martes, 8 de diciembre de 2009

CVIII. Season finale: el planeta bajo el impacto de un meteoro.



India: una acumulación agotadora de paradojas.
India: padre, madre, pálpito, panteísmo.
India: en ningún caso una parte del todo.

Cuando leáis esto, amigos y amigas, estaré ya en Australia Oriental, tratando de iniciarme en el maravilloso mundo de las cosas que crecen del suelo y nos procuran sustento. Pero eso forma parte de la segunda temporada de “Miss Kalashnikov”, llena de intriga, pasión (espero), cocodrilos, corales y bosquimanos. Será una etapa llena de sorpresas para todos nosotros (Ismael, Sergio, los lectores). Para ello, me dispongo a concluir esta primera temporada de la manera más floja que se me ocurre: haciendo resumen de todo lo que ha dado de sí el año. No sin antes rescatar del olvido las cosas que pasaron a última hora y que he tardado días en digerir, no tanto por la espectacularidad, sino por las prisas que conlleva salir de un país y aterrizar en otro.

Sabíais por los últimos episodios, menos traqueros de lo habitual, que había salido de Kerala una semana antes de salir de India; que me había llevado a mis amigos de paseo por las colinas de Wayanad; que me había aventurado en una contrarreloj por Maharashtra para ver las cuevas de Ajanta… y, no contento con tener una agenda apretadísima de eventos de última hora, decidí escaparme para ver el único impacto de meteoro sobre roca basáltica del mundo. Todo eso sucedió hace 50.000 años, como quien no quiere la cosa. El cráter es tan espectacular como la palabra “meteoro” promete, y le ha salido, con el discurrir de los milenios, un lago de aguas verdes que son buenísimas para la piel. Doy fe.

A día de hoy, el cráter está a las afueras de la localidad onírica de Lonar, o mejor dicho, Lonar está en las inmediaciones del cráter. El viaje en autobús desde Fardapur a Lonar fue uno de los más surrealistas que recuerdo, con traqueteos y saltos imposibles; en uno de ellos, lancé un “FUCK!!” sobrecogedor al clavarme un hierro del asiento en el hueso del culo (que no en el culo). No creo que por esos lares entendiesen el significado aberrante de esta palabra maldita, pero aún así fue una imprudencia. Qué le iba a hacer: el dolor lo merecía. Antes de llegar a Lonar, una jauría de estudiantes de tenth standard me asedió con preguntas acerca de las estrellas de Bollywood. Me duele explicar lo cansino que todo esto resulta, sobre todo cuando ese ciclo de preguntas se convierte en un bucle espacio-temporal muy preocupante. No obstante, a veces se conoce a gente extraordinaria con la tontería del “Your country, sir?” / “Why you not married, sir?”, y demás palabrería que involuciona tu aprendizaje del inglés.

El único hotel de Lonar estaba asediado por una boda musulmana. Cuando llegué al patio, además de no encontrar la recepción por ninguna parte, me vi atrapado por un sinfín de miradas sorprendidas, barbas teñidas de naranja, niñas pintarrajeadas como puertas. Nadie sabía nada, nadie entendía nada, el meteoro debía haber caído hacía media hora solamente. Una vez hechas las presentaciones con el personal del MTDC Resort (de resort, nada), el hermano del que se casaba, un policía muy apocadito, me invitó a comer con el resto de invitados. Entré en una especie de sala de conferencias que más bien parecía un polideportivo prehistórico; allí era donde los varones iban a devorar su byriani. Muchas manos lucharon por el privilegio de ponerme un gorrito blanco de ésos que se ponen los musulmanes (vergüenza debería darme; un año viviendo con ellos y todavía no controlo el léxico básico), pero después de hacerse fotos conmigo me lo quitaron enseguida, justo cuando ya le había cogido cariño y estaba a punto de profesar la fe de Alá. Todo era muy extraño; la reunión me recordaba a un cuadro de la Revolución Francesa que había visto en un libro de texto del instituto, pero todavía no tengo muy clara la conexión. Durante la comida, primero pusieron los platos, y luego el mantel. No he de decir que engullí como un animal, tal y como se esperaba que hiciese. Al concluir, un viejo de dientes espantosos me echó de la mesa de malas formas. El hermano del novio volvió en mi ayuda y me hizo sentarme con él y sus amigos, creando un cisma en la ortodoxia matrimonial de aquel domingo. Los viejos discutían entre sí y los niños daban palmadas de excitación. Yo no tenía ni idea de a qué venía tanto alboroto. El caso es que el mismo joven que me había invitado a la celebración una hora antes me acabó pidiendo que me fuera por donde me había venido. Eso hice, mientras comprobé que había vuelto al estado cero en el que todos me miraban con una sorpresa impenetrable. Yo ya estoy acostumbrado a la bipolaridad de los indios, pero su arsenal ilimitado de giros narrativos siempre me acaba pillando desprevenido.



El cráter de Lonar está cargado de una energía hostil, pero no maligna. La flora que se precipita por sus desfiladeros es espinosa y raruna, así como los pajarillos verdes que cantan con voz semi-humana, los pavos reales descontextualizados y los monos langures, protagonistas de algunos segundos intensos del día. Ya me topé con uno de esos monos cabrones en el aparcamiento de autobuses de Ajanta. Era un bicho grandísimo, y se acercó a mí enseñándome los colmillos y levantando la cola hasta el cielo. Advertido de su agresividad, intenté ser lo más discreto posible en este segundo encuentro. Los monos se balanceaban a pocos metros del lago bajo el cual, dicen, se encuentra todavía el gran pedrusco. Varios templos o ruinas de templos se reparten el dominio de la orilla, y los langures, que tienen un gusto muy exquisito, han tomado el más espectacular de todos ellos, presumiblemente dedicado a Siva. Allí es donde yo decidí bañarme, bajo la sombra morada de un árbol seco pintado de colores extravagantes. Los monos me miraban atentamente mientras yo notaba elementos perturbadores en el sonido de las ondas acuáticas. Aparte de esa vibración, poco más se podía oír en aquel lugar espectral. Estaba tan embebido que me fui de allí sin recoger las llaves del hotel, elegantemente olvidadas sobre una roca. Cuando volví a por ellas, el templo parecía un fotograma de “El planeta de los simios”, aunque, pensándolo mejor, guardaba más relación con la última escena de “Los pájaros”, ésa en la que Rod Taylor ha de moverse sin hacer ruido para no despertar la furia de las aves. Decenas de monos fingiendo desinterés, cientos de ojos tan profundos como el meteoro en su éxtasis espacial. Así eran los señores langures, dueños del lugar, dioses en la fantasía alcalina del cráter. Tuvieron clemencia: cogí mis llaves y me escapé ladera arriba (y es que ese cráter no te deja salir hasta que no ha acabado contigo).



De Lonar a Aurangabad, un sitio al que le acabé cogiendo mucho cariño, pero donde sólo sucedieron cotarros cotidianos (recuerdo a Catherine Deneuve en “Les demoiselles de Rochefort”, cuando protesta: “Hoy me siento tan cotidiana…”). Y de Aurangabad al aeropuerto de Bangalore, donde esta primera tanda de episodios llega a su fin. A mis espaldas, once meses en India, y sigo sin comprender de qué va todo esto.

India: te joden la cabeza con familias de piel blanca.
India: no puedo dejar de mirar, imposible de repetir.
India: en algún lugar un hombre se sentó en el suelo, se fumó un cigarro y murió.

No voy a intentar entender lo que he vivido. El tiempo hará lo que quiera con esas percepciones que ahora sólo me evocan confusión y una extrañeza creciente. Confieso que no es muy difícil encontrarte en una posición que no te creías poder adoptar. Era muy fácil tener pensamientos paternalistas a pocas semanas de iniciar el viaje, pero no he sentido que haya ayudado a nadie en este país más que a mí mismo (tal vez he conseguido algo con mis alumnos, en Delhi). La vivencia del horror me ha dejado tan pasmado que no he sabido muy bien salir de ahí. Me he movido relativamente bien, pero a costa de resetear mi mente muy a menudo (tal y como hace un indio normal y corriente). He visto a gente haciendo cosas maravillosas por los necesitados, y a voluntarios haciendo cosas realmente egoístas e innecesarias. He sentido pánico, indiferencia, compasión, impotencia. Me he quedado al margen del lenguaje, una llave preciosa para entender algo que sólo me ha sido permitido vislumbrar a través de los ojos, el cuerpo, el sonido. He visto a Dios en un estado de soledad acuciante, y mi vida ya no será la misma. He querido querer a todo el mundo (y ser querido, grandísima trampa) para acabar, sorprendentemente, queriéndome más a mí mismo de lo que nunca había hecho. Soy muy feliz. ¿Por qué?



India: el atasco de la mente se salda con luz; no es el nirvana todavía, es la aceptación.

En el puzzle del año ha habido piezas de colores tan llamativos que siempre acudiré a ellas en primer lugar para intentar componer la estructura:

10) Entré en Costa Malabari y me presenté como si fuera, realmente, un escritor. A día de hoy, ya me lo he creído, y no puedo ser otra cosa distinta. Kurien y Padmini me ofrecieron café y tortilla mientras la luz de la mañana entraba por un ventanal en forma de ojiva. No estaba seguro, pero intuía que ése era el lugar, y ésa era “la gente”.

9) Subiendo por la escarpada ladera del cráter de Lonar, un indio me llamó desde la sombra. Era la hora del crepúsculo. Su pluma y el enclave escogido lo decían todo. Me fui sin decir nada, mientras el chaval gritaba “Please!!!!” a mis espaldas, con un tono de voz que no podré olvidar. No sé de dónde he sacado la dignidad, pero ahí está.

8) Los niños jugando en las montañas de sal. Familias que han aceptado su destino miserable en el desierto del Pequeño Rann de Kutchch, pero sin abandonar esa mirada de incógnita con la que te reciben, tan íntima como un escupitajo. Versión dormida de la locura. Leí “A separate reality” bajo las estrellas, y tomé té con los curas.

7) Tuve un orgasmo de luz y sombra caminando por las calles de Bandipur (Nepal), en la hora del apagón diario. La vida se cargaba de magnetismo. Bandipur es un sinónimo de felicidad colectiva de la que te cuesta no desconfiar. Todos eran felices y te hacían feliz.

6) Trevor entró en las dependencias del “Bar Broadway” de Calcuta. Empecé a creer que algunas cosas suceden a pesar de que las desees con todas tus fuerzas. Hablé mucho, amé mucho y me emborraché como un caballero.

5) Irumban me dijo que el sol se escondía para nosotros, pero que saldría enseguida para otra gente. Un razonamiento tan sencillo esconde, posiblemente, una de las pocas cosas que merecen la pena saberse.

4) Al norte de Leh, en Ladakh, una arboleda y una colección de stupas me regalaron el abrazo sensorial más contundente del año.

3) Entré en una clase y, sin saber muy bien cómo, hablé de cosas que ya no recuerdo pero que estaban relacionadas con la gramática española. Charo se había ido, pero la vida seguía.

2) Las bhagavatis o diosas del theyyam. Nunca pensé que podía abandonar mi cuerpo como lo hice en presencia de la posesión de Pradeep, aquella milagrosa (y calurosa) mañana de marzo. Mi última y devota visita a Muchilotu Bhagavati me ha enfrentado con una faceta de mí mismo que no visitaba desde mis años beatos de infancia. Pero aquéllo estaba lleno de miedo y odio. Y esto es una entrega incondicional de amor y fe.

1) El mejor momento siempre se olvida.


India: dolorosa recreación en lo que crees que no eres tú.

FINAL DE LA PRIMERA
TEMPORADA DE
“MISS KALASHNIKOV”.


Sergio / Ismael. 8/12/09.

CVII. Citas célebres (III).



“Siempre tuve la ilusión de adoptar un perro de la calle”.


Una profesora de español,
en Nueva Delhi.
Como para darle y no parar.

domingo, 6 de diciembre de 2009

CVI. “Inland Empire”, y poco más.



He estado pensando en lo mejor que nos ha dejado la década. Al menos en el terreno audiovisual, que es el único que controlo dentro de mis limitaciones (no sé nada de música; no sé nada de literatura; no sé prácticamente nada sobre nada). Tampoco es que haya visto mucho cine, así que sólo puedo juzgar las películas contemporáneas que me han intrigado. En general, veo mucho más cine clásico que moderno. Tal vez no sea muy sabio, pero no está de más recordar que todo está prácticamente dicho desde la década de los cuarenta.

Creo que Inland Empire es la película más valiosa de la etapa 2000-2009, y la interpretación protagonista de Laura Dern es, asimismo, lo más maduro y arriesgado que ha llevado a cabo un intérprete. Las mofas que recibió por parte de los críticos dicen mucho del papel ridículo que juega la “prensa especializada” como barómetro de la actualidad cinematográfica. (Nota: hace poco, Carlos Boyero llegó a decir que Lars Von Trier debería ser encerrado en un sanatorio mental; ¿qué seriedad es esa?).

David Lynch siempre cuenta la misma historia. De hecho, cada vez lo hace todo más y más simple. En este caso, el sub-título o frase promocional no podía ser más explícito: “Inland Empire: a woman in trouble”; o la vida soñada de un personaje enajenado por un amor no correspondido. Con esta premisa tan machacada, incluso por él mismo (“Lost Highway”, “Mulholland Drive”), Lynch se atreve a hacer algo que unos comparan con el video-arte y que tal vez sea mejor relacionarlo con el cine que está por venir (Jordi Costa lo llamó post-cine en su crítica para Fotogramas). Los que se quejen de que el séptimo arte está muy por detrás de sus compañeras deberían echarle un ojo a esta película, aunque dudo que la hayan dejado escapar, puesto que es lo único realmente salvable de una década-atolladero en que las fórmulas reformuladas han atascado el ideario colectivo hasta asfixiarlo. “Inland Empire” es el metalenguaje llevado a los límites de la percepción; como siempre en Lynch, un intento logradísimo de abrir los canales de la mente a través de una potenciación extraordinaria del sonido; un viaje multirreferencial que nos habla de lo que no podemos controlar; una casita de muñecas; una experiencia estética única, delirantemente plástica, tan insobornable que a cada visionado resulta más feísta y extrema; tres horas de cine que te hacen sentirte más inteligente y más vivo. Por si fuera poco, “Inland Empire” está grabada en Mini DV. No sólo posee la estructura narrativa y el mensaje más acorde con los tiempos que corren; también se adapta a una tecnología que potencia, precisamente, esa expansión cósmica que tanto le está costando al cine convencional.


Laura Dern, actriz rara y fascinante,
y Grace Zabriskie en “Inland Empire”. Sin palabras.


Michael Haneke es el otro grande, y eso que no he tenido oportunidad de ver todavía “The white ribbon”. Sólo con “La pianista”, “Caché”, o incluso con la menospreciada pero interesantísima “El tiempo del lobo”, merece estar entre lo mejor que ha dado el cine en los últimos diez años (él ya era lo mejor que había dado el cine en los noventa; nada cambia). Repito: hablo del cine que yo he visto. También Lisandro Alonso, Claire Denis, Ang Lee, Pedro Costa, Quentin Tarantino o Carlos Reygadas han hecho cosas estupendas. A éste último se le puede achacar fácilmente su exhibicionismo, a pesar de que no hay ningún creador que no sea exhibicionista; el hecho de que Reygadas magnifique esa tendencia por la vía de la monstruosidad se justifica (en parte) por su éxito a la hora de mostrarnos los tabúes de los que estamos construidos. Su mejor película es “Batalla en el cielo”, y temo por los derroteros que pueda tomar tras su última y algo gélida propuesta, “Luz silenciosa”. Costa y Alonso, cada uno en su estilo, son maravillosos, pero de ellos sabe mucho más mi amigo Diego. “Juventude em marcha”, dirigida por el primero, es tan significativa como un abrazo, una película descaradamente verbal con un amor insólito en su retrato de personajes. Y de Lisandro Alonso no lo he visto todo, pero su punto de vista me seduce muchísimo, tal vez por considerarlo muy próximo al mío (veo “Liverpool” o “Los muertos” y me parece encontrarme a mí mismo en mis observaciones cotidianas).

La felación más famosa de la década,
en la apasionante “Batalla en el cielo”, de Carlos Reygadas.

Tengo una vena mainstream muy marcada, por mucho que pretenda disimularlo, y creo sinceramente que “Brokeback mountain” es una obra maestra, aunque sólo sea por esa escena en la que una madre reconoce al verdadero amor de su hijo en el rostro desencajado de Ennis del Mar (Heath Ledger), y le ruega: “Ven a vernos de vez en cuando”. ¡Cielos! Luego está la sincera y auto-complaciente banalidad de Tarantino; contra todo pronóstico por mi parte, cada vez hace mejores películas. Cuando fui al cine a ver “Death proof” pasé un par de horas tan divertidas que no podía creérmelo; incluso chillé con la última escena. (Me pasó lo contrario con “La pianista”: el mundo entero se había convertido en silencio). Ahora que el cine independiente norteamericano está tocado de muerte, merece la pena seguir a quien todavía no ha sucumbido y sigue haciendo (porque se lo permiten) lo que le sale del rabo.

Sin embargo, y mira que no me canso nunca de decirlo, lo mejor está en la tele. En la tele norteamericana, para ser más precisos, aunque la pequeña pantalla británica también ofrezca perlas muy desapercibidas (como le pasa a su mejor cine; o si no, mirad la escasa repercusión de la monumental “Hunger”, de Steve Mcqueen). El Reino Unido es un país que ofrece mejores formatos de sit-com, mientras que los americanos son muy buenos (lo han sido siempre) con el drama: “The Wire” y “Lost” son, posiblemente, el mejor entretenimiento de la década, y en muchos aspectos, también el más sesudo. Mi último descubrimiento lleva emitiéndose ya seis años en la inglesa Channel 4, y se llama “Peep show”. A pesar de ser la historia de dos jóvenes compartiendo piso, ligues, etc., toda comparación con “Friends” se queda en una desafortunada coincidencia. Mark y Jeremy son tremendamente mezquinos, en especial éste último, y muestran con brutalidad lo que significa la vivencia de los veinte y los treinta en un país desarrollado. Hay mucha caca, culo, pedo, pis… hay mucho sexo, drogas y música techno… hay mucho desbarre y gratuidad… pero no he visto nunca una serie tan divertida. Una de las críticas que leí la definía perfectamente: “…dolorosamente divertida…” Le viene al dedo.

Lo que no es ficción (o sí, según se mire) pero también es televisión y también forma parte de la cultura audiovisual de la década, es el “reality show”. Me refiero, como muchos habituales ya intuirán, a “Gran hermano”. Me gusta GH porque es el “Saló…” del nuevo milenio; no genera la controversia de un Pasolini o un Marqués de Sade porque ya hemos llegado al nivel de degeneración que éstos anunciaron en su día. No nos escandalizamos con la vivencia de la mierda, sino que la ingerimos y la defendemos. Me parece lo mínimo que debemos hacer. Sin ir más lejos, me llegan noticias de un escándalo en el que una concursante de GH11 (Indhira, para ser más exactos, como Indhira Gandhi, ese ente tan luminoso y tan oscuro) ha sido expulsada del programa por caer en la locura y tirar un vaso con cubitos de hielo a la cara de otra concursante. Habría qué discutir varias cosas al respecto. En especial, qué es lo que esperan que alguien haga dentro de la casa de GH. Es evidente que todo radica en la tortura psicológica, por mucho que digan lo contrario. La belleza e interés del programa es su explosión premeditada, ésa que hacía eyacular a los representantes del poder en “Las 120 jornadas de Sodoma”. Como me imagino (sin verlos) los debates sobre violencia audiovisual generados a partir de este incidente, me aventuro a decir que si en algo hemos involucionado es en nuestra pérdida absoluta de conocimiento sobre nosotros mismos. Queremos sangre. ¿De qué nos quejamos cuando la tenemos? (Nota: lo mismo que no podía ver a una adolescente comer mierda en “Saló…”, tampoco puedo ver el vídeo de Indhira en youtube).



Cierro así un apasionado post centrado, únicamente, en mi obsesión por hacer listas de las cosas que me gustan. Vendrán más como éste. Y aprovecho para saludar a un amigo de este blog, el señor Diego Stabilito, al que podéis conocer mejor si añadís el blogspot de rigor tras su nombre (soy así de cutre y no hago enlaces directos, pero es que los enlaces son muy fáciles). Diego cuelga vídeos y habla de música que desconozco por completo. Merece mucho la pena leer lo que cuenta. Salud.

Sergio. 27/11/09.

CV. Ajanta.



Una de las pocas cosas destacables de mi último curso universitario fueron las clases de Libre Configuración que recibí en la facultad de Geografía e Historia de la Complutense. Aquello se parecía sospechosamente a una universidad, y lo aproveché con ganas. Las lecciones de “Arte Indio” impartidas por Carmen García Ormaechea fueron, quizá, decisivas a la hora de aventurarme en el subcontinente asiático. Y de todas las cosas que vimos, bellamente ilustradas con diapositivas muy traqueras, lo que más me fascinó fue el descubrimiento de Ajanta; tanto, que decidí hacer un trabajo libre compuesto por un guión y unos poemas malísimos, sin haber visto nunca el enclave en cuestión. Dos años después, he cumplido un sueño callado que se ha hecho de rogar.

El veintiocho de abril de 1819, un británico con un nombre muy vulgar (John Smith) cazaba bichos en la selva grotesca que debía ser el estado de Maharashtra por aquel entonces. Las partidas de caza eran el pasatiempo favorito tanto de los colonialistas como de los rajás antiguos. Sin embargo, esta aventura particular dio pie al encuentro más formidable que se pueda concebir. El río Waghora, tras descender en bellas cascadas escalonadas, había erosionado la montaña creando una garganta rocosa en forma de herradura. Allí, horadando el desfiladero, dormían las cuevas de Ajanta, olvidadas por los siglos, devoradas por la naturaleza y las alimañas. Smith entró, supuestamente, en la chaitya principal, la que hoy se numera con un “10” en la lista de cuevas visitables, y dejó su autógrafo bajo el rostro de un Buda somnoliento, en uno de los pilares del monasterio rupestre. Nadie que visite Ajanta dejará de ver el garabato si la cotarrera de la guarda lo pilla por banda (te pegará un grito, y te robará la linterna para enseñarte el nombre del descubridor inglés; yo no me creo mucho esa caligrafía tan meticulosa, pero la historia tiene su encanto).

Ajanta es uno de los hallazgos artísticos más brutales de la historia. Creadas a partir del siglo II a.C., las cuevas florecieron (supuestamente) entre dos épocas creativas que se corresponden con dos vertientes distintas del budismo. La última, desarrollada entre el siglo V y VI de nuestra era, es la que atesora la iconografía más famosa. No obstante, la estructura de todas las cuevas tiene más de dos mil años de antigüedad, y no deja de sorprender la pericia que entraña ese trabajo sobrenatural de cantería. Todo para crear un híbrido de monasterio y galería de arte en mitad de la jungla. Si esto no fuera suficientemente llamativo, Ajanta tiene lo más sagrado en su interior.

(Nota: en el arte clásico de la India, especialmente en las obras religiosas excavadas en la piedra, lo más sagrado – sancta sanctorum – es lo más húmedo, lo más profundo, lo que se encuentra en un nivel más inferior. Allí reside Buda, o el lingham de Siva, o la deidad o punto energético al que se venera. Si estudiamos estos tres requisitos, sabios como pocas cosas, podemos encontrarnos con un símil corporal muy esclarecedor. ¿Qué es lo más sagrado en el cuerpo humano? ¿Es, también, la conexión entre lo más húmedo, lo más profundo y lo que se encuentra en un nivel más inferior? De ser así, ¡estáis en lo cierto, tunantes! Exactamente donde dicen que mujeres y hombres tienen su punto G. Lo repito: ¡qué sabios eran!).

Llegué a Ajanta en un intento de poner la guinda a mi año indio. Durante todo el 2009 he estado haciendo un triángulo entre costa, Himalayas y costa, sin adentrarme demasiado en el interior. Así es como mi obsesión rupestre había ido quedando desplazada (no pilla muy de camino; a esta parte del país se viene para visitar Ajanta o Ellora, ya que no dispone de otros encantos fácilmente reconocibles). Es así como llegué a Aurangabad, última y breve capital de la dinastía mogola, para planificar mi visita a las cuevas, tan solo 100 kilómetros al norte de esta ciudad tan espolvoreada de miseria. El pueblo más cercano a Ajanta se llama Fardapur, y en él hay hoteles de carretera, cantinas de carretera, gente de carretera, cabritillos de carretera. Una delicia. Los conductores de rickshaw están desquiciados, así como los vendedores de cualquier cosa, y son muy capaces de asediarte durante largo tiempo con tal de sacarte veinte rupias del bolsillo, algo para lo que están sobradamente preparados y que son muy capaces de acabar consiguiendo. Es lo que tiene disponer de unas cuevas milagrosas en mitad de la desesperación.

Una vez que has hecho caso omiso al boom turístico (más indio que extranjero), se te aparecen las cuevas delante de tus ojos. La primera impresión es inenarrable, así como las primeras impresiones de cada una de las pinturas que se cobijan en su interior, y es esa primera impresión la que uno intenta volver a conquistar cuando vuelve su vista atrás (lo mismo dicen de los heroinómanos cuando persiguen el primer y fantástico pico que se metieron, ya irrecuperable). Una tras otra, unas más arriba y otras más abajo, conectadas por un paseo de construcción moderna y unas sencillas escaleras excavadas en la misma ladera, las cuevas te van llamando y lo mejor es seguir el orden que te pida el cuerpo. Y desde luego que no basta un día. No son muchas (sólo veinte de las treinta permanecen abiertas, y apenas siete u ocho están realmente decoradas), pero requieren tiempo. Yo no pude pasar más de dos jornadas por recortes presupuestarios, pero la verdad es que no me importaría vivir en Ajanta durante una temporada. Ahora entiendo a mi otra gran profesora (la Molina, en el instituto) cuando sostenía que a un museo había que ir para ver un solo cuadro, o una sola escultura. Yo llevo varios meses experimentando una aprensión muy relacionada con esto, y es que cada vez que entro en un museo, o visito un templo o ciudad, mis sentidos se saturan fácilmente, como si la acumulación de imágenes amenazase con volverse en mi contra. No puedo soportar mucho tiempo o mucha variedad. Esto repercute en varias facetas de mi vida, pero no podemos entrar en ello ahora.

En Ajanta, las pinturas son mucho mejores que las esculturas, sin desmerecer éstas últimas. Casi todas muestran varias facetas de Buda o secuencias zigzagueantes de sus jatakas, es decir, sus vidas o encarnaciones previas a su nacimiento como Siddartha Gautama. Las jatakas, mitos muy divertidos llenos de aventura, pasión y bestialismo, se confunden constantemente con la vida cortesana bajo la dinastía de Harisena, uno de los mecenas de las cuevas en su segunda etapa de esplendor (segunda mitad del siglo V). Gracias a estas escenas domésticas, Ajanta adquiere una cierta irreverencia, la grandeza del detalle, con unos personajes cuya fisonomía espontánea es tan cercana, tan dulce, que es casi imposible de creer lo que perciben tus ojos. Un amante del cómic se quedaría acojonado ante estos trazos, que prefiguran todo el dibujo clásico de China y Japón, por no hablar de las vanguardias europeas. El poder de la línea es uno de los fuertes de Ajanta, una línea facílisima y majestuosa por la que merece la pena perderse. Son las líneas ocres o anaranjadas las que te golpean con muslos, pechos redondos, caderas majísimas, lomos de elefantes, geografías inalcanzables. Y, sobre todo, las miradas. Ajanta es una procesión irresistible de ojos que lo dicen todo y que te hacen comprender (o no, poco importa realmente) de qué va la historia. Las líneas invisibles que dibujan entre sí componen un juego estructural tan débil como la sustancia de un sueño. Y es un sueño fabuloso lo que desnudan, en última instancia, estas pinturas; un mundo mágico de suelos evanescentes y peces que danzan con las estrellas y concubinas adorables y edificaciones irreverentes. Nada es lo que parece; el tiempo y la sucesión lógica toman su propio rumbo en estos murales desgastados por el tiempo. Y aunque uno tenga que descubrir los rostros y las manos insólitas a través de una linterna, como manda la penumbra ceremoniosa de toda cueva, ¡qué no sería pintar estas paredes bajo la luz de una antorcha de hace mil quinientos años! ¡Y percibirlas cada día y cada noche, durmiendo en las celdas a las que estos iconos fabulosos dan acceso! He visto pocas cosas tan puras, sorprendentes y poco dadas a la categorización como las témperas naturales de Ajanta. Es una vivencia al borde del lenguaje.





Subiendo por un senderillo, se llega a un mirador agradable desde el que John Smith vio las cuevas por primera vez, aunque mucho mejor es seguir andando y toparse con el primer poblado que se erige por encima de la garganta rocosa. Allí viven mujeres de ojos ciegos y jóvenes ligeramente perturbados que se esconden entre los árboles para exagerar el balido de los corderos. Pura devastación por la que circula, insolentemente, el agua verde turquesa del Waghora. Retengo imágenes que difícilmente puedo transformar en palabras. Maldición.

A pesar de las hordas de familias indias y de las excursiones escolares, madrugué lo suficiente como para disfrutar de algunos minutos de soledad con los guardas de las cuevas, los laboriosos restauradores y mi linterna. La sensualidad de los colores y una ilusión penetrante de corporeidad se han adherido a mi memoria. Los dibujos de Ajanta ya forman parte de los mejores momentos de este año, y no puedo expresar lo mucho que me alegré de no frustrarme como lo hice en Khajuraho. Será que el arte budista me afecta más que el hinduista, o será que tenía una buena predisposición. Todo es cuestión de actitud, al fin y al cabo.

De vuelta en Fardapur, escribo esto a la espera de poder publicarlo, supongo que en Bangalore, o ya en Australia. El bodhisattva de la compasión y las sonrisas mundanas de las princesas me acompañan en esta noche de luna incipiente, en la que almaceno (y ceno) silencio, una vez más.

Sergio. 27/11/09.

CIV. Subimos por el sendero que baja.


Dios, o la mente de Philip K. Dick, se aburrió mucho, tan solo,
y de tanto pensar le salió un hijo que era su propio deseo.
No pudiendo comunicarse con él, lo abandonó a su suerte,
réplica exacta de su condición.
Sólo que Deseo, que así es como debe ser llamado,
se trajo consigo a una hermana (sí, hermana) gemela, Frustración.
De hecho, fue Frustración la que salió primero del útero,
pero de forma sibilina, como un gas oculto entre gases.

Hay un conflicto entre lo que la vida debería ser y lo que la vida es realmente.
En ese caso, Dios, o la mente de Philip K. Dick, padre de Deseo y Frustración,
debería ser llamado “Expectativa”, y ser tomado por uno de los nuestros.
Sin darnos cuenta, ya le estamos rezando.

Ismael 25/11/09.

CIII. Palabras en el libro de las palabras.



Karnataka nos pillaba un poco lejos, y mis amigos malayalis no podían permitirse tantos días sin trabajar, así que decidí ejercer de anfitrión en Wayanad (literalmente, “tierra de arrozales”), todavía en el estado de Kerala, pero haciendo frontera con el distrito de Mysore. Shafi, Arun y Amjath estaban muy emocionados y no paraban de hablar de este cotarro. Mientras, yo intentaba terminar un trabajillo bajo el ventilador agonizante de mi cuarto y disimular una vez más mi pena por dejar el hogar de Kurien. A los dos se nos humedecen los ojos cuando nos despedimos. Padmini ni se inmuta, pero es que Padmini tiene mucho tino. Se tronchó de risa al verme hacer una tortilla de patata con una sartén sin mango. Os podéis imaginar el resultado. Me hice ampollas en los dedos al quemarme con el “vuelta y vuelta”. Después de mi demostración culinaria, parecía que había estado todo el día con la carretilla, y no con la espumadera. Una sueca estúpida le puso cara de asco a mi obra de arte, que aunque estaba espachurrada, sabía muy bien.

Hablando de suecos, los últimos días en Costa Malabari vieron una proliferación de gente nórdica con mentalidades muy inquietantes. Uno de ellos venía de Finlandia, y cada vez que me miraba demostraba un odio muy agudo. Sólo decir que se enjuagaba la boca con ginebra después de comer y que le encantaba dejar notas al lado de la gente en las que escribía cosas como “Small things matter in the scale of life”, al lado del dibujo pedestre de una balanza. Vamos, que se creía Charles Manson. Después de unos cuantos días de chistes incómodos y miradas amenazantes (los peores huéspedes siempre son los que deciden quedarse por más tiempo), el finlandés me habló en estos términos:

El finlandés: Me dijeron que escribes películas.
Sergio: Sí.
El finlandés: ¿Eres famoso?
Sergio: No.
El finlandés: ¿Te tiran pantys húmedos a la cara?
Sergio: No, nunca.
El finlandés: Pensé que eras un sucio egipcio, pero ahora creo que eres un español muy agradable.
Sergio: ¿Por qué “sucio egipcio”?
El finlandés: Uno de esos egipcios miró a mi novia y tuve que partirle la cara. Cada vez que pienso en esos musulmanes… (APRIETA LOS DIENTES Y LOS PUÑOS).
Sergio: Bueno, no soy egipcio.
El finlandés: Entonces deja de vestir esos turbantes.

Sergio no dice nada. Pone sus ojos en el desayuno.

El finlandés: Creo que debería matarlos a todos. (Pausa). Mi madre no quiere que viaje nunca. Pero mi madre está loca. Le preocupa que salga de casa a comprar tabaco. ¿Cómo quiere que tenga una vida?
La novia del finlandés (A TODO ESTO, PRESENTE EN EL COTARRO): Deberías ver a su madre. Bebe más que él.

Cuando el finlandés y su novia se fueron, mi vida y la del resto de huéspedes, musulmanes o no, dejó de correr peligro.

Charles Manson, feliz de haberse conocido.


No pude ver a Pradeep, pero me desquité con Mr. Panikar, el hombre que conocí en Payannur, famoso en todo el norte de Kerala por ser el único que puede ejecutar tres “theyyam” involucrados con el fuego y salir ileso. Es un mozo muy hermosote y nadie diría, por el frescor de su semblante, que se pasa largos minutos metido entre las llamas (sólo cuando entra en trance, como es obvio). Amjath me ayudó a preparar una petición en malayalam, de cara a la futura película que me gustaría hacer aquí. En ella, le contaba mi pretensión de grabarle en todo tipo de situaciones (religiosas, domésticas, laborales) cuando reuniese el dinero suficiente para tal propósito. Es decir, en el 2030. Para esa fecha, a lo mejor el fuego ya se lo ha comido. Ahora en serio: espero no tardar mucho, porque su hijo de cinco años tiene una mirada que devora todo lo que encuentra a su paso, y registrar el aprendizaje al que Mr. Panikar le somete puede ser extraordinario.

Mi trabajo malayali concluyó (al menos, una etapa más del mismo), y Santhosh, mi conductor de rickshaw favorito, me llevó de camino a la estación de autobuses. Con la sutil diferencia de que esta vez se llevaba también a toda la tropa consigo. Irumban se tuvo que quedar, por motivos paternos; el genial Kati Kutaan también, un jovencito enormemente divertido, y más feo que pegar a un padre; Deepak podría haber sido demasiado insoportable, así que lo dejamos aparcado con suma discreción; y Kiran está todo el día borracho, lamiéndole el culo a gente supuestamente poderosa y apagando todas sus neuronas a la velocidad de una bala. Nos quedamos cuatro colegas muy bien avenidos. Ya sabéis (y si no, lo repito) que nunca entiendo una sola palabra de lo que dicen. Nuestra amistad se basa en una rara empatía que nace, supongo, de dos cosas:

a) Mi natural propensión a metamorfosearme de acuerdo a lo que tengo a mi alrededor. Me ven tan poco europeo que hasta me perdonan no tener nada en común con ninguno de ellos.
b) Su enorme, rotundo, avasallador corazón. Shafi, Arun y Amjath son tres personas cojonudas. Poco les importa que no tengamos gran cosa de qué hablar. De hecho, es curioso que acabemos hablando tan a menudo.

Wayanad nos recibió con un frío montañés para el que Amjath no estaba preparado. Un chico tan tropical y tan moro como él se tuvo que aferrar a su cazadora como lo haría una viejecita a la hora del paseo nocturno. Nos reímos mucho de sus escalofríos (a todas luces exagerados). Además del frío, Wayanad también ofrece al visitante unas severas raciones de belleza en su estado más insoportable. Me enamoré de los bambués, que ya me habían dejado anonadado en Nepal, pero que aquí se juntan los unos con los otros creando una maraña pesadillesca que sólo podía equiparar a catedrales de maldad (todo esto se debe al inquietante ruido metálico que hacen, no se sabe muy por qué ni de dónde viene). Los arrozales se extienden por el valle, dando algo de amarillo a un conjunto verde-explosivo. Algunas de las colinas más escarpadas me recordaban a los paisajes montañosos de ‘Lost’, y lamento mucho no tener más imaginación para describir la magia de un lugar como Wayanad. Como todo en India, es demasiado. Demasiado bonito para ser real. Da igual que no haya visto elefantes salvajes, ni tigres sibilinos. La flora, de encanto prehistórico y luz impresionista, llevaba todas las de ganar.



Kurien me había buscado un alojamiento que no tenía nada de económico, pero era lo único que quedaba libre ese fin de semana. Al menos tuve contentos a mis chicos, que son insaciables con el licor, el curry de pescado y las múltiples facilidades que les brindó un personal, todo hay que decirlo, muy solícito. Mi cartera tembló, pero era algo que quería hacer por ellos.

Entre nuestras actividades juntos cabe destacar una visita a una isla fluvial, a la que es muy fácil acceder pero de la que es casi imposible salir (dos barcas para cientos y cientos de turistas indios que deciden perderse en ese mismo lugar un domingo por la mañana); también visitamos a la familia de uno de nuestros cocineros mientras Shafi intentaba localizar a las prostitutas de la zona para tener un poco calladito a Amjath (cuando conseguimos que hable con una por teléfono, va él y dice: “hoy no estoy de humor”); lo mejor fue conocer Thirunelly, tal vez el templo mejor situado del mundo, en lo alto de una colina que domina un paisaje tan arrebatador como el silencio de un unicornio (los dioses viven en esa montaña y protegen tiernamente a los recién fallecidos, que falta les hará a los pobres en caso de tener que pasar al otro lado del túnel).

Por la tarde y por la noche, poco había que hacer aparte de beber brandy como perras y comer cositas picantes. Arun me preguntaba cada cinco minutos: “do you remember my ambition?”. Su ambición, como la de todo indio, es ahorrar algo de dinero y poder casarse con la chica de sus sueños; en su caso, la afortunada es una vecinita de la playa de Thottada, realmente guapa, con unos labios muy escultóricos. Para ello quiere irse conmigo a Australia, ganar pasta a todo correr y volver con una buena dote para la boda (ella ya ha consentido, pero lo que ella consienta no tiene ninguna relevancia). Arun, como el noventa y nueve por ciento de los indios, piensa que mi origen europeo me da el poder de ayudarle en éste y cualquier menester, lo que está muy lejos de ser real. Entre otras cosas, porque un ciudadano indio lo tiene muy difícil a la hora de conseguir un visado para otro país. Es la hostia. Si naces en el lado equivocado, te será muy difícil comprender por qué el que tiene más dinero que tú también tiene todas las facilidades para saltar de un país a otro sin que le cueste demasiado esfuerzo ni dinero. A nadie le sorprende si digo que un indio está atado de pies y manos, y sólo la península Arábiga es “relativamente” accesible (con salarios igual de injustos).

Las horas se nos escurrían entre los dedos. Los ronquidos y ruidos extraños de Amjath, la sonrisa engominada de Shafi y la obsesión de Arun con sus abdominales han dejado de ser mis compañeros diarios. Me fui en el peor autobús imaginable (rectifico: era la peor carretera imaginable; el autobús no estaba tan mal) y apenas me dio tiempo a intercambiar unas últimas miradas con mis amigos. Sólo retengo la de Arun, que era el que menos cansado estaba de esperar por mi maldito transporte. Tan sólo dos horas antes, el encargado de la casa rural donde nos alojamos me había pedido que escribiese unas palabras en el libro de visitas, algo que detesto hacer. Le dije a Amjath: “¿qué escribo?”; a lo que él me contestó: “¡Qué gracioso! Un escritor que no sabe qué escribir”. Le miré con un odio fugaz, de dos segundos… porque Amjath tiene el don de ser honesto, inocente y despreocupado, y ante esto sólo queda rendirse y sonreír. Escribí palabras en el libro de las palabras, que es lo que se supone que sé hacer. Y ahora pienso: “¿qué será de todos ellos en el futuro?”. Sólo unos pocos y memorables días juntos, pero ya se han ido.

Sergio. 25/11/09.