viernes, 26 de junio de 2009

LXX. El fin del mundo.



Nuestra civilización, de acuerdo al calendario maya, terminará el 21 de diciembre de 2012, al finalizar el decimotercer y último ciclo de 144.000 días que la han compuesto. De todas las predicciones famosas, la de los mayas es la menos estúpida y la más apasionante. La saco a colación debido a la consternación nepalí a tenor del cambio climático. Las lluvias no llegan cuando deberían, lo cual es una tragedia para una población que depende económicamente de un monzón en condiciones. Una humedad pegajosa e irrespirable (aunque nada comparada con la india) se prolonga indefinidamente, agotando muchas paciencias y expectativas de futuro. ¿Qué alimento tendrán más de la mitad de las familias nepalís si la lluvia dura, pongamos, un mes, y no cuatro? ¿Qué agua potable, si viene toda de las nieves cada vez más escasas del Himalaya? Un jaleo. Y ahí los tienes, tan majos, con ese optimismo radical que les caracteriza, silbando el último hit popular mientras sus casas se caen a pedazos y los perros que las vigilan tiemblan y babean en el suelo con la rabia azotando sus entrañas.

Cuesta verle el lado mágico a Kathmandu. Hay que hurgar demasiado dentro, tolerar demasiado ruido, respirar demasiada inmundicia… Una vez superas eso y te acostumbrar a salir regularmente de tu guarida, puedes encontrar cosas sorprendentes. La mayor parte de las viviendas se agrupan alrededor de patios interiores, normalmente reducidos, en los que no falta el altar hindú y el stupa budista, y en ocasiones también la fuente, aunque lo más normal es que haya que ir a buscar el agua a los lavaderos públicos. Apenas llegan ruidos e intromisiones de las calles principales, con lo que el patio se convierte en el núcleo ideal para el cotarro vecinal, la confesión amorosa entre quinceañeras, el juego infantil exento de peligro de atropello, la exclamación tranquila de la vida comunal. Entregarse a hacer un top ten de patios por la ciudad vieja de Kathmandu es apasionante. A veces hay que cruzar negras galerías para llegar a ellos, pero el asombro puede ser mayúsculo, porque hay templos, fachadas y ventanas que permanecen completamente vírgenes y sumidas en el abandono, a pesar de su belleza admirable.

Típica entrada a un patio 'newari'.


Patan, en cuanto a patios, se lleva la palma. Se trata de otra ciudad, separada de Kathmandu por el río Bagmati (tan nauseabundo que nadie diría que es sagrado, el agua es del color del petróleo), tan solo dos kilómetros al sur de la capital. Patan era un antiguo rival antes de la unificación del valle de Kathmandu, como también lo era Bhaktapur, y ambas tienen su Durbar Square o plaza real alrededor de la cual se arremolinan los templos y palacios. La de Patan es impresionante, pródiga también en esculturas eróticas, y alberga un museo en el que merece la pena pasarse un día entero, por lo menos si eres como yo y te quedas veinte minutos sentado delante de cada pieza, mirando todos los recovecos y amortizando tu entrada. El resto de visitas al aire libre se pagan, teóricamente. Yo no tenía ninguna intención de hacerlo, como es natural, no tanto por la oposición hipócrita de los hippies a aportar dinero a la corruptela nepalí, sino porque soy un rata, y punto. Hay un par de lugares estratégicos por los que colarte. El lado malo es que si eres un buen turista y has abonado tu consumición de cultura, te ponen una pegatina en la solapa para identificarte. Yo no encontré ninguna de esas pegatinas en el suelo, así que me escabullí entre los viejos locales para pasar desapercibido. Nada muy arriesgado, allí nadie se entera de nada.

Soy poco receptivo al misticismo budista. Por supuesto que gocé mi visita a la colina de Swayambhunath, donde los stupas y los monasterios se multiplican prodigiosamente bajo las banderas oratorias. Pero me quedé más pendiente de los monos que de otra cosa. Los monos son fascinantes. Los monjes también, a su manera. La religión, de tan hinchada y grotesca, puede llegar a saber como un Nescafé.


Hay muchas cosas que no he visto del valle de Kathmandu y ya me tengo que ir. Muchas. La culpa la tuvo una diarrea, mucho menos apoteósica que las anteriores, pero igual de cansina. La citada Bhaktapur, Bodhnath o el famosísimo (aunque no dejen entrar a los no-hindúes) templo de Pashupatinath, es decir, Siva en una de sus encarnaciones pacíficas. Grandes pérdidas. Pero la más grande, sin duda, es Sagarmatha, el hogar de esos bárbaros sherpas que se comen la carne con piel y todo… y cómo no, el hogar del Everest. Para todo ello hace falta tiempo (mucho más del que se piensa), dinero, actitud ociosa y tranquila. No dispongo de todas esas cosas, a pesar de haber previsto unas semanas más en Nepal. Y es que me han escrito desde Delhi, y al menor indicio de trabajo bien remunerado he de movilizarme.

Fui a la graciosa embajada india de Kathmandu sin saber muy bien qué esperarme de aquella burocracia escondida en un callejón. Madrugé mucho y me convertí en el primero de la cola durante los dos días, no sin verme obligado a defender mi puesto delante de un puñado de indecorosos occidentales. Desde las cinco a las diez de la mañana hay tiempo de sobra para hacer un análisis pormenorizado de todos los tipos de hippies. En el lado de las mujeres, están las madres, ésas que se sacan la calceta del bolso, comparten su fruta contigo y parecen movidas por una bondad a la que es difícil encontrarle el truco. Casi siempre tienen un novio, el Jesucristo, macho nórdico de barba amarilla y mirada angélica tras la cual se esconde un tirano. Las madres no andan solas por ahí. Luego están las zorras, de las que hay muchas, pero no tan variadas. Se las ve venir de lejos. Tienen un discurso siempre en la punta de la lengua y un atributo femenino a la vista. Son las típicas que te piden un bolígrafo e intentan quedárselo porque son guapas y guays. No hace falta ser hippie para eso, pero las zorras son ultra-mega-solidarias a la par que turbias, piden taxi para ir a los sitios, sólo beben café orgánico, cenan filete con patatas y piden porros a las víctimas masculinas que son lo suficientemente bobos como para creerse que su memoria afectiva funcionará a largo plazo. En el punto intermedio, están las enfadadas y los enfadados. Éstos pueden no hacer gala de su nombre a simple vista, puesto que son unos escuchas magníficos y explayan una amabilidad que bordea el ridículo… pero si les tocas los cojones verás el ejecutivo que llevan dentro. Está claro que los enfadad@s querían ser una madre, una zorra y un Jesucristo y se quedaron a las puertas. No siempre se puede ser el discípulo amado.



El señor de la ventanilla de inmigración llevaba una mascarilla que le tapaba todo el rostro, dejando entrever unos ojos tan malignos como pequeños. El primer día no me hizo preguntas. El segundo, me dijo ‘acabas de venir de India’, ‘Sí’, ‘Y ahora te vuelves’, ‘Sí’, ‘Solicitas entrada múltiple’, ‘That’s right’, ‘That’s not right’, ‘Oh’, ‘India es muy grande, no tienes por qué salirte de allí, te doy una única entrada, y punto’. Yo tenía miedo de que no me dieran ni tres meses, pero me han vuelto a dar seis. ¿Qué más me da que no me den entrada múltiple? Ya habrá tiempo para Nepal en los tres años y medio que quedan antes de que se termine el mundo.

Así pues, hoy dejaré el magnífico Hotel X donde vacié mis intestinos, vi la CNN (y una serie de pseudo-filmes de bajo presupuesto tronchantes; en una de ellas, un negro inmenso cogía un teléfono y decía ‘Hello mafia? Yes, mafia. Very well, mafia’), y charlé de banalidades con el borrachuzo escritor suizo. Mención aparte merece el dueño, del que ya os hablé, y que el otro día me contó cómo un dios intentó matarle por no ir a entregarle flores. Os dejo un par de clásicos horripilantes de la propaganda que me han hecho reir a más no poder. Abandono Nepal con mucho optimismo, y espero que mis próximas noticias desde Delhi tengan tino y sepan a estabilidad. Salud.




(Nota: ¿habéis saltado la hoguera por San Juan? Obviamente, dejé a mi querido Manu sin celebrar el fuego a golpe de queimada. Descubrí la magia del solsticio de verano al leer, como buen escolar, ‘La dama del alba’ del señor Alejandro Casona. No recuerdo mucho de la historia; sólo sé que me inspiró a la hora de escribir la que yo, en mi ignorancia, califiqué como ‘mi primera obra de teatro seria’. Se llamaba ‘Cuervos de invierno’ y sólo mi hermana la leyó. Evidentemente, no pudo obviar el hecho de que aquello era ‘La dama del alba’ trasladado a una fecha navideña, pero con el espíritu intacto de San Juan. Qué mala era. La obra, no mi hermana. Pobrecilla. Qué paliza de texto tuvo que leer).

Sergio. 26/06/09.

lunes, 22 de junio de 2009

LXIX. Argumentos superficiales a favor de la gente armada.


Un agua del color del rotulador menos apreciado.
Los perroflautas mojan sus flecos en ese bebedero de ratas, y tocarán la flauta, sí, ‘La lambada’. ‘Cumpleaños feliz’. ‘La Internacional’.
Un militar de aspecto bruñido, afeitado por el barbero de Dios, me toca el hombro con afecto de hermano, no de padre,
me congratula por no vestir ropa holgada.

Un pájaro desconocido despunta en el alambre, a pocos centímetros del cielo.
Ese arma, señor militar, es sorprendentemente grande. Más grande que usted, desde luego. De eso se trata. Le queda muy bien.
Otra palmadita en el hombro, por favor.

Las novias de los perroflautas hacen calceta; dejan los avatares cristianos para los varones, para la progenie centroeuropea que un día querrá imitar el pasado de sus padres y comprará un coche de segunda mano para cruzar el Oriente Medio, cuando Oriente Medio no sea más que una sucesión hiperlógica de polvo y viviendas levantadas con el peor de los gustos, nada que ver con el glorioso casco antiguo de Toledo.

En la mañana gris de los perros, los bulbos, los casi invisibles de tan perfilados bigotes,
nunca llegó a llover del todo.
Ya debería haber arreciado el monzón, me dice otro militar, éste más serafín, más cariñoso que los legionarios de Buddha, pero es cosa del cambio climático, añade, como si el cambio climático no sólo señalase la extinción de todo orden conocido sino la exacta paradoja de su rango,
abráceme, pensé, sólo por mero deseo de sentir su arma, o de compartir esa cercanía al gatillo,
desde luego que me conformé con la palmada, y con el cambio climático, al fin y al cabo, no soy un piojoso perroflauta, de esos que meditan de repente, a tan poca distancia de los inofensivos y accidentales militares.

Voy a comprarme un arma, como la del hombre que vigila la plaza bajo su luz naranja,
y voy a tocarla con tanto amor como si fuera un muslo.
Dormiré abrazado a ella, con un dedo preparado para la marcha de los acontecimientos repentinos,
y los niños no engendrados, sentados en la escalera de emergencia, cantarán algo parecido a una nana, pero que es pura metralla en el cuaderno de sumas y restas.

Ismael. 23/06/09.

miércoles, 17 de junio de 2009

LXVIII. Writer?


Kathmandu me ha obligado a detenerme. Sin preveerlo demasiado, paso casi todo el día en la estrecha habitación del hotel, un lugar muy acogedor y surreal. Mis ocupaciones son diversas y no siempre divertidas. Detenerse puede ser terrorífico, pero merece la pena, aunque sólo sea por esos breves segundos de claridad que aparecen cuando menos lo esperas.

En el libro que debes rellenar y firmar cada vez que llegas a un nuevo hotel, hay una casilla que pone ‘Profesión’. Pueden faltar cosas imprescindibles, como tu número de visado e incluso, en los casos más descuidados, el número de pasaporte, pero siempre debes rellenar la casilla de ‘profesión’. Es difícil completar esa información sin sonrojarte, pues yo no tengo profesión, que sepa. ¿Qué soy yo? ¿Comunicador, tal y como rezaría, supuestamente, mi ridícula licenciatura? ¿Camarero, que es lo único por lo que me han pagado? ¿Director, esa aspiración tan compleja, pero que tanto dice de mí mismo? ¿O escritor, que es lo único que realmente se me podría dar bien, aunque esté lejos de recibir un sueldo por ello? Como veis, una simple casilla plantea un buen número de dudas.

Ser comunicador es un hecho inevitable en cualquier ocupación laboral y en cualquier situación de la vida; no tanto una profesión. Aunque sólo sea por lo mal que se me daba, nunca seré camarero. No soy director de nada, de momento. Sólo soy escritor, y aun así eso es muy pretencioso. ¿Acaso tengo una rutina de escribir? Bueno, he intentando construir algo parecido en los últimos meses. Lo que pasa es que escribir se parece demasiado a una ocupación muy bonita en la que refugiarse cuando no se quieren aceptar las reglas del juego laboral, por escapismo, por ignorancia, por miedo. Escribir, y aceptar estas reglas en forma de trabajo temporal, es compatible, inevitable e infinitamente frustrante. También es frustrante cuando no sabes siquiera si vales para algo tan caprichoso y efímero, dependiente de múltiples variables (esa bella y flageladora inspiración). Con lo cual, ser escritor es algo que sólo podrían decir aquellos que, de hecho, venden sus manucristos y reciben adelantos para crear sus obras magnas. No yo, desde luego. Así que no soy un escritor. Pero dejé de estudiar, por fin, y sé lo mucho que deseaba librarme de todo ello. Así que tampoco soy estudiante. El deseo de auto-trascendencia, o la necesidad que tenemos de una visión positiva y estimulante de nosotros mismos, me hace poner ‘Writer’ en la casilla correspondiente. Todo ello me da vergüenza. Pero también origina situaciones curiosas, como la siguiente.

El regente de mi hotel en Kathmandu es un nepalí fascinante, ex – futbolista, considerablemente adinerado, ligeramente alcohólico, charlatán, amante de las vísceras del búfalo, y con un complejo de ‘mecenas’ que me dejó atónito. A la segunda noche de mi estancia, después de una cena tardía, crucé la recepción con prisa pero la voz de este hombretón rugió desde la mesa que compartía con una pareja presumiblemente europea. ‘Éste también es escritor’ me dijo, señalando al elemento masculino de dicha pareja, un hombre suizo, afectado, con un inglés más afectado todavía. Lo primero que pensé fue ‘este hombre se memoriza todas las profesiones de sus huéspedes, mierda’. Me vi obligado a socializar un poco, por cortesía. ‘¿Y tú qué escribes?’, me preguntó el suizo. ‘Obras de teatro, guiones… a veces… nada que se haya perpetuado mucho o se haya realizado… completamente…’ El deseo de salir de semejante encrucijada es apremiante. Mi interlocutor, cuyo nombre todavía desconozco a pesar de que nos vemos todos los días, tampoco fue muy explícito acerca de sus escritos. Pero él tiene menos miedo a la hora de hablar de su talento. Es envidiable, por un lado, y por el otro es un poco patético. El elemento femenino de la citada pareja, su novia, viaja con él de un lado a otro del globo, recopilando experiencias, hoteles e idiomas, fumando como auténticos posesos, y exhibiendo un forzado interés por todos los desmanes del mundo. Pero no son los primeros intelectuales. El hotel en el que me hallo ha sido oficina de muchos escritores cuyos nombres alemanes he preferido olvidar. Sus libros dedicados duermen bajo el cajón de las llaves. Todos ellos hablan maravillas del regente, y en cuanto le conocen no ven la hora de establecerse allí para escribir y soñar y beber néctar de los dioses. Yo no estoy tan enamorado de mi regente, por muy bien que me caiga. Y se me ocurren mejores sitios para escribir. Pero el caso es que el hombre me trata a mí y al suizo como si fuéramos estrellas, nos invita a cenar, nos atiborra a chang y a licor de arroz, y nos cuenta todo tipo de historias para saciar nuestra sed de anécdotas. Todo esto es muy divertido. Pero no siempre. Porque ‘ese trato de escritor’ es extraño, e inmerecido, y, ciertamente, muy pedante. Conocer al suizo y a su novia, oírles hablar y actuar, contemplar sus ojos encendidos, me hace pensar en lo que nunca en mi vida querría ser, aunque se parezca, peligrosamente, a lo que en realidad soy.

En otro orden de cosas, el valle de Kathmandu despliega un interés que es infinito, y esa es otra de las razones por la que esta parada es tan prolongada. Antes de renovar mi visado indio he decidido dar un poco de tiempo a Nepal, en el caso de que algo interesante suceda. En la única academia en la que se imparte español, o la única a la vista, están encantados conmigo, pero no me llaman. Hace escasos minutos que he escrito un minucioso plano de mi vida, con todos los pros y los contras de todos los lugares en los que me he visto en circunstancias similares a lo largo del subcontinente. La tan soñada Calcuta es una asignatura pendiente, y sigo teniendo una corazonada, pero el tiempo para las corazonadas es cada vez más limitado. De momento, todavía me quedan unas pocas semanas aquí. Mis nuevos hallazgos en el guión me tienen bastante alterado y atento a esa vida paralela, la de la ficción, que si bien puede destruirte, también es la única que puede sacarte una sonrisa cuando te miras en el espejo de tu cuarto y te preguntas, ¿qué carajo haces en Kathmandu, chatín? Por supuesto, sé muy bien que no querría estar en otro sitio, y que no querría hacer otro tipo de vida ahora mismo. No tengo más que pensar en esos breves segundos de claridad.

Sergio. 17/06/09.

LXVII. ¡Cuidado! Este post apesta a cine.


Hace algunos años solía hacer crítica privada de todas las películas y series de televisión que veía. Cuando empecé a poner algo más que estrellas (contagiado por la seducción facilona de las críticas que leía en Fotogramas o en la prensa) me aburría a mí mismo con párrafos horribles y con expresiones copiadas de otros. Todo eso se perdió cuando mi ordenador ardió por dentro y dijo ‘hasta aquí hemos llegado’. Diez años después de mis primeras estrellitas anotadas en un anuario del Círculo de Lectores, me veo en la necesidad de escribir sobre el maratón de cine que me he pegado en Kathmandu. Vamos, que hacía tiempo que no recordaba con tanta viveza esos veranos de tres películas al día. La culpa la tiene un tendero muy amable con una colección de películas sorprendente. Me hice una provisión rigurosa, regateé, compré una garrafa de agua, y me encerré en la habitación del casi perfecto Hotel ‘X’. Este es el resultado.

- Películas contemporáneas.

a) Frozen River. Lo que me gusta de la ópera prima de Courtney Hunt, (una mujer a la que no conozco de nada), es que podría haber sido una obra de género social, de ésas tan en boga, tan parecidas las unas a las otras, tan traicioneramente intelectuales (el mejor ejemplo español lo tenemos en el cine de Gerardo Herrero) y, sin embargo, es un thriller que quiere ser un thriller. Esa es la primera sorpresa. La segunda es que tanto el escenario como el desarrollo de los acontecimientos es inhóspito para el espectador y, por tanto, muy poco predecible. Las heroínas, especialmente la interpretada por Misty Upham, son tan poco convencionales como creíbles. No todo está resuelto con brillantez, pero sí casi todo. Melissa Leo ejerce un poder de atracción y de empatía a la altura de las expectativas (era ella el principal reclamo de una película tan susceptible de pasar por un telefilme; de hecho, Frozen River no oculta una extraña voluntad de parecerse a un telefilme). En tanto que resulta emocionante con un material muy difícil, áspero y poco seductor, me he hecho fan. De Melissa Leo ya lo era antes, pero eso es porque se trata de una tía con arrugas y dientes amarillos, una actriz sin complejos, espléndida.

Melissa Leo, desconcertada.


b) Revolutionary Road. De todas las (pocas) películas que he visto este año, ésta es la más irritante. Casi detestable. No me interesa nada de lo que dicen o hacen unos personajes antipáticos (todos, hasta los secundarios). Compararla con la novela de Richard Yates sería un ejercicio interesante, si no fuera porque no tengo mucho interés en leerla. Kate Winslet y Leonardo Dicaprio tienen sus momentos buenos entre una confusa sucesión de gritos e histeria mal proporcionada y poco inspirada. Tampoco entiendo muy bien los parabienes que ha recibido Michael Shannon por interpretar, con bastante poca imaginación, un personaje totalmente prescindible y en absoluto creíble. La música de Thomas Newman le pega a ‘American Beauty’, a ‘Six feet under’… no a la época del swing y de Nat King Cole. El conjunto (la historia de dos pijos que se creen superiores al resto y que no paran de procrear y pelear y llorar y correr por el bosque mientras se sienten incapaces de abrir un libro por el mero hecho de vivir en Connecticut) es desesperante. Tampoco es fácil ser Ingmar Bergman y narrar los infiernos de la vida en pareja sin que resulte todo lo tedioso que es en la vida real. Con eso no quiero decir que ‘Revolutionary Road’ se parezca a la vida real. Sólo la última (y genial) secuencia lo consigue. Por lo menos, el final no es tan agridulce.

c) Hunger. Esto ya es otra cosa. Posiblemente una de las mejores películas del año pasado, si no la mejor, la primera película de un artista desconocido para mí, llamado (graciosamente) Steve Mcqueen, es asombrosa de principio a fin. ‘Hunger’ habla de la huelga de hambre protagonizada, entre otros, por Bobby Sands, a principios de los años ochenta en la conflictiva Belfast de la era Thatcher. En buena medida es un drama carcelario, pero su estructura no se compromete con nada que hayamos visto anteriormente. El protagonista no se nos presenta hasta bastante avanzada la trama, y mientras tanto asistimos al ritual cotidiano de un funcionario de la prisión y de un par de reclusos. A mitad de película, el director nos ofrece a bocajarro un diálogo de veinticinco minutos (quince de los cuales están presentados en un solo plano general de poderosa sencillez) y que, a la postre, resultan ser los únicos diálogos de todo el metraje. Eso sí, vaya diálogos. Después de este alto en el camino, una impresionante recta final de la que más vale no hablar mucho. Cada secuencia de ‘Hunger’ está bien pensada, es pertinente, contiene una emoción verdadera y accesible. Una de ellas resulta tan escalofriante que, cuando veáis la película, si no la habéis visto ya, sabréis a cuál me refiero. Es física, impactante, a menudo intolerable, hipnótica. Puede que, a veces, el preciosismo no le siente demasiado bien. Pero lo que importa es que Hunger es el mejor cine político que se puede encontrar, siendo muchas otras cosas al mismo tiempo, y de su realización y guión (sobre todo de éste último) se puede aprender muchísimo. No en vano, me la tragué varias veces.

El famoso plano de 'Hunger'.


Películas clásicas.

a) I Vitelloni. Me resulta difícil hablar de una película de Fellini que me vuelva tan loco como ésta y no agotar esos adjetivos que tanto me gustan y que tanto les gustaba a los tertulianos de ¡Qué grande es el cine! (‘maravilloso’, ‘portentoso’, ‘un blanco y negro prodigioso’). En el mejor Fellini, todo es tan real y tan excesivo como la vida misma. Hay material abundante para sentirse identificado con todos los personajes de esta crónica, desde el más crápula al más circunspecto. El más odioso, cómo no, es Alberto Sordi, aunque protagoniza una escena de travestismo y ebriedad muy ridícula con la que es imposible no comprender la tremenda fragilidad de su personaje. El cine italiano solía regalarnos a esos padres que pegan con el cinturón a sus hijos de treinta años, esa separación tan estricta y encantadora entre la ingenua y la puta, ese milagroso retrato hiper-realista de la juventud y, como sólo podían haber ideado Fellini o Rosellini, un inesperado apunte sobre el submundo (en este caso, el submundo homosexual, representado por un viejo actor de provincias que intenta llevarse al dramaturgo Leopoldo a lo oscuro). Corona la película un final tan impagable y tan cercano a mi realidad actual que no pude evitar uno de esos patéticos temblores de boca.

b) Leave her to heaven. Este es el primer melodrama de John M. Stahl que veo, y no podía haberme divertido más. La madre del ochenta por ciento de los telefilmes actuales, Leave her to heaven o ¡Que el cielo la juzgque! es la historia de una psicópata ejemplar que no puede controlar el peligroso caudal de su amor. Hay dos escenas de villanía que, lamentablemente, ya conocía de antemano. Pero una cosa es conocerlas y otra muy distinta es ver a una ultra-maquillada Gene Tierney poniendo caras. La película salta de una mansión lujosa a otra, ahorrándonos con bellas tarjetitas explicativas los trastornos del desplazamiento. En cada uno de estos escenarios se llevan a cabo unas cuantas fechorías veladas. Yo prefiero, sin duda, el primero de ellos, por ser una introducción de personajes y de conflictos muy taimada, perfectamente expuesta, y tan saturada de color como una macedonia de frutas. La (inagotable) galería de vestidos e interiorismo tronchante ha convertido a esta película en una favorita del cine de sensibilidad homosexual, el destino de casi cualquier melodrama de la época. Es una pena, porque el espectador viril también puede hallar mucho disfrute en esta obra de arte sobre la maldad en su estado más frívolo.

La malvada Gene Tierney se esconde tras literatura barata.


c) The Ox-Box incident. Amo el western en blanco y negro de los años cuarenta, especialmente el que está escrito por Lamar Trotti y dirigido por William A. Wellman. El resultado de esta colaboración se puede rastrear en ‘Yellow sky’, una película expresionista de alto e indisimulado contenido sexual, y en ésta que nos ocupa, más ocupada en servir de telón de fondo a la Segunda Guerra Mundial. The Ox-Bow incident es la historia sencillísima de un linchamiento. Un par de forasteros llega al saloon de rigor, piden whisky, se enteran de los cotarros y se pelean un poco. Entre medias, un chiste a costa de un cuadro erótico que cuelga sobre la barra (la seña de identidad de Trotti). En la siguiente secuencia, todo se precipita ya hacia el nudo, que es la persecución y acoso de tres inocentes que resultarán víctimas de un fanatismo pocas veces visto en el cine. La subtrama amorosa apenas importa y podría haber sido eliminada del montaje final. De hecho, son los errores en la edición los que perturban uno de los clímax más importantes de la película. Ignorado eso, The Ox-Bow incident es la perfección en setenta minutos, la gloria narrativa del western en su vertiente más humana, con un impresionante Henry Fonda, al que da gusto verle beber whisky, y un sorprendente Anthony Quinn, rezando el Padre Nuestro más desastroso de la historia. Como regalito, unas cuantas perlas de ironía homosexual. Puede parecer que me lo invento, porque no hago más que hablar de homosexualidad latente, pero os invito a que me lo rebatáis. Toda explosión de hombría viene acompañada de su contrario.

Un plano sobrecogedor en 'The Ox-Bow incident'.


También he vuelto a ver dos películas de Dreyer, pero yo de Dreyer no sé hablar. Dudo que todo este desvarío tenga algún interés, pero como responde a una necesidad personal, me da igual. Harto decir que fui muy feliz en la compañía de estas películas y de mi garrafa de agua. No hay prácticamente nada en el mundo que me haga tan feliz.

Sergio. 17/06/09.

jueves, 11 de junio de 2009

LXVI. Bandipur no es un detergente.


Pero podría serlo. Bandipur es el epítome de la belleza nepalí. Un milagro. No es nada fácil encontrarse con un sitio tan bien gestionado como este. Por norma general, todos los edificios tradicionales con más de doscientos años están a punto de caerse y les crece maleza en cada esquina. En Bandipur, los edificios más antiguos son pensiones rehabilitadas con mucho gusto, y apenas hay una sola disonancia entre lo viejo (que es lo predominante) y lo nuevo. El (reducido) turismo está confinado a una sola y magnífica calle, el Main Bazaar, donde los perros duermen, las viejas se peinan las unas a las otras, cantidades ingentes de niños juegan a la gallinita ciega, y la vida se manifiesta con la mayor ingenuidad posible. No es extraño que, en Bandipur, uno se sienta invadido por unas lágrimas que no terminan de aparecer. Este es el pueblo más bonito del mundo. Una genuina y casi cegadora radiografía de la felicidad.

El partido comunista nepalí, los célebres maoístas, cuentan con muchos devotos en este tipo de pueblos. Tuve la misma impresión en Tansen, cuando vi las primeras manifestaciones con antorchas, como si se tratase de una Santa Compaña. Bandipur no disimula su apoyo y viene a ser como un Lekeitio en Euskadi. Harto decir que los maoístas no han hecho una al derechas (nunca mejor dicho) desde que se pasaron a la lucha armada. Entre sus geniales ocurrencias destaca la de cerrar todo tipo de centros educativos, únicos núcleos de prosperidad para las zonas rurales. Por el otro lado, la corrupción del gobierno central deja a los maoístas como simples aficionados en el campo de la extorsión y la tortura. Al menos, éstos han apelado a Naciones Unidas para que medie entre los dos bandos. El gobierno nepalí, en cambio, se niega rotundamente a mantener un diálogo con los terroristas. Como si ellos no hiciesen terrorismo.

La gerencia adormilada del Bandipur Guest House me ofreció un dormitorio con vistas al paraíso por el módico precio de doscientas cincuenta rupias (un euro son 106 rupias nepalís). Desde la pequeña terracita adosada, pude disfrutar de una luna llena inmejorable y de algunos cigarrillos Surya. Mis otras ocupaciones (cuando no estaba deambulando por las calles sin iluminar, vislumbrando las techumbres de las casas a través de las ventanas, o bajando y subiendo laderas con la obstinación de quien se cree un montañista) se redujeron a escribir, a leer ‘The devils of Loudun’ de Aldous Huxley y a ver algunas de las pelis que adquirí en Pokhara. De la reescritura del guión, definitivamente convertido en un western teológico (a saber qué coño quiere decir eso), hablaremos en otro momento. De la novela-ensayo de Huxley hay mucho que cotarrear y, como podéis ver, sigo obsesionado con la literatura de posesiones. La película ‘Madre Juana de los Ángeles’, de Jerzy Kawalerowicz, es una versión de este relato, más apoyada en los hechos reales que en las tesis de Huxley acerca de las monjas histéricas-endemoniadas de Loudun. Hay otra versión de Ken Russell que no he visto, pero que tampoco me apetece mucho ver.



De mi vuelta al notable hábito de ver cine, he de comentar lo siguiente:
a) Milk. En general, ha sido una sorpresa agradable. Gus Van Sant consigue lanzar algunos mensajes en clave dentro de una dirección destinada a ser vibrante y entendible. Nada de planos eternos. Me gusta mucho el primer encuentro entre Sean Penn y James Franco, y su delirante momento musical, muy al estilo de la maravillosa ‘Mi Idaho privado’. Las tensas relaciones entre Harvey Milk y Dan White (interpretado por Josh Brolin) también están filmadas de forma muy original, casi onírica. Pero, ¡ay!, el guión es muy mariquita, y hay tantos momentos gratuitos y tan poca cota de lesbianismo (ni una sola mujer en las manifestaciones de San Francisco, sólo la dicharachera secretaria de Milk y una travesti que anda por allí, siempre la misma) que uno no deja de preguntarse por qué el cine de temática homosexual es tan auto-complaciente. Que Sean Penn esté bien no es nada nuevo. Que lo esté James Franco, sobre todo en la secuencia en la que echa a todo el mundo de su casa para cenar a solas con su novio, es algo más revelador. Pero el jefe de la función, para mí, es Emile Hirsch, con una concienzuda pluma que me cautivó y me hizo reir en numerosas ocasiones.

Emile Hirsch en 'Milk'. Un actorazo.

b) Doubt. Un poco decepcionante. Cuando una película depende así de sus intérpretes, el clima que se crea es enrarecido y hasta agobiante. No ayudan unos decorados horrorosos y una dirección empeñada en jugar con angulaciones de cámara que no tienen nada de atrevido ni de sugerente. Uno se pregunta por qué tanta recreación en personajes accesorios y en atmósferas eclesiásticas, cuando el bacalao lo cortan cuatro personajes (que bien podrían ser laicos), y a ello debería reducirse. Si se va a adaptar una obra de teatro, creo que habría que intentar ser lo más teatral posible, para que así el cine se vaya colando por todos los rincones. La operación inversa es arriesgada. Sidney Lumet no salió de la casa del señor y la señora Tyrone cuando adaptó ‘Largo viaje hacia la noche’. ¿Por qué tendría que hacerlo? ¿O es que la historia no genera la confianza necesaria? Hablando de espacios reducidos…

c) Lifeboat. Esto es una obra maestra. Descubrir una película de Hitchcock en una tienda de Khatmandu me produjo un fuerte cosquilleo que luego, durante el visionado, se convertiría en orgasmo. (Todas estas películas cuestan un euro; evidentemente, no me he lanzado a rehacer una colección de cine que ya no tengo ningún interés en perpetuar; es posible que todos estos dvd acaben en manos de algún nuevo amiguito asiático). Lifeboat, como muchos ya sabréis, y si no el mismo título lo indica, sucede íntegramente en un bote salvavidas, después de que un bombardero alemán fulmine un barco de mercancías americano. Pasando por alto el panfletarismo que alguien se puede esperar de una película aliada en plena Segunda Guerra Mundial, el retrato de los supervivientes y el equilibrio de fuerzas entre uno y otro es tan abrumador que la hora y media de metraje pasa volando sin que te dés cuenta. Cortesía de la casa es uno de esos guiones llenos de ironías ocurrentes, más aún si están puestos en boca de Tallulah Bankhead, una presencia cautivadora. Os invito a que os descojonéis de risa con esta mujer, porque no se puede tener más tino. Imposible. Por debajo, pero siempre muy cerca de la superficie, varios conflictos morales y un terrorífico retablo de la condición humana, a menudo mucho más naturalista de lo que cabría esperar en un producto comercial de la Fox (hay una escena de linchamiento que pone los pelos de punta). Walter Slezak, como el ‘prisionero’ nazi que viaja a bordo del bote, regala algunos momentos ambiguos que están muy bien pensados desde el papel. Una genialidad.

Tallulah Bankhead: 'algunos de mis mejores amigos son mujeres'.

Por fin he llegado a la capital de Nepal. Mis últimas horas en Bandipur me las pasé trotando como un cabritillo y viendo pedazos de Himalaya que se recortaban en el horizonte, desde lo alto de una colina que, con sus altarcillos, banderolas y campanas, parecía más un montículo sacrificial que un mirador. Hacía tiempo que no veía a tantos niños jugando, pero vencí las ganas poderosas que tenía de quedarme allí y cogí otro de esos autobuses tan majos que tarda tres horas en hacer cincuenta kilómetros.

Mis primeras impresiones de Khatmandu no pudieron ser más sorprendentes. Para tratarse de una capital, me sorprendió encontrar una habitación con baño por tres euros, con vistas al casco antiguo. El primer anochecer fue asombroso. Ese complejo abarrotado de templos y dioses que es Durbar Square se ilumina con las luces de las motos y con el fuego de los puestos de comida callejera. Las parejas y los grupos de amigos (y también pequeñas soledades leyendo el diario, haciendo solitarios o jugando al ajedrez con sus compañeros invisibles) se sientan en las plataformas que ascienden a las pagodas, muchas de ellas adornadas con explícitos relieves pornográficos. Es curioso que un país que condena el coito anal exhiba tantas obras de arte con el coito anal como protagonista absoluto. Las filigranas sexuales talladas a los pies del dios (magníficas masturbaciones, orgías, acrobacias, zoofilia) flotan como ánimas sobre las cabezas de las niñas que lamen su helado y sobre las calvas de los santones hindúes. En los alrededores, las plazas son explosiones de vida con sus lavaderos públicos, en torno a los cuales una rutina de altares, stupas, comercios familiares y humos diversos asciende y desdibuja el fascinante desequilibrio de las fachadas. Se organizan cine-clubs en las cantinas, donde un nutrido grupo de chicos y chicas (en Nepal no hay tanta división sexual) ven películas como ‘Apocalypto’ y comentan todas las jugadas. Khatmandu también es un depósito de contaminación al estilo de las ciudades indias, y un diez por ciento de la población no sale a la calle sin su mascarilla protectora. Menos mal que yo ya tengo la mía.
Mi favorita. Sin palabras.

No sé muy bien qué va a pasar a continuación. Podría renovar mi visado y volver a Delhi, o a Calcuta. Eso era lo previsto. Que Nepal fuese tan de traka y, con una abrumadora diferencia, el país más hermoso que he visitado nunca, tampoco estaba previsto. Veremos cómo se arremolinan los vientos. Y para terminar… Dos seguidoras de este blog y buenas amigas de un servidor cumplirán años: Bárcena y Bego. Desde aquí mis felicitaciones. Se os echa mucho de menos. Y perdonad olvidos y despistes, en general. A veces me acuerdo de cosas, y a veces no. A veces las moscas vuelan y otras veces se quedan pegadas a la bombilla. Salud.

Sergio. 11/06/09.

sábado, 6 de junio de 2009

LXV. Una invitación.




Hay productos del subcontinente asiático que no he mencionado todavía, y de los que estoy muy a favor:

a) Maaza. La madre de todos los refrescos es esta delicia de mango que Coca-Cola no ha tardado en agenciarse. Conocí a una pareja australiana que, aparte de hacer constantes alusiones a su ajetreada vida sexual, también sacaba tiempo para alabar las virtudes de Maaza (pronunciado ‘maaya’) e improvisar eslóganes como ‘No sin mi Maaza’. Nada original, pero esto da una idea de la pasión que desata este líquido naranja.
b) Mirinda. El otro líquido naranja que causa furor es esta bebida que, al parecer, triunfó en España allá por los años setenta / ochenta. En India y Nepal la Mirinda está presente en cada esquina. Yo no la he probado, por esto de que sólo bebo agua para ahorrar.
c) Dhal baat. Esto es, prácticamente, lo único que se come en Nepal. Es muy parecido al thali indio, pero más austero. Tan solo el arroz, el dhal (una sopa de lentejas) y las verduras. Si se estiran, te dan más variedad de verduras o pickles, que es una salsa picante. El curry de carne o pescado es un lujo. La variedad escasea en este país, y si vas a ir a un sitio remoto no esperes encontrarte otra cosa. La gente que pasa semanas en el Himalaya acaba del dhal baat hasta los huevos.
d) La guindilla. Este producto tan majo es el snack favorito de los nepalíes y de los indios del norte. La sirven junto a algunas rodajas de cebolla o un poco de limón. Las hay que pican mucho y las hay que te hacen vomitar o tambalearte del ardor. La guindilla fue un gran protector contra la malaria allá por la primera mitad del siglo XX, y las nuevas generaciones le siguen venerando un comprensible cariño.
e) Odomos. El repelente de mosquitos preferido por una comunidad consternada ante la masiva expansión de estos molestos y trágicos seres (un mosquito necesita la sangre para poder poner huevos, lo ignoraba). No aceptéis imitaciones. Odomos es lo que debería ofreceros cualquier establecimiento. No sirve para nada, pero crees que sí, y esa victoria psicológica frente al mosquito ya es una batalla ganada.
f) El caldero. Lavarse con calderos es una cosa bastante vivificante.



La carretera que une Tansen con Pokhara es uno de los recorridos de montaña más seductores que se puede imaginar, y con más curvas que la antigua carretera de Villaviciosa, ésa que tanto hizo vomitar a miles de playeros astures. Me hacía mucha gracia ver cómo los asientos del autobús se desencajaban ante cada tumbo. Como en India, todo parece que está a punto de llegar al límite de la catástrofe, pero éste nunca es sobrepasado. La temeridad de los conductores se cruza con una pericia fantástica. Mientras tanto, el paisaje se recrea en montañas de laderas escalonadas, gracias a unos intensos arrozales en distintos niveles, y en una vegetación antropomorfa en la frontera del sueño. Ya le voy pillando el gusto a estos viajes. Junto al conductor, uno o dos reclutadores de pasajeros viajan con casi todo el cuerpo fuera del autobús y dan palmadas al trasto como si se tratase de una mula vieja.



Pokhara es la pirámide del Machhapuchhare y unas cuantas cosas más que están muy escondidas. Extendida a lo largo de un valle magnífico, esta alternativa turística a Katmandú está muy próxima a los distintos Annapurnas, algunas de las montañas más altas del mundo, y eso lo convierte en un apeadero de montañistas, tibetanos refugiados, hippies, drogadictos y curiosos. La citada pirámide es una formación rocosa sobrecogedora que parece más alta que sus compañeras, cuando en realidad se trata, únicamente, de la montaña más próxima, pero tal vez la más singular y bella. Cuando las nubes invernales nos hacen el favor de ver un rastro de su silueta, toda la ciudad parece rendida a sus pies. A unos 1600 metros de altitud, en el mirador de Sarangkot, las vistas son tan excepcionales como puede uno imaginarse, pero siempre tengo el mismo problema con la excepcionalidad: me siento incapaz de percibirla, o me pongo muy nervioso con ella. Prefiero observar a los polluelos escondidos en el plumaje de sus madres, cositas simples. De camino al Sarangkot, los habitantes de esas alturas no se cansan de ofrecerte la marihuana que tan libremente crece por doquier. Me encantó una breve visita que hice a una estación de radio, en la que un cantante folk nepalí (o cantante‘fol’, como diría mi amiga Bárcena) me dedicó unos pocos segundos de música a capela. La verdad es que si me pongo a narrar todos los encuentros, no paro. Quedémonos con unas chicas muy percaleras que se acercaron a mí y me dijeron ‘Hola, somos tres hermanas, Ganga, Budinya y Sarek, ¿quién eres tú?’. Parecían una aparición de cuento romántico, de éstas en las que las hermanas acaban o bien despedazándote o bien repartiéndose tu sexo. No sucedió ninguna de estas cosas, por mi bien y por el suyo. Pero hablamos un rato y su ardil me pareció admirable. Las mujeres nepalíes son bellísimas. Los hombres son muy poco estimulantes.

Pokhara está a orillas de un lago llamado Phewa Tal, cuyas aguas lamen con sensualidad unas colinas que se asemejan a garras en reposo. Cerca de esta bella visión, los nepalíes hacen su agosto con sus pashminas y los tibetanos ofrecen mantras y momos, que vienen a ser como empanadillas rellenas con un inconfundible sabor a nada. Me fui a la búsqueda de alguna película ilegal que pudiese saciar mi sed; que mereciese la pena, o las ciento cincuenta rupias nepalíes que costaba, sólo ‘Milk’, de Gus Van Sant, lo que no dice gran cosa de la colección que se me ofrecía. No creo que sea muy horrible, y me hará muy feliz ver algo de cine. También hallé un número de las aventuras de la Reina Sofía que consideraba agotado, o extraviado, o incluso inventado por algunos oportunistas; pero existe. Se trata de ‘La Reina Sofía y el matasuegras silencioso’, todo un clásico de la época previa a la censura. En cuanto vi el plástico alrededor, supe que el precio sería desorbitado, y no me equivoqué. Fue doloroso abandonar a su suerte tan magno ejemplar.

Aquí empieza el invierno y las tormentas arrecian a primera hora de la mañana. Suelen ser bastante monstruosas (va a ser difícil borrar la imagen de un rayo blanquísimo golpeando las aguas del Phewa Tal). Mi próximo destino, antes de llegar a Katmandú, es Bandipur, un buen lugar para admirar arquitectura tradicional y pasar la noche, como lo fue Tansen. Sigo sin posibilidad de tener cámara fotográfica ni de volcar los (pocos) vídeos que tengo (cortesía del Windows Vista, que no ha hecho buenas migas con mi cámara). Algún interés, no obstante, se desprenderá de estos relatos. Ayer, por ejemplo, hablaba con unos nepalíes de lo que habían sido mis últimos meses y de mis búsquedas de trabajo. Estaba contento de no notarme cansado al repetir la misma información una vez más. Uno de los asistentes me dijo, ‘¿por qué nos mientes?’. Primero me quedé asombrado, y luego me ofendí. Sin embargo, acabé comprendiendo que tenía razón. Aunque no hubiese mentido en nada (no había necesidad) tampoco había dicho ninguna verdad. Mostrarte tal y como eres a través de las palabras y de la actitud es casi un milagro, aunque la otra alternativa sea cerrar la boca para siempre o vivir aislado del mundo (no es una mala alternativa). En medio de mi silencio posterior, alguien pareció decirme: ‘tómatelo como una invitación a no mentirte a ti mismo’.

Sergio. 06/06/09.

martes, 2 de junio de 2009

LXIV. El bambú, al agitarse con el viento, hace ‘tttttppp’.



Hola, amigos y amigas. En episodios anteriores de ‘Miss Kalashnikov’:

(Música de suspense insostenible).

- ¡No hay manera de ir a Kolkata hasta el 10 de junio, que es cuando termina mi visado!
- Mi carácter es proclive a perder un tiempo precioso en pensamientos atormentados.
- Cuando pueda levantarme de la taza del váter, iré a Nepal.

Podría haberme quedado, muy a gusto, en la taza del váter, pero no era plan. Así que cogí el autobús a la frontera y empecé a codearme con nepalíes. Mi compañero de asiento me regaló una mascarilla para la polución, lo cual fue todo un detalle. Otro compañero, el de la fila de al lado, estaba empeñado en que yo fuera su hermano pequeño. Deshacerme de él me costó un huevo. En el camino, los militares nos pararon dos veces y me hicieron abrir la maleta para demostrarles que no llevaba conmigo drogas, ni explosivos, ni discos de Soraya Arnelas. Esta intrusión indignó a casi todo el autobús, pero de una forma discreta. A la noche, el conductor puso música a toda hostia, supongo que para no quedarse dormido, y yo viví las horas restantes de viaje en una especie de vigilia alucinatoria influida por el calor, las terribles caravanas de camiones y el aroma a musical psicotrópico que surgía del lector de CD. Menos mal que tenía mi nueva mascarilla conmigo.

Banbasa es uno de los pueblos fronterizos con Nepal, apenas una calle principal muy de western, con sus hoteles, saloons y catres de madera. Un carromato tirado por un caballo nos llevó hasta el otro lado, cruzando un bosque bastante atípico y sucio. Es curioso cómo esa sensación de que todo está invadido por las bolsas de plástico desaparece en Nepal. Mahendanagar, el primer pueblo con el que te topas una vez cruzada la serena y bellísima frontera (la hora del amanecer tuvo mucho que ver), es un núcleo urbano igual de destartalado, pero sorprendentemente limpio. Ni siquiera las heridas de la insurgencia maoísta parecían alterar una armonía desconocida para mí. Me aventuré en el interior de un hostal barato y vi por la tele la victoria del Barça en la Champions. Luego vi cinco minutos del show de Benny Hill en una cadena local y me quedé profundamente dormido.


Unas horas antes de Mahendanagar me había topado con un jovencito de mi quinta, dientes destrozados por el tabaco de mascar y gesto cansado, un chico que se movía por la caseta de inmigración como Pedro por su casa. Le pregunté, derrengado, ¿sería posible utilizar el cuarto de baño? (seguía cagándome, evidentemente), a lo que él contestó, claro que sí, es tu cuerpo, no el mío. Ese fue el comienzo de una coreografía de visitas al excusado y trámites de visado que terminó con el muchacho, Kesab, planificándome un alto en el camino en el pueblo de Bardia. Yo no estaba muy convencido, pero el caso es que necesitaba pasar unos días en un sitio tranquilo donde pudiese hacer mis lavativas a gusto, y poco puedo hacer en Katmandú hasta el once de junio, que es cuando debo renovar mi pasaporte a la India. Así que cogí otro autobús a la mañana siguiente y me dirigí a un incógnito y estimulante nuevo destino en la desconocida geografía nepalí. Kesab, que venía conmigo, apenas me dio conversación. El viaje se hizo, de esta forma, muy ameno, a pesar del increíble número de mujeres que se subían al autobús con los ojos inundados en lágrimas (Kesab decía que a las pobres les daba mucha pena despedirse de sus familiares, pero las tías se tiraban horas con la llantina). En una ocasión, los militares nos hicieron bajarnos del techo del autobús, algo completamente estúpido, pues todo el mundo viaja en el techo. Por alguna razón en especial, no soportaban ver a un blanquito ahí arriba, o tal vez querían demostrarme quién mandaba allí.

Estas chicas son de traka; te las topas en todas partes.

Nepal es ligeramente caluroso durante el día (al menos en las llanuras del sur, el llamado Terai) y bastante frío por la noche. En general, es un lugar de clima soportable, casi benigno, y el paisaje es radicalmente distinto al de la inmensidad desértica del norte de India. Arrozales del color de la lima y un suelo fértil se extienden a ambos lados de la autopista, que no es más que una carreterilla mal asfaltada. Por su parte, los nepalíes son unos seres risueños de piel morena y ojos rasgados. De todos los que he conocido hasta el momento, un tal Jack me ha llamado la atención de forma poderosa. Se trata de un jovencito con un altísimo concepto de sí mismo, tan alto que ni siquiera resulta arrogante. Empezó limpiando letrinas a los diez años, y con veinticuatro ya mantiene a gran parte de su familia y paga la educación secundaria de algunos vecinos de la zona, lo que no quiere decir que le sobre dinero para comer. Sabe muy bien cuáles son los vicios de su país, entre los que él condena, especialmente, a una clase media psicológica y peligrosamente anclada en un pasado glorioso. Le enerva, claramente, que sólo los funcionarios del estado reciban pensiones en Nepal. El resto se entregan a los créditos bancarios durante toda su vida. ‘¿Y qué tenemos cuando llegamos a viejos? Deudas. ¿Y qué hacemos entonces? ¿Suicidarnos?’. Este comentario me trajo a la memoria el suicidio del hermano mayor de Irumban, y la multitud de sogas escondidas entre las ramas de los árboles de Kerala.

Bardia es un regalo que te da la vida, y es difícil experimentarlo de otra forma. La sensualidad de este pueblo remoto y salvaje no tiene siquiera comparación con mis días en Kerala. En una aldea muy parecida a la de ‘El libro de la selva’, los tharu viven plácida y miserablemente en sus resistentes chozas de adobe, con sus búfalos, sus cerditos y una generosa naturaleza que les asiste y les destruye. El nuevo turismo enfocado al Parque Nacional colindante ha traído un mínimo de prosperidad y muchas rencillas económicas entre los vecinos. Esto no es visible, pues la impresión general es la de estar flotando en un paraíso demasiado exuberante como para ser real, donde la gente apenas susurra un ‘Namaste’ y los caminos son engullidos por el indescifrable diálogo de los pájaros y los rugidos lejanos de los elefantes. A la noche, las luciérnagas extienden el brillo del firmamento por toda la tierra. No hay un solo momento que no sea mágico.


Fui la única persona en una delicada línea de cinco chozas enfocadas al turismo. Regateé un poquito y mis días allí resultaron económicos a la par que silenciosos, si bien nadie perdió la oportunidad de ofrecerme mil visitas guiadas para ganarse algún dinero. Es lógico. No obstante, cuando llegué tenía otros intereses en mente. El primero era recomponer mi estómago. El segundo era retomar la escritura después de un mes algo rancio. Esto último me ha traído nuevas alegrías, ya que la impresión de vivir en un western nepalí me ha hecho enfocar mi historia en unos cánones narrativos más clásicos. Es divertido, es posible, pero todavía me siento muy inseguro al respecto. Por otro lado, la chavalería de la zona me subyugó desde el primer momento. Juntos compondrían un gran formato televisivo, ‘Sexo en Nepal’, en el que las confidencias picantes de un grupo de voraces muchachos harían chillar de espanto a Carrie Bradshaw. Comparados con éstos, mis amigos del Teto’s Brothers Club parecen monjas ursulinas, aunque la vivencia nepalí del sexo sea muy medieval. Los tharu follan como descosidos, a poder ser dos o tres veces por noche, con quien sea (joven, casada, vieja) y en todo tipo de circunstancias oscuras. Las discusiones giran en torno a qué nuevo prostíbulo han abierto en las cercanías. La religión no parece ser algo tan coercitivo, aunque la proximidad de la jungla es una influencia evidente. Todos hablamos como los pájaros que viven a nuestro lado. Es lamentable que yo no tuviera chistes verdes que compartir con ellos, aunque intenté corresponder su simpatía con alguna mentira absurda. Me encantaría vivir en Bardia, si no fuera porque Kesab y compañía son peores bebedores que Kiran y compañía y acabarían forzándome a alternar en un ‘massage house’, algo a lo que casi ningún varón nepalí, me temo, es ajeno.

En las últimas noches hubo fiesta en otro de los albergues circundantes, una de estas ocasiones en las que un hostelero avispado invita a los juglares ebrios de la zona para entretener y estimular la condescendencia de los turistas. Allí conocí a dos playboys franceses, mortalmente aburridos, bellos, traicionados por sus pretensiones. Ambos estaban muy interesados en dos chicas chilenas. A mí me dejaban hablar con la fea, pero sólo un poquito. Qué asco de gente. Cuando me refugié con los nepalíes (agazapados con sus cervezas en una sombra del jardín), éstos no paraban de hablar de lo detestables que son los occidentales cuando vienen y alardean de lo mucho que saben de la jungla. Ciertamente, es muy patético. Este tipo de experiencias me hacen todavía más insensible al trato con los turistas. Si me encontrase con algún ser medianamente humilde, no con trovadores-intelectuales-deportistas ostentosos-sociatas de palo, otro gallo cantaría. Por ello y por otras cosas, creo que estoy perdiendo la facilidad de palabra. Últimamente sólo pienso en lo que podría escribir y ya no hablo nunca. Creo que ya no sé hablar. Aunque tampoco ando muy fino con lo de escribir. La triste verdad es que no tengo nada que decir.

Eso le dije a mi guía, Hukum, cuando caminábamos por la selva. ‘Lo siento, debo ser muy aburrido’.Esto es la selva, aquí no se habla’ me respondió. Avistar animales es algo mucho más sobrio de lo que pensaba, en tanto que no vale con caminar por la jungla hasta que algo te salga al paso, sino que hay que sentarse y esperar durante horas. Hukum me hizo memorizar todas las cosas que debía hacer si me topaba con un tigre, elefante o rinoceronte. Me pareció bastante sencillo, aunque no me veía yo muy ducho a la hora de escalar árboles. La selva de Bardia es insultantemente verde y violeta a primera hora de la mañana, y el sol del mediodía hace dulces estragos de luz y sombra hasta el apogeo de la hora rosa. Subidos a uno de los muchos árboles imponentes de la zona, esperamos el baño del tigre bengalí, ocultos entre las ramas. No hubo suerte. El rey de la jungla asiática es esquivo y altamente peligroso (en Sunderbans, en la frontera con Blangadesh, hay una víctima anual por cada tigre). Incluso los que trabajan aquí no han estado a menos de diez metros de un ejemplar, salvo Hukum, que sí se las tuvo que ver con uno (típica historia de fogata; cuánto hay de verdad y cuánto de invención es irrelevante). Lo que sí vi fueron unos cuantos rinocerontes, un animal que los nepalíes no se cansan de definir como ‘estúpido’. A mí me fascinan, lo que no es no de extrañar, ya que me fascina casi todo. También vi monos langures, elefantes y cientos de cervatillos quejumbrosos. Entre medias, me eché una siesta maravillosa a la vera del río, tirado en el polvoriento suelo, todavía digiriendo el plátano más enorme del mundo.


Este post me ha salido muy largo, pero es que aquí no hay coberturas, ni Internet, y había cotarros que exponer. En mi recorrido a la capital, he llegado a Tansen, un pueblecito muy medieval en las ¡por fin! faldas del Himalaya. Llegar aquí fue un tanto infernal. Cuando coges un autobús en Nepal, no sabes a qué hora vas a salir (porque el trasto tiene que llenarse hasta la bandera; de lo contrario, no sale) ni a qué hora vas a llegar (hay muchas paradas temáticas: la de fumar, la de conversar, la de comer, la del té, la de cagar, la de porque me da la gana). Menos mal que viajar en el techo es una experiencia única, tal vez demasiado estridente como para asimilarla en poco tiempo.

Salud y cañitas frescas.

Sergio. 03/06/09.




LXIII. Sobre la visión.

Todo lo que veo es mejorable.

*

¿Por qué ver un solo tramo del camino?
Desde aquí, ves dos.

*

La gente que vive en la visión de alguien no tiene derecho a una muerte digna.

*

De repente, vi que era un árbol.

*

De una ventana se esperan muchas cosas.

*

Todo cuanto pude ver. Nada más.



Ismael 31/05/09.