miércoles, 27 de abril de 2011

213. No saldrá Eva de la costilla de Evo.



Mi primera visión de La Paz es la de
un firmamento de luces a punto de extinguirse, luces en caída libre o en ascenso fatigoso, según se mire, a eso de las seis de la mañana.
Más tarde se haría de día y tras una pesada niebla industrial descubriría un empedrado, una calle ancha por donde podría haber bajado un tranvía
pero por la que sólo bajaban coches y micros y camionetas y ninguna bicicleta (¿quién iba a sacar la bici en un lugar tan inclinado?).
Un francés llamado Maxime se unió a mi búsqueda de alojamiento, lo que hizo un poco difícil las cosas, porque Maxime no hablaba mucho español y yo apenas me atrevo a hablar el poco francés que sé, y porque me gusta hacer estas cosas solo, es decir, guiándome por mi intuición y no por el cansancio de un desconocido, el caso es que acabamos compartiendo juntos una doble en la calle Murillo, Maxime se pondría enfermo y yo, después de comprarle una botella de agua y aconsejarle que durmiera todo lo que pudiera, salí a pasear por La Paz,
y La Paz fue generosa conmigo
y
me
sedujo
por completo.
Comí unas salteñas frente a la iglesia de San Francisco (la mayoría de las iglesias en La Paz son mucho más sugerentes por fuera que por dentro) y atisbé una misa celebrada por un cura de barba blanca y larga, tan blanca y tan larga que se parecía al viejo Moisés interpretado por Charlton Heston y toda la misa, una farsa o una burla satánica,
bajé por el Prado y me desvié en el Obelisco hacia el Illimani
o mejor dicho, hacia la visión poderosa y lejana del Illimani con la que uno se topa al inicio de la Avenida Camacho
y entonces me sentí protegido por la cordillera y por los cañones y cerros multicolores que cercan la ciudad.
Qué lugar tan improbable, precario y magnífico para que dos millones de personas se asienten y malvivan o bienvivan y construyan y se recreen en el espectáculo del comercio y de la libertad.
Me gusta muchísimo La Paz. Tanto como
Palermo
Berlín
Calcuta
Bilbao
Melbourne.
En un kiosko compré un diario mensual llamado ‘El Insurgente’ y me puse a leerlo en un pupitre que alguien había sacado a la solana de los jardines de la universidad,
en ‘El Insurgente’ se hablaba un poco de Libia y un mucho de la polémica construcción de una carretera que uniría Cochabamba con el Beni atravesando el Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro Sécure
lo que no sólo afecta a una de las mayores reservas de biodiversidad del planeta sino a los pueblos yurakarés, moxeños y chimanes que viven allá y cuyas protestas el buen Evo, el morochito Evo, el ex – cocalero y recontraprogre Evo que cautivó a toda Europa con sus suéteres y su sonrisa de clase obrera, pareció escuchar y que, sin embargo, ahora arrincona a un ladito de su escritorio presidencial, a una esquinita mal lijada,
y por qué,
porque la carretera es una ruta fundamental para el eje comercial interoceánico que suministrará cocaína a Brasil
¿o he de decir alimentos y medicinas para los más necesitados?
Después de la lectura bajé por la seis de Julio,
busqué la cinemateca,
crucé la embajada estadounidense y la embajada española, en cuya puerta trasera se agolpan solicitantes de visado con los ojos empañados por una prosperidad que ya no existe, gracias a Dios o a la Pachamama o a Violeta Parra,
y llegué a una gasolinera antes de darme la vuelta y comprobar el poquito oxígeno que nos repartimos todos los que coincidimos en La Paz.
Maxime durmió hasta el día siguiente, justo cuando yo pensaba encontrarme con Nina.
Con Nina había tenido contacto previo por correo electrónico.
Yo le había escrito ‘Hola Nina, cómo estás, no me conoces, soy Sergio, amigo del Pancho, el chileno, jeje, bueno, jeje, estoy por acá y me dijo que podía escribirte, jeje…’, o tal vez le escribí algo más inspirado, pero en el fondo este tipo de mensajes, más allá de la seguridad de su envoltorio, son una llamada de socorro, ni más ni menos,
y Nina, que firma sus correos como ‘Nina, la maldita insurgente’,
me llamó hermano,
y me dijo que podía alojarme temporalmente en casa de su cuate Silvia,
que también vive en la calle Murillo y que también tiene una onda muy buena y una dulce propensión a la insurgencia y además espera un bebé que tendrá sangre quechua y sangre mapuche (una amiga suya le regaló un libro educacional para embarazadas escrito a mediados del siglo XX y que aconseja a la mujer no tener relaciones sexuales durante la pregnancia si quiere evitar actitudes morbosas en el recién nacido).
Silvia y yo nos llevamos muy bien,
tomamos mate y le cociné risotto, sin vino blanco, pero con jugo de limón.
Al día siguiente fue Viernes Santo y Silvia y Nina y el hijo de Nina, que se llama Andes Nahuel (Jaguar de los Andes) fuimos invitados a una parrillada atea en casa de unos amigos comunes que son teólogos de la liberación.
Allí todos me llamaron hermano y me dieron carne y palta y cerveza.
Al principio no me atreví a hablar mucho y me senté en el césped a verlas venir, después de un rato hice preguntas sobre cine boliviano y una chica de Cochabamba me habló de Jorge Sanjinés, director de ‘La nación clandestina’, un hombre que no ha comercializado sus películas y que guarda los rollos en su propia casa por miedo a que se los roben o se los pirateen o qué sé yo, y que, curiosamente, está dirigiendo ahora un documental o una ficción o las dos cosas bajo el título de ‘Bolivia Insurgente’ (qué insurgente es todo), producción para la cual me hicieron un casting en un polvoriento cine de arte y ensayo, por si acaso yo no me afeito desde entonces porque el director de casting me dijo que me necesitaba con barba, mucha barba, barba proletaria, supongo, barba insurgente, qué cosas.
Nina y Silvia y los otros cuates quieren formar una comunidad en Achocalla
con qué objeto, dije yo,
como alternativa a la política de derechas que se avecina tras el desastre de Evo
y al cambio climático
y al cambio a peor, en general,
y también como alternativa al mundo que sus hijos (casi todos ellos son papás y mamás) podrían acabar heredando, y que no es halagüeño, es más bien violento y alguien podría añadir apocalíptico y yo más bien me lo imagino con una delgada capa de ceniza en la atmósfera y sobre el pasto y, escondidas, pequeñas sombras cultivables como islas bajo un eclipse eterno.
Me fijé en las manos delicadas de Andes Nahuel
hundiéndose en los vasos
detectando la superficie de una vida que se resiste a dejar de ser superficie y que por tanto estamos condenados a percibir como superficie
eso si no nos dejamos llevar
pero si nos dejamos llevar
o si oímos la llamada
entonces ya es otra cosa, compañeros,
miren cómo corre el agua, compañeros.
Otro día quedé con Nina para ir a conocer un centro cultural en cuya construcción está trabajando con un Colectivo de sociólogos
y bueno
en el camino me contó cosas sobre la lengua aymara, entre allas que el aymara no reconoce la expresión ‘no poder’ o ‘no puedo’, sí reconoce ‘no he podido’ o ‘no me ha sido posible’, lo cual es distinto, porque implica un intento anterior, y ante semejante belleza me quedé pensando un rato en las mujeres cargadas con bebés y comida y ropas y mil cosas más, caminando cuesta arriba o cuesta abajo, cerro arriba y cerro abajo,
y así llegamos al centro cultural en construcción
donde por fin me reencontré con mi gran amiga la picota
y trabajé un poco en la huerta para alegría mía y de mi cuerpo y espero que para alegría de la tierra también
y la limpiamos de raíces y cristales enterrados y todo tipo de pequeños trofeos del olvido como
ruedas de juguete
condones
mangueras.
De pronto apareció, y el viento apareció con ella,
Silvia Rivera, una socióloga muy conocida, autora de textos muy interesantes sobre colonialismo y tradición cultural aymara entre otros temas,
y trajo consigo palabras, muchas palabras
y huevos de Pascua
y hojas de coca
y yo encontré un lugar con posibilidades para la acción, no aquel centro en concreto (aunque también), sino La Paz, La Paz inmensa de estímulos,
tan cerca del sol.
Creo que me quedo por un tiempo.
Sí. Eso creo.

212. Plata.



Potosí responde a distintos honores. Uno es el honor de ser la ciudad más alta del mundo (cuatro mil sesenta metros sobre el nivel del mar) y también una de las más extrañamente hermosas. Otro es el honor de haber sido una de las fuentes de financión estrella de la Revolución Industrial Europea, junto con el saqueo a India y la esclavización de África. Un honor más dudoso es el de haber acuñado monedas de plata extraída del Cerro Rico (el mayor yacimiento que se conocía de ese mineral) con la sangre de, por lo menos, ocho millones de esclavos del Congo, Angola y la misma Bolivia, que por entonces todavía no se llamaba Bolivia, sino Charcas. Lo mismo da. Potosí reúne el honor de haber sido la ciudad más rica de América y también el campo de concentración más infame de su historia.

Españoles y mestizos no se quedaban cortos. Mientras indios y negros desaparecían en los túneles que socavaban el Cerro, ellos libraban sus propias batallas por el poder en la urbe potosina, se decapitaban entre ellos, conspiraban elegantemente bajo la mirada legañosa de la educación de su siglo. Era un duelo entre vascos y peninsulares de otras provincias, éstos últimos apodados ‘vicuñas’ (por la piel de la que estaban confeccionados su sombreros). Los vascos ganaban casi siempre. La iglesia evangelizaba. La Pachamama se convertía en la Virgen María. Y el Cerro, reconvertido en protuberancia católica, se tragaba hombres, mujeres y niños. El mismo Cerro que hace apenas una semana me miraba con esos colores incendiarios, diciéndome en silencio soy la montaña más bonita y terrible del mundo.

Algunas cooperativas mineras todavía siguen sacando minerales (estaño, cobre) y vendiéndolos por su cuenta en lo que podría parecer una conquista hecha al mundo corporativista, pero que en el fondo sólo es un agravamiento de la ya incalculablemente dañada tierra de Potosí, y lo que es peor, también un reclamo turístico. Los rubios de los que habla la gran Amparo Ochoa en ‘La maldición de Malinche’ se ponen el traje de minero y van con los mineros de verdad a ver cómo son las horrendas galerías, probando así un bocado de pesadilla como manteca untada en una rebanada de pan. Algunos operadores turísticos incluso les llevan a un mercado para que compren alcohol y cigarrillos a los pobrecitos mineros. Y la Lonely Planet que late en sus mochilas dice que esto es una experiencia que nadie debe perderse.





Plata. Plata con la que se hicieron algunos de los adoquines céntricos de Potosí. Plata que fluyó por quebradas y antiguos senderos incas hacia las mansiones coloniales de la hoy llamada Sucre, pero que por entonces se llamaba, cómo no, La Plata. (Allí vivían los europeos que no soportaban las alturas endiabladas de Potosí, sólo aptas para el indio y el negro; lo que sí que soportaban era la acumulación grotesca de plata). Plata que no osaba mencionar su nombre. Plata que cuando dejó de ser pura pasó a amalgamarse con mercurio mexicano, exponiendo al trabajador, libre o esclavo, a una toxicidad mortal. Plata que configuró nuestro presente, nuestro mercado, ‘el amanecer rosado del capitalismo’. Mi amigo Nabil dice que sin plata estás muerto. Yo creo que sin plata estás vivo.

En mis paseos distraídos retengo plazas y plazoletas y placitas potosinas en las que sentí un placer inusual. Pocas ciudades tienen un atractivo estético tan notable como Potosí. Eso no es lo único que ha sobrevivido al horror; hay que ser muy zopenco para no ver más allá de las diez cuadras que componen el centro histórico. Pero si a uno no le resulta difícil ver un halo de sofisticación en la decrepitud, entonces se dejará seducir, sin duda, por el cementerio más alto del planeta, y olvidará por un momento su pasado, o lo olvidará completamente, porque, aun sin símbolo que lo comprenda por nosotros, todo es olvido.






El olvido. ¿Dónde están la plata, los esclavos, el horror? Gaspar Miguel de Berrio ha corrido un tupido velo sobre la aurora rosada del capitalismo. En el detalle, los ingenios hidráulicos con los que se extraía el mineral.


En Sucre me encontré con un muchachote británico que responde al nombre de James Hamilton. James es amigo de Penny, y abandonó Melbourne el mismo día en que llegué yo, así que nunca pude coincidir con él. El azar ha querido que nos encontrásemos en Bolivia, en un lugar tan improbable como esta orgullosísima capital de provincias azotada entre unos cerros que separan el Altiplano de las llanuras orientales.

James es bastante extremo. Lleva viajando desde hace mucho más tiempo que yo, por muchos más países y con una orientación similar, pero no igual, a la mía. Su ansia por conocer es encomiable; de hecho yo me lo encontré haciendo sendos cursos de español y alemán en un instituto para expatriados o locales con plata y escuchando en su mp4 (o cómo coño se llamen esos chismes) conferencias sobre historia de Sudamérica en general o de Bolivia en particular. Es una de las pocas personas que conozco que se lee el Financial Times todas las mañanas y que sabe de qué va eso de la economía neoliberal, aunque él abomine en cierta forma tanto la economía neoliberal como su réplicas anarquistas (como buen conocedor del dinero y sus rasgos) y se defina como un socialista burócrata. Desde luego que no es ni lo uno ni lo otro ni lo de más allá, es decir, que no es ni un burócrata ni un socialista ni, desde luego, un anarquista. Es un ser humano informado. De los pocos que quedan.

Tomamos algunas cervezas. Hacía mucho que no bebía cerveza y cada vez que tomo una me sube más rápido a la cabeza y me sienta peor y me aporta menos cosas. Estoy a punto de convertirme a esa raza de abstemios que han empezado a comprender los senderos del alcohol o, por el contrario, ya no entienden nada en absoluto y como defensa ante esa súbita indefensión deciden dejar de beber para ahorrar plata y ahorrarse disgustos. James, no obstante, es un buen bebedor y yo le acompañé discretamente e incluso me fumé tres cigarrillos con él aunque no fumaba tabaco desde el pasado mes de octubre. Todo ello, tal vez, para reafirmarme en la indiferencia que me producen todos estos hábitos sociales. No sé. Al fin y al cabo, como daños colaterales de la conversación sin rumbo, puede que no merezcan mayor consideración.

Subimos cuestas y bajamos cuestas y entre medias observamos Sucre desde lo alto, con sus campanarios y sus techos de materiales que ya no recuerdo y, más arriba, ya liberados de la acción directa del hombre, rayos de sol esquivos bellísimos que podían contarse de a uno a través de las nubes de tormenta que venían de la cordillera.

La charla iba y venía como una marea, James me preguntaba qué entendía sobre la ausencia de gobierno y sus implicaciones prácticas, una pregunta que se hace para poder abalanzarse sobre las posibles respuestas e hincarles el diente, como James haría tras cinco o diez minutos de divagaciones mías sobre comunidades agrícolas, me preguntó, ¿de verdad eres un anarquista?, y yo le dije, claro que no, ni siquiera sé lo que es eso, ah, respondió, porque nada de lo que dices parece muy convincente, bueno, me defendí, no pretendo que lo sea, estoy aprendiendo de unos y otros y hasta el momento en que tenga una voz propia no me avergüenza lo más mínimo confesar que no soy más que un loro que repite consignas hasta que éstas se caigan por su propio peso o, por el contrario, se transformen en algo genuino, ¿entiendes?, claro que sí, dijo James, y añadió, debería dar un puñetazo a todo aquel que me dijera que es un anarquista, ¿por qué?, porque todo anarquista debería asumir de buen grado esa violencia, ¿no?, yo me reí, en parte porque no creo que ésa sea una valoración justa, y en parte porque esa desregularización de la violencia es el escollo primordial que enturbia toda tentativa de acción, toda alternativa seria de auto-gobierno.

En fin. Nada se arregla con palabras.

Me despedí de James una noche en la que no sé por qué hablamos de Estambul y de lo hermosos que son los hombres del Medio Oriente, y de pronto se puso a llover torrencialmente y yo le dije que me encantaban las tormentas imprevistas, algo que a él no parecía convencerle mucho porque todavía tenía que caminar un buen trecho hasta su casa. Buena compañía, la suya. Me hizo recordar a Penny, y a Matt, y a mucha gente de Australia, y al mismo tiempo vi algunas cosas de mí mismo que me sorprendieron, entre ellas la poca necesidad que tengo de contacto físico y las expectativas que albergo de contactos con la tercera fase, lo que me convierte en un místico o en un gilipollas.

Ahora estoy en La Paz, con cuates del Pancho y ahora cuates míos. Eso es otro capítulo aparte. Un gran capítulo.

Salud.

domingo, 17 de abril de 2011

211. Siete de la mañana. Felicidad.



(Extraído de 'El océano y las rocas: una visita al útero materno', la última obra de teatro que he escrito).



Quince golpes de tambor, bien espaciados entre sí, llamarán al público y concitarán el silencio.

EL PADRE (cincuenta años) habla, alecciona junto al fuego. Su ropa blanca, usada y poblada de dobleces, brilla con las llamas y crea un aura de atención y de respeto en torno a su persona.

EL PADRE
Atento. Felicidad. Siete de la mañana. Felicidad. Lávese bien la cara en el arroyo. Si vive en pareja, hágale el amor y luego lávase la cara. Camine por el campo largamente, el mayor tiempo posible antes de ingerir un estimulante. Felicidad absoluta. Levantarse temprano, hacer el amor, lavarse la cara, pasear bajo los cerezos o bajo los arrayanes o bajo los castaños, dependiendo de la latitud o de la suerte. Pronto. Desayuno. Amase pan. Queme leña. Caliente agua. Felicidad. Una breve lectura de no más de una hora pero no menos de media. Se recomiendan cuentos o, en su defecto, novelas difíciles de terminar que necesiten recurrir a la sucesión de cuentos. Nada realista. Deje a la mente viajar a través de la mentira. Las ideas calan en el resto de la mañana aunque en el fondo sólo sobrevivan a los primeros minutos del resto de su vida. Pero piense en que nada sobrevive y engáñese al mismo tiempo con ideas de supervivencia. O mejor, no piense. Felicidad. Huerta. Zanahoria. Estiércol. Hágalo despacio, y no avance a través del mediodía. Cante. A ser posible, cante. Una vez conocí a un campesino que sólo sabía una canción. La canción decía así (canta arrítmicamente): “hermano buitre, qué harás con la eternidad, hermano buitre, un valle hinchado bajo un sol sin vida, hermano buitre, qué sacarás del pozo sin fin, quédate en tu nido, hermano buitre, que nadie pregunte por la montaña donde habita el rondador de la muerte”. (Breve silencio). La misma canción un día tras otro, perfeccionándose bajo la lluvia o calentándose en letanía durante el amarillo del verano, siempre la misma canción, que tampoco poseía una musicalidad especial, era más bien monótona de escuchar, triste, por qué no decirlo, fea, pero el campesino la elevaba con su voz, que si bien no era bonita, sí que era constante. Y a la tierra le gusta la constancia. Y lo único que hay que hacer antes del mediodía y a partir de las cuatro de la tarde es hacer feliz a la tierra. Felicidad absoluta. Comida. Arroz. Si a la serpiente le gusta el arrozal, es por algo. Defeque mucho, con ganas, siempre queda algo en la recámara del culo. Duerma la siesta. Les confesaré un truco, llamado el truco de la llave. Antes de dormir, sostenga una llave con la mano que más utilice y abrácela con los dedos. Cierre los ojos. Si comió bien, el sueño no tardará en venir. Cuando eso suceda, el cuerpo descansará, es decir, el alma saldrá de su cuerpo y de su mano, y los dedos se estirarán para decirle adiós, y la llave se caerá al suelo, y el sonido metálico molesto de la llave contra el suelo le despertará, y el alma volverá a su cuerpo y usted ya habrá descansado el tiempo suficiente. Lávese la cara. Lea. Escriba sus pensamientos y luego quémelos. Felicidad. Huerta. Lo mínimo para el máximo. Contemplación de las nubes y advertencia de los cambios. Ritual. Juego. Si tiene niños, es el momento de hablarles. No antes de las siete. A las siete, hábleles y explíqueles de dónde viene el mundo. Dígales: el mundo surgió de un agujero, un agujero que está en alguna parte y que es mejor no encontrar hasta que él no nos encuentre a nosotros, todos tenemos algo que nos falta en nuestra vida y ese algo es el agujero, no hay que intentar rellenarlo con nada, no hay que confundirlo con el hambre ni con la sed, ni tampoco con la ausencia de amor romántico o sexual, sino con ese otro algo cuya fuerza centrífuga podría llevarnos a la destrucción de nuestras cosechas y de las cosechas del vecino, si los hubiere, vecino y cosechas, baste saber que llenar lo que no quiere ser llenado es malo y conduce a la locura, la desesperación y la muerte antinatural de nuestra especie. Es bueno que los niños entiendan estas cosas en forma de narraciones apropiadas, fábulas como la de la zorra que no quiso ser madre, la paja que andaba sola o la culebra que vino de otra galaxia. Así sabrán todo lo que necesiten saber sobre el agujero. Acompañen esta tarea divulgativa con una bebida caliente y, ocasionalmente, con una ingesta de hongos habladores, particularmente recomendada durante el solsticio de verano. Cenen. Moderamente. Sigan con las bebidas calientes hasta el momento de dormir, nunca vino, mucho menos cerveza. Alguien dijo una vez que los que no consumían alcohol acababan violando a sus madres y decapitando a sus padres, y de ahí a todo aquel que se pusiese en su camino, animal o vegetal. Bueno. Ese alguien seguro que no conocía la canción del hermano buitre, y al no conocerla no tenía nada que cantar. Todo lo que no es canto es jaula, aunque una jaula también se construye cantándola. E independientemente de su dieta, si usted tiene que matar, mate. Felicidad. Busque un lugar donde sople el viento y ofrezca el rostro. Haga fuego. Orine en la vereda. Contemple con arrobo la oscuridad que se cierne o que se ha cernido antes de cerrar los ojos. Si tiene pareja, tóquele el sexo a sabiendas de que la consumación es más placentera y pertinente a primera hora del día, y no a la última. Pero tóqueselo nomás. Duerma. Ni antes de las once ni pasada la medianoche. La luna y las estrellas eligen un modo de comunicación más sutil que el malentendido astrológico, y ese modo es el sueño. Felicidad absoluta. Sueñe. Escuche lo que sus abuelos tienen que decir en el sueño. Muera todos los días un poquito para saber lo que es vivir. Caiga en el agujero. Felicidad.

210. No hay poronga que nos venga bien.



Un par de horas en Humahuaca fueron suficientes para decidirme a cruzar la frontera argentino-boliviana al día siguiente. Ningún incidente en particular, sólo una sensación.

Durante esa última noche pasaron varias cosas. Como me alojaba en el lugar más barato de la zona, el número de porteños apelotonados en los dormitorios compartidos era notable. Todos parecían querer iniciar una nueva etapa de sus vidas en un lugar más auténtico y menos estresante que la capital. A todos les gustaba Manu Chao. Alguno incluso hacía malabares y se lucía delanta de una niña que no entendía por qué alguien iba a querer practicar malabares tres horas al día. Una jovencita llamaba a su madre por teléfono para que ésta le enviase por correo todas las cosas que no podía conseguir en Humahuaca, como, por ejemplo, medicinas orientales, libros de poesía y una depiladora eléctrica. Otro chico, amigo del hermano de la primera chica, le confesaba a éste último que él “quería enamorarse en este viaje”. En mi cuarto una pareja se puso a follar desde la una hasta las tres de la madrugada, y luego se encendieron un cigarrito cada uno, y ella le decía a él, ¿le habremos despertado?, y él, re-contento tras haber eyaculado unas cuantas veces, contestó, no sé, no creo, pero a mí si fuera él no me importaría, además, es un chico grande, de mente abierta, y vivió con una comunidad en el sur… Otra pareja más haría acto de presencia después de tomar vino en el patio y también debieron darle al folleteo, pero para esa hora yo ya había conciliado, por fin, el sueño. Un sueño mecánico y ligeramente insípido.

En el trayecto entre Humahuaca y La Quiaca te encuentras con un cerro (a mano derecha si vas a la frontera; a mano izquierda si vienes de ella) que te habla de dimensiones desconocidas y de pesados enigmas penduleando entre el cielo y la tierra. A lo largo de este post hablaré mucho de montañas y de rocas, pero éstas… gobernando la puna antes de la llegada al tristísimo puesto militar de Tres Cruces… éstas son las mejores. Sólo la naturaleza podría esculpir un mural así.

La Quiaca es tranquilo y sórdido y está a cinco mil cien kilómetros al norte de Ushuaia, donde, por así decirlo, y tras una crisis de identidad como trotamundos, comencé de verdad mi periplo sudamericano. Compré mi último mate a precios argentinos, del que espero guardar un poco para mi vuelta a España, y caminé rumbo a la frontera, que no es más que una caseta en un puente muy precario sobre un río maloliente en el que se bañan perros hambrientos. La oficina de inmigración boliviana, ya en el pueblo de Villazón (al otro lado del puente), lucía un enorme retrato de Evo Morales con montones de collares y pedruscos colgándole del cuello. Otros letreros informativos te aconsejaban no comprar ni vender niños, porque un niño no es un objeto de consumo. Me sellaron el pasaporte, a estas alturas ya un poco deshecho, y me introduje poco a poco en esa nueva experiencia que está siendo Bolivia.

Todos sabéis que Bolivia es el país más pobre de Sudamérica. No entraré en tópicos ni haré descripciones morbosas sobre ese tema. Sí, es lamentable. A la espera de tener información contrastada sobre esto y otros temas que afectan y conforman el país que nos ocupa, hoy lo dejaremos así.

Tupiza fue mi primera parada en este nuevo camino que se me antoja difícil en cuanto a oportunidades, no ya de empleo remunerado (aspirar a eso sería un despropósito), sino de trabajo voluntario en algún proyecto interesante. Tupiza no me mostraría gran cosa a ese respecto porque es una ciudad muy pequeña volcada al turismo y a la minería y al monocultivo de maíz y en el único invernadero orgánico que hay ya está todo el pescado vendido. Sin embargo, había razones de peso para quedarse allí por tres días. Las razones son éstas.







Es difícil describir la grandiosidad del paisaje de western que despliega no sólo Tupiza, sino casi toda la provincia de Potosí, incluido el enclave extraterrestre de Uyuni. Te adentras por quebradas secas donde el único sonido es el de tus pasos sobre las piedras filosas. Arquitecturas de sueño te llevan por un segundo al Monument Valley de tu educación cinéfila (con John Wayne o Richard Widmark o Kirk Douglas a caballo en un desierto de arena y perfiles rocosos) y luego te devuelven a una sombría sensación de ser observado por esos cañones imposibles de imaginar, esos colmillos de piedra estirándose hacia el cielo y esas imponentes colinas violetas con sus múltipes superficies como cartones escenográficos de un montaje teatral para titanes. Pocas veces he caminado por lugares que me sobrecogieran tanto.

(Nota: parece que he seguido, sin quererlo, los pasos de Butch Cassidy y Sundance Kid en mi viaje por la cordillera. Ya en Cholila (pocos kilómetros al sur de El Bolsón) pasé por la cabaña que les brindó un retiro más o menos tranquilo tras el exilio de Estados Unidos. Ahora estoy en el lugar donde cometieron su último atraco antes de morir sitiados por las fuerzas del “orden”. El atraco fue en Huaca Huañasca, al norte de Tupiza, y pensando que así despistarían a sus perseguidores, hicieron ademán de volverse a Argentina cuando en realidad dieron un rodeo por los cañones que tanto les debían recordar a su país. Creo que pretendían pasar a Chile. El caso es que se quedaron en San Vicente, uno de los cientos de pueblecitos mineros de la provincia, y la leyenda dice que se mataron entre sí antes de ser baleados por los gendarmes. En fin. La leyenda).

En un lugar que llaman ‘El sillar’, y que requiere una caminata extenuante entre cactus y algarrobos, me adentré por uno de los cañones en cuesta hasta que no pude ascender más. Por encima de mi cabeza veía los dedos índices de roca anaranjada. Parecían susurrarse algo los unos a los otros, bien dándome la bienvenida o bien ignorando olímpicamente mi llegada. Una sensación muy intensa de no estar en este mundo, sino en otros mundos que colisionan en armonía y en silencio. A medida que descendía, con respigos en la espalda y palabras de asombro pronunciadas en voz baja, me topé con un rebaño de cabras que huyó despavorido de mi presencia. Unos minutos más tarde, el pastor adolescente que las tenía a su cuidado me gritó, desde lo alto del cerro, ¡asustaste a mis chivas!, y yo le grité, ¡lo siento, no pensé que iban a pasar por aquí! (lo cual era cierto, había escogido la quebrada en la que no parecían estar pastando), y el pastor adolescente se rió con el deje de locura o de sabiduría que debe tener el vivir en un lugar sin agua y con pura roca sobrenatural llamándote a confundirte con la unidad del todo, y añadió, a gritos también, ¿¡hiciste muchas fotos?!, y yo contesé, ¡no tengo cámara!, y el pastor adolescente gruñó algo parecido a un ‘chao’ y se fue a buscar a las cabras que yo había asustado con mi paso y ánimo ultraterrenos.

En varias fachadas de Tupiza aparecen escritas las palabras “CLAUDIA BURGOS ES UNA PERRA APLAZADA”. Pensé detenidamente qué significaría eso de ‘perra aplazada’. No llegué a ninguna conclusión.

Es famosa la ruta entre Villazón y Tupiza, gracias a algunos pueblos de casas de adobe, semi-abandonados, en valles de sorprendente fertilidad cercados, a su vez, por parajes de aridez innombrable. Pero mucho más imponente es la ruta entre Tupiza y Uyuni, que circula ya por pueblos abandonados, sin el semi, por cañones y valles que se asemejan a templos indios en un paraíso perdido, por desiertos que deben ser muy parecidos a los de la región vecina de Atacama, por desfiladeros entre cumbres altísimas, con los picos nevados de los volcanes de la Cordillera como telón de fondo. Esta ruta está casi a la altura del paso a motor que une Manali con Leh, al norte de India. No puedes dejar de mirar a todas partes, a pesar del calor, del traqueteo o del sueño (sobre todo si no has pegado ojo la noche anterior por culpa de las juergas de mate que te pegas a las ocho de la noche).

La roca estrella de esta ruta es una a la que llaman ‘La Poronga’ (ver encabezamiento del post). No sé lo que significará ‘poronga’ en Bolivia, pero al menos en Argentina es ‘el pene’, y se utiliza para todo, tanto para referirse a alguien como para expresiones adorables del tipo ‘a vos no hay poronga que te venga bien’, utilizado cuando alguien no se conforma con nada. Bueno, esta roca se merece el nombre que le han puesto porque es, simple y llanamente, una poronga, con sus venas, sus arrugas, sus dobleces, su prepucio, su uretra… Vamos, que la naturaleza sabía a lo que estaba rindiendo homenaje cuando erosionó esta obra maestra.

A Uyuni fui sólo a cambiar mis pesos chilenos por bolivianos sin que me dejasen tiritando con el tipo de cambio. Es famosa su superficie mastodóntica de sal, donde crían flamencos y lucen géiseres y lagos alcalinos (y donde puede que circule el próximo rally Dakar), pero yo no hago tours turísticos, por plata y por el coraje que me dan, y por tanto hay cosas que no voy a poder conocer a menos que tenga un todoterreno y las habilidades adecuadas para conducirlo. Tampoco se puede conocer todo. No está mal pasar por Uyuni, no obstante, para ver cómo el desierto de arena se convierte en desierto de bolsas de plástico y luego en cadavérico centro turístico y luego en sal y en desierto de arena y polvo otra vez. Es bastante grotesco, desolador y rotundamente interesante.

Escribo esto desde Potosí, de la que espero hablaros harto porque me está dejando perplejo. Me hubiera gustado llegar hasta acá haciendo dedo, pero hay pocos autos particulares en estas rutas y todavía no le tengo agarrado el truco a los bolivianos y a las bolivianas. Con calma. Ya me doy cuenta de que esto no es Argentina, ni en materia autoestopística ni en casi ninguna otra. Lo cual me estimula enormemente.

Salud.

sábado, 16 de abril de 2011

209. La espalda quebrada (relatos de la globalización en el Trópico de Capricornio).


Imagínense, compañeros, que yo quiero viajar a X para conocer sus montañas, lagos y valles, hablar con la gente que los habita, probar su comida. ¿Qué hago?

Imagínense que ya no hay transportes públicos convencionales, ni siquiera a motor. Entonces tendría que ir a caballo, o caminando, o en el caballo o el carro de otra persona que me quisiese llevar a cambio, tal vez, de descargar su mercancía o de contarle una historia de mi tierra. En ese supuesto, el camino sería lento y tanto o más importante que el destino final (si lo hubiere, en cualquier caso), porque ese trayecto explicaría poco a poco de dónde vengo y adónde voy, un cambio paulatino en los contornos del mundo por el que decido moverme. El aprovechamiento de la línea recta, artificial y artificiosa, es viaje en tanto que es desplazamiento, pero no es conocimiento de un lugar, y mucho menos “identificación con un lugar”.

Imagínense que llego a X tras tres semanas o un mes de viaje por llanuras. A pie o a caballo o en carromato, como hemos dicho. Parando siempre para cocinar, lavar ropas o intercambiar alimentos por otra cosa si esto fuese necesario (no se puede viajar con mucha comida a la espalda).

En X me encuentro con los lugareños a los que quería contactar. Algunos de ellos interrumpirán sus labores para darme la bienvenida y enseñarme el lugar donde podré dormir esa noche, seguramente una cama o un colchón libre en alguna de las casas del pueblo. Luego charlaremos. Yo les diré lo que busco, ellos me enfrentarán con el estado actual de las cosas. Si quiero caminar por el monte, alguno de ellos se ofrecerá a acompañarme y me ayudará a interpretar lo que encontremos a nuestro paso. Si hubiese mucho trabajo que hacer y eso no fuera posible, me harían un mapa de la zona y/o me encomendarían a algún otro vecino del área.

Imagínense que consigo ver las montañas, los lagos, los valles. En un momento dado observo un arroyo que ruge entre dos riscos. Al final del mismo podría instalarse una turbina o un tanque que no quedaría muy lejos de un terreno fácilmente cultivable. Comparto estas ideas con los lugareños a la vuelta de mi excursión. Ellos dicen, sí, qué gran idea, o, mira, eso ya lo pensamos y la verdad es que no queremos hacer nada allí porque es un lugar sagrado o porque es pastizal de vicuñas o porque queda muy lejos de nuestras casas. A mi vuelta también les traigo varios pedidos: libros y fruta de las granjas de los vecinos y tierra del bosque para sus almácigos.

Pruebo las humitas tradicionales, hechas con un maíz especialmente sabroso. Me ofrezco para cosecharlo, y de no haber ya más plantas para cosechar, me ofrezco para preparar la tierra de cara a la próxima siembra. Eso demora mi estancia otras dos semanas. En el supuesto de que mi inexperiencia o inaptitud sean notables, puedo seguir llevando mensajes o transportando pedidos a mi próximo destino, o de vuelta a mi casa. No faltarán cosas que hacer en una sociedad donde siempre se necesitan manos porque siempre hay creación.

De noche, al calor del fuego, cuento historias de mi tierra. Entretengo a los niños con mis dibujos.

Imagínense que me enamoro y me quedo. Imagínense que no me enamoro y me quedo igual. Imagínense que me voy y no vuelvo nunca. En una sociedad sin dinero y sin promesas, todas éstas son acciones válidas y posibles.

La gente no se tiene miedo, no cierra las puertas de sus casas, no oculta sus campos de labranza o esconde en una grieta del piso sus semillas. La gente quiere escucharse y quiere ver llegar a un extranjero desde el otro lado del río.

Y todo esto, Sergio… ¿A CUENTO DE QUÉ?

Desde San Salvador de Jujuy hasta la frontera con Bolivia, simplificando mucho el mapa, se extiende un espacio que la Unesco, de acuerdo a sus misteriosos parámetros, decidió conceder el título de ‘Patrimonio de la Humanidad’ (distanciándolo así de otros espacios que tal vez sean, a su modo, patrimonio de algo o de alguien, pero que no merecen epítetos globalizadores por la simpleza de sus rasgos), y que lleva ya varios décadas llamándose ‘Quebrada de Humauhaca’.

La Quebrada hace referencia al cauce seco del Río Grande y al valle que éste forma a su paso, y Humahuaca es uno de los asentamientos más notables de esta ruta que antaño conectase al pampeño con las tierras quechuas y aymaras del Alto Perú. Pero si la quebrada es visitada por aparatos turísticos de diversa índole no es tanto por el indigenismo que todo occidental sufre, al menos, una vez al año, sino por el color y la forma de las montañas que forman la cordillera y pre-cordillera andina. Malvas, amarillos, ocres, platas y marrones saltan unos encima de otros en una cabalgata inexpresable de cotarro natural. Es hermoso y relativamente fácil de ver, ya que ni siquiera tienes que bajarte del colectivo para disfrutar del paisaje.

Los dos centros que aglomeran gran parte de la oferta turística son la ya nombrada Humahuaca, desde la que escribo esto, y Tilcara, que fue mi primera parada en el viaje. Puede que ninguna de las dos llegue al extremo de desenfreno consumista de San Pedro de Atacama (de la que Juan Caro me dijo una vez ¡allí te cobran hasta el agua!, y eso que llevan mucho tiempo cobrándote el agua en todas partes) pero no dejan de significar lo mismo: un espejismo de prosperidad que el neo-liberalismo debe vender a los vestigios de la tradición campesina, a cambio de una apropiación descarada de su identidad cultural.

El turismo traerá plata a nuestras comunidades. El turismo nos hará iguales y nos acercará al resto del país, al resto del mundo. El turismo es el ancla salvadora tras cientos de años de labranza y pastoreo infructuosos en las tierras a las que fuimos confinados cuando llegaron los ‘conquistadores’, tierras altas, tierras que condenan, tierras que, no obstante, podrían hacerse fértiles si no hubiese ese aura de pesimismo institucionalmente previsto y esa ‘pobreza psicológica’ que asola el Tercer Mundo. El turismo te hará libre, habitante originario de las Américas.

La otra cara de la moneda es la siguiente: el turismo te convertirá en objeto de consumo recreacional de una élite (así el indio equipara su valor al de una droga de constatada pureza y calidad, un baño de aguas termales al pie de un volcán o un buen vino mendocino); el turismo convertirá al turista en plata intercambiable por el bien de consumo que es el local y su ‘patrimonio’; el turismo es una relación mercantil, no una relación humana, y todos los implicados deben girar en ese círculo que no quiere saber nada de sustentabilidad o de escolarización infantil o de cualquier otra cosa que dificulte el tránsito de plata de unas manos blancas a otras más morenitas a otras, nuevamente, de color blanco; el turismo no acerca a nadie, sino que separa aún más; el turismo es algo que ya nadie puede permitirse por eso de la crisis financiera global, y cuando un local de la quebrada de Humahuaca al que le han prometido el oro y el moro con el auge turístico ve llegar a un mochilero que no busca más que campings, atracciones de entrada gratuita y empanadillas de oferta que acompañen a su triste lata de atún, el descontento que genera la relación mercantil usurpa el contacto genuino que podría haberse dado en circunstancias menos globales.

Si la globalización es monstruosa es porque se apropia de la única verdad que merece saberse, es decir, que todos somos uno, para volverla en su contra y así dinamitar toda esperanza de comunión real. El turismo es la máxima expresión de esta filosofía. Y el espectáculo turístico es uno de los paisajes más atroces que se pueden ver en un viaje, sobre todo si ha aniquilado moralmente a la comunidad a la que venía a auxiliar.

Te venderán la soga con la que te has de ahorcar, decían en un documental. Esperemos que los que la venden también deseen comprar la suya propia.

Tilcara me dio la oportunidad de charlar con Gustavo, un agricultor que labura una de las pocas chacras orgánicas de la zona. Dedicado casi por entero a la creación de un banco de semillas, su labor no es tan exigente como para requerir voluntarios, así que tuve que conformarme con la conversa (en realidad, quise conformarme con eso; mi intuición me decía que Tilcara no era el sitio en el que debía detenerme). Aprendí un montón de él. Lleva años viviendo en la Quebrada, enamorado de esa tierra y de ese cielo y de ese misterio, y sólo por ser oriundo de La Plata (ya ni siquiera extranjero) encontró mil dificultades a la hora de convivir con campesinos quechuas, demostrando así que el racismo es algo que se da generosamente por ambas partes, si bien el odio está bastante justificado en una de ellas. Esa especie de aversión al blanco, co-existiendo paradójicamente en un lugar que se publicita como punto de encuentro entre culturas, reabre las llagas hechas en la tierra y las impregna con un dolor indescriptible, tan penetrante como el arco iris de color de la cordillera.

Me habían dicho que la tierra que había sufrido sacaba su tristeza a la superficie y la agitaba contra el viento, para quien quisiese verla. Yo veo belleza en estas montañas, en las coronas de flores de plástico del cementerio de Humahuaca, pero, sobre todo, veo tristeza. Una tristeza que nunca se apoderó tanto de mí cuando vivía en India y transitaba por parajes de pobreza similar. Será que entender la lengua en la que se expresa esta pobreza es fundamental para que exista esa ‘identificación’. No sé. Sólo sé de una rabia profunda que siento desde que me adentré en el Altiplano, una rabia que se transformará en algo constructivo con el paso de los días. De momento, es rabia, y tristeza, y vértigo… y distancia.

Pero el relato termina con optimismo, compañeros.

Gustavo tiene una casita de adobe al final de una quebrada (no La Quebrada), en pleno Trópico de Capricornio, esa línea imaginaria que promete espejismos en el horizonte y que sólo pasa por el pueblo de Huacalera como podría pasar la vía del tren. Gustavo se tiró una onda tan buena que me dijo dónde podría encontrar la llave del refugio y me invitó a pasar allí unos días, ya que me disponía a caminar por esa misma zona.

Me bajé del colectivo en Huacalera (esto no es Humahuaca, me decía una mujer, sorprendida de ver a un blanco bajándose en una parada no turística, ¿qué irá a hacer éste aquí?, ¿acaso no hay lugar en el mundo a salvo del mochilero?). Caminé por la quebrada hasta dar con la última casa, hundida entre frutales y bajo el halo protector de una ladera de cactus tan divertidos como sombríos, sobre todo al anochecer. La leña estaba muy seca así que pude cocinar sin problemas. El agua de la acequia también estaba buena. Tras la caída del sol, encendí una vela en el interior de la choza y leí algunos capítulos de ‘Horticultura práctica’, uno de los dos libros que me regaló Lugrin (del otro hablaremos muy pronto). Fuera, la oscuridad era solemne. No había un silencio total porque ésta es una zona de fantasmas.

Donde sí reinaba el silencio era arriba, en el alto valle. Si el viento decidía callarse por unos segundos, el silencio podía resultar tan físico como la llovizna en el rostro.

Para subir hasta allá había que vencer un desnivel de mil quinientos metros. Pero yo eso no lo sabía, como tampoco sabía que había formas más cortas de hacer el recorrido. Por caminos de cabras y pinchándome con los cactus que, en forma de pelotas de béisbol, crecen por dondequiera que apoyes las manos, llegué muy fatigado a uno de los picos más altos sin saber que eso estaba a más de cuatro mil metros de altitud. Por supuesto que las vistas de la cordillera eran las más increíbles que había visto nunca (qué parecidas en forma y fondo a las del Himalaya en Ladakh), pero me faltaba la respiración y la migraña del mal del altura empezaba a hacer mella. Bajé por otro lado para acabar en la sobrecogedora meseta por donde discurre el sendero que va a la escuelita de Alonso, y a otros pueblos de dos o tres casas que se esparcen por esas alturas tan rigurosas.

La bajada a la escuelita te sorprende con frases de bienvenida pintadas en la roca; estos mensajes van desde los mandamientos judíos hasta los nombres de los planetas o listas aleatorias de palabras que se escriben con ‘q’. ‘Leer es cultivar conocimiento en el alma’ gritaba una piedra. Otra le respondía con una fórmula matemática. Y los picaflores y otros pájaros de trino metálico se perdían en la niebla del valle.

La maestra de la escuelita me recibió calurosamente y me dio abundante café y sopa y pan con dulce de leche. Seis niñas de distintas edades aprendían a aporcar papas con el otro maestro (y técnico agropecuario) y jugaban con una carretilla bajo un cielo que amenazaba lluvia. En la oscuridad de la cocina hablé de los lugares en los que había estado y la maestra asentía con la cabeza y me respondía hablándome de las glorias de este gobierno en materia educativa, ya que Cristina (Fernández de Kirchner) les había pagado el desayuno y el almuerzo a todas las escuelas rurales y también estaban regalando una computadora portátil a todo niño que pasase a la secundaria sin arrastrar asignaturas, y concluyó diciendo que ‘el peronismo es el partido de la gente trabajadora’, y finalmente se largó a llover.

De noche, en esa escuelita tan modesta, tan apartada del mundo, de la que sus maestros y encargados renegaban en parte porque les parecía silenciosa, triste y monótona, en esa escuelita digo, me di cuenta de lo mucho que me gusta esa soledad, con o sin cactus haciéndole eco, y vislumbré una opción para un futuro más o menos inmediato. En uno de sus últimos mails, Penny me decía que no importaba tanto si tomaba ‘la decisión correcta’, en tanto que tomase ‘una decisión correcta’. Tal vez con el significado de esas palabras destacado sobre el silencio me quedé dormido, o tal vez no.

A la mañana siguiente asistí al acto de izado de la bandera argentina en el patio de la escuelita, un acto que nada tiene que ver con un nacionalismo enfermizo (o sí, pero en cualquier caso, es un nacionalismo inofensivo). Luego me fui. No obstante, sentí que no les había ayudado lo suficiente; podría haberles echado una mano con la cosecha de habas o con cualquier otra cosa, pero no lo hice. Esto es, querido lector, para que no se crea usted que soy tan estupendo como para actuar tal y como predico. Eso me convertiría en un ser perfecto, algo que, naturalmente, no soy.

De vuelta a la casa de Gustavo me mojé con las últimas lluvias de la temporada y vi surgir de la niebla, como apariciones, a hombres y mujeres con sus burros de carga y sus trapos de colores vistosos y sus sombreros oblongos. Las nubes me rascaban el pelo. Más tarde volvería a salir el sol. Tal vez motivado por estos extremos climáticos pensé que todos nosotros ansiamos la llegada del día o de la noche por razones que se evaporan una vez los tenemos presentes. Qué bueno es el sol tras el rocío de la madrugada, pero qué calor da. Qué esperada es la sombra del anochecer, pero qué frío trae consigo.

Y todo esto, Sergio… ¿A CUENTO DE QUÉ?

A cuento de que tan fácil es alimentar el descontento de uno como dar de comer al sistema monetario en que vivimos. Y estaría bueno dejar de hacer ambas cosas. La misma cosa.

Salud.

martes, 5 de abril de 2011

208. No te salves.



La anécdota es la siguiente…

A pocos kilómetros al sur de San Salvador de Jujuy se expande un modesto pueblecito tabacalero llamado Monterrico, en cuyos alrededores hay un viñedo orgánico y un espacio comunitario gestionado por tres hermanos: Javier, Josefina y Agustina.

Un mediodía particularmente caluroso me aventuré hasta allá para preguntar si necesitarían voluntarios en su chacra. Los hermanos me invitaron a pasar a un salón blanco con muchos aparatos eléctricos, me dieron agua, té y pasteles y me dijeron que no recibían a nadie ahora mismo porque estaban en proceso de reorientar sus propósitos hacia otro lugar. De poco sirve regenerar una tierra maltratada cuando tienes aviones encima de ti lanzándote pesticidas cada dos por tres, entre otras muchas vicisitudes contra las que los chicos se han cansado de luchar. Lo entendí y les di las gracias por la acogida.

Pero seguimos hablando. Entre otras cosas, de las distintas vías de acceso al conocimiento, de lo fácil que es quejarse por todo, del dolor impreso en los valles de la provincia de Jujuy (devastados con el monocultivo de caña de azúcar y tabaco), y del fin del mundo. Sí, eso que ya a nadie parece darle mucha risa, entre otras cosas porque ya hemos visto lo fácil que podría ser la aparición de una pandemia nuclear a raíz de lo sucedido en Japón.

El cambio del eje polar es un hecho bastante contrastado y la información acerca del mismo está disponible para todo el que esté interesado, y no sólo en la página web de la NASA, que no tendría por qué ser la más fiable. El resultado previsible de algo así sería un movimiento de avance y posterior retroceso de las aguas, que aislaría las tierras altas del planeta, mataría a un número considerable de bichos vivientes y propiciaría la aparición de un nuevo continente en el Atlántico sur. Poco quedaría de Europa. España desaparecería casi por completo.

Hablamos de eso. Ninguno de nosotros creíamos que una reacción del planeta (no al cambio climático, sino al CAMBIO en general al que todo está sujeto, desde nosotros mismos al suelo que pisamos) sea una hipótesis descabellada, pero tampoco nos interesan las hipótesis en la medida en que no creemos que algo pueda ser predecido rigurosamente. Podemos estar equivocados al respecto, cómo no. Quién sabe.

Llevo un tiempo con esta información y otras informaciones en mi cabeza. A punto he estado de someter acciones futuras a estos posibles cambios.

Pero hete aquí que los tres hermanos de Monterrico me leyeron un poema de Mario Benedetti que, al parecer, es muy conocido, aunque yo nunca lo había escuchado anteriormente. El poema se titula ‘No te salves’, y dice así…


No te quedes inmóvil
al borde del camino
no congeles el júbilo
no quieras con desgana
no te salves ahora
ni nunca

no te salves
no te llenes de calma
no reserves del mundo
sólo un rincón tranquilo
no dejes caer los párpados
pesados como juicios
no te quedes sin labios
no te duermas sin sueño
no te pienses sin sangre
no te juzgues sin tiempo

pero si pese a todo
no puedes evitarlo

y congelas el júbilo
y quieres con desgana
y te salvas ahora
y te llenas de calma
y reservas del mundo
sólo un rincón tranquilo
y dejas caer los párpados
pesados como juicios
y te secas sin labios
y te duermes sin sueño
y te piensas sin sangre
y te juzgas sin tiempo
y te quedas inmóvil
al borde del camino
y te salvas

entonces
no te quedes conmigo.


Benedetti no es uno de mis poetas favoritos, pero tengo que darle la razón en esto. Tengo que darle la razón a Javier, a Agustina, a Josefina.

No sé lo que voy a hacer con mi vida, lo que ésta me empujará a hacer, lo que yo me empujaré a hacer a pesar de todo. Pero sé lo que no quiero hacer. Y, definitivamente, no quiero salvarme.

A la espera de que me entiendan o me desentiendan y de que quieran iniciar un debate fructífero para todos, me despido hasta la próxima entrega. Salud.



Sergio. 5/4/11.

207. A través del espejo (VIII): David Milch.



Volvemos a la televisión y a uno de los espacios clásicos de este blog. Ya que últimamente me ha resultado muy difícil ver series, y más aún ver una en su totalidad, el repaso a la década prodigiosa de la ficción gringa quedó un poco descolgado. No sabía hasta qué punto me dejaba una de las mejores porciones del pastel para el final: ‘Deadwood’ (2004-2006), la ya mítica producción de la HBO creada por David Milch, es un puñetazo de tino en la mandíbula.

¿Por qué es tan valiosa esta serie? (Venga, voy a resucitar el formato de las enumeraciones).

a) Porque es un western. Eso que puede no decirle gran cosa a algunos espectadores, para mí es un llamado a la atención escrupulosa. El western es el más fascinante y el más completo de todos los géneros clásicos, uno que realmente nace, se desarrolla, muere y se reformula hasta la saciedad, y un relato con tantos elementos legendarios de representación (personajes, espacios, situaciones dramáticas) que nos ha vinculado a todos en su dinámica. Heredera del legado artístico de Ford, Mann, Hawks, Vidor, Wellman y otros tantos alimentadores del mito, ‘Deadwood’ sabe destacarse por ser la única muestra auténtica de realismo descarnado que se ha permitido el género en cien años de evolución. Yo no puedo teletransportarme y asegurar que los rudos emprendedores del Lejano Oeste se comportaban exactamente así, pero cuando veo esta serie y percibo el olor a orina y semen de los prostíbulos, intuyo que Milch debe estar en lo cierto, y de no estarlo, hace algo realmente importante: lo parece. Sus decisiones creativas son afortunadísimas, y tal vez la más comentada y no necesariamente la mejor sea la del lenguaje utilizado por los personajes, un constante malabarismo de insultos y juramentos terribles acompasado con verborrea shakesperiana. Se mire por donde se mire, encaja. Te lleva ahí, al lugar exacto donde se construyó un país y se sentaron sus pautas de conducta, consigo mismo y con el resto del mundo. Eso es llevar el western a toda su gloria, y llevaban cuarenta años celebrando sus funerales (más concretamente, desde el estreno de ‘El hombre que mató a Liberty Valance’, en 1962).

b) Porque lo que sucede me interesa muchísimo, aunque a menudo haya una sensación desconcertante de que no sucede nada en absoluto. Esto echará para atrás a mucha gente, y es que éste no es un relato para el adicto a la narración con sobresaltos y avances perceptibles y/o constantes. En su lugar, los personajes exploran partes de sí mismos que no suelen ser tomadas en cuenta por ningún otro creador. ¿Por qué habría alguien de buscar esa vaguedad en las acciones que lleva a cabo Joanie Stubbs, la prostituta/madame/buena samaritana interpretada por Kim Dickens? ¿Qué otro daría tanta cancha a alguien tan impertinente y deleznable como E.B. Farnum? Sí, David Milch y su equipo de guionistas le buscan el quinto pie al gato. A todos y cada uno de los seres que han creado. El resultado es una sensación de que estamos siendo abandonados más allá del lugar donde todos se suelen detener, y de ahí esa extrañeza ante algunos de los diálogos o silencios de ‘Deadwood’; o, directamente, ante capítulos enteros entregados a una divagación que no se justifica con facilidad. Siendo justos, no siempre este juego consigue conectar con el espectador, ni siquiera con el más entregado. Pero a mí lo que me importa es el riesgo asumido y el deseo de explorar en las posibilidades que da una serie para intimar con un ser ficticio a lo largo del tiempo.


Doc Cochran no se anda con tonterías;

es un médico conocedor de la crueldad de Dios.



c) Porque no hay un solo actor malo en todo el elenco, lo cual no sería tan extraordinario (los repartos de las series estadounidenses suelen ser a menudo lo mejor de las mismas) si no fuera porque dicho elenco supera cualquier expectativa de talento e intuición interpretativa. De Ian Macshane se ha dicho mucho y no voy a repetir que es un placer verle capítulo tras capítulo: lo es, y Al Swearengen (el rol protagónico que lleva a cabo) no podría tener más carisma. Adoro a Swearengen. Es difícil resistirse ante semejante volcán humano. Pero no es menos destacable lo que hace, por ejemplo, Brad Dourif en el papel secundario de Doc Cochran, rozando lo inimaginable en episodios como ‘Sold under sin’, cuando increpa a Dios con un desgarro que pocos actores (y realizadores) han podido capturar en ese rectangulito que es la imagen en movimiento. Podría aburriros con ejemplos, pero señalemos al menos a una mujer, a la puta más fuerte, resabida y honesta de la pequeña y gran pantalla: la fenomenal Trixie, interpretada con un ardil insólito por Paula Malcomson. Su relación afectiva con Sol, el ‘judío’ de la serie, es un delicioso contrapunto a las subtramas amorosas convencionales, tan tierno como grotesco.


'Anyways, do you want a free fuck?'




d) Porque es hermosa de ver, está rodada con una sensibilidad estética nada forzada, y hay un aprovechamiento tal de las limitaciones que le son impuestas (la serie apenas se puede permitir salir del pueblo que le da título) que éstas acaban convirtiéndose en hallazgos, en identidad propia.

‘Deadwood’ es la historia del nacimiento y primeros años de vida de un asentamiento rural en las colinas de Dakota del Sur. El marco histórico es la fiebre del oro y la anexión de territorios por parte de los distintos estados que configuraban el mapa yanqui en el último cuarto del siglo XIX. Algunos de los iconos de la serie, como Swearengen, el sheriff Bullock, Cy Tolliver o Charlie Utter, están (no sé si fielmente o no) basados en personajes históricos del mismo nombre, entre otros mucho más conocidos como Wild Bill Hickock, Calamity Jane o George Hearst. Ninguno de ellos recibe un trato especial por su condición de mito, obviamente, siendo el caso más notable el de ‘Calamity’ Jane Canary (interpretada por Robin Weigert), que desfila en ‘Deadwood’ como la alcohólica gritona e incapacitada para la acción que pudo haber sido. Y ni siquiera los personajes anónimos que podrían caer en el estereotipo, como la inolvidable Jewel, se libran de su condición humana; o lo que es lo mismo, una tullida fea y de pocas luces también puede ser maliciosa y maleducada, y no el dechado de humildad y estoico padecimiento en el que suelen caer todos los guionistas.

Tres temporadas tuvo ‘Deadwood’ antes de la cancelación (es importante notar que el último episodio no es la conclusión de la serie, aunque de algún modo lo parezca). La primera se centra en la animadversión entre un temible Swearengen y el valedor de la moral que siempre acaba siendo el rígido Bullock, a pesar de que sus papeles se inviertan, felizmente, no sólo al final de la temporada sino durante el resto de la serie. La segunda tanda de episodios es, tal vez, la menos interesante, y pervive en la memoria gracias a las subtramas y no tanto por el embrollo político en el que Swearengen se ve envuelto. Por suerte, la tercera temporada resurge gracias a un conflicto que se destaca sobre el resto y que regala una suerte de unidad y camaradería que todos los personajes de la serie comparten. Los últimos capítulos emitidos se cuentan, a mi gusto, entre las horas televisivas más sublimes que he visto nunca, y el magnífico episodio ‘A two-headed beast’ tiene el honor de regalarnos la escena más violenta que la HBO se haya sacado de la chistera, es decir, la lucha cuerpo a cuerpo entre Dan Dority y el ‘Capitán’ de Hearst.




No quiero convencer a nadie, como me acabó sucediendo con ‘The Wire’ (al menos conseguí que Alazne la viera y compartiera mi entusiasmo). La serie está ahí para quien quiera verla y aprender de sus aciertos y sus errores. Os dejo con muestras agudísimas de su sentido del humor (constante) y de su profundidad en los diálogos, algunos de los cuales podrían ser los mejores que se han escrito para la televisión.


Cy Tolliver: Cy Tolliver, Mr. Wolcott, how do you do? And what do you drink?
Francis Wolcott: Kentucky bourbon, if you’ve got it.
Cy Tolliver
: Pour Mr. Wolcott a bourbon, Jack, and tell him it’s from Kentucky.


Al Swearengen: Pain or damage don’t end the world. Or despair or fucking beatings. The world ends when you’re dead. Until then, you got more punishment on store. Stand it like a man… and give some back.




lunes, 4 de abril de 2011

206. El hombre y su prisión.



Hola compañeros.

Nos habíamos quedado en San Salvador de Jujuy, donde todavía sigo, no porque haya estado acá todo este tiempo, sino porque esta pequeña ciudad te arrastra cuando te ves en la necesidad de bailar al son de la burocracia. La noche en que llegué me dejé guiar por una pareja (ella jujeña, él de Salta) que buscaba una habitación barata para tener sexo. Yo buscaba una habitación barata para dormir, asearme y ventilar mi zurrón. Todos buscábamos algo barato, en definitiva. La jujeña me preguntó qué me parecían las jujeñas. Yo le dije que las jujeñas no estaban nada mal. La jujeña me dijo que yo era poco galante, y también que quería que su hijo se hiciese famoso jugando al fútbol en España. Yo no le dije nada a la jujeña. A los pocos minutos, la jujeña y yo separaríamos nuestros destinos, tal vez para siempre, y yo dormiría, algo intranquilo, esperando vislumbrar en mis sueños una opción para los próximos días. El resultado nada brillante de tanta cavilación, consciente e inconsciente, fue marcharme a la selva, donde esperaba encontrar campesinos o amigos de campesinos o guardaparques buena onda que me orientasen sobre el maravilloso mundo del voluntariado orgánico por esos lares tan tropicales. Algo saqué en claro. Y, cómo no, encontré harto de lo que no tenía intención alguna de buscar. Como debe ser.

Mi primera parada fue en la serranía de Zapla. Este lugar tiene su historia, y os la voy a relatar. La primera vez que oí hablar de la nuboselva de Jujuy (a la que Zapla pertenece) fue por un comentario de Lugrin; él había encontrado en Internet cierta información sobre un pueblo abandonado, antaño una villa minera, en mitad de las yungas que bajan de Bolivia y atraviesan Jujuy, Salta, Tucumán y Catamarca (de ahí las bellas montañas de las que os hablé en el post anterior). Como Lugrin tiene cierto interés en ocupar un pueblo abandonado para reconvertirlo en comunidad agrícola sustentable, y a mí ese proyecto también me hace taconear el piso, decidí visitar la ex – mina 9 de octubre y las casas perdidas en el trópico jujeño a mi paso por la provincia. Luego pasaría a informarle (y de paso, a informaros) sobre el estado del lugar, el acceso a agua potable, etcétera. Lo que encontré, no obstante, fue un complejo turístico desolador que no sólo funciona a medio gas sino que no deja que nada más funcione a su alrededor; tanto que la municipalidad (promotora de este despropósito) va a vender lo que queda de explotación minera a una empresa china y a hacer mutis por el foro. O sea, querido Lugrin, que el pueblo ya no está abandonado y sería bastante inútil trabajar un terreno tan torpemente codiciado.



El pueblo se construyó hace cincuenta años en un lugar muy agreste y llegaron a vivir allí unas cuatrocientas familias. Tenían provedurías, parques, canchas de fútbol, casinos para solteros y hasta una sala de proyecciones cinematográficas, posiblemente el edificio más imponente de todos los que siguen en pie en la actualidad. (Nota: todo esto me recordó a los poblados que se formaban en torno a la construcción de presas en Asturias durante el franquismo). El gobierno dejó de considerar productiva esta extracción de mineral (¿a qué nos recuerda esto?) y el pueblo improbable pasó a ser un paréntesis de vida urbana finalmente engullido por la selva. Como lo reforestaron con mucho eucalipto y le echaron harta mierda a los manantiales, ya no es un enclave de cultivo sencillo. La tierra es demasiado arcillosa y el trabajo que costaría añadirle los nutrientes que le faltan no se compensaría con casi nada. Sin embargo, es un alto en el camino con mucho atractivo, hasta con un carisma siniestro. Los edificios que no acabaron siendo albergues católicos muestran un nivel de deterioro, humedad e insoportable vacío que un paseo de pocos minutos por su interior te conduce de inmediato a un mundo de fantasmas. El único restaurante de la zona es regentado por un libanés que no sabe muy bien qué coño hace allí. La gente que sube a acampar tiene la genial idea de poner cumbia villera a todo volumen, en vez de escuchar el monte, el agua, los loros, las urracas. Y desde los miradores, con cielo despejado, se ve la cordillera, el magnífico rostro ocre de los Andes a punto de encaramarse al Altiplano, y en dirección este, las llanuras chaqueñas que en su despliegue hacia la frontera paraguaya se convierten en pantano, selva impenetrable y secreto mejor guardado de toda la geografía argentina.

De ahí me fui al Parque Nacional Calilegua, donde he estado la mayoría de estos días. Este asombroso lugar alberga la mayor biodiversidad de todo el país y también preserva un estrato muy vulnerable del ecosistema de las yungas, que es la selva pedemontana, entre los quinientos y los mil metros de altitud. Cuando uno asciende lo suficiente y ve los cerros, el densísimo verde de los valles, las siluetas formidables que dibuja la naturaleza en su disposición más silvestre, obtiene una pizca de fe.

Con provisiones para una semana y el ánimo recobrado al comprobar que había duchas y agua más o menos bebible, puse mi carpa en el campamento habilitado y me senté un rato para ser devorado por los mosquitos. Mierda, pensé, se me había pasado esto por alto. Eran tan molestos que a punto estuvo de irme por donde me había venido. El guardaparque me dejó repelente y yo traté de entretenerme juntando la poca leña seca que había en el cauce del río (había estado lloviendo toda la semana anterior). Me costó hacer fuego para cocinar. Me costó un montón hacer casi cualquier cosa porque el cambio de un clima frío y seco a la humedad del trópico tenía que hacerse notar. Me enrollé la cabeza con una remera. Me moví mucho. Los movimientos inútiles sumados al humo del fogón me marearon, pero me lo tomé bien porque pude calentar agua para mate y cocer unas papas. Pensé en muchas cosas. La soledad era pronunciada y casi podía masticarla con desidia durante las largas noches.

A la mañana siguiente conocí a Sebastián. Este muchacho de atractiva sonrisa es un boliviano asentado en Chile (en Temuco, ni más ni menos, que es de donde vengo yo), paisajista de profesión, amante de los reptiles, enemigo acérrimo de la raza mapuche, observador sensible de la naturaleza, original cúmulo de maldad e inocencia en un cuerpo bajito, fibrado y propenso al accidente mortal. Me gustó conocer a Sebastián; no sólo por la compañía que me hizo y que tanto parecía necesitar en ese momento, sino porque es un chico muy extraño. Tierno. Inquietante.

Al poco de conocernos me contó la razón de su viaje: concretar el momento exacto en que las serpientes de las yungas comienzan a hibernar cuando la temperatura externa se pone demasiado fría para ellas. La memoria de su cámara fotográfica estaba llena de imágenes de culebras y víboras, entre ellas la venenosa yacaré, tan agresiva como la mamba negra, a la que Sebastián no tuvo reparo alguno en desenrollar con su bastón (eliminando así su modo de ataque) y agarrar por la cabeza para retratarse con ella. De haberle mordido, hubiese tenido sólo dos horas para llegar al hospital más cercano. Ansioso por ver una anaconda (ha habido avistamientos de una pariente pequeña de la gran anaconda amazónica en los ríos que surcan Calilegua), Sebastián se recorría la selva a todas horas en busca de cualquier rastro de reptil. De haber visto una gran serpiente se hubiese tirado al río a agarrarla; así me lo confesó y yo le creí, más aún después de haber visto sus temerarias fotos. Con él (y gracias a él) vi huellas recientes de jaguareté, el mayor felino de Sudamérica, rastros de tapir y chancho salvaje y dos familias de monos que a punto estuvieron de tirarnos piedras, además de muchos pájaros y grandes roedores. No he podido ver tucanes, aunque tuve a dos detrás de mí. Y algunas de las cosas más formidables pasaban invisibles por delante de mis ojos porque la contemplación de la naturaleza selvática es algo que debe aprenderse y no despierta en todos el mismo grado de agudeza.

Con Sebastián aprendí que las iguanas hembras pueden almacenar el semen de un macho durante tres años y reutilizarlo varias veces para procrear, pero que tampoco les resulta indispensable para poner huevos (un dato que a mí, por lo menos, me resulta fascinante). También que algunos tipos de orquídea precisan un solo tipo de insecto que las polinice, convirtiendo así su acto amatorio en algo complejo, único y absolutamente excepcional de ver, casi imposible. Que las epífitas son plantas cuyas raíces se nutren del aire. Que las bromelias son epífitas y dan cobijo a muchas especies animales. Que el mundo, en su vastedad inconmesurable, nos es tan desconocido que es absurdo creerse alguien en él.



Y ahí está Sebastián, con sus cicatrices, sus ojos nerviosos, sus opiniones reaccionarias y contradictorias pronunciadas en el crepúsculo. Calentábamos agua para mate y la llama tímida apenas nos alumbraba más arriba del mentón. Charlábamos. Él me contaba anécdotas del pasado que configuraban un rompecabezas cada vez más complejo. A veces un joven retraído y distante que prefiere perseguir bichos a relacionarse con gente; otras veces una persona muy violenta, casi diría esquizoide; a menudo comparte observaciones profundas (‘no entiendo a algunos biólogos que intentan estudiar veinte o treinta especies animales; uno debe consagrar su vida a una sola especie; en tu caso, tal vez, a un solo tipo de historia, o a un solo tipo de conflicto, de tal modo que puedas llegar a contarlo bien… ¿De qué sirve correr por tantos senderos? ¿No estamos hechos para recorrer uno solo, para escoger uno solo?’); de pronto denigra a los chilenos, a las chilenas, a los mapuches, a casi cualquier vecino suyo hasta el límite de lo tolerable; y en un susurro, después de varios mates, me dice que no tiene ninguna gana de vivir, y yo le digo que algo le debe dar la selva que le haga sentirse más vivo, y él niega con la cabeza, y sonríe con vergüenza, uf, qué profundo me he puesto, y calla por un rato, y vuelve a negar con la cabeza, no, no tengo muchas ganas de vivir. Tal vez por eso tampoco tenga miedo de abrazar a la pitón. Porque tampoco piensa que vaya a perder gran cosa si la pitón le abraza a él en respuesta.

Después de esa noche memorable que tantos sentimientos encontrados me produjo, me despedí de Sebastián, abandoné Calilegua y sus mosquitos y sus huellas en el barro y me metí en otra historia. Esa otra historia debe esperar y madurarse un poquito para ser contada. Hasta entonces, salud.

Sergio. 1/04/11.