritas. Temuco. Sal de Temuco, rápido. La estación de servicio Petrobras como base para el asedio a camioneros con destino a Santiago. Santiasco, como dice algún santiaguino. Nadie me quiere llevar. Un peruano se une a mi intento. Al peruano le gusta andar por ahí sin polera. Yo le digo al peruano que no nos va a ir bien con los camioneros si nos acercamos a ellos los dos a la vez. El peruano no se da por aludido. Acabo durmiendo con el peruano al lado de la estación de servicio. Me gustaría quitarme de encima al peruano. Se hace de día y la historia se repite y los camioneros no tienen mucha onda conmigo y menos aún con el peruano que mira al cielo y me pregunta si sé cómo se forman las nubes, a lo que yo respondo que sí o que no, dependiendo del sueño o del cansancio, y el peruano me dice que se forman por la evaporación del agua marina, y yo descubro que puedo disponer de unos pocos pesos todavía y me voy de la estación de servicio y dejo atrás al peruano y su metafísica celeste y me vuelvo a Temuco para comprarme un boleto para subirme a una micro para llegar de una maldita vez a Santiasco, capital de la república chilena.

Pido auxilio a Pancho que por suerte anda haciendo recados por Temuco y me lleva a dormir a un centro comunitario con biblioteca donde comemos y conversamos y vemos por la tele un gol de Xavi. Al día siguiente consigo irme, después de hablar con un hombre acerca de lo dueño que es Piñera de todo Temuco y después de ver a unas vendedoras ambulantes liarse a bolsazos con los pacos porque las habían echado de su puesto de venta. Temuco no me gusta. Para nada.





Llego a Santiago o Santiasco o Santi para los amigos a eso de las siete de la mañana y me meto en el metro, un metro igualito en forma y fondo a cualquier otro metro del mundo, y el metro me lleva a Puente Alto, donde me subo a una micro que me lleva hasta Pirque, aunque Pirque es extenso y no sé dónde bajarme y una señora que vende zapallos me dice que cómo voy a llegar a alguna parte con tan pocas referencias, y yo le digo, ¡pucha, qué razón tiene!, y llamo con las últimas monedas que me quedan a la Paulina, mi anfitriona en Pirque, y le digo qué onda Paulina, toi en Pirque, ¿tas en Pirque?, sí, y huelo mal, bueno, dice ella, ve donde la Katy (yo no sé quién es la Katy) y descansa.

Lo de la Katy es un espacio con cocina, vivienda, pastito, salas de ensayo para danza o teatro o yoga o tai chi o Ho-Chi-Minh o miren cómo corre el agua, y a mí me gusta tanto que me echo a descansar en unos colchones después de hacerme un café y unos pancitos y espero a la Paulina, que llega unas horas después con su sonrisa y la respiración entrecortada, ¿cómo estai, Paulina?, toi muy liá, me dice, porque da clases en un colegio con el desgaste que ello conlleva, y porque tiene harta pega en su casa, que está al ladito de lo de Katy, y donde se dejan ver todos los perros y perras del vecindario, con o sin dueño, y ya sentaditos y relajados conversamos y vemos anochecer y vemos las luces y la polución de Santiago desde el campo seco y maltratado de Pirque, donde también se ven algunas estrellas, la cruz del sur, a lo mejor Orión, y visitamos a un amigo que canta cueca y toca la guitarra y cantamos cuecas, y yo me sientro tremendamente bien al ver que todavía hay gente que se transforma en música y música que se transforma en gente.

Consigo pega en la cosecha de ciruela gracias a la Paulina, y me presento allá y me dicen que me van a pagar trescientos pesos por caja y yo digo que vale, y la patrona me dice que si soy español, y yo le digo que sí, y la patrona piensa algo sobre España o los españoles pero no lo dice y me conduce a mi línea de ciruelos donde me doy cuenta al tiro de que una caja tarda en llenarse y trescientos pesos es una miseria, y le doy al árbol con un colihue gordo y caen los frutos, pruebo uno, sabe a culo, luego miro el terreno y veo las ramitas partidas y el polvo y el pasto retorcido y veo los químicos y los pesticidas que tiene toda la plantación y continúo con la pega, y arriba quemando el sol, como diría la Violeta. En dos días días hago cuarenta cajas, poca cosa, pero es lo que hay, me dan doce lucas, una miseria para lo que es la vida en Chile y en Santiago, y la patrona sonríe y saca de unas jaulas inmensas a unos perros que más bien parecen rinocerontes y los deja sueltos entre los ciruelos para que armen quilombo y en Japón, en ese momento, un terremoto de 8’9 grados sacude la corteza terrestre provocando un tsunami que se acerca progresivamente a la isla de Pascua y a las costas chilenas y tal vez por eso también se pone a llover por sorpresa y la cosecha que se secaba bajo el sol se va a la chucha y la patrona llora y yo al menos me voy de allí con mis doce lucas que no alcanzan para nada pero que son mejor que nada y me prometo a mí mismo no volver a ser jornalero en esas condiciones.





Dicen en la radio que en Japón mueren miles de personas y que puede haber un desastre nuclear de proporciones históricas y alguien en Europa con mucho conocimiento sobre energía nuclear y desastres nucleares dice algo así como que esto es el apocalipsis y la gente se lleva las manos a la cabeza y yo llamo a mis padres para decirles que los daños en Chile han sido menores y sólo en la costa, y que Santiago está bien cercado por montañas y bien alejado de la costa y bien contaminado gracias a esa situación estratégica que lo convierte en el valle hediondo que en el fondo es y que, no sé muy bien por qué, ha terminado por gustarme un poco.

Dejo Pirque y a la Paulina por unos días para patearme Santiago y visitar a Lucina Paz, o Lucina Pez, una amiga que hice en Melipeuco y que además de ofrecerme compañía y conversa agradables en la gran ciudad me da un alojamiento, el suyo, que viene a ser un remanso de paz insospechado en plena urbe. De la puerta de su cuarto de baño cuelga un retrato sonriente de Rodrigo Hinzpeter, ministro de Interior chileno, acompañado de la palabra TERRORISTA en letras amarillas bien brillantes. Me río de eso. Me río de las muchas calaveras que hay repartidas por toda la casa. Lucina y yo vamos al cine y subimos un cerro que antes era un lugar de importancia para las comunidades mapuches y que ahora está asfaltado de acuerdo a los modelos europeos y en cuya cima hay un torreón desde el que se ven los colores de Santiago, sus edificios decrépitos, alguna que otra superficie de cristal tras la que se esconden despachos donde algún directivo de IBM aprueba las nuevas plantas de extracción de materias primas en la Amazonía mientras Lucina y yo vemos manchas de ciudad en un dislocado pasatiempo que es el único tipo de pasatiempo que se permite en una ciudad.





Una ciudad es un lugar grande donde se pretende y se consigue meter a mucha gente para que trabaje y se distraiga en intervalos de tiempo prefijados y en subespacios acordes para cada funcionalidad. Una ciudad es un lugar funcional y eficiente, como lo son los nidos de pájaro, las madrigueras de las comadrejas, las cisternas de agua y petróleo, los frasquitos de alcohol sanitario o los sarcófagos que contienen reliquias del pasado para disfrute del presente y olvido del futuro. Una ciudad tiene todo el sentido del que el resto de lugares que no son ciudades carecen. Una ciudad posee formas aceptables y razonadas, tiene letreros explicativos, números, símbolos, nombres de gentes importantes que te indican quién tuvo la genial idea de construir los enclaves que se llaman como ellos. Una ciudad la componen seres humanos y máquinas y también animales de compañía, desde perros hasta boas constrictor. Una ciudad es un mercado de alimentos, arte y sexo.

En una ciudad tú caminas y te encuentras con un conjunto de calles donde viven chinos, sigues caminando y te encuentras con un conjunto de calles donde viven homosexuales con plata, sigues caminando y te encuentras con un conjunto de calles, éstas ya con adoquines de peor calidad, donde viven madres adolescentes con el pelo teñido de verde, viejas que venden barritas energéticas de contrabando en las esquinas, niños traficantes y hombres y mujeres convertidos en latas de cerveza o en cartones de vino de la marca Tocornal, cartones que muestran a un hombre de anteojos elevando una copa al inmigrante incrédulo o al revolucionario infeliz. Las ciudades son prósperas y dan oportunidades a quien se ve privado de ellas, gracias a que las máquinas han sido enviadas al campo para evitar que las nuevas generaciones de campesinos hagan algo con esa tierra arrasada y desnaturalizada y por tanto sólo les quede la alternativa de neón de la gran ciudad.

Algunas ciudades se dejan habitar porque han desplazado todo lo molesto y lo maloliente a una periferia muy pero que muy lejana (Melbourne). Otras ciudades hacen de lo molesto y lo maloliente su seña de identidad (Calcuta). Otras son mezclas desgraciadas de vicios y virtudes (Palermo). Otras tienen el encanto indolente y el carisma genuino de su peso histórico (Berlín). Otras sólo tienen peso histórico (Santiago de Chile).





Me compro un boleto para volverme a Argentina antes de que me venza el visado. Me gusta la idea de volver a Argentina. Me agobia pensar en lo que podría haber pasado de haberme quedado más tiempo en Melipeuco o de haberle dado una segunda oportunidad a Santiago o a Pirque. No descarto hacerlo. A estas alturas no descarto hacer nada.

Vuelvo a Pirque. Escribo esto. La tierra tiembla, pero es que Chile es un lugar sísmico. Pienso en Santiago y en su sobrecogedor despliegue de estímulos, gente y pasado. Entrego esos pensamientos al discurrir del tiempo.

Salud.

201. La trinchera luminosa de Sofia Coppola.



Veo pocas películas de ficción, y desde que frecuento compañías subversivas tengo más acceso al género documental que a otro tipo de propuesta. Por eso, recién llegado a Santiago, tardé poco en dirigirme a una sala de cine (la última vez había sido en Buenos Aires, a principios de septiembre), gracias a unos dólares australianos de reserva que pude cambiar en pesos chilenos cuando éstos empezaban a brillar por su ausencia.

¿Qué vi? Bueno, no había mucho donde escoger, y también tenía que pensar en mi acompañante (Lucina, de quien hablaré pronto). Así que opté por la última de los Coen, ‘True grit’, aunque sólo fuera por ver llanuras del oeste y caballos musculados al trote en una pantalla grande. La disfruté. Una película así se hace para que el espectador disfrute con la historia y sus reveses desde el primer minuto hasta el último. No obstante, desconozco por qué los Coen han rodado una película que encaja perfectamente en el relato del Hollywood de los años cincuenta. No recuerdo tanto ‘Valor de ley’ (el clásico en el que se basa ‘True grit’, con John Wayne en el papel de Jeff Bridges) como para analizar los cambios, pero me temo que la base narrativa y el discurso son los mismos en una y otra. Es decir, nada nuevo en el cine supuestamente independiente de los Estados Unidos. Extraña época ésta en que la mistificación de tiempos pasados ocupa el lugar de la pregunta sobre qué demonios está pasando con el mundo y adónde nos dirigimos con él.

Y reitero mi convicción de que los Coen son chapuceros a la hora de terminar algunas de sus películas. ‘True grit’ no es ninguna excepción.

Salí del cine con la sensación inigualable de que la vida real, las calles de la ciudad, las gentes que transitan esas calles, esgrimen una batalla silenciosa contra el mundo de las imágenes. Me sorprendí a mí mismo pensando que si alguna vez tuviese que prescindir de esa transición entre el cine y la calle de la metrópolis, y viceversa, o lo que es lo mismo, si tuviera que renunciar a ver películas en una sala oscura, las echaría de menos, sin duda, pero esa ausencia no sería insoportable. Os preguntaréis por qué me hago una pregunta así. Bueno… vivimos en un lugar frágil. Me parece necio pensar que todo esto no puede cambiar de un momento a otro.

Esa noche seguiría apagando mi sed de ficción en la pantalla de un computador. La película: ‘Somewhere’, de Sofia Coppola. Voy a intentar ser todo lo amable que pueda con esta señorita (me encanta el tonito de cabreo de esta frase, muy típica de un locutor de radio octogenario). Nadie podrá acusar a la Coppola de hablar sobre lo que no conoce. Incluso metiéndose en los años previos a la Revolución Francesa supo limitarse únicamente al ocio y la fantasía de la vida palaciega, opción que yo aplaudí en su día (estoy hablando de ‘Marie Antoinette’). En ‘Somewhere’ elige la misma línea temática, la única línea temática para ella, sólo que en este caso lo único salvable es su indiscutible don para el encuadre humorístico, aunque éste se dé por la vía del patetismo. Más allá de las repeticiones y lugares comunes con su filmografía previa, que a estas alturas o bien cansan al espectador o bien transmiten una notable sensación de nada, lo que verdaderamente me preocupa de esta película es su compasión por unos personajes tan anodinos y por un universo de consumo tan deleznable. Los defensores de ‘Somewhere’ acudirán al argumento de que ese vacío, esa nada, esa indiferencia, es lo que la Coppola quería transmitir. Yo no pongo en duda que lo haya hecho muy bien. Pero la sensación de encierro del pequeño-burgués no me produce ninguna lástima, y la estética de anuncio de perfume tampoco. Citando de nuevo a Guy Debord en su “Crítica de la separación”: “Es bastante normal que un film sobre la vida privada deba estar compuesto exclusivamente por chistes privados”. (Nota: me voy a poner muy pesadito estos días con Debord; ya lo siento).






El final de ‘Somewhere’ es uno de los peores que haya visto nunca.

Concluyo diciendo que la Coppola se lo ha debido pasar muy bien vistiendo y desvistiendo a Stephen Dorff como si fuera un muñeco Ken. Tal vez el jurado del pasado festival de Venecia también se lo pasó muy bien con la galería de muñecas Barbie ninfomaníacas que despliega esta película y por eso le otorgó a Coppola el León de Oro. Estos renovadores del cine sí que se entienden bien entre ellos.

Para contrarrestar el programa doble de cine gringo contemporáneo, me asomé a un ¿falso? documental escrito y realizado por el cineasta underground Jim Finn, con el acertado título de ‘La trinchera luminosa del presidente Gonzalo’. Incluso si aceptamos lo que parece evidente tras ver la película, es decir, que las presas políticas que la protagonizan están recitando todo el tiempo un texto, eso no nos aleja en absoluto de la realidad de su situación, más bien todo lo contrario. Jim Finn transgrede el documental a través de un artificio mucho más real que la supuesta transparencia de la entrevista directa.

El conflictivo tema da vueltas alrededor del sentir patológico que sufrían los y las militantes comunistas de Sendero Luminoso, el partido “libertario” de acción terrorista que más civiles ha matado en toda Sudamérica (que alguien me corrija si me equivoco). Asombra y asusta el tono de voz literario de las mujeres peruanas que componen este mosaico sobre la violencia dogmática. Una tras otra justifican los sacrificios humanos de su guerrilla con una frialdad a menudo grotesca y, lo peor de todo, panfletaria; sin embargo, es ahí donde yo percibo la verdad de esa situación, como una veta fílmica que reflejase la experiencia personal de las retratadas, a pesar de que estén siguiendo un guión, tanto para la cámara de Finn como en sus vidas cotidianas.





El formato videográfico tiene la capacidad de construir una estética acorde con el contexto de la prisión peruana donde tienen lugar los hechos de la película. Eso anima a descascarar los prejuicios que todavía tengo (y tenemos, en general) con los soportes fílmicos alternativos, mucho más baratos, poco o mal entendidos e infinitamente más accesibles. El resultado siempre puede ser algo como ‘La trinchera luminosa del presidente Gonzalo’, una obra de un enorme interés audiovisual y humano.

Hasta aquí llego con las palabras sobre cine. Que alguien me releve y me deje colgado algún comentario sobre alguna película, algún insulto a Sofia Coppola, algún insulto a mi persona, algo que se asemeje a una conversación ya que, al fin y al cabo, eso es todo lo que pretendo al escribir este blog.

Sergio. 17/03/11.

miércoles, 16 de marzo de 2011

200. El pequeño saltamontes: una forma de despedirse de Federico Elías Lugrin.



Que las ideas son volátiles, cambian fácilmente en otra cosa (generalmente en una idea opuesta) y apenas alcanzan a abrazar nada es una verdad o media verdad que no alcancé a comprender del todo hasta que no me encontré con Lugrin. Que un homosexual puede llegar a hacer cosas, y sobre todo a querer hacerlas, fuera del ghetto homosexual (uno de los más fascistas que existen) es algo que tal vez Lugrin comprendió tras encontrarse conmigo, aunque a él las obviedades no le pasan desapercibidas, no como a la mayoría de los mortales. No voy a hacer una alabanza de mi amigo, ni siquiera seducido por la tristeza de haberme separado de él. Es precisamente el recuento de sus contradicciones e imperfecciones el que ha desvelado, finalmente, al gran Federico como mi maestro.

No sé si uno va siempre buscando a un maestro que le enseñe un par de cosas básicas sobre la vida. Desde luego que es difícil encontrarlo dentro del sistema educativo, y cuando la escolarización queda atrás pocos creen que les quede algo por aprender, o peor algún, alguien de quien aprender. Yo sé que sí he buscado, más inconsciente que conscientemente, a un maestro, un viejo ermitaño de barba larga que me golpease con su vara en la rodilla cuando no supiese contestar la adivinanza propuesta. Poco me iba a imaginar que mi maestro tendría tres años menos que yo, entre otras cosas porque eso va en contra de la creencia mediática que otorga canas a la sabiduría.





Lectores habituales o esporádicos de estas “páginas” ya conocen a Lugrin (arriba, a la derecha) porque llevo cuatro meses viajando y viviendo con él y haciendo referencias constantes a su persona. En el capítulo ‘Luz les esclareció’ digo de él que ‘nunca he conocido a nadie con las ideas tan claras’. Un poco después, en ‘Cuaresma’, me refiero a él como ‘un pensador voluble con el que en más de un momento he tenido que desentenderme porque pensaba (y pienso) que no tiene las cosas claras’. No es que sea difícil bajar del cielo a la tierra y luego subir de nuevo para volver a bajar. Es que ese paseo elegante del blanco al negro es la vida en su esencia misma. Si admiro a Lugrin más que a nadie que haya conocido en todos mis viajes es porque él es todo y todos, es decir, simpático y antipático, lúcido y simplón, activo y perezoso, sensible y burdo, atento y despreocupado, dentro y fuera, acá y allá, alma y cuerpo, tierra y libertad. Es difícil, no obstante, verle actuar de manera forzada o deshonesta (aunque me niego a verle escapado de esa totalidad desconcertante); una de las cosas que no puedes olvidar de él es su forma de tratar tanto las heridas como las palabras: sin anestesia.

Yo sabía que India era la paradoja misma y, lejos de congraciarme con ella, la analicé siempre desde fuera. Ahora Lugrin me ha enseñado más de lo que hizo ninguna de mis “hazañas mentales” en el subcontinente asiático: que el amor es la paradoja, y puesto que el amor es todo (incluido, cómo no, el odio), la paradoja vía regla de tres se convierte en el todo, y no veo cómo podría ser de otra manera.

Pero si ya es complicado ver la realidad de este modo, mucho más es aceptarlo mediante acciones y reacciones cotidianas. Y por eso Lugrin y yo hemos estado en desacuerdo muchas veces. Su ‘ambivalencia’ (utilizando el término que a él tanto le gusta) me ha puesto contra las cuerdas, a pesar de que siempre había idealizado a las personas que no se dejaban atrapar ni por los conceptos ni por sus opuestos. Y es que llevado a la práctica, el desarraigo de las convenciones sociales es difícil de tolerar hasta para el más libertario de los seres humanos. Por eso, cuando Lugrin me dijo que él no se iba a poner en contacto conmigo una vez nos separásemos, ya que no le gusta escribir y no ve por qué debería hacer algo que no le gusta, yo me ofendí mucho. Pensaba que era un egoísta y que le costaba una barbaridad ponerse en el lugar del otro. Pero no se trata de eso. No se trata de ponernos a reproducir los modelos de conducta que nos han enseñado, sino de ser quienes somos y de actuar en consecuencia. Y por eso Lugrin ha enriquecido tanto mi vida: por ser quien es. ¿Parece obvio? ¿Quién de nosotros se comporta como realmente es? ¿Quién de nosotros sabe, de hecho, quién coño es?



Ataviados para el carnaval; yo quería un look de terrorista
islámico y me salió el tiro por la culata cuando dejé a la Lore
que me pintase los labios. Lugrin está perfecto como guaso,
o como Amish, o como judío, o como mnemonita. A la izquierda,
la Flaca, disfrazada de algo que tal vez ella sepa. En todo caso,
con tino. Los tres.



Creo que nuestra primera mateada juntos fue el pistoletazo de salida para un montón de impulsos personales que nunca antes habían podido cobrar forma. El anarquismo ya me hacía cosquillas en la planta de los pies. La agricultura no era, por aquel entonces, más que una de las muchas materias sobre las que yo no tenía conocimiento alguno. La conversa larga y profunda la había desterrado de tanto vagar solo por el mundo y de escuchar sólo el eco de mis preocupaciones. Lugrin, sin saberlo, puso todas esas cosas sobre la mesa desde el primer momento, y así empezó nuestra relación maestro-alumno y alumno-maestro, que no es más que una arista de las muchas que componen nuestra amistad.

Si yo le enseñé a apreciar la importancia social del artista, no lo sé. Desde luego que lo intenté, porque si bien nunca me tomé sus ataques contra el arte de forma personal, sí me tomé muy en serio la defensa del discurso artístico como algo potencialmente enriquecedor y liberador. Los humanos, al fin y al cabo, siempre han querido que les cuenten cuentos y siempre van a tener esa necesidad. Que el cuento se convierta en un instrumento de dominación y el artista en un parásito de la opresión queda al margen del alcance que puede tener la expresión artística. Ésa era mi postura. La postura de Lugrin, voceada mientras sembrábamos papas, se resumía más o menos en que “es muy bonito sentarse a escribir mientras es otro el que te pone la comida en la mesa”. “¿Ah, sí?” decía yo, “dime entonces si lo que dices no está directamente influido por las palabras de un escritor que te haya hecho encontrarte con esa forma de pensar”. “¡Oh, me cagaste ahí!” reía Federico, esa carcajada irreal que asustaba a los pájaros y transformaba el valle en humildad y alegría.

En la dirección contraria, yo también me he tomado mi ocupación real (el discurso del arte) de una forma que se me antoja más seria, más responsable. Precisamente porque la opinión de Lugrin es una opinión muy extendida y no precisamente por ignorancia de lo que sucede en el estudio de un artista, sino porque a nadie se le escapa que el arte ya no busca el contacto humano sino el contacto con el arte mismo y el sistema que construye. Y cito a Guy Debord en ‘La sociedad del espectáculo’ (libro que leí en la universidad pero que no estaba dispuesto a entender por aquel entonces):


“El espectáculo, entendido en su totalidad, es a la vez resultado y proyecto del modo de producción existente. No es un complemento del mundo real, una decoración superpuesta a éste. Es la médula del irrealismo de la sociedad real. Bajo todas sus formas particulares, información o propaganda, publicidad o consumo directo de entretenimientos, el espectáculo constituye el ‘modelo’ actual de la vida socialmente dominante. […] El espectáculo es también la ‘presencia permanente’ de la justificación, en tanto colonización de la parte principal del tiempo vivido fuera de la producción moderna.”

“[…] En el espectáculo –imagen de la economía reinante- el fin no es nada, el desarrollo es todo. El espectáculo no quiere llegar a ninguna parte que no sea a sí mismo”.

“El espectáculo somete a los hombres vivientes enla medida en que la economía los ha sometido totalmente. No es sino la economía desarrollándose a sí misma. Es el fiel reflejo de la producción de cosas y la objetivación infiel de los productores.”


Fin de la digresión intelectual. Harto decir que para mí esto no sólo encierra toda la verdad sobre mis disgustos y errores pasados con el medio audiovisual y teatral (y cómo no, mi insatisfacción perenne con la vida misma) sino que también ha sido el lugar equilibrado desde el que Lugrin y yo hemos podido empezar a construir, queriéndolo y sin querer, un modelo de sociedad donde no sólo el arte, sino todas las labores de construcción social encajen en una estructura comunitaria y sustentable.

Recuerdo particularmente el día en que se proyectó en El Triwe la película ‘El milagro de P. Tinto’. Yo, que la había visto ya y que no tenía ningún interés en verla de nuevo, me quedé en el fogón charlando con Henry, un amigo ecuatoriano experto en organizaciones invisibles, desarrollo agrícola en las urbes y otras magias insospechadas. Lugrin se unió a nosotros a la media de hora de película y se quedó callado un rato largo mientras nosotros seguíamos hablando. Yo le miraba de reojo y percibía un gran malestar en él, un malestar genuino, hasta que me decidí a preguntarle ‘¿Tan poco te gustó la película?’. Lugrin no sabía ni cómo empezar a maldecir el segundo en que decidió darle una oportunidad a esas imágenes. Sentirse tan estafado por un entretenimiento que, por las razones que sean, es considerado irrelevante, no es algo muy común en tanto que todos estamos más que acostumbrados a matar el tiempo frente a un televisor. Pero Lugrin no. Su enfado era tan sincero que me conmovió profundamente, porque detrás de ese sentimiento había una necesidad real de que las cosas tengan un significado, o dicho de otro modo, de que la gente quiera compartir cosas y no meros onanismos de carácter industrial. No digo que la película de Fesser sea así, ni comparto tampoco la intransigencia en la que Lugrin cae a menudo (¿quién no?). Pero era tan hermoso verle pedir algo más… que enseguida caí en la cuenta de que es necesario comunicar ese algo más, responder esos anhelos, no porque posea en modo alguno el significado último o el sentido de las cosas, ni muchísimo menos, sino porque amo a la gente y quiero que, a través de mis acciones, en el campo o en la escena, todos nos sintamos algo más felices y/o más libres.

No me dispongo a entretener porque la gente necesite entretenerse con algo, a realizar las películas que a mí me gustaría ver, a seducir el ánimo de una élite supuestamente visionaria. Quiero contar historias porque quiero encontrarme y bailar con todos vosotros, estéis donde estéis.

Acerca de Lugrin… quiero decir mucho, pero no voy a darle ese privilegio a las palabras. Todavía no.

Cuando supe que me iba a ir de Melipeuco y cuándo iba a hacerlo, Lugrin me acompañó una vez más a Tracura para aprovechar bien nuestros últimos días juntos (de momento). Vimos estrellas moverse en la noche inmensa de la cordillera, y hablamos de por qué esto y de por qué lo otro y otras groserías. Yo me auto-identifiqué como un ‘pequeño saltamontes’ al que todavía le queda mucho por aprender de su recién descubierto maestro. Lugrin, cómo no, se reía de todas estas cosas. Pero, ¿qué me llevó a pensar de este modo, a escribir tan intensamente sobre mi amigo?

Fue seguramente nuestra conversa sobre cuáles iban a ser mis próximos movimientos. Cualquiera que ponga un mínimo de atención se dará cuenta de que esto (Sudamérica) me gusta mucho más que Europa y sólo un poco más que India y Australia. Esta sensación pide una acción concreta al respecto. Lugrin, en un alarde apasionante de sabiduría, algo que va más allá de la edad y la experiencia, me pidió que justificase mi decisión de vivir y trabajar acá. Yo me puse a divagar sobre ideas: ideas sobre la tierra, ideas sobre la gente, ideas sobre la cultura. Ideas, al fin y al cabo. No, no, no, parecía que me quería decir mi amigo. Incluso tenía un bastón en la mano con el que podría haberme golpeado esa rodilla de la que hablaba al principio. Al final acabé reconociendo que mi proyecto, todavía en pañales, se basaba principalmente en una intuición, en un SENTIR. ‘Ésa es la respuesta que yo quería’ dijo Lugrin. ‘Las ideas cambian, no merece la pena justificar una decisión tomada con una idea. Pero si lo sientes… si sientes que tienes que hacer algo y que ese algo va a ser bueno, aunque no puedas explicar por qué… no necesitas otra justificación. Hazlo como lo sientas.”




Gracias, amigo mío.

Y nos vemos en unos años.


sábado, 12 de marzo de 2011

199. Kume Mongen (Parte III y última: la batalla de Chile).



Cierro mi periplo por la Araucanía chilena con este relato, no sólo acerca del Encuentro por el Buen Vivir (que ilustran nuevas imágenes recién adquiridas) sino del universo de Melipeuco y lo que resuena de él ahora que lo extraño tanto.

¿Qué es lo que esperaba yo de la comunidad que iba a visitar durante las pasadas navidades? Conocimiento político, en primerísimo lugar. Trabajo de huerta y modelos de auto-sustentabilidad, cómo no. Vida en comunidad, por supuesto. Y aunque todo eso ha estado ahí, incluso en grandes dosis, lo que acabé encontrando fue una familia. Tal y como había sucedido en Australia, incluso en la cada vez más lejana Kerala. Una familia que se resistió a aparecérseme como tal hasta los últimos días, en los que un velo de intimidad cubría todas las situaciones, alargando los días y las horas con el afecto intemporal que sólo un hermano te puede profesar. Una familia que no acabó de cuajar en la Argentina patagónica por las idas y venidas de unos y otros y por la inmensa diferencia entre la genialidad de Lugrin y la mediocridad moral del ambiente que ambos compartíamos (la chacra Valle Pintado). Lugrin y yo no nos bastábamos solos; necesitábamos apoyos externos, un marco rural que ejerciera de árbitro. Melipeuco reforzó nuestra amistad y, por lo menos a mí, me regaló una familia con sus cómplices, sus ovejas oscuritas, sus misterios profundos y sus parientes lejanos.







La política me estalló en la cara porque no podía ser de otra manera. Los ambientes alternativos / disidentes de Chile han de ser explosivos o, directamente, no ser. Me gustaría ser lo más claro posible a este respecto: no hubo fin de la dictadura en Chile, sólo una transición de mentira a una democracia guionizada por los mismos artífices del golpe militar. Cualquier acto que cuestione o niegue al gobierno de Piñera es considerado un acto de terrorismo; incluso las jornadas de debate que organizamos en El Triwe encajaban en la definición institucional de “acto de terrorismo”. A día de hoy, amigos y compañeros chilenos están siendo injustamente encarcelados por el sistema para dar credibilidad mediática a un montaje conocido como el “Caso Bombas”, por el cual se pretende atemorizar cualquier germen de acción (violenta o no) contra el estado.







Como dijo un día la Coté, Chile sacó las mejores notas de toda Sudamérica en capitalismo y neoliberalismo económico. Pero podría haber sido de otra manera. Si hay algo que me fascina en la historia del intrusismo gringo por todo el continente es, sin duda alguna, el descaro del golpe contra el gobierno de Allende y, por supuesto, contra una movilización popular-colectivista tan espontánea como la que se dio en la sociedad chilena. Ver las imágenes documentales que ilustran este proceso de cambio y el horror agudo que sufrían “los momios” ante las tomas de fábricas y los almacenes de abastecimiento vecinal es una lección maravillosa de política pero también una enseñanza demasiado dura sobre el conflicto de intereses entre los seres humanos. No voy a explayarme aquí con los hechos. Basta con recordar que el once de septiembre de 1973 las fuerzas militares tomaron el país para no soltarlo jamás, dejándolo hundido en una negrura moral tan espesa que todavía es visible en los rostros de la gente, en las palabras oídas y en la destrucción del paisaje. El dieciséis de septiembre de aquel mismo año murió torturado el director teatral y cantante Víctor Jara, después de que los matones de turno le rompieran las manos y le obligasen a cantar y a tocar la guitarra mientras se desangraba. Tal vez su delito fue crear, entre otras cosas, ‘Las casitas del barrio alto’. Yo no puedo despegarme de las imágenes mentales que me evoca este crimen tan atroz. Es algo que me ha atosigado desde que me inicié en historia chilena y en la obra artística de muchos de sus protagonistas.





Melipeuco resultó ser una confluencia de distintas generaciones de chilenos: exiliados como Carlos y Marta Melillán, una pareja mapuche que sufrió en sus carnes la violencia del régimen pinochetista y que, finalmente, abandonó el asilo político de Francia por un apego irresistible a la tierra araucana; luchadores de la década de los ochenta y del triste momento de la “transición”, que todavía resisten a pesar de que buena parte de su generación se resignó a mendigar lo que hoy todos mendigamos, es decir, nuestro valor equiparado al valor del dinero; campesinos sexagenarios como Don Elías, que ha sobrevivido a todo tipo de cambios y que saluda los nuevos con la mente muy abierta y el corazón en la mano; jóvenes hijos de la “democracia” (los chicos del Triwe); y cabros chicos como el Antu, la Satya o la Libertad, que si bien me han hecho poner en duda por momentos mis ganas de ser papá, también han generado situaciones necesarias y han desvelado misterios con sus palabras.




Siento que no puedo pasar revista por todos los acontecimientos que se dieron en el Triwe, ni los grandes ni los chicos. Sobre todo porque ni siquiera puedo hablar con propiedad de las personas (muchas más de las que me imaginaba) que han compuesto este mosaico y con las que me gustaría compartir más cosas en el futuro. Ése no es el caso de Lugrin, que va a tener su post para él solito. Pero temo caer en la sensiblería si me pongo a hablar de la Paola, sus manos tejiendo lana y sus consejos a la hora de cocinar sopaipillas; o la sonrisa de la Lore, que a menudo me recordaba a una felicidad desbocada que muchos perdemos al dejar la niñez. Lo dicho. No quiero llorar con palabras.





Sí mencionaré una conversación muy interesante que tuve con Alberto antes de que la Paulina nos regalase un taller improvisado de cueca (canción y baile chileno por antonomasia). Alberto es un abogado de Concepción que cultiva sus propios alimentos. Me quedo corto si digo que es una enciclopedia andante sobre agricultura, buen vivir y buen comer. Le pregunté cómo era capaz de compaginar su profesión con el trabajo en el campo. Respuesta de Alberto: “No puedo. Y llegado el momento, hay que escoger. Todos tenemos que escoger”.

Así es, amigos. Hay que escoger. ¿Recuerdan el texto de clausura del Encuentro? ¿Voluntad, Guerra, Sacrificio? Bien, en esta elección reside gran parte del sacrificio, y ahí es donde me encuentro yo ahora mismo. Eso es lo que ha hecho mi familia chilena conmigo. Casi nada.

Sergio. 11/03/11.

198. Hoy el tino lo tiene... Rosemary Clooney.




¿Qué más puedo decir?

197. Buen agua, buena leña, buena tierra.



La primera vez que visité Tracura fue durante el pasado día de Año Nuevo. A pesar de todos los daños colaterales de la borrachera, me arrastré como pude a aquel lugar del que nada sabía por aquel entonces. Mis primeras impresiones fueron el guitarreo de la Paola, las generosas raciones de cordero asado y un monte tupido que se abría en miradores a la cordillera y a sus impecables rostros de piedra y araucaria. Juan Caro bailaba con la Lore y la Flaca, sacando culo y moviendo al compás su cola de caballo, pero yo todavía no sabía que él era Juan Caro y que sólo tenía tres años más que yo. Para mí era un “guaso” (el gaucho chileno) que hacía muy buenas bromas sobre el acento argentino, tan buenas que puse en seria duda su nacionalidad real. Me gustaba su conversa y su inmediata familiaridad con los desconocidos, algo que siempre me ha generado confianza.

Ya discurrida la tarde, empapados los valles con una tormenta de verano y acabados el vino y el mate, nos volvimos a Melipeuco. Pero algo más pasó. Juan salió al camino y se despidió formalmente de cada uno de nosotros, tal vez por estar menos curado que los otros, o tal vez porque él es así. El caso es que yo supe en aquel momento que nos tendríamos que volver a ver, porque en alguna parte de mi mente se gestaban preguntas y más preguntas sobre él. No sabía por qué, pero el sentimiento era fuerte. Eso no me impidió prolongar la intriga hasta unos días antes del encuentro por el Buen Vivir, en los que Juan visitó varias veces la casa de Melipeuco, concretando así el deseo (posiblemente mutuo) de pasar unos días juntos en Tracura con su esposa (Silvia) y su hija pequeña (Satya). Lugrin y la Paola se vinieron conmigo, o yo con ellos, o todos con todos, formando así una especie de “contra-encuentro por el buen vivir” que de algún modo ansiábamos, ya que la energía dispersa que habían dejado tras de sí los días del Kume Mongen era notoria.

Juan y Silvia se instalaron en Tracura hace cinco años, y desde entonces han tratado de vivir ‘sin dar de comer al sistema’. Su lucha es tal vez la más lúcida de todas: cultivar alimentos y practicar, en la medida de sus posibilidades, la autosuficiencia. Una realidad tan aplastante como que un ser humano puede vivir sin electricidad es algo que a la inmensa mayoría de nosotros se nos escapa, o se nos quiere escapar, pero que a Juan y Silvia, que fabrican sus propias velas reciclando las antiguas y producen su propio champú y jabón para lavar la loza, no sólo les parece una obviedad sino que, de hecho, es la base de su forma de vida. “Buen agua, buena leña, buena tierra”, es a lo que se refiere Juan cuando es preguntado por la felicidad.

Si mis palabras suenan a utopía espero desterrar ese fantasma de ellas ahora mismo. No hay nada sencillo en dejar de alimentar al sistema, o al monstruo, o al pobre estado de la conciencia en que hemos nacido. Construir tu propia casa de la nada, esperar los años que hagan falta para que la tierra que has arado y sembrado dé sus frutos, talar responsablemente el bosque para cocinar y calentarte en invierno, no son cosas fáciles de integrar en un ritmo cotidiano en tanto que ocupan demasiado tiempo y demasiado espacio en la vida de uno, tanto como para obligarlo a no hacer nada más que sobrevivir. Si no quieres volverte loco en el intento hay que cambiar sensiblemente las nociones de espacio y tiempo que tenemos, es decir, darles la vuelta, relativizarlas, amoldarlas a la naturaleza en la que pretendes vivir y de la que intentas aprender. Tal vez por eso Juan y Silvia se guíen por el calendario de las trece lunas y no por el orden gregoriano habitual, y tal vez por ello el conocimiento maya ha penetrado muy hondo en sus vidas, aunque yo considero que no se trata tanto de una creencia en una ortodoxia concreta sino de una asimilación y vivencia de los saberes de los pueblos originarios de América.

Juan y Silvia tienen sus ritos de iniciación para sus huéspedes. Cualquier desprevenido creería por un momento que ha caído en una secta y que la montaña se lo va a tragar de un momento a otro, pero no es así. De todas formas, creo que ellos asumen que se genere esa confusión ya que vienen de una experiencia previa donde los místicos y los charlatanes abundan. Sin haber coincidido ni en el espacio ni en el tiempo, Juan, Silvia, Lugrin y yo vivimos un tiempo en El Bolsón y sabemos de la fauna que puebla ese lugar (para muchos la meca de la permacultura en Sudamérica). Por eso ni se inmutan cuando uno reacciona con cautela ante sus propuestas de diálogo, y ese clima de relajación ayuda a que, de alguna forma, se genere espontáneamente lo único que ellos pretenden, que no es más que una comunicación sincera entre personas. He de decir que mis noches de conversación con ellos dos han sido de los mejores regalos que me ha dado el viaje en toda su extensión y diversidad. Será que la generosidad de Juan Caro no parece de este mundo, o será que la personalidad magnética de Silvia, su desconcertante inteligencia verbal y su mal llamada (por ella) “antipatía social” crean un clima realmente alejado del miedo y del ridículo, un clima en el que te gustaría habitar de continuo.

Lo pensé. Pensé durante unos días y sus noches en la posibilidad de prolongar mi estadía en la cordillera. Ellos desean formar una comunidad con más gente y yo deseo echar raíces en su sitio para ver precisamente cómo echa raíces lo que yo siembre en derredor. Pero mi carácter y mi voluntad se tienen que endurecer más aún. Haberme precipitado ahora hubiese desencadenado un desequilibrio entre mis debilididades actuales y la fuerza torrencial de Juan y Silvia, de la que creo que no son del todo conscientes. Sin embargo, muchas decisiones ya están siendo tomadas. No de todas hablaremos aquí, y mucho menos ahora. Pero me gustaría dejar claro que el aura benéfica del pasto, el agua, la roca y la gente de Tracura han sido decisivas para concretar mis deseos persistentes y cada vez más radicales de cambio.

El ejemplo de Juan y Silvia me da fuerzas. Cómo se las han arreglado y cómo se las arreglan para criar a la pequeña Satya en un mundo tan deliberadamente apartado de lo que conocemos por civilización, es algo que me sobrepasa. Por supuesto que tienen que aguantarse y transigir con determinadas cosas (la escolarización y sus males, me imagino, es una de ellas), pero este camino está infectado de contradicciones. No hay que volverse paranoico con ellas. Hay que dejarlas entrar y salir de la pieza, como el aire.


Satya, la pequeña Heidi de Tracura.


Pienso en muchas noches a la luz de las velas pero, en el fondo, la que más nítidamente recuerdo es una. En ella hablamos de lo poco que parece quedarle al planeta para un cambio, un cambio que nos afectará a todos, estemos donde estemos. A continuación, instigados por la maravillosa exigencia de Silvia, nos vimos obligados a afrontar la pregunta: “¿Tú sobrevivirías?”. Silvia apenas dejó contestar a Lugrin y a la Paola, básicamente porque no tenía ninguna duda acerca de las aptitudes de mis dos amigos. Luego me miró a mí, y preguntó “Tú, Sergio…¿Sobrevivirías?”. Yo dije que no sabía, que me faltaba mucho por aprender… “Eso no es lo que te pregunto. ¿Sobrevivirías?” Me quedé callado, y también un poco avergonzado. “Sí”, respondí. Por unos segundos, creía que lo había dicho con la boca pequeña, que la mujer que había hablado tanto y tan bien a lo largo de toda la noche me había metido en una trampa magistral. Pero no. Mi respuesta no estaba errada, era tan cierta como el temor inútil que sentía a no estar a la altura. Porque estoy a la altura. Todos lo estamos. Y siempre lo hemos estado.

miércoles, 2 de marzo de 2011

196. Kume Mongen (Parte II: la resistencia es fértil).



Érase que se era un volcán que demandaba sacrificios humanos y un pueblo en la base de ese volcán.






Érase que se era un día en que la élite gobernante se tomó ese privilegio.

Muchos pero que muchos años después hacen acto de aparición los protagonistas de este cuento, hombres y mujeres del pueblo tomado que decidieron darle al volcán lo que es del volcán.




Para ello hicieron un llamamiento bajo el lema “Primer Encuentro por el Buen Vivir”, al que acudieron otros hombres y mujeres, la mayoría ciudadanos de pueblos aún mayores que el que nos ocupa, pueblos sin volcán y, por tanto, pueblos sin referente, sin guía, sin alma.

Una vez juntos, cantaron lemas, conversaron sus dudas miedos ignorancias, tomaron vino, se sintieron aceptados comprendidos libres.







Lugrin habló de una cosa llamada permacultura, que consistía en crear núcleos de población respetuosos con el volcán y sus hermanos. En realidad, se trataba de algo más complejo. La permacultura de Lugrin era una revolución socio-política, la única posible. Los hombres y mujeres del encuentro querían saber cómo cultivar sus propios alimentos y cómo defenderlos de los invasores. Lugrin quiso decirles cómo, pero hubo un factor creado por la élite gobernante, llamado ‘tiempo’, que jugó en su contra. Desde luego que el ‘tiempo’ no existía en la era del volcán y sus sacrificios humanos. Por aquel entonces se hablaba más bien de eterno presente, y si bien la vida no era necesariamente más justa, sí que se comportaba de forma más equilibrada.




Los distintos saberes se compartieron. El que sabía de plantas habló de plantas. El que sabía del alma habló del alma. El que sabía del volcán se quedó aparentemente callado. Y el que sabía de dinero, política, tiempo y otros inventos de la élite gobernante, habló harto.








Los niños observaban lo sucedido y jugaban a ser hijos del volcán. Aprendieron duras lecciones, como, por ejemplo, que

seguir el ejemplo de los mayores no siempre es bueno
la huerta no se pisa
un anarquista hambriento es un fascista en potencia

y otras cosas que no siempre agrada saber.




Los hombres y mujeres que luchaban por el volcán y por el buen vivir antaño perdido, tuvieron que enfrentarse a la dura tarea de concretar acciones y generar consenso. ¿Hicieron eso?

No. Hicieron un carnaval.
Que no es poco.
La transmisión del ritmo y la alegría ancestrales nos acerca al volcán.





Como alguien dijo, oculto entre las voces disidentes y el trino asustado de los pájaros, los comienzos son difíciles.




Colorín colorado, este cuento no ha terminado porque nunca empezó.