domingo, 15 de mayo de 2011

219. Los niños tendrán machetes.



Llegué, por fin. La caminata hasta Santa Cruz del Valle Ameno es agotadora. Llamé a Bruno. Me contestó un picaflor. Llamé a Bruno otra vez. Un hombre medio dormido con el pelo rapado y dos trenzas cayéndole por el costado derecho salió de una casa que más bien parece un garaje y me dijo que él se llamaba Victor, no Bruno, y añadió a su presentación el paradero actual de Bruno, al fondo de ese senderito hay una puerta de madera, llama a la puerta, pasa nomás, pregunta por Bruno. Eso hice. Bruno salió a recibirme en taparrabos. Parece un yogi. Creo que sabe que parece un yogi. Bruno es un belga bautizado por Mayo del 68 que se vino a vivir a Bolivia hace ya hartos años (jirones de una época en la que algunas cosas parecían posibles y que hoy algunos optimistas ven resurgir al albor y al calor del fin del mundo, tan deseado por todos nosotros).


Vivo en Sachawasi, un centro de permacultura amazónica que se define a sí mismo como 'eco-libertario' y que, efectivamente, está en la Alta Amazonía boliviana, al norte de La Paz y al sur del Parque Nacional Madidi, el rincón con más biodiversidad del planeta.


¿Estoy contento? Sí. Lo estoy.


Mis anfitriones son Bruno y Víctor, de los que hablaré en otro momento. Este post es sólo para deciros que vuelvo a interrumpir las emisiones temporalmente, aunque no tanto como en mi época de cuaresma bolsónica. Será sólo por un par de semanas o tres semanas de intensa actividad agrícola (y chamánica) en la selva, tras la cual os referiré varios temas relacionados con los parásitos que les crecen a los frutales y la cantidad ingente de franceses que viven conmigo y que se han dignado a dirigirme la palabra en cuanto empecé a cocinarles tortillas de papa.


¿Qué más? Ah, sí. Soy fan del machete. Todos los días matamos un poco de selva con él (una práctica no tan aberrante como suena). Los niños también lo hacen, y a menudo ni siquiera se desprenden de él cuando quedan juntos para jugar al fútbol. Me encanta ver a niños manejando machetes y hachas y azadones. Es esperanzador.


Con breves noticias telegráficas me despido hasta el próximo (y elaborado) relato sobre la vida con los quchwas de la Amazonía boliviana. Salud.



218. La realidad es una descripción.




"...todo el que entra en contacto con un niño es un maestro que le describe incesantemente el mundo, hasta el momento en que el niño es capaz de percibir el mundo según se lo describen."



Carlos Castañeda.

'Viaje a Ixtlán.'

viernes, 6 de mayo de 2011

217. Inti y la percepción auditiva de los burros.



La pantalla de mi computador se ha vuelto un rectángulo chiquito. Ahora está flanqueada por los cuatro lados por una superficie negra que parece reclamar la calma y la estabilidad que le debo a este instrumento de trabajo. Poca vida le quedará ya. Todo se acaba desvaneciendo en la oscuridad.

Bueno, ¿por dónde íbamos?

Silvia, la cuate con la que me estaba alojando en La Paz, estaba a punto de recibir unas visitas más íntimas y seguramente más percaleras que la mía, así que tuve que poner temporalmente tierra de por medio ya que todavía no había encontrado un sofá de repuesto o un alquiler barato en la ciudad. Aproveché, dada la circunstancia, para ir al lago Titicaca a oxigenarme, a caminar, a conocer uno de los centros de poder espiritual emblemáticos del planeta (si bien, como todo lo que presume de verse en el radar turístico, está ya muy devaluado por el comercio), a acampar antes de que el frío invernal se hiciera insoportable. Hice un poco de todo eso pero, sin embargo, no di un momento de respiro ni a mis piernas ni a mi espalda ni a mi cabeza. Huyendo de todas las cosas que no me gustaban (europeos regateando con locales por el precio de una barrita de chocolate, niños adiestrados para pedir caramelos y centavitos) acabé caminando por toda la Isla del Sol, el mítico lugar de nacimiento del dios inca Inti, en un ejercicio un tanto absurdo de no-aceptación.

Difícilmente podría haber encontrado un lugar mejor para poner la carpa. En la colina más elevada de la isla, a tres mil novecientos sesenta metros de altitud, una cruz de paja adornada con cuernos de toro gobernaba un espectáculo sereno y, lo mejor de todo, insonoro: las aguas ora plateadas ora turquesas del Titicaca en derredor; penínsulas de perfil ondulado amenazando con desprenderse, como brazos mutilados, del corazón de la isla; la costa marronácea de Perú, un desierto entre las nubes; frente a ella, la costa boliviana, subordinada al Huayna Potosí y a otras nieves perennes de la cordillera de los Andes; la luz haciendo círculos y recorridos lineales, como pasajes etéreos a lo incognoscible, sobre el agua y sobre la tierra.





De noche, la corriente cordillerana hacía trucos con mi imaginación. Oía lo que casi no me cabía duda que eran susurros humanos y pasos sobre la roca. Luego se difuminaban en la noche, como si nada, para luego volver a aparecer, camuflados en el respirar de algún pliegue de la carpa, azotado de cuando en cuando por el viento. Quieto y sin dejar de escuchar atentamente, me pasé al menos dos horas intentando aislar y explicar todos los sonidos de la noche. Por momentos, fue una experiencia aterradora. Al final, salí con mi linterna de la carpa y vi los contornos débiles de las cosas (y ningún espectro) bajo ese cielo ‘infectado’ de estrellas del que hablaba Tennessee Williams. La cruz del sur bailando con la Vía Láctea. El tres de noviembre se celebró, de acuerdo al calendario gregoriano de este hemisferio, la festividad en honor a la posición que adquiría esta constelación (fundamental para entender el nacimiento de todas las religiones). Paralelamente, el aymara celebra con música el día en que los oídos de la Pachamama se abren a los sonidos de la tierra.

Mientras en Copacabana (puerto oficial de la orilla boliviana del Titicaca) la gente chupaba y chupaba y lanzaba cohetes al aire y componía una parodia híbrida entre lo autóctono y lo colonial, yo me sentaba frente a una roca sagrada que designaba la creación, una roca que nadie visita porque no está señalizada correctamente y que duerme, sencilla y rotunda, entre un campo sembrado con habas y quinua. La cabeza de un guía turístico flotaba sobre uno de los caminos incas que surcan la isla de sur a norte. Algo explicó del modo de subsistencia de los isleños, aunque su público no empezó a interarse por sus palabras hasta que no habló de la Atlántida platónica, supuestamente enterrada bajo las aguas del lago. Luego se fueron todos. A falta de disponer de un ritual acorde para el momento, maceré mis hojitas de coca en honor a Inti y recobré el oxígeno para seguir rotando por acantalidos, ruinas, formas y colores.

Antes solía haber muchos cactus Huachuma en la isla (San Pedros) pero los que no le han sido arrebatados a la tierra han sido inyectados por funcionarios del gobierno para sacarles la mezcalina. Esto me parece una práctica atroz. El Huachuma es planta sagrada y una de las medicinas más benéficas que se conoce. Un cactus no puede responder de esa forma por el uso irresponsable de locales y turistas. (Nota: en una esquina del camino, un trío de alemanes señalaba uno de los pocos Huachumas que quedan encaramados a la costa, mientras reían por lo bajo, indecisos, incrédulos, socarrones, tentados).

Me recreé un poco más en las gloriosas hojas de las habas, en las terrazas de cultivo y hasta en la extraña presencia de eucaliptos desubicados bajando por las laderas. No podía ir a la isla de la Luna (Coati) porque nadie más quería compartir una barca conmigo y yo solo no podía pagar los doscientos bolivianos que costaba el viaje. Me conformé con ver su forma de pez sin cola desde el embarcadero de Yumani, y, por supuesto, con las habas y las terrazas y los eucaliptos.

Ya de vuelta en Copacabana sorteé las orquestas y las procesiones de cholas, todas enjoyadas y peripuestas para la ocasión, bailando monótonamente frente a la basílica de la Candelaria. En la orilla no edificada del lago había pequeños cultivos amenazados por los residuos plásticos y por la mierda y por la crecida tímida de las aguas. Vagué sin rumbo. Un hombre sentado sobre un erecto sillar de cemento me llamó desde la puerta de su choza. Cómo está usted, joven. Bien, paseando. Venga aquí y charlemos, nomás. Me acerqué, y anclado como siempre a mis estúpidos prejuicios de viajero solitario, temí que el señor fuera un ermitaño loco del que me iba a costar desembarazarme. Por suerte, me dio una lección de humildad. El gran hombre del que os estoy hablando se llama Don Felipe Germán (para servirle), se quita el sombrero al saludar y ofrece su asiento al visitante mientras él posa sus setenta años sobre el pasto maltrecho que circunda su casa. Hablamos. Me contó lo que estaba cosechando ahora, mostrándome un canasto con quinua negra, que crece como yuyo y era la base de la alimentación inca. Con bien poco se auto-abastecía, y no necesitaba mucho más. Un chancho era toda la compañía que requería a estas alturas de la vida. Sé educado con los animales, joven, son mucho más listos que nosotros. Eso creo yo también, dije, los chanchitos en especial. No sólo los chanchitos, joven, también los burros. Dice la gente que eres un burro cuando haces alguna tontería, pero, ¿de dónde viene eso? Si supieran lo desarrollados que están los sentidos del burro… Yo, de pequeño, acompañaba a mi padre a llevar tabaco de contrabando al Perú, y el burro era el que nos avisaba de cuándo iban a aparecer los gendarmes. Se paraba, estiraba las orejas hacia arriba, y se negaba a caminar por ahí. Qué hubiera sido de nosotros sin los burritos, madre. Qué oído tienen. Por eso no hay que gritarles ni que pegarles. Con un hábito amable poco hay que decir y poco hay que hacer. Asentí y masqué la coquita que me ofreció. Muy rica. Hojitas pequeñas de las yungas, no como la hoja de coca peruana, repetía Don Felipe Germán por lo bajo, que parecen laureles y saben peor. Por cierto, ¿qué lee usted, joven? Fukuoka. Es un agricultor y filósofo japonés. Dice que no hay que hacer gran cosa para regenerar la naturaleza y obtener abundancia de alimentos. Sólo hay que dejarla hacer. A la naturaleza, digo. Cierto, respondió él. Hay ciclos, cada uno distinto del anterior. ¿Qué se puede hacer, más que adaptarse? Así estuvimos un rato, hasta que me despedí de mi anfitrión con el nudo en la garganta de los momentos que por sí solos justifican un viaje entero.

He vuelto a La Paz y empiezo a percibir algunos cambios que relataré en otro momento afortunado de conexión a Internet. Me está resultando difícil encontrar un hogar para pasar el próximo mes, pero creo que tengo la respuesta frente a mis narices. Para no adelantar acontecimientos, lo dejo aquí.

Gracias, Lucina, por tus palabras. Gracias a todos y a todas.

216. Existen derechos humanos para tener derechos sobre los humanos.



Osama ha matado a Obama. Hoy el mundo es un lugar más seguro. Hillary Clinton se lleva las manos a la boca. No se lo puede creer. Nosotros tampoco. Hay que ser muy ingenuo para creerse, en primer lugar, que Osama Bin Laden existió realmente. Pero, ¿qué sucede? La gente brinda por la muerte del moro y toca el claxon. Oh. Se supone que debemos creérnoslo. Se supone que debemos creernos la búsqueda infructuosa de diez años (una fantasía pésimamente orquestada para venir de una super-potencia). Se supone que debemos ignorar el acero derretido y los puntos de ignición de mil cien grados centígrados en los sótanos de las Torres Gemelas y las muestras verificables del explosivo Thermite, porque los estados no asesinan con impunidad, no, qué va, sólo los terroristas barbados que se rebelan contra los estados, aunque, bien pensado, ni ‘estado’ ni ‘terrorismo’ son palabras que designen aspectos concretos de la realidad, más bien sendos agujeros para ser llenados con ideas oportunistas y perezosas.

Vaya. Cuántas cosas hay que creerse y cuántas cosas hay que ignorar para llegar al punto en el que el mundo es un lugar más seguro, y más reaccionario, y más imbécil. En un mundo de ficción donde sólo tiene sentido escuchar los diálogos novelescos entre Guardiola y Mourinho (los de sus vasallos no son tan interesantes, ellos son puro músculo para el circo), el asesinato a sangre fría de Osama Bin Laden es el devenir lógico de los acontecimientos, el ABC del guionista de cine, y lo más difícil es pararse a pensar que todo es mentira, todos son actores leyendo su papel, las muertes nunca existieron, las guerras tampoco (y si hubo algo parecido a millones de pérdidas humanas, no importa, porque han sido convertidas en imágenes, y con ello en la más simple inexistencia), y tú y yo apenas trascendemos el contenedor de basura que vemos y tragamos y respiramos de continuo.

Asumamos que seguir participando en este gran teatro del mundo dice muy poco de nuestra inteligencia.

Sigamos por el sendero en el que uno siempre está a punto de perder la fe. Hoy Sudamérica recoge gloriosamente la antorcha revolucionaria. Tenemos a Cristina y a Dilma, que seguro se ceban mate mutuamente, y que a costa de degradar la tierra ya de por sí degradada que han heredado van por el camino de ser las potencias económicas y ‘socialmente responsables’ que desean ser (tiembla, Europa). ¿Quién le va a decir que no a la sombra de Perón, a la sombra de Lula? Además, son dos señoras simpatiquísimas. Y Evo no es menos encantador. Ha encandilado a la gente con reclamaciones de acceso al océano que sabe bien que no van a llegar a ninguna parte, mientras comercia en la sombra con el escaso patrimonio que todavía les queda a los bolivianos. Cuánta sombra. ¿No es el mismo Chávez una sombra patética de los líderes cubanos de antaño, ésos que hicieron cantar y soñar a Víctor Jara mientras colaboraba en la única revolución “comunitaria” que iba por el camino de la autenticidad (la chilena)? ¿No es la máscara progresista de Sudamérica la enésima traición a ese pedazo de tierra vapuleado y culturalmente ninguneado? (No quiero con esto caer en el tópico horrible de la victimización; si destaco Sudamérica es porque ahora la tengo presente, pero no me parece menos terrible lo que sucede en Europa, donde no nos consideramos colonizados por nada ni por nadie y, sin embargo, somos probablemente la gente más triste, mediatizada e incapaz que existe).

Igual que vivimos en un mundo bello donde la música andina y los frescos en las capillas ortodoxas y los relieves de algunas montañas son posibles, también vivimos en un mundo de mierda donde la televisión ya no puede contener la risa que le da verse a sí misma y donde el estado de somnolencia y ceguera de la inmensa mayoría de la población, crónicamente preocupada por el saldo de su celular y por el tiempo ganado o perdido y por las fotos que alguno o alguna ha colgado en Facebook, hace prácticamente imposible pensar en que algún día dejaremos de comprar lo que nos venden y hacerlo todo por nuestra cuenta, recuperando así nuestras vidas (no ya nuestra dignidad, otro concepto vacío y peligrosísimo que nos hace creernos que tenemos algún valor, que algo de lo que existe tiene valor en sí mismo).

Existen derechos humanos para tener derechos sobre los humanos. Qué consigna tan certera (lema de la muestra ‘Principio Potosí’, organizada por Silvia Rivera Cusicanqui y por los cuates del Colectivo con el que he estado trabajando en La Paz).

Lo habitual es que la estupefacción te deje quieto, y que así, quieto, te vayas muriendo lentamente. La sola contemplación de este robo, de esta salvaje vejación que lo impregna absolutamente todo, helaría a cualquiera, lo suficiente como para enloquecerlo (de luminarias están los manicomios llenos) o como para inmovilizarlo en un estado permanente de enfermedad, paranoia, melancolía, alcoholismo, drogadicción, jornada completa, jornada partida, voluntariado social, vejez prematura. Y si uno quiere salirse de los senderos habituales, también encontrará degradados los ‘senderos luminosos’.

Pero hay una acción alternativa que, tachada de cobarde por la plana mayor de la insurgencia, podría ser contagiosa, y podría ser letal para el sistema. Los traductores orientalistas llamarían a eso la ‘no-acción’, pero si ‘no-acción’ nos conduce a un concepto, incluso a una práctica concreta, entonces mal vamos. Consiste más bien en descartar objetivos, no matarse por ellos, no pensar que la vida nos va a dar una respuesta acorde a nuestras acciones y a nuestros esfuerzos porque la vida no es una buena película o una mala película, no es nada que podamos ni queramos comprender, y la simple vivencia, el simple ciclo de obtención de alimentos y cobijo en un mundo al margen del valor monetario, puede llegar a eliminar los conflictos, y las ideas que sustentan los conflictos, y la necesidad de algo más que de subsistir.

Ninguno de nosotros vivimos, incluso si pensamos que lo hacemos. Piénsenlo bien.

En ‘Queimada’, una de las obras maestras de Gillo Pontecorvo, Marlon Brando analiza la conveniencia de tener una esposa o tener una puta. La conclusión lógica es que tener una esposa no es un negocio rentable, porque tienes que mantenerla de continuo e incluso pagar por su funeral cuando ésta ya no esté, mientras que tener una puta es sólo una relación mercantil en la que pagas por horas los servicios prestados, sin necesidad de contaminar la pureza de la transacción con despilfarros materiales y morales.

Ahora, ¿NO SOMOS TODOS UNAS PUTAS?

Piénsenlo bien. Y si están de acuerdo, grítenlo en calles, oficinas, bibliotecas, reuniones familiares y transporte público. Aunque con que lo griten para sí mismos es bastante, por ahora… Es un comienzo. No malogremos los comienzos. Olvidémonos, en cambio, de que existen los finales.

215. Nazareno Cruz y el lobo.



Resulta que he visto bastantes películas durante los últimos días, algunas tan notables y reveladoras que merecen una reseña y otras tan discutiblemente publicitadas que no les puedo negar un puñetazo verbal. Para facilitar el interés del episodio y la creación de un ritmo interno parecido al suspense fílmico pero que, en realidad, no va más allá de la enumeración caprichosa, organizaré mis comentarios de menos a más positivos, empezando por el bostezo y culminando con el descubrimiento de nuevos lenguajes (que, no por casualidad, se remontan a hace cuarenta años).

‘The king’s speech’ es la película más aburrida que he visto en mucho tiempo. Pensé que la pequeña anécdota que sustentaba todo el entramado escondería algún mensaje de más enjundia. Pero no. Es la historia de un rey tartamudo que no puede hablar en público por traumas que el guionista no quiere tratar en profundidad (posiblemente porque es monárquico) pero que, gracias a una amistad plebeya con la que se redime de toda su pompa, consigue hablar a su pueblo justo cuando su pueblo, amenazado por bombas aéreas, lo que podría haber hecho (y quiero pensar que así fue en realidad) es sacudirse el aborregamiento de encima y escucharse a sí mismos, y no al hombre que tiene el culo salvado por obra y gracia de su divina procedencia. Colin Firth está bien, como siempre. Bonham Carter no se ríe lo suficiente de sí misma y la película no nos da gran cosa de su personaje. Podría extenderme más con el gran Geoffrey Rush, pero su papel también está mal dibujado, a mi juicio. Hacía tiempo que no veía algo tan irrelevante e incluso impertinente (porque, ¿de qué nos sirve esta historia a día de hoy?) alargarse durante tanto tiempo y sirviéndose de tantos tópicos, entre los cuales no puede faltar la niebla londinense y las bondades de la casa Windsor. En fin. Al parecer ganó cuatro o más Oscars. No me extraña lo más mínimo.

Black Swan’ tiene la virtud de mantener constantemente el interés gracias a la angustia que produce, una angustia que en Polanski solía ser igual de mórbida pero menos facilona y que en Aronofski apenas se desliga del (mal) video-clip o de clichés visuales ya vistos con anterioridad, también en películas suyas (como la estupenda y mucho más original ‘Requiem for a dream’). Cualquier verbalización psicoanalítica de la película se revelaría como infantil o gastada por el uso. Me gusta mucho el final porque es el tramo más coherente de todos y en el que Natalie Portman por fin se luce con su dilatadísimo desdoblamiento de personalidad, tan dilatado que apenas es creíble cuando se produce. Portman, en general, no lo hace mal del todo, pero hay partes del metraje en los que exagera su timidez virginal hasta el absurdo, tal y como hiciera la gran Deborah Kerr en ‘Separate tables’. Esta película me recordó a otro clásico estadounidense, ‘Double life’. Considerada una obra menor de George Cukor, en ella hay muchas similitudes con ‘Black Swan’ (un actor acaba contaminado por el rol de Otello y sufre una escisión esquizofrénica que le conduce a un trágico final que no puedo desvelar). En este caso Ronald Colman también ganó el Oscar, aunque la que me robó el sentido fue una jovencita y delgada Shelley Winters haciendo de prostituta. En ‘Black Swan’ no hay ningún secundario interesante, y tanto Winona Ryder como Barbara Hershey están muy desaprovechadas.

Siguiendo con la estela de películas premiadas (tenía que verlas para poder criticarlas) ‘The fighter’ es un nuevo exponente del maravilloso, apasionante subgénero del boxeo, que como tal no puede defraudar si contiene escenas bien dirigidas en el ring, como es el caso. El trabajo de David O. Russell es muy interesante. El guión ya es más previsible y me apena ver los estereotipos de la familia provinciana tan grotescamente interpretados por actores a los que respeto (Christian Bale y Melissa Leo, sin ir más lejos). La moralina familiar y los deseos de superación personal también están lamentablemente presentes. Amy Adams es lo mejor del reparto y casi de la película. En mi escena favorita, increpa a su chico (Mark Walhberg) la nefasta idea de llevarla al cine a ver una película subtitulada (¡‘Belle Epoque’!). Hay que tener tino para cuestionar el sacrosanto mundo del cine en versión original. Amy Adams es grande.





Que ‘Biutiful’ me parezca la mejor película de Alejandro González Iñárritu hasta la fecha no quiere decir que no contenga todas y cada una de las muecas que no me gustan de él: la visión de la vida como una agonía que traspasa fronteras locales y nos interconecta como en un macabro tren de la bruja global, la inútil y cristianizante obsesión con la redención, el desamparo de la felicidad en un mundo corrupto y la intromisión, casi siempre fuera de tono, de un esoterismo cogido por los pelos. Javier Bardem está muy brusco y muy físico, como es de esperar en él, y por momentos está sublime aunque por momentos está previsible. La escena que comparte con el doctor que le da su fatal diagnóstico es excelente. Lo mejor, sin duda, es la fotografría de Rodrigo Prieto, a medio camino entre sucia y lavada, pero siempre fantasmagórica, y que además ha sabido dibujar con precisión el desaliento europeo de Barcelona, o tal vez su mirada (y la de Iñárritu) con respecto a la Ciudad Condal son muy parecidas a la mía. Lo peor es el casting de Maricel Álvarez, pero no quiero ser muy insistente en este punto porque sería hacer leña del árbol caído (nunca entendí esta expresión; precisamente hay que hacer leña del árbol que se ha muerto o está caído). Al fin y al cabo, el problema con ella es que alterna momentos en los que está creíble con momentos en los que duele bastante escucharla. Me emocionó descubrir en los créditos de prensa a un compañero de la ECAM, José Tirado, al que siempre llamábamos Josep aunque él lo odiase en silencio. Dicho lo cual, nunca leo los créditos. Fue una curiosa casualidad.

‘Zona Sur’ es una película boliviana de reciente estreno, dirigida por Juan Carlos Valdivia y premiada en Sundance con el mejor guión y la mejor dirección. Esto último lo puedo entender, aunque Valdivia no ha inventado los travellings de 360º. La factura visual es bastante más estilizada de lo que es habitual en el cine de su país, pero esa estilización se recrea a veces en soluciones pedantes y no demasiado significativas para el avance de la película. La ‘zona sur’ del título es el barrio pijo de La Paz, donde viven las familias blanquitas a punto de ser devoradas por la araña de la nueva burguesía indígena, como no duda en mostrar la esclarecedora y genial secuencia de la protagonista con su ‘comadre’, una chola de armas tomar. Es bien paceña y por ello se recrea en alusiones y chistes locales, pero su visión del pasado, presente y futuro del conflicto racial y social boliviano es universal. Aun así, la mayoría de los personajes son odiosos y cuesta dedicarles casi dos horas de tu tiempo, con lo que no está de más recordar que un mínimo de (peligrosa) identificación con el mezquino y con el capullo no es sólo deseable, sino necesario.



Juan Carlos Valdivia, con el reparto de 'Zona Sur'.


The kids are alright’ es una sorpresa bastante agradable, y aunque reproduce todos los prejuicios sociales de la modélica familia estadounidense en el seno de una no tan modélica familia estadounidense (lo cual no tiene por qué estar mal), consigue conducir al espectador por caminos imprevistos, incómodos, inusualmente divertidos y, a medida que se acerca a la recta final, nada complacientes. En definitiva, aunque le sobran unos cuantos humos y algo del hiper-dramatismo que siempre nos regala el sufrido cine independiente, es un buen guión. Julianne Moore es Julianne Moore; ¿qué puedo decir de esta diosa? Annette Bening se pasa la mitad de la película cariacontecida, pero en la otra mitad le dejan cancha libre para otros registros más reveladores. Y Mark Ruffalo nunca me había interesado como hombre hasta ahora.

Puede que la mejor de las películas que han estado en carreras oscarizables y listas de lo más bodito y más herboso del año sea ‘The social network’. Pero no nos comamos las pollas todavía. Tampoco me parece ninguna obra maestra. Hemos visto historias de amistades rotas por la ambición cientos de veces y ésta no es la última palabra en el género. Además, su frialdad y un cierto abuso de la palabra no siempre juegan a su favor. Pero nos queda todo lo demás, que es un mensaje claro y sólidamente comprometido con el contexto actual de las cosas, es decir, Facebook, esa máquina de virtualizar y desvirtuar la vida humana. Tal vez la escena de la discoteca, en la que un acertadísimo Justin Timberlake explica a Eisenberg / Zuckerberg quiénes son los nuevos amos del capitalismo neoliberal, sea un ejemplo de la profundidad sociológica que el guión de Aaron Sorkin concede a la película. Es entretenida, es atrevida, resucita de algún modo los duelos verbales que tan bien se le daban al cine estadounidense y lo que queda detrás de un paquete de traición, banalidad y verborrea es una observación precisa sobre cierta juventud del nuevo milenio y sobre cierta (y temible) clase social.

Y ahora llegamos a lo mejor, comenzando por ‘Queimada’ (1969), una maravilla de Gillo Pontecorvo que vi en ínfima calidad de imagen en el Museo Etnográfico de La Paz (tan ínfima que tardé en discernir si la película era en color o en blanco y negro). Si después de ‘La batalla de Argel’ era difícil explicar mejor los motivos del terrorismo y del contra-terrorismo, en esta crónica de las tácticas coloniales en las Antillas (aunque podría extrapolarse a todo el Tercer Mundo), Pontecorvo y los guionistas consiguen uno de los pocos ejercicios convincentes de revisionismo histórico de la historia del cine. No me explico cómo se conoce tan poco esta película. ‘Queimada’, que muy a mi pesar no habla de la mágica bebida gallega sino de una isla ‘insurrecta’ constantemente arrasada por el fuego de acuerdo a los intereses de sus conquistadores y del comercio exterior, narra las estrategias políticas de un oportunista británico para alzar y derrocar las revueltas sociales en una comunidad de esclavos que cultivan la caña de azúcar. Marlon Brando, justo antes de embarcarse en aventuras más famosas (‘El Padrino’, ‘El último tango en París’) se la juega aquí con un papel dificílisimo y, para mí, memorable. (Sus rumoreadas discusiones con el director a raíz de la interpretación de su papel pueden haber favorecido el punto de vista del actor, que era partidario de investigar en el arrepentimiento del personaje, en contra de la maldad sin resquicios que defendía Pontecorvo; no obstante, entiendo perfectamente ambas posturas, y creo que ambas están reflejadas en la creación de Brando). Sus conversaciones con el líder guerrillero José Dolores encierran muchos misterios y verdades, algunas tan obvias y dolorosas como que la libertad no es algo que te dan los que te gobiernan, sino algo que uno debe obtener por sí mismo. ¿Parece una perogrullada? Bueno, veamos si somos capaces de identificarnos con lo más simple. Yo me he llevado una gran sorpresa… A destacar también la gloriosa música de Morricone, el mejor compositor de su época, y casi cualquier otro aspecto de la película, cuya concepción visual puede haber envejecido mal, pero aun así no ha habido nadie como Pontecorvo para dirigir a masas ingentes de personas en defensa de una idea común.






Y el descubrimiento mayúsculo ha sido ‘Nazareno Cruz y el lobo’, una obra maestra del exceso dirigida por el cantautor argentino Leonardo Favio en 1975. Al parecer, es la película más taquillera de la historia de su país; cuesta creerlo viendo lo bizarra y desproporcionada que es. La historia toma ingredientes de los cuentos de terror rurales y los mezcla con amaneramientos de video-clip setentero, música de destape (terriblemente pegadiza), arquitectura gótico-campesina y delirios de un gaucho ebrio de ‘Martín Fierro’. El resultado, cómo no, trasciende el umbral del ridículo, el umbral de lo psicotrópico y el umbral del sentido común, y ahí es donde nace la obra maestra, la condición de isla en mitad de la cinematografía sudamericana (aunque puede que Jodorowsky esté muy cerca de la visión de Favio; lo comento de oídas porque no he visto nada suyo todavía). El pobre Nazareno Cruz es el séptimo hijo varón de una familia de ganaderos y por ello sufre una curiosa maldición: de llegar el amor a su vida, se convertiría en lobo durante las noches de luna llena, arruinando con ello a su amada, a su comunidad, a sus rebaños (esto es importantísimo) y a sí mismo. Aunque la historia no es más que una variación burda de la licantropía tradicional, los derroteros visuales, sonoros y dramáticos por los que discurre la trama son radicalmente personales, incluyendo un descenso hilarante a los infiernos y una niña andrógina que podría haber sido la precursora del estilismo de Alaska. Parece que todo en esta película esté en permanente estado de éxtasis, desde los besos de la pareja protagonista, que más bien parecen una oda a los últimos segundos aprovechables de vida sobre el planeta, hasta la manifestación dislocada de las fuerzas de la naturaleza. ¿Cómo se pudo llegar a rodar algo así? Mención especial merece nuestro querido amigo Mandinga, al que recordaréis del post nº182: ‘Cuaresma’, cuando hablaba de la mitología popular argentina. Mandinga es el demonio personificado en un gaucho, y Favio ofrece una imagen atractiva, tragicómica, delicada, arrogante del personaje. No dudo que esto sea una debilidad personal, porque Lugrin y yo nos hemos contado muchas historias de Mandinga cuando trabajábamos en el río Azul, pero qué más da… El gaucho diabólico de la pampa engrandece más aún este clásico insólito que todos debéis buscar y ver de inmediato.








Hale, ya me cansé. Mañana más, petreles.

214. Hoy el tino lo tiene... Masanobu Fukuoka.



Contiene pasajes del libro “La revolución de un rastrojo”.


No derrocó la dictadura de Fulgencio Batista, ni compuso ‘Imagine’. Fukuoka es más conocido por cultivar alimentos sin, como él dice, ‘hacer nada’ (difícil crear escuela de este planteamiento, y he conocido a muchos que, jactándose de su intuición zen, araban y desmalezaban como todo hijo de vecino) aunque algunos acérrimos también lo alaban por sus enseñanzas filosóficas, que son una con la práctica agrícola. Sin embargo, yo quiero rescatar la acción más revolucionaria de Fukuoka, tal vez la acción más revolucionaria y apenas conocida del siglo pasado: reverdecer el desierto.


Uniendo relatos que me dieron un jefe etíope y algunos granjeros de Somalia, la peor causa del problema [la desertificación de África] fueron las políticas agrícolas coloniales administradas por los occidentales. En otras palabras, la causa total del problema se encontraba en la promoción y el cultivo de plantas que sólo eran efectivas comercialmente, realizadas en nombre del enriquecimiento de la nación. Los cultivos se limitaban a café, té, caña de azúcar, algodón, tabaco, maní y maíz, mientras que la producción de otros cultivos para uso privado estaba prohibida.
Cuando fui a solicitar una visa al gobierno de Somalia, me quedé asombrado cuando me dijeron “Cualquier tipo de instrucción que agite a los granjeros y los anime a convertirse en autosuficientes no es bienvenida. Si tal actividad va demasiado lejos, será considerada insurrección.”



Fukuoka, tal vez convencido de que la pobreza es, en primer lugar, un mal psicológico (la riqueza, como decía el compañero Pancho, es el problema real), ideó una estrategia singular para reverdecer zonas esterilizadas en nombre de la civilización. Recogiendo semillas de distintos granos, árboles frutales y verduras (sin considerar las asociaciones entre ellas, ignorando parámetros de productividad) y envolviéndolos en una bola de arcilla bien endurecida con cal muerta, agua madre (agua de mar desalada por hervor), pasta de algas o resina sintética y hongos, la germinación de la semilla está prácticamente a salvo de las inclemencias del clima y del ataque de insectos y otros bichos, y su desarrollo puede contribuir a rebajar la temperatura del suelo y, con ello, atraer más nubes de lluvia. Las semillas se pueden mezclar con la arcilla en polvo en una cementera, creando bolas que o bien se esparcen a voleo o bien, para zonas más amplias, pueden lanzarse desde el aire.

Desconozco cuánta difusión ha tenido esta técnica, más allá de experimentos aislados pero contundentes en Estados Unidos, Tailandia y en las regiones de África que Fukuoka visitó. En Argentina se le conoce como el visionario que es, en parte gracias a su discípulo griego, Panos Manikis, que visitó muchos centros de permacultura y bancos de semillas desde la Patagonia hasta la quebrada de Humahuaca (fue a visitar la casa de mi amigo Gustavo). No obstante, de la teoría a la práctica del cultivo natural hay un trecho. Como decía Lugrin, dejar obrar a la naturaleza por sí sola está muy bien, pero la gente tiene que comer. Cierto. No vas a crear un jardín del Edén a corto plazo. Pero la visión de Fukuoka tiene sentido, y por difícil que sea alcanzar la observación aguda que uno necesita para vivificar una tierra sin trabajarla, creo que merece la pena el esfuerzo (parece contradictorio, sin embargo ello implica esfuerzo), pues tanto el cultivo orgánico como el químico empeoran el suelo, el primero menos que el segundo, y no está de más recordar que la etiqueta de ‘ecológico’ no es una panacea.

A continuación, les dejo con ideas brillantes, controvertidas, que, como diría Fukuoka, no valen nada en sí mismas y lo mejor es olvidarlas al tiro. (Una aclarición previa: el Dios de Fukuoka no es el Dios cristiano; lo designa así por designarlo de algún modo, cuando todo a lo que quiere referirse es a LA UNIDAD).


El arte es algo que Dios crea. Cuando el hombre hace arte, Dios muere.

Aunque Dios sea cada árbol, cada hoja de césped, cada flor, nunca tiene forma ni mente. Por lo tanto, Dios es una forma sin forma y una mente sin mente que trasciende el conocimiento humano. Para acercarse a Dios y conocer la mente de Dios, toda pregunta y conocimiento humano son inútiles.

El colapso de las economías de los países comunistas, y de los países capitalistas también, comienza cuando se adquiere conciencia de que la producción de las cosas materiales para las personas no tiene sentido. La gente, en esencia, es capaz de vivir en la naturaleza del ‘no hacer nada.’
Nos enseñaron que la labor de los que producen cosas es sagrada, pero Jesús dijo, “¿Por qué los hombres no están satisfechos como lo están los pájaros, con lo que cosechan? ¿Por qué ganan su pan con el sudor de su frente y sufren?” Desde el punto de vista de Dios, el trabajo que nace de la codicia del hombre es algo condenable.
Aún recuerdo las palabras de un jefe de Etiopía que primero rehusó plantar semillas en el desierto: “¿Me está pidiendo que me convierta en un granjero? Apegarse al suelo y acumular cosas son actos de un hombre degradado”. Estas palabras de un orgulloso hombre nómada son una crítica incisiva hacia el hombre moderno.

Toda la gente viene de una persona.
Si una persona se vuelve loca, todos se vuelven locos.

Es una tontería pensar que la energía del fuerte, pensando que es natural que el fuerte conquiste y sobreviva, es la fuerza motora del desarrollo de los seres vivientes. La cucaracha puede tener mayores posibilidades de sobrevivir que el gorila.

Resumiendo, toda la verdad científica está basada en conceptos de tiempo y espacio, pero estos conceptos son inestables, y como vacilan de acuerdo al momento y a la ocasión, naturalmente las conclusiones basadas en ellos son también inestables.

Los árboles pequeños crecen debajo de los grandes. Si no hay pasto que crezca debajo de los árboles grandes, sus semillas no crecerán. Los países grandes tienen mentes pequeñas, los países pequeños tienen grandes mentes y coexisten en mutua prosperidad. Ése es el modo de la naturaleza.






Salud.