viernes, 20 de noviembre de 2009

CII. Miss Noviembre.



Intento no escribir si no siento que haya algo que contar. Pero alguno pensará (cómo soy; en mi triste imaginación, pienso que tal vez alguien sigue este blog religiosamente; visto de otro modo, si no lo pensase así, nunca escribiría nada) que este mes está siendo soso, soporífero, insustancial. Y nada más lejos de la realidad. Si tuviese que ser una miss del calendario 2009, sería Miss Noviembre. Nunca he sido tan feliz como en Kerala, y este mes, completamente entregado a unas labores que me emocionan, resulta ser el cénit de mi experiencia malayali.

Si no publico nada es porque no hay una historia muy apasionante en la superficie. Mi día a día es una habitación, un ventilador y un ordenador portátil. Mis noches son un puente de cemento, un río, unas palmeras, tres o cuatro amigos y un vasito de todi (o unos cuantos). Excepcionalmente, voy al templo, donde paso muchas horas despierto de las que luego tardo un poco en recuperarme. Ya comenté en episodios anteriores que el theyyam no se aprecia en un par de horas. La mística del rito es algo más evasiva, y hay que sentarse, o apretujarse, según sea el nivel de concurrencia, y esperar.

Hace una semana que la primera Muchilotu Bhagavati de la temporada hizo acto de presencia en Parasinikadavu, no muy lejos de Kannur. La expectación era tan grande que me vi literalmente aplastado por la multitud en el momento del clímax. Uno entiende el rol subsidiario del sexo en esta sociedad cuando se topa con un clímax de este calibre. Y es que poco importa tener mil codos acosándote en mitad de la lucha por percibir un pequeño destello del rostro de la diosa. De hecho, es parte de la diversión. La atmósfera se carga eléctricamente y los fieles entonan su ‘hummm’. Muchilotu se endereza y no hace nada. Es la manifestación perfecta de la divinidad: independiente, imperturbable, sola. Cada vez que una parte de su rostro (entrecejo, labios) se mueve un milímetro arriba o abajo, la sensación de que el cielo se abre o la tierra se hunde está milagrosamente cerca de la percepción humana. Como se describe en el viaje filosófico de Joseph Conrad en “Heart of darkness”, Muchilotu es tan oscura y ajena a la vida como la vida misma; no necesita explicarse ni hacerse entender; muestra el abismo a través de la lejanía, del desprecio hacia cualquier identificación con el bien o el mal; lo único que existe es un discurrir eterno a ninguna parte. Yo no sé si creo en Dios, pero sí que creo en Muchilotu.

En otra de mis incursiones recientes, conocí a Mr. Panikar, un intérprete que se gana principalmente la vida haciendo trajes y accesorios para los rituales. Él no habla inglés y mi malayalam es pésimo, pero nos entendimos como pudimos, y me hizo un pavo real con una hoja de cocotero. Con tino. Panikar vive en el área de Payannur, que registra algunos de los theyyam más incontaminados de la costa malabar, la mayor parte celebrados en casas privadas. Es casi seguro que la familia te va a recibir de forma excepcional. Kativanoor Veeran era invocado en el día concreto que me tocó inspeccionar la zona, y su sable guerrero hizo temblar el patio ritual (o tal vez el insólito volumen de los tambores). Su bendición me emocionó profundamente: “da igual que no seas malayali, porque donde quiera que vayas, en cada uno de tus viajes, yo cuidaré de ti”.

Kativanoor Veeran, luchando con los elementos.


Arun (anteriormente escrito como Aaron, ya lo siento) se comporta conmigo como un pretendiente tímido. Nada en el mar de zafiro hasta tocar el sol, hora del crepúsculo, y vuelve a la orilla con una sonrisa plena. Todos sonríen. Da igual lo que suceda. Amjath ya no podrá dedicarse a lo que quería por culpa de su medicación para la epilepsia. Su salario ridículo será, seguramente, todo lo que tendrá en un futuro. Pero lo asume riéndose. Irumban camina, a sus veintitrés años, por el sendero estrecho que le marcan sus padres, temerosos de perder al único hijo que les queda; trabaja como un perro, se lesiona constantemente, no puede volver a casa más tarde de las diez, y sonríe. La abuela de Kurien tuvo catorce hijos, de los cuales doce murieron delante de sus narices. No sé cómo debe ser perder doce hijos. Pero seguro que la señora todavía sabía sonreir. En eso los indios son extraordinarios.

Relatos breves, o entradillas de relatos, es lo que os puedo dejar hoy. Os contaré más cosas en una extensión más generosa, puesto que se aproximan semanas de cambios. Hasta entonces, salud.

Sergio. 21/11/09.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

CI. Lo que sale de la boca.


Una ráfaga de frío angélico ha venido a posarse sobre la jungla. No es el monzón, sino algo relacionado con la presión atmosférica que me gustaría poder explicar, pero que no puedo, y sólo debo añadir en mi ignorancia que procede del Golfo de Bengala. En cualquier caso, es una maravilla. Llueve torrencialmente durante diez minutos en los que la tierra parece caerse en un pozo del que le será difícil salir. Los relámpagos desnudan las copas de palmera a medianoche. A menudo, un rayo azul se desliza por el cielo como una culebra y acaba dándose de cabeza en el mar, antes de desaparecer en la evanescencia de la noche. Y mis amiguitos indios se quejan del frío que hace, lo que no les impide seguir haciendo sus fiestas en las verandas de las casas deshabitadas. Hay una tranquilidad asombrosa en mi escondite de la costa malabar, subrayado por el rumor de las olas, por el viento enfermizo del trópico y por una constante sensación de pérdida que, lejos de ser triste, deleita a los sentidos de una forma inexplicable.

Y dejo ya de ser un coñazo.

No hago cosas dignas de un blog de viajes, y por eso no publico casi nada. Escribo en mi habitación, como a horas regulares, y frecuento a la gente de la zona cuando la oscuridad nos impide vernos con nitidez. Se me ha ocurrido hablaros de algunas personalidades que me fascinan y a las que profeso mucho cariño. Entre ellas, lamentablemente, ya no se encuentra Kiran, al que, de hecho, procuro evitar siempre que puedo. El pobre chaval se ha entregado al crimen por la peor de las razones imaginables: el dinero (harto decir que él, precisamente, no lo necesita para comer). Hay que ser cafre. ¿Desde cuándo ir en contra de la ley tiene que tener una justificación? Burlar la legalidad está en la naturaleza del ser humano, entre otras cosas porque la transgresión es muy anterior a la ley, y por lo tanto es más sagrada. Pero hacerlo por afán de lucro es tonto. Es como quien cree que realmente se puede llegar a poseer algo. Pero todo esto nos llevaría muy lejos… Caray, sí que estoy coñazo hoy.

El Teto’s brothers club se ha redefinido en torno a Shafi, Irumban, Amjath y un servidor. Aaron no nos frecuenta mucho, pero es mi preferido por varias razones que expondré en breves. Amjath, el sonriente y altísimo musulmán obsesionado por las tecnologías, es uno de los seres humanos más inteligentes y sensibles que he conocido. Lamenta no hablar bien inglés cuando, en realidad, su inglés es excelente y mucho más expresivo que el mío. Le gusta aprenderse todos los nombres de mis amigos y familiares para después mandarme mensajes de texto al móvil firmados por ellos. Es muy sincero y dice lo primero que se le pasa por la cabeza cuando se apodera de mi teléfono y observa las fotografías que guardo en él. Esto proporciona grandes momentos, aunque sólo compartiré los que no hieran sensibilidades. A mi ahijada Sonia la llama “Little angel”, y no hay noche que no me diga lo mucho que ama a mi amiga polesa María, un sentimiento bastante frecuente en varones de cualquier nacionalidad. De hecho, todo el club se ha rifado ya a mis amigas: Irumban está loco por Ana, mientras que Deepak es más de Barci, a Shafi la que le tira es Ela de Castro (aunque ya le dije que estaba casada), Samir quiere proponer en matrimonio a Gra o a Alazne, la que se deje (es un partidazo, aviso), y Amjath no puede decidirse entre Begoña y María. Tenemos una liada muy buena. Pero el nombre de Begoña es, posiblemente, el más nombrado por todos los hombres de Adi Kadalayi, enamorados del sonido de esa “eñe”. Que si Begoña esto, que si Begoña lo otro. Casi siento que estoy en la Pola, tomando una caña en El Jota.

Ya comenté que Shafi se nos va a trabajar al Golfo, y es por eso que ha surgido en mi mente la idea de invitarle a un viaje antes de mi marcha a Australia. Al fin y al cabo, ni Shafi ni casi nadie de los alrededores ha salido nunca del estado, y cuando les hablo de otros lugares de India se les ponen los ojos como platos. Así es que estoy planeando llevarme al irresistible Shafi y a Irumban de paseo por las ruinas gloriosas de Hampi, en Karnataka. Eso será un grandísimo capítulo. Amjath trabaja demasiado y está demasiado tiranizado por su familia como para permitirse el más mínimo escape. Por si fuera poco, tiene diversos ataques de epilepsia por culpa de los cuales no puede ir a trabajar, con lo que pierde dinero, además de salud. Es increíble cómo la vida se ceba con algunos de ellos.

Nuestras noches son antológicas, y aunque nunca hablemos de nada, y las cosas que tenemos en común sean nulas, hay una fascinación incuestionable en cada uno de nuestros encuentros, y creo que es mutua. Ahora que arrecian tormentas cada dos por tres, nos volvemos más locos que nunca (o mejor dicho, ellos se vuelven locos y yo les sigo la corriente). A veces salgo de mi casa y sólo tengo que seguir los cánticos para ubicarles en algún lugar secreto de la oscuridad, la espesa y sugerente oscuridad de la selva, llena de serpientes huidizas, puercoespines gigantescos y ranitas más pequeñas que un lunar. Cuando llego al club que toque, escucho sus diatribas en malayalam, de las que extraigo alguna palabra suelta, me río con su tono de voz, realmente tierno, y a los pocos minutos se ponen a cantar y a bailar y a hacer música. Son unos percusionistas maravillosos, y es todo un placer escuchar los sonidos mágicos que son capaces de extraer de dos botellas de plástico. La luz de las velas y las linternas, el sonido tempestuoso de la lluvia, el tacto salado y aceitoso de los ‘snacks’ y el color de los ‘lungis’ son sólo algunos de los reclamos más destacados de estos botellones particulares, en los que no falta el whisky, que ya nunca más podré mezclar con Coca Cola.




Fugaces como vinieron se han ido muchos segundos de intensa felicidad en los porches. Si los magnifico es porque son la culminación de un día de buen trabajo, y es que estoy muy contento con lo que escribo últimamente, y estas rachas hay que vivirlas con intensidad.

Un día que me fui con un psicólogo camerunés y una israelí insoportable a ver la tormenta eléctrica sobre el mar, encontré a Aaron y a Samir con un pedal muy considerable. Les envidié, y cómo no, les seguí, aunque la oscuridad ya se los había tragado, y a mí también. Encontré a Aaron muy cerca de su casa, y mantuvimos una conversación maravillosa, digna de Tennessee Williams. (Nota: al respecto, diré que muchos de ellos hacen menciones inconscientes a ‘La gata sobre el tejado de zinc caliente’, cuando argumentan que la cerveza no les gusta nada porque no les hace ‘click’; qué sabios).

Aaron: ¿Qué haces aquí?
Sergio: Vine a ver qué hacíais.

Aaron: Tienes la mente sucia, pero eres un buen chico, y te quiero.

Sergio: Yo también te quiero, Aaron.

Aaron: Pero tienes la mente sucia… cosas sucias pasan por tu cabeza…

Sergio: Estás borracho.

Aaron: Sí… pero tú también.

Sergio: Vale. Un poquito.

Aaron: ¿Por qué me miras?

Sergio: ¿Dónde quieres que mire? ¿Al suelo?

Aaron: Tú sabes a qué me refiero… Yo… yo… vivo aquí, esta es mi casa… la playa, y todo lo que hay alrededor… es mi casa, y mis amigos… todos me conocen aquí… pero no me conocen de verdad, porque yo soy diferente… hago cosas muy malas… tengo malos pensamientos… Pregúntales a ellos, a Shafi, a Irumban, pregúntales cómo soy yo…

Sergio: ¿Cómo eres tú?

Aaron: No… Teto, no… Mente sucia… ¿Por qué has venido aquí? ¿Qué venías a buscar? ¿Eh?
Sergio: Nada.
Aaron: Oh. Buen chico. Mente sucia. Te quiero.

Sergio: Yo también.

Aaron: Vamos a pegarnos.


Y nos pegamos. Aaron es un poco nenaza, y da patadas en los huevos, lo cual es muy rastrero. Además, tenía a su perra para defenderle, con lo cual fueron dos contra uno, algo injusto si me permitís la apreciación. Pero eso nos enfrió la cabeza. Desde esta insólita escena, situada en un bello sendero humedecido por la lluvia, Aaron es mi ojito derecho, somos inseparables y ha hecho que mi atención pase de su sexto dedo a su atormentada psicología. Grande Aaron.



"El 'click' de Tennessee Williams,
imposible de alcanzar con una cerveza".


En casa de Kurien las cosas siguen como siempre. Los turistas son siempre aburridos, mortalmente aburridos, aunque uno de ellos me pasó al ordenador las cinco temporadas de ‘Peep show’, una sitcom británica que se merecerá una entrega extra de ‘A través del espejo’, porque es increíblemente divertida. Como siempre, Kurien intenta instruirme como buenamente puede, y su sabiduría, nada fácil de entender ni de catalogar, alcanza cotas sublimes. Me encanta tomar café con él mientras me cuenta cómo eran los veranos de su infancia, cuando él y todos sus primos viajaban por el verano de casa en casa, hospedándose con unos tíos o con otros mientras completaban su rutina de bañarse en las lagunas, pastorear y hacer funciones teatrales por la noche. Tan bucólico que parece inventado. Es muy sensual viajar por esos paisajes de una infancia tan alejada a la de uno, en la que el juego y la imaginación en su estado más puro eran posibles. La vida de Kurien es muy interesante, y él no ahorra generosidad cuando se siente con ganas de contar cosas, y cosas, y cosas, en un zigzagueante viaje al pasado de la Kerala rural, uno de los lugares más increíbles del mundo.

En el siguiente episodio, el retorno de Pradeep, más lluvias, más cotarros, más Aaron, más alcohol, más palabras, menos palabras.

Sergio. 10/11/09.

domingo, 1 de noviembre de 2009

C. La diosa insatisfecha.



¡Sal de Chennai, tunante! ¡Ratas y arena en los ojos de las viejas! ¡Vuelve a casa!

Y a casa he vuelto. De este a oeste y tiro porque me toca. Atravesando unas montañitas la mar de saladas, me di cuenta enseguida de lo cerca que estaba ya de Kerala: palmeras, arrozales, gente sesentera, un verde más violento que un puñetazo en la mandíbula, mucho tino. El calor tropical también se hace sentir, pero de ahí a que realmente importe hay un trecho. Pocas veces he tenido tantas ganas de volver a un sitio, y me enfadé mucho cuando llegamos a Kannur con una hora de retraso, como si eso no fuera lo propio en cualquier tren indio (atención, viajeros: el Mangalore Express va casi vacío; un lujo para vuestras piernas). Sonriendo como un bobo, cogí un rickshaw hacia el templo de Adi Kadalayi y, desde allí, me adentré en el palmeral con mis bártulos y mi linterna. Por fin Kerala. Llegué a la casa de Kurien justo cuando él impartía una de sus lecciones magistrales sobre theyyam al enésimo grupo de turistas blanquísimos. Como no hice ruido al moverme, no me oyó entrar en el salón. Así es que me dio un abrazo caluroso y yo casi me trago su oreja de lo nervioso que estaba. El gran Linu también andaba por allí, con su lungi y su sonrisa, incitándome a hacer lo propio antes de comenzar esta nueva tanda de episodios en mi hogar indio.

¿Cómo andan todos por aquí?, os preguntaréis, curiosos lectores. Empecemos por Kurien. Ha casado a sus dos hijas, que para un padre indio es una buena carga que quitarse de encima, sobre todo después de pagar el desorbitado enlace de la segunda (ni más ni menos que diez mil invitados; ¡diez mil!). Tampoco le afecta demasiado que haya menos afluencia de turisas que de costumbre, debido a las crisis y a las terroristas y a las pandemias éstas tan malas. Padmini, por su parte, no deja de tener un ardil impredecible. Como llegué de noche, no pude verla hasta el día siguiente por la mañana. Cuál sería mi sorpresa que la tía, por toda contestación ante mi caluroso saludo, no se le ocurrió otra cosa que preguntarme: ‘Breakfast?’ Qué pragmática es esta gente.

El Teto’s Brothers Club me ha enajenado con sus licores a la velocidad del rayo. Por partes:

a) La familia compuesta por Kiran, Pranath y su hermano de seis dedos Aaron sigue siendo el foco indiscutible de muchas historias. Pranath, a la que había dejado con una cara de susto tremenda en el día de su boda, ya está embarazadísima y con vistas a dar a luz en Navidades. Qué rápido le ha venido todo a esta chica. Si todavía en febrero era una graciosa mozalbeta que me invitaba a sentarme con ella en las rocas que dan a la mar. Y ocho meses después es esposa y madre.
Me reencontré con ellos en el hospital, ya que a la madre de Kiran tenían que hacerle una transfusión de sangre y fui a presentarle mis respetos. (Espero no tener que ser ingresado aquí. Esas camillas de hierro han de ser incomodísimas). Kiran se dedica a asuntos tan ridículamente delictivos que casi me da la risa de pensarlo. Yo le digo: ‘Kiran, no quiero saberlo…’, pero su temeridad es demasiado incorrompible. Aarron es el pequeño y el que más trabaja, tiene problemas de identidad, de alcoholismo, y un pulgar de más. Me tiene completamente fascinado.
b) Los musulmanes Shafi, Amjath y Samir siguen obsesionados con el sexo y las prostitutas. Bueno, Samir es un caballero y sólo escucha música mientras se rasca la entrepierna. Por su parte, el conmovedor Amjath está muy deprimido porque tiene miedo de estar malgastando su juventud. Cierto es que acercarse a una chica en este país es como atravesar un campo minado. Shafi, sin embargo, se irá en menos de dos meses a trabajar a Dubai, al igual que el setenta por ciento de los jóvenes de Kerala, y como tardará años en volver, sé que se le va a echar mucho de menos.
c) Los hindúes Deepak e Irumban siguen más o menos igual. Deepak es el saco de boxeo del club, pero como está seriamente perturbado, no le importa. El maravilloso Irumban ha dejado el gimnasio a tiempo de que no se convierta en una obsesión, y me lleva a nadar y a pescar cangrejos más a menudo que antes. Lo celebro. Hay que ser como un filete poco hecho y dejar que la sangre chorree por los bordes.

Todos me preguntan por mis padres, por mi hermana, por mi abuelo, por mi ahijada, por mi amigo sirio (Nabil) del que nadie se ha olvidado desde que les dije el nombre… Y como esto es un pueblo, la voz ya se ha corrido y me llegan llamadas perdidas de todas partes. Eso no excluye la amargura de tener que seguir lidiando con algunos conductores de rickshaw, sobre todo cuando me toca a mí negociar el precio que han de pagar algunos turistas (a veces le hago el favor a Kurien de llevarles al templo, explicarles lo que hay y sentarles en un taxi de vuelta a Kannur; a cambio, mi estancia me sale por la mitad de precio y recibo raciones extra de mi comida favorita). Algunos conductores siguen siendo durísimos de pelar, y un tanto esquizoides. Después de una larga disputa con uno de ellos, a altas horas de la noche, recibí una serie de insultos en malayalam. No se daban cuenta de que lo único que sé en malayalam son insultos. A pesar de ello, me gusta pensar que aprendo poco a poco a hacerme respetar.

Amjath: ¿Qué vas a hacer en Australia?
Sergio: Hacerme granjero.
Amjath: No me lo creo. Tú eres europeo.
Sergio: Sí, ¿y qué?
Amjath: Los europeos no trabajan el campo. Nosotros lo hacemos.



¿Y cómo siguen los rituales theyyam? Mejor que nunca. Con una idea algo más aireada y contundente de lo que es la cultura hinduista, me veo más despierto en el hermético misticismo de esta ceremonia. Antes de volar a Australia a finales de noviembre, quiero explorar zonas remotas para encontrarme con posesiones más auténticas, y es muy posible que el legendario Pradeep (¿recordáis a aquel intérprete del que me quedé completamente prendado?) me deje quedarme en su casa para que espíe su día a día con total impunidad. De ser así, nos espera un jugoso episodio de ‘Miss Kalashnikov’ para la recta final de esta primera temporada.

Acompañado de Despina, alias ‘Debbie’, una bailarina neoyorquina de raíces griegas, volví a ver un festival ‘theyyam’ por primera vez en seis meses. Me noté desentrenado, sin paciencia. Es normal, puesto que no recordaba lo irritante que puede llegar a ser todo justo antes de que empiece a operarse el milagro. Debbie y su permanente asombro me ayudaron mucho, y al final los dos disfrutamos de uno de los mejores ‘theyyam’ que recuerdo. Al principio nos tocó aguantar a muchos borrachos. Luego conocimos a Baby, uno de los familiares que pagaba el festival y una eminencia en hinduismo. Nos explicó por qué los intérpretes subían y bajaban constantemente un pequeño promontorio; se trataba de un recinto sagrado donde, supuestamente, vivía el dios – serpiente Nagar, una cobra fantasmal, pequeñita, de gran capuchón. Sólo algunos hombres puros como Baby han podido verla, pero nosotros, que estábamos impuros, no podíamos siquiera acceder a esa colina tan magnética, porque la energía del lugar iría seguramente en nuestra contra. Las palabras de Baby fueron muy bienvenidas, y quiero seguir en contacto con él, para ver qué opina de la ambivalencia entre el respeto a la naturaleza y los sacrificios animales que exigen algunos dioses del panteón hindú.

Debbie y yo nos quedamos a dormir en la casa de un profesor de la zona. Bueno, fue más una siesta larga de tres horas en la que tuve sueños terroríficos (normal, estábamos durmiendo a pocos metros de la cobra psicodélica). Al amanecer, celebramos el tino y el ardil de Chathampalli, un ser humano divinizado por obra y gracia de Siva, cuya historia trágica es recordada todos los años por estas fechas. Chathampalli era un recolector de todi (licor de coco), hace unos trescientos años. Sabía mejor que nadie los secretos de la extracción de veneno, aunque no podía rivalizar, oficialmente, con el señor feudal del distrito. Sin embargo, cuando una labradora murió a causa de la mordedura de una cobra, Chathampalli fue llamado para intentar resucitarla, puesto que nadie había podido hacer nada por ella. El pobre hombre obró el milagro que todos nos imaginamos, enfureciendo a las altas esferas. Así fue que Chathampalli acabó siendo asesinado con crueldad y murió como un mártir a los ojos de las castas bajas. El terrateniente, arrepentido ante la horda de críticas unánimes hacia su abuso de poder, prometió un festival anual en honor de la víctima. A día de hoy, Chathampalli sigue siendo interpretado por un intocable, pero no ha perdido el derecho de ir a la antigua mansión feudal, donde todavía viven los descendientes de aquellos brahmanes de antaño, y una vez allí, recuerda el mito de su muerte y critica el sistema de castas. Debbie no quería perderse el recorrido a la mansión, arrozales de por medio, y yo tampoco. La procesión hacia ese lugar magnífico, oculto en el espesor de la jungla, sepultado bajo telas de araña fabulosas, es un sueño mágico hecho realidad. En nuestro camino de vuelta, me hundí en el lodo del arrozal provocando las risas indiferentes de los sacerdotes. Un periodista local tuvo a bien registrar este momento tan patético, y cuando me envíe las fotos, podremos reírnos todos juntos.

El gran momento del día vendría, cómo no, de la mano sangrienta de Kali. Vestida con una corona en forma de gota de lluvia, y portando una máscara terrible con calaveras, ojos desorbitados y una lengua extendida hacia afuera, la diosa insatisfecha se sacaba mocos de la nariz (no es ninguna broma) y exigía un montón de ofrendas curiosísimas. Todos sabíamos que acabaría matando a una gallina. Lo que no nos esperábamos ni Debbie ni yo, que somos muy fans de Kali, era que la gallina fuese a ser lenta y psicóticamente torturada ante la mirada morbosa de los mozos y sacerdotes, la aceptación informal de las mujeres y los ronquidos de alguna vieja ya curtida en sacrificios de pollos. Creo que he visto pocas cosas tan horribles en mi vida. Kali se desquiciaba ante los cacareos asustados de la gallina y se golpeaba la máscara con ansia. Nunca olvidaré el sonido bobalicón y peligroso que salía de su interior. Cuando se acabó apoderando del animal, arrebatándoselo a algún sacerdote divertido con todo este asunto, el lado maternal y visceral de Kali se dieron la mano en una galería de imágenes espantosas. La gallina era abrazada, besada, desplumada, espachurrada… Kali le cortó lentamente la cresta y probó con delectación la sangre que acababa de brotar. Luego infló el pico del pobre bicho con granos de arroz y riadas de licor. Yo me preguntaba cuándo iba a acabar todo ese suplicio. Finalmente, después de mucho vacilar al son de unos tambores endemoniados, arrancó el gaznate del animal, que se siguió moviendo durante unos cuantos minutos, y todos se regocijaron con su sangre. Yo quise de todo corazón entender el porqué de la tortura. Llevo unos cuantos días intentando poner orden a mi concepción del cosmos, y entiendo más o menos todo eso de la aniquilación de los contrarios y la gran mentira que reside en las categorías de ‘bueno’ y ‘malo’, pero no puedo relativizar la tortura. No puedo entender el abismo de la personalidad de Kali.

Debbie me gustó mucho. Es una tía muy interesada por los bailes rituales y los estados alterados de conciencia. Me dijo que se podía comprar ‘ayahuasca’ por Internet, algo que debe ser parecido a tener sexo virtual: poco que ver con la experiencia cuerpo a cuerpo. Si algo se aprende de leer ‘La cosa del pantano’ es que si te vas a comer o a fumar plantitas, es mejor que ellas te indiquen el camino. No está de más tener elegancia para drogarse. Debbie no tenía mucha, pero lo intentaba, que ya es algo. Es una chica con un rostro muy griego, como el de Irene Papas en ‘Z’.

Irene Papas, siempre intensa.


Cierro el ‘post’ número cien con Debbie, con los eructos de Padmini resonando desde la cocina, y con un optimismo radical hacia el trabajo que me ocupa y hacia el futuro que ya está aquí.


Sergio. 30/10/09.