martes, 29 de junio de 2010

147. Like a Roy Orbison’s song (Parte I): mandarinas a 6’90.

Hoy no hay ninguna foto, chicos, porque el aparato con el que me estoy pegando ahora mismo no me deja. Esto va a ser muy mustio, pero es lo que hay.

Miro a través del cristal que separa la sala de espera del aeropuerto de Darwin de la brillante y vaporosa calle. He pasado las últimas cinco horas en un sofá azul, oliendo a moqueta y a plástico, y los últimos tres meses y medio en Melbourne, una ciudad que se ha negado a devolverme el corazón. Suyo es.

Escribir esto será un tanto difícil, pero no me queda más remedio que empezar por alguna parte. Mis últimos días en la capital de Victoria han estado tan inflados como los globos aerostáticos que se cuelan, a veces, entre el último sueño de la noche y el primero de la mañana. Como bien sucede con todo lo que termina, capas y capas de materia innecesaria fueron devoradas por el viento. Durante horas y días nos quedamos con lo bueno, que ha sido mucho. En el mercado, en St. Kilda, en la casa de Wilson St, en el café que hace esquina con Rathdowne y Newry. ¿El pistoletazo de salida? Un momento que anunciaba los próximos meses y los próximos años, en un lunes ordinario con tareas inacabadas (recoger mi nuevo visado indio, comprobar que me cuesta menos conseguir una nueva tienda de campaña que reparar la que ya tengo). Pat, que acaba de terminar Derecho, vino a cenar y a ver un par de capítulos de ‘The Wire’ con Penny. Les hablé de ‘Playground’ mientras degustábamos mi primer intento de cocinar un ‘boeuf bourguignon’. ‘Playground’ es una historia australiana que sólo puede suceder en los bosques espesos de las Atherton Tablelands o en alguna localización muy similar: eucaliptos, helechos, animales peligrosos y una granja de arquitectura discutible. Es la razón que necesitaba para volver aquí. Habla de los descubrimientos y las contradicciones de este viaje por Australia y de la gente que más me ha impactado. Wayne y Jody enamorarían a la cámara con su presencia. Y la historia, a pesar de tener un argumento evanescente y apenas dos o tres espacios, me parece perfecta. Haber entrado de nuevo en el círculo creativo anunciaba a gritos el final de esta feliz etapa de trabajo en Melbourne.

Mi largamente jugueteado y soñado proyecto de musical empieza también a tener forma, por fin. Es una historia española, se llamará ‘Cuaresma’ y tendrá muchísimo tino. Pero es un proyecto lo suficientemente difícil como para dedicarle una vida entera.

Entretanto, Michael seguía trayendo montañas de cosas inútiles de su supermercado favorito, ALDI (sí, aquí hay Aldi). Una de ellas era una báscula con un control remoto que divide tu peso en porcentajes. Gracias a ella descubrí que tengo un cuarenta y siete por ciento de músculo y un diez por ciento de grasa. He decidido que el cuarenta y tres por ciento restante le corresponde al tino. Mi cuerpo, de esta manera, se compone así:

47% muscle
10% fat
43% awesomeness


Poco después empezarían a desatarse los eventos extraordinarios que configuran este relato. En mi penúltimo fin de semana, Penny empezó a abrir una de las múltiples cajas de sorpresas que me tenía reservadas. Hacía dos meses que me había pedido la noche del dieciocho de junio, pero nunca especificó para qué. Ese día, después de cerrar el viernes laboral con una cerveza sobre el mostrador de Garden Organics, Penny me llevaría casi a ciegas al barrio cosmopolita de Richmond. Cenamos comida vietnamita, una de las especialidades de Melbourne desde la ola migratoria de los años setenta, y a continuación fui invitado a tomar un par de cócteles carísimos en Der Raum, posiblemente el bar más elegante en el que haya estado nunca (que no exclusivo, porque me presenté allí en pantalón de chándal; Michael se horrorizó al enterarse). Allí las botellas colgaban del techo mediante cuerdas de escalada, las botellas de absenta entonaban acentos apagados, y todo exudaba una profesionalidad y un saber hacer de ésos que enamorarían a mi amigo Andriu. Nunca me hubiera permitido semejante gasto, y Penny lo sabe. Ésa es una de las razones por las que hace lo que hace. Corresponder su generosidad es algo a todas luces imposible, así que no me queda más que ser agradecido y esperar a que su ardil estratosférico aterrice en Asturias, donde la esperan sabrosos culetes y fabadas.

La noche no termina ahí, ni mucho menos. ‘No puedes irte de Melbourne sin vivir su música en directo, por mucho que detestes la música en directo’. Penny me llevó a ‘The Corner’, un mítico bar y sala de conciertos al lado de las vías de ferrocarril de Richmond. Los atuendos eran puro rockabilly, y cuál sería mi sorpresa cuando me enteré de que aquel dieciocho de junio actuaba, ni más ni menos, que ¡Wanda Jackson! (Nota: no creo que haga falta, pero para quien no la conozca, esta mujer hizo la transición definitiva entre el country femenino y el rock and roll sucio de Elvis, del que fue novia durante algún tiempo; el arte de la Jackson ha sido denostado muy a menudo cuando su voz inquebrantable y clásicos como ‘Fujiyama Mama’ son apoteosis de cotarro que le hacen a uno la vida más feliz y llevadera). Wanda Jackson tiene setenta y dos años y todavía rockea. Con un vestido rojo que ocultaba el paso del tiempo, y su icónico pelo negro rebotando sobre unos hombros nada femeninos, la Jackson se mantuvo en escena durante más de una hora regalando comentarios impagables (‘Thanks for inviting me to your party, boys…’ o ‘Elvis was a very good kisser, girls… but we were just two spoiled brats…’). Su voz se mantenía milagrosamente joven. Una energía tan sabia como la de los árboles la movía ante nuestros alucinados ojos. Hasta le dedicó un momento a Dios para cantar una de esas canciones de redención cristiana tan habituales en los rockeros. MARAVILLOSO. Para ser sincero, ni siquiera sabía que seguía viva. Enterarme de que no sólo no estaba muerta sino que estaba allí fue cosa de un par de segundos. Penny y yo bailamos mucho y ensayamos algunos de los movimientos que he estado practicando durante las últimas semanas. Pero bailar no es lo mío.

Al día siguiente, en el mercado, no podía hablar de otra cosa que no fuera Wanda Jackson. ‘¿Wanda qué…?’ decían algunos clientes habituales, esperando el típico intercambio de palabras sobre las propiedades del pomelo. Wayne y Snooze me preguntaron si Penny era mi novia. Me parecía ridículo tener que aclarar ese punto después de tres meses de convivencia, así que utilicé mi expresión favorita: “I’m not much into girls”. Wayne me pidió disculpas por haber presupuesto algo cuando no había necesidad de hacerlo. Wayne es adorable. Y también el hombre más apuesto, carismático, intrigante y arrebatador que he conocido nunca. Lástima que no tenga ninguna foto suya para vosotros.

En ‘Garden Organics’ se cocían los preparativos de una despedida algo más exagerada (en el buen sentido) de lo que me imaginaba. Las mandarinas, a 6’90 el kilo, empezaron a anunciarse en español, con un bello cartel escrito por el artista del grupo, Stephen Ives (podéis buscar sus maquetas del nazi y belicoso Winnie the Pooh en el buscador de Google, o sus curiosas piezas de imaginería religiosa). Así rezaba el cartel:

MANDARINAS
6’90 kg
Esta es la última semana de Sergio en Garden Organics.
¡Hasta la vista, Sergio!
A Sergio le gustan las mandarinas.
¡Ánimo España en el mundial de fútbol!

Llevaba algún tiempo soñando con preparar una cena para Wayne y Snooze y sus respectivas novias. Dylan, un joven ingeniero y autor de libros de texto sobre energía solar, también fue invitado a la cena, de una manera un poco accidental pero de la que ahora no me arrepiento lo más mínimo. Los tres son lo mejor que me ha pasado en ‘Garden Organics’. Y así fue cómo el domingo veinte de junio se convirtió en una maratón de cocina no muy alejada del ambiente de tensión insostenible que se respira en reality shows australianos como ‘Master Chef’ o ‘My kitchen rules’. Esperaba la presencia de última hora de otros dos invitados, Alpesh y Priti, algo con lo que Penny no contaba y que cambiaba sustancialmente su receta original de la paella vegetariana. Durante seis horas se sucedieron tortillas, pan casero, arroz con leche de soja y el increíble calvario que puede suponer encontrarle el punto a la alcachofa. Penny y yo nos dijimos cosas horribles, lloramos y nos reconciliamos. Todo muy trágico y muy hermoso. Sus duras palabras minutos antes de la cena dan fe de lo importante que es el mundo de la cocina para los australianos: ‘diles que no tienes mucha experiencia, Sergio; así te harás perdonar’. Sí, cocinar para diez personas es una cosa muy muy seria, algo de lo que nunca me había dado cuenta. Aunque creo que puedo hacer progresos nada desdeñables en este campo, todavía es muy pronto para hacerle una jornada gastronómica a mi hermana y a mi cuñado como regalo de bodas. Tengo mucha práctica por delante. Después de los nervios, no obstante, la cena resultó mucho mejor de lo esperado. Buena comida, vino violáceo, y una conversación fluida y relajante que me acercó mucho más a ese grupo insólito que son Wayne, Jody, Snooze, Evie, Dylan. Decir que son gente de gran corazón es hacerlo extensible a casi todo el espectro australiano, pero he tenido mucha suerte de haber coincidido con gente así. No puedo decir que tenga tanto en común con ellos como con Penny, pero eso al final no significa gran cosa. Todo lo que importa es intercambiar una mirada con alguien y sentirte, durante esos segundos, en el mejor de los lugares posibles. En casa. Y eso es lo que me pasa con mis (ahora ex) compañeros de trabajo. Bless them.

Cuando todos se fueron, Penny y yo tuvimos una conversación que disipó los malentendidos anteriores y que nos acercó aún más si cabe.

Penny: “Cocinar implica mucho tiempo y mucho desgaste. Creo que te has dado cuenta de eso, hoy más que nunca. Y me alegro de que el resultado haya sido gratificante para ti, porque a veces ni siquiera lo es. Imagínate cómo se deben de sentir muchísimas amas de casa en el mundo, después de haber sacrificado todo ese tiempo para alimentar a alguien que no es consciente del esfuerzo que hay detrás. La gente que descarga ilegalmente películas tampoco es consciente del esfuerzo que hay detrás, y creo que eso debería importarte. No veo tanto una solución para ello como una conciliación de acuerdo con el estado actual de las cosas… y ahí entras tú. Tienes que creerte que lo que haces es importante y valioso. Tu arte será significativo para mucha gente en el mundo, y debes reconocer, y defender, el hecho de que necesites a alguien o algo que financie tus proyectos y te dé de comer mientras creas tus historias. Un artista aporta cosas a la sociedad y es importante que luche por una vida solvente. Tienes que comer, como cualquiera. Es lo que los artistas hacen y lo que necesitan para desarrollarse. No puedes pasarte toda tu vida en un mercado porque eso apenas te da tiempo para escribir. Y no puedes permitirte no hacer lo que te hace ser tú. Quiérete más, Sergio.”

Snooze me regaló unos calcetines de los Geelong Cats, que me pondré en la primavera austral de Argentina. Karen, mi jefa, me regaló más calcetines y me pidió que volviese a casa con todos mis dedos intactos. Es muy madre. Dylan me dio una jarra de cristal escrita con rotulador: “IN CASE OF EMERGENCY, BREAK GLASS”. En el interior, cuerdas de las que me gustan a mí con los colores de los Geelong Cats (para quien se lo haya perdido, es mi equipo de fútbol australiano). Wayne no tenía por qué regalarme nada, y no lo hizo. Bailamos juntos (fue totalmente insospechado bailar con alguien tan serio como él, y lo disfruté una barbaridad) la noche en que Jody cantó con su grupo ‘The Shambelles’ en uno de los pubs irresistibles del norte de Melbourne. Con el abrazo de Wayne bajo aquella luz amarilla, tras un lamento dulce por no habernos conocido mejor, interrumpo la emisión hasta la segunda parte de esta triste, realmente triste crónica de mi ‘farewell’ australiano.

Sergio (cantando): ‘Crying… over you… crying… over you…’
Clienta (la última): ¡Oh, that’s an oldie!
I know.
Why do you sing that song?
Because today is my last shift. And I feel like a Roy Orbison’s song.



Sergio. 30/06/10.

miércoles, 16 de junio de 2010

146. La fiesta azul.


Una de fotos. Michael Hart, el compañero de piso de Penny del que ya os he hablado una y otra vez, y la guapísima Sapna, una buena amiga india que me está enseñando a hacer chapatti. Todos llevamos algo azul para la Blue Party, un evento grotesco en el que no duré ni una hora. Me estaré volviendo mayor. O será que las copas en Melbourne están muy caras.







145. El ascenso meteórico del pimiento rojo.


Hola amiguitos.

El pimiento rojo ha subido a la escandalosa cifra de dieciséis dólares con noventa. Todos en Garden Organics estamos indignados y encendidos de ira. ‘This is an outrage’, susurraba mi ama de casa favorita mientras contaba sus monedas. Pero la vida sigue, y con ella los globos propagandísticos que surcan el cielo de Melbourne a las siete de la mañana, las lápidas y obeliscos del cementerio, la parsimonia del tranvía bajo un cielo gris opaco, Matt, Snooze, Wayne, Karen, John…

La terriblemente divertida Penelope Anne Harris me llevó de excursión en el largo fin de semana del Queen’s Birthday. Tuve que pedir un día libre en el mercado, pero después de tres meses creo que ya me tocaba hacer algo de turismo. Y vaya si lo rentabilicé. No sólo nos las apañamos para hacer mil kilómetros de costa y montaña en tres días y sin la típica sensación de fatiga, sino que koalas, canguros, pingüinos y ballenas nos salieron al paso, recordándonos lo amplio y sorprendente que puede llegar a ser este país.

En el lector de CD sonaban Blondie, Sufjan Stevens y Don Bryant. A nuestra izquierda, una de las costas más espectaculares del planeta. La Great Ocean Road empieza a unos cien kilómetros al sur de Melbourne, pasada la ciudad provincial de Geelong y la famosa Bells Beach, donde se rodó la escena final de “Le llamaban Bodhi”, aquella película surfera tan en boca de todo el mundo a principios de los noventa. (Nota: Geelong cuenta con un equipo de fútbol muy resuelto, los gatos de Geelong; me he hecho tan fan que he cometido el sacrilegio de pasarme de Collingwood a Geelong en un abrir y cerrar de ojos; como todos me habían advertido en el mercado, uno nace en Collingwood, pero no se hace; Geelong es un buena opción, y aglutina las simpatías todos los forofos que no tienen a su equipo local en la primera división; por desgracia, el doctor Jeremy Moss me odia desde que traicioné a Collingwood, pero es el precio que paga el ignorante en cultura deportiva autóctona). Pasados los primeros pueblos costeros, con su razonable mezcla de chabacanería y encantos naturales, la GOR se mete en unas curvas imposibles que fueron asfaltadas tan solo a mediados de siglo, con la vista puesta en el turismo del futuro. El mar de Tasmania, en invierno, mezcla oleajes de verde coralino con un azul furioso que me recordaba al salvaje Cantábrico. Una espuma cegadora se negaba a abandonar los riscos y acantalidos más hermosos que he visto nunca.

Penny y yo paramos en Kenneth’s River para ver koalas. El éxito es casi asegurado. Uno tiene que conducir lentamente por una carreterilla de montaña bastante accesible y poner atención en cualquier círculo peludo y gris que vegete inamovible entre las ramas de un eucalipto. Vimos decenas de ellos. El más gracioso fue uno que descendía por un tronco muy próximo al camino, casi en la cuneta. Es difícil verlos bajarse del árbol porque los koalas están siempre colocados y apenas abandonan las alturas (la hoja de eucalipto tiene un efecto narcotizante; siendo como es su base alimenticia, uno puedo imaginarse cómo discurre la vida de un koala). El especímen, justo al posar sus pezuñas en el suelo, se puso a mear y a cagar al unísono. Diez interminables segundos después, su cabeza giró con lentitud para dedicarnos una mirada de desprecio antológica. Ese movimiento de cabeza rivalizó con el de Linda Blair en ‘El exorcista’. Desde que me enteré que un porcentaje muy elevado de koalas son portadores de la clamidia y que casi todos ellos contraen enfermedades venéreas, no es desaventurado considerarlos como una de las especias animales más viciosas y encantadoras que existen. Pero no tan encantadoras como los canguros, desde luego. Éstos se llevan la palma.

Penny se enfureció al ser incapaz de mostrarme erizos autóctonos o, en su defecto, su animal preferido, el wombat. Nunca había oído hablar de él, pero es tan ridículo que tengo que recurrir al buscador de imágenes para convertiros en incondicionales de esta “cosa”.





Varios koalas, canguros y ramalazos de bosque tropical después, Penny y yo llegamos a los Doce Apóstoles, el enclave más famoso de todo el Great Ocean Road. Justamente famoso. A lo largo de cincuenta kilómetros de litoral costero, la erosión verticaliza y pule una cadena de acantalidos naranjas de trazado imposible. Aunque nos tocaron días nublados, eso no restó un ápice de espectacularidad. Los apóstoles son rocas, unas más fálicas que otras, que fueron separadas de la costa hace ya miles de años y todavía surgen del mar como sueños inestables. A eso de las seis de la tarde, cuando ya es casi de noche en este invierno austral, un par de familias de pingüinos surgen como sombras de entre las olas y se apretujan a pocos metros de la orilla para pasar la noche. Sí, pingüinos. En Australia. El mismo país que tiene millares de cocodrilos en su extremo norte.

Los Doce Apóstoles (bueno, ahora sólo quedan seis en pie).


Los Doce Apóstoles presume de corrientes marítimas y por ello tiene un historial infame de naufragios. Penny, que es una gran contadora de historias además de una caminante incansable (bajamos mil veces a pequeñas calas donde, en temporada alta, se producen montajes de ‘La tempestad’, esa obra shakesperiana a la que ‘Lost’ tanto le debe), me puso al corriente de un naufragio especialmente terrible con sólo dos supervivientes, los jóvenes Eve (de clase noble) y John (de clase obrera). La sociedad de finales del siglo diecinueve se enamoró de esta historia y esperaba que los dos afortunados que surgieron de las aguas contrajesen matrimonio. Pero Eve, que había perdido a toda su familia en el hundimiento, sólo quería volver a su Irlanda natal. Penny y yo jugamos a ser John e Eve y corrimos absurdamente sobre la arena, pretendiendo que nuestro pelo estaba lleno de algas y salitre. Penny insistía en ser John, y como es abogada no me deja mucha opción y tengo que acabar cediendo. Con ella siempre me toca ser la mujer.

Una historia más reciente es la del London Bridge, una roca que, cuando estaba unida a la costa, se asemejaba al aburrido monumento británico. El día de 1990 en el que esta roca cedió a la gravedad, una pareja de australianos estaba justo en uno de los lados del “puente”, quedando inmediatamente atrapados en una recién formada isla. Nada que un helicóptero no pudiera solucionar. Sin embargo, en uno de esos giros irónicos del destino, la prensa y la televisión nacionales decidieron darle una cobertura exagerada al suceso, con lo que se descubrió que el hombre y la mujer atrapados en la isla eran amantes, no marido y mujer. No sólo sus familias sino todo el país se enteró de su infidelidad, y estoy seguro que a día de hoy todavía maldicen esa puta roca.

Y por si no hubiéramos tenido suficientes encantos antárticos a lo largo de la Great Ocean Road, la traca final vino con un par de ballenas que acababan, seguramente, de llegar de su migración desde las costas argentinas. No suelen aparecer hasta el mes de agosto, pero ya sabemos que el mundo, sus estaciones y el clima que las condiciona han cambiado irreversiblemente. Estas ballenitas tan majas hacían bfffffff y pffffffffff y shhhhhhhhhhh. Penny y yo las perseguimos hasta donde la vista nos alcanzaba y, acto seguido, gritamos ‘whale!’ como gilipollas durante las siguientes dos horas de carretera con dirección al parque nacional de Grampians (o Garidwer). Allí dormimos en una caravana muy setentera donde el frío esculpía bellas figuras con nuestro aliento. Poco había que hacer, ya que el radiador eléctrico no desfiguraba mucho la temperatura ambiente, así que nos metimos en sendas camas (por llamarlo de alguna forma), completamente abrigados, y leímos el periódico y las noticias del Mundial de Fútbol como dos abuelillas mientras los sonidos del bosque nos recordaban que la noche sería larga e incómoda.

De Garidwer, una de las atracciones estrella del estado de Victoria, vi más bien poco. Por suerte, una panorámica muy afortunada me dio la idea general de este impresionante lugar del mundo: montañas salidas de la nada en inclinaciones sorprendentes, regalando al mundo unos perfiles rocosos que uno podría mirar sin descanso hasta el final de sus días. Australia y sus rocas. Cuántas veces os he hablado de ello y qué poco he conseguido decir. Muchas veces el paisaje es mortecino, de atmósfera inerte (reducto de los incendios que sufrió el sur del país durante la última década), y el elemento natural más vivo de todos es, paradójicamente, la roca, con una sinuosidad y una textura humanas capaces de crear la ilusión de ciudades con sus habitantes, sus dirigentes, sus defensores y sus víctimas.

Entre roca y roca, eucalipto y eucalipto, Penny y yo discutíamos y mi inglés se veía nuevamente forzado a ser más preciso, algo que no siempre es posible y que me impide hacerme entender de la forma en que me gustaría. El tema de la controversia era el arte rupestre aborígen. Le conté a Penny que había visto pinturas en Kakadu que no estaban señalizadas o que no venían indicadas como parte de la muestra turística que se ofrece al hombre blanco. Ella dijo que no debería haberlas visto. Creo que no entendió bien que, a menudo, no era cuestión de verlas o no verlas; uno intenta atrapar en su memoria toda la belleza que tiene en derredor, y no puede impedir toparse con aquello a lo que su curiosidad o su atención le guían. Si hubiera tenido una conversación previa con un aborígen, mediante la cual me hubiese explicado que por motivos religiosos y culturales yo no estaba preparado para ver esas pinturas, tal vez no hubiese hecho lo que hice. No lo sé ni lo sabré. Lo que Penny intentaba decirme es que el respeto de unos valores culturales no puede ser tomado a la ligera, y que no siempre podemos verlo todo. Y tiene razón. La muy cabrona tiene razón casi siempre. Los aborígenes australianos preservan el sistema cultural más antiguo del planeta (más antiguo que los de las civilizaciones mesopotámicas y egipcias), un legado de ritos y expresiones artísticas y concepciones filosóficas que sobrevivió ni más ni menos que a la Edad de Hielo y, más recientemente, a la mortífera invasión británica (aunque ésta última ha hecho todo lo posible por destruirla y casi lo ha conseguido). Muchos aborígenes no llegan a estar nunca preparados para entender todos los misterios de su cultura, ocasionalmente cristalizados en la pintura que persiste bajo las rocas de Australia. Mucho menos el hombre y la mujer que lo observan todo desde la periferia, que no pertenecen ni pertenecerán nunca a ese universo tan necesariamente hermético. Mi énfasis siempre se ha volcado en acceder a lo más escondido y lo más remoto, sin pararme a pensar no ya en las consecuencias, sino en la oportunidad. Carácter imprudente de conquistador. “No podemos verlo todo”.

Penny y yo volvimos de nuestro viaje con los deberos hechos, la sonrisa puesta, la música de Gillian Welch y un atardecer rosa sobre los campos, las ovejas, las granjas, los pinos de Victoria. Recuerdo una sucesión de imágenes que me seducían por su extraña perfección. Dentro del coche hacía un calor falso y reconfortante. Al día siguiente volvería al mercado, volcaría varias cajas de manzanas al suelo y me rascaría la cabeza preocupadamente como en mis mejores épocas. El pimiento rojo volvería a subir. El miedo a equivocarme y a no gustar a la gente a la que quiero serían una triste constante, poco a poco disipada por el efecto balsámico del viaje, del camino. Pero en ese coche, recogido por la generosidad de Penelope, abrazado por la luz que moría en gritos de color a nuestras espaldas, estuve todo lo presente que puedo llegar a estar, y fui muy feliz. Salud, amigos.





Sergio. 16/6/10.

sábado, 5 de junio de 2010

144. El “The end” de ‘Lost’.




Ésta es mi despedida. Sé que ha tardado en cocerse, pero creo que a esta serie se le debía algo reposado y reflexivo. Ha habido voces de todos los colores para esta series finale, no sé si la más vista de la historia pero seguro que una de las más comentadas. La opinión más extendida es que la serie ha fracasado a nivel mitológico e intelectual (explicación de qué es la isla y qué son todas y cada una de las cosas rarunas que hemos visto desfilar por la selva durante seis años) pero no a nivel emocional. Otras alaban el factor sorpresa en el desenlace de la muy polémica línea temporal alternativa. A otros les da igual todo esto y, sin más, se lo han pasado pipa con dos horas de cotarro audiovisual. Yo me quedé con cara de gilipollas y repetí hasta la saciedad ‘What the fuck?’ después de que Jack cerrase su ojo (¿acaso no estaba ese plano final en todas las quinielas?). ‘Lost’ se ha salido por la tangente, y sí, nos ha abierto la boca a todos, para bien y para mal. Los años inflarán o desinflarán el globo de Cuse y Lindelof pero, hoy por hoy, lo que han hecho tiene un mérito comercial innegable y una nostalgia amarga, nostalgia de lo que la saga isleña podría haber sido y nunca fue.





El polvazo que no vimos.

Lo último que comenté fue el episodio ‘Everybody loves Hugo’. Tranquilos, no voy a retroceder tanto en el tiempo ni os voy a aburrir con disertaciones sobre la recta final, pero sí merece la pena destacar el papel que ‘The candidate’ y ‘Across the sea’ juegan en la sexta temporada y en el conjunto de la serie.

Ambos capítulos representan la cara y la cruz de ‘Lost’, esa pugna entre acción inteligente y ausencia relativa de fondo. En ‘The candidate’ vemos cómo el enfrentamiento largamente pospuesto entre el Calvo Maligno y los candidatos de Jacob alcanza su clímax. Son cuarenta minutos extraordinarios donde se mezclan todos los ingredientes clásicos: submarinos, explosivos, muertes apotéosicas, muertes ridículas, fatalidad y un buen soporte dramático en la narración paralela (en este caso, el flashsideway de Jack y John, el más mágico de toda la temporada). Sin embargo, ‘Across the sea’ desató muchas iras y temores (confirmados dos semanas después) de que ‘Lost’ se quedaría precisamente en eso: en un paquete de acción de consecuencias imprevisibles, tanto para el espectador como para los guionistas. Se lanzan los dados sobre un tablero de senet y se avanza. Las reglas cambian a cada casilla porque en este juego vale hacer trampa. (Nota: no es lo mismo ocultar que engañar deliberadamente, y no está de más recordarlo; las reglas que uno mismo pone, también uno mismo las puede transgredir si le da la gana, en tanto que no mienta contando algo que nunca sucedió). En el capítulo de las respuestas lo que se nos ofrece es UNA DISCULPA SUBLIME disfrazada de Madre.

‘Every question you ask will simply lead to another question’.

En la que es, posiblemente, la línea de diálogo más aclaratoria de toda la serie, el espectador se da cuenta de que ni Jacob, ni su Madre, ni la Madre de su Madre tienen ni puta idea de nada. La naturaleza de la religión al desnudo. Me encanta esta conclusión y no he tenido nada en contra de ella. Pero eché de menos una cosa que ‘Lost’ sí ofreció en temporadas pasadas: una reflexión subyugante sobre lo que el ser humano es capaz de hacer en servicio de la fe. Lo que viene llamándose ‘chicha’, y que no tiene nada que ver con cerrar círculos abiertos, sino con hacer de la imperfección algo bonito e incluso deseable. Lo vimos en ‘Exodus’, lo vimos en los vibrantes diálogos de ‘The man from Tallahassee’, en la breve y contundente introducción de Jacob… De ‘Lost’ se podía esperar algo más que una caverna de luz, un pseudo-bautismo a orillas del río y un conflicto pobremente escrito entre el hermano que tiene fe y el que no la tiene. O dicho de otra forma (porque ni la caverna ni el bautismo ni el conflicto fraternal son malos en sí mismos), se podía esperar un entretenimiento que trascendiera el patrón clásico, porque ya habíamos visto cosas muy inteligentes durante el camino. Cierto que casi todas ellas tenían que ver con John Locke o con Ben Linus (sin ellos dos, nunca hubiera visto las seis temporadas completas, nunca), pero eso daba pie a la esperanza.

‘Across the sea’ terminó, y la historia de la isla se quedó en una versión en miniatura de lo que ya habíamos visto ejemplificado en todos los losties (patologías familiares y rebelión versus aceptación del destino). Sólo que esta vez era la historia de Jacob y sucedía hace dos mil años. Y aunque hay cosas destacables en este pequeño clásico de la serie, es una lástima. No la ausencia de un personaje que lo sepa todo y lo quiera compartir con nosotros, no. Es una lástima que el juego no estimule todo lo que debiera en sus últimas casillas, cuando ni siquiera se le pide racionalidad ni coherencia, sólo entretenimiento y avance. Y no estoy ni enfadado ni insatisfecho, porque he intentado adiestrar mis expectativas acerca de lo que ‘Lost’ podía dar de sí. Pero creo, TENGO FE en que las cosas se pueden hacer mejor, sea en la forma de una conversación profunda y trascendente acerca de la isla o a través de conflictos electrizantes entre personajes. ¿Quién no ha echado de menos una pequeña pausa en esta final? Sencillamente, algo que no fuera o salir escopetado de la isla o encarnarse en el candidato-sucesor de Jacob para matar al Malo Malísimo. Porque eso, señores míos, es el ejercicio peor disimulado de “escurrir el bulto” que he visto nunca. Me interesa la isla. No comprender sus misterios, sino hundirme con ellos en una apoteosis visual. Ignorar la isla es una de las cosas menos elegantes (y por qué no decirlo, más cómodas) que se podían haber hecho.

Dicho lo cual, ‘The end’ me gusta bastante. Aunque no lo parezca.

Y dicho lo cual, creo que Sun y Jin se merecían haber echado un polvo antes de morir. QUIERO CREER que se lo montaron en las jaulas antes de que el humo negro hiciese su enésima aparición sorpresa. Así que yo me lo visualizo y yo me lo como. Sun abrió las piernas por última vez y dejó que su marido la penetrase en la esquina de una tórrida celda, en el corazón de la jungla. Luego murieron ahogados, pero por lo menos follaron. Hombre ya.





El despertar.

‘The end’ es un episodio con una dirección y un montaje impecables, sobre todo al principio y al final, y las sonrisas de los Kwon o las lágrimas de nuestra Juliet o la forma que tiene el Hombre de Negro de menospreciar a Jack (“Jacob, being who he is… I expected to be a little more surprised. You are sort of the obvious choice, don’t you think?”) me pusieron muy contento. Pero…

a) Justo cuando pensábamos que Ben había pasado total del rollo redentor, va y se nos pone melancólico otra vez. Ojo, que su escena a las puertas de la iglesia es de las más escalofriantes del capítulo. Pero no tiene ningún sentido que empiece encañonando a Sawyer con su fusil y que luego éste le ayude cuando se le viene el tronco encima. Ah, ¿cómo salió de allí? Como diría mi amiga Penny: “that’s convenient”…
b) Si yo tuviese una serie tan exitosa a mis espaldas y estuviese encarando la última y esperadísima entrega, me curraría un concierto musical totalmente épico, y no un… un… lo que sea que pasó allí en el jardín de los Widmore… despropósito es poco…
c) Que Sayid cruce el umbral del más allá con Shannon y no con Nadia es ridículo. Denota el poco interés que los creadores han puesto en ese personaje, antaño uno de los más carismáticos.
d) El amor no es la única arma redentora. Por eso me gusta Locke; porque él no tiene a nadie sobándole el hombro en la iglesia. Bueno, ni él ni Boone, pero ya me dirás qué importancia tiene Boone para la serie, aparte de haber sido el sacrificio más caprichoso e incomprensible que la isla haya demandado jamás. Digamos que a la isla no le gustan los guapitos.
e) Claire desapareció en el corazón de la jungla poniéndonos a todos los pelos de punta. Su retorno prometía bastante, pero la pobre no ha dejado de ser la eterna madre de Aaron. Todo gira en torno a su hijo, esté o no esté en la isla, y su enloquecida psique apenas ha pasado de la caricatura. La aparición de la señorita Littleton en la finale ha sido, y me duele decirlo, penosa.
f) Una vidriera con símbolos de todas las religiones no es un sustituto de la materia teológica que ha alimentado a esta serie y que deseábamos ver reflejada en la trama del último episodio.
g) ¿Cuántos partos tenemos que ver en ‘Lost’, si además son todos harto cutres?
h) Si lo que hizo Desmond también podía hacerlo Jack, ¿para qué coño sirve Desmond?
i) ¿Cómo hago para poner un final a esta lista?

‘Lost’ ha terminado con todos sus personajes muertos. Pero no de la forma que nos hubiéramos imaginado. Todos mueren porque, tarde o temprano, todos morimos. Tremenda obviedad, y discutible oportunidad la de ver a los losties intentando pasar página (por enésima vez) en el purgatorio. Lo que hubiera sido un perfecto ‘reunion episode’ (un capítulo a modo de epílogo nostálgico que reúne a todos los personajes de una serie cinco o diez años después) ha suplantado el final de la serie más apasionante de la historia. La justificación que más he leído por ahí es ésta:

“Es que ‘Lost’ es una serie de personajes”

¿Y qué serie no lo es? ¿Hubiese dejado ‘Lost’ de ser una serie de personajes si nos hubiesen contado algo que, efectivamente, tuviese que ver con la isla, el único e indiscutible núcleo temático de la serie?

Conversaciones con Penny.

Mi querida anfitriona y amiga Penny ha visto una selección de lo mejor de ‘Lost’, previa a la finale. Creo que soy un poco más objetivo que ella (y tengo un mejor conocimiento de la serie) pero es difícil rebatir sus valoraciones. Si la abogada Penny Harris sabe hacer algo, eso es argumentar.

El día que le descubrí ‘Through the looking glass’, ese clásico entre los clásicos, Penny se enfureció tras ver a Ben ordenando la muerte de los losties que habían sido capturados en la playa (Sayid, Jin, Bernard).

Penny: ¿Por qué hacen eso?
Sergio: Son Los Otros… actúan así…
Penny: ¿Por qué? Para mí no son más que unos asesinos.
Sergio: ¿Es que no puedes empatizar con un asesino?
Penny: Por supuesto que puedo. Pero no con ellos. Matan porque sí.
Sergio: Creen que defienden la isla con lo que hacen.
Penny: Eso es ridículo. Nunca se nos explica por qué hacen lo que hacen. Y así es imposible interesarse por ellos.
Sergio: Si fuera así como dices, los Otros no hubieran vivido en el imaginario colectivo de tanta gente durante seis años.
Penny: La gente tiene un imaginario colectivo muy discutible.
Sergio: ‘Lost’ es puro ‘pulp’. Es como un cómic de acción. Si se detuviesen a explicar todas las cosas que no explican, sería una serie distinta.
Penny: Desde luego. Sería una serie mejor.
Sergio: ¿Qué esperas de ‘Lost’?
Penny: Lo mismo que espero de cualquier historia. Espero un tratamiento inteligente de los temas que se tratan.

Ver ‘Lost’ con Penny ha sido muy refrescante, como podéis comprobar.


Mis diez momentos lostianos. Los que me enamoraron. Por los que siempre recordaré esta serie, a pesar de todos sus estupendos defectos, de los que muchos hemos aprendido y seguiremos aprendiendo.

10.


I never wore pink…
I never voted…
I have never been in love…
I never blamed a boar for all my problems…
I never carried a letter around for twenty years because I couldn’t get if off my baggage...
I never killed a man…


La auténtica, la genuina, la más real subtrama amorosa de toda la serie. Sawyer y Kate en estado puro.

9.

Jack has a bomb.

Who cares?


En una serie grandilocuente me resulta difícil resistirme ante el encanto del reencuentro con Rose y Bernard (y Vincent, el personaje más inteligente de todos). ¿A quién le importan Jack y la bomba y la madre que los parió a todos? Corona la escena un momento de una intensidad dramática que no por subterránea es menos impactante. Juliet, nuestra Juliet, la mujer del estado de ánimo inamovible, tiene una visión de la felicidad y de cómo ésta se le escapa entre los dedos. Su destino no es ser feliz. Para mí, mil veces más duro que la muerte de cualquier otro personaje, Charlie y los Kwon incluidos.

You sure you don’t want some tea?

Maybe another time.






8.





I’m sorry this happened to you.

7.


We’ll have to take the kid with us.

6.




Es muy personal, pero me pareció una escena cojonuda. De ‘Whatever happened, happened’, el capítulo más infravalorado de toda la serie.

5.


You found your loophole.

Indeed I did. And you have no idea… what I’ve been through… to be here.


‘The incident’. El último gran episodio de ‘Lost’.

4.


Penny… you answer Penny…

3.

I will kill you… if I have to…


Jack… you are not supposed to do this…

2.


I can’t lead anyone…



1.



Picture a box. You know something about boxes, do you John? What if I told you that somewhere on this island there is a very large box and whatever you imagined, whatever you wanted to be in it… when you opened that box there it would be… What would you say about that, John?

I’d say I hope that box is big enough to imagine yourself up a new submarine.

Why are you so angry, John?

Because you’re cheating. You and your people. Communicate with the outside world whenever you want, you come and go as you please, you use electricity and running water and guns… You’re a hypocrite. A pharisee. You don’t deserve to be on this island. If you had any idea what this place really was… you wouldn’t be putting chicken in your refrigerator…

You’ve been here eighty days, John… I’ve been here my entire life. So how is it that you think you know this island better than I do?

Because you are in a wheelchair… and I am not.



Unos recobraron la esperanza con los flashforwards… yo con John Locke y Benjamin Linus.


Adiós, Lost, adiós. Y, por favor, no vuelvas nunca. Te queremos así como te has quedado. Imperfecta y hermosa como un mango machacado.


Sergio. 5/6/10.