domingo, 28 de marzo de 2010

133. El mercader de Victoria.



“Have a purpose!”

Eso me dijo mi nueva jefa cuando ya estaba a punto de llevarme las manos a la cabeza en mi típico gesto de chimpancé nervioso. Eran las cinco y media de la mañana. Es difícil tener un objetivo a esas horas insanas.

Trabajo en un mercado de fruta orgánica, el mítico Queen Victoria Market del centro de Melbourne donde italianos, indios, coreanos y risueños australianos amantes de la dieta sana se reúnen para comprar jengibre, jarabes y tomates cherry. Es una de las cosas más divertidas que he hecho nunca, aunque no sepa el nombre ni el precio de las verduras que basculo. Es por eso que le echo morro y le pregunto a los clientes que han tenido la mala fortuna de caer en mi mostrador, “Oye, ¿cómo se llama esto?”, “Eggplant (berenjena)”, “Ah, vale… pues son tres dólares con noventa”, “No, es uno con setenta”, “Oh, perdón. Y esto se llama…”, “Zucchini (calabacín)”, me dicen, pero no con impaciencia, sino con la gracia serena y el cotarro de la gente de este país. ¡Qué distinta sería esta situación en Europa! Se aprende mucho con un trato amable, y tras dos días de prueba ya sé cómo se llaman algunas cosas que ni siquiera sé nombrar en español, y las cobro un poco como me da la gana, y miro a las marujas con la más indefensa de mis sonrisas. Una cosa sí que sé: el ajo italiano es carísimo y se vende a treinta y cinco dólares el kilo. ¡Cómo está la vida!

Ver a gente haciendo la compra a las seis de la mañana de un sábado me sorprende, me enerva y me hace gracia.

Me encanta tocar fruta para adivinar la calidad de la misma, y me encanta rascarme la nariz. Como son dos actos incompatibles en el espacio y en el tiempo, estoy aprendiendo a separarlos.

Fue Penny (a la que podríamos llamar, a partir de ahora, IloveyouPenny, en homenaje a la línea de diálogo más famosa de Lost) la que me dio la idea de pasarme por el mercado. Es imposible corresponder lo que IloveyouPenny está haciendo por mí, y sólo puedo decir que es el descubrimiento femenino más importante desde que empecé a viajar. Puedo hablar con ella horas y horas en mi inglés esforzado sin sentirme ridículo. Por poner un ejemplo, el otro día vimos ‘Ordet’. Para mí era la quinta vez, y para IloveyouPenny la primera. Al día siguiente, después de haber reposado las imágenes y los sonidos de la película, me lancé a comentar las cosas que me gustan de ella, sus diálogos, el sentido que intuyo en ellos, el porqué de mi obsesión casi irracional con los personajes y la historia. ¿Por qué esta linda muchacha no me me manda al carajo? No lo sé. Se limita a escucharme y a añadir cosas como “Veo que esta película es muy importante para ti”. Me gustaría saber escuchar de esa forma, ser capaz de ofrecer una compañía tan cálida y desinteresada. Pero yo soy mucho más cretino.

IloveyouPenny es cinéfila y me anima a ver películas todo el tiempo. Así acabamos viendo una sesión doble de Agnés Vardá (‘Daguerrotipes’) y Ross McElwee (‘Bright leaves’) en la fabulosa filmoteca de Melbourne, donde se proyectan cosas muy serias para gente muy popera. La mirada de Vardá es una de las mejores cosas que le han pasado al cine en su corta historia. Cuando veo una película suya no paro de hacer muecas. Algo así me sucedía en las grabaciones de los cortos en los que participé, o en los estrenos de las obras teatrales. Mis manos y mi boca en movimiento constante, como si un montón de gente imaginaria estuviera repartiéndose mis funciones locomotoras.

La búsqueda de empleo por esta ciudad increíble (puede que una de las más interesantes del hemisferio sur, y seguramente muy superior a Sydney) tuvo sus momentos buenos y sus momentos menos buenos, como era de esperar. A los primeros les debo un conocimiento íntimo de Melbourne, de sus barrios bajos, sus glorias céntricas, alguna urbanización detestable y millones de tonalidades de ladrillo en avenidas suculentas. Incluso hubo una mañana en la que acabé jugando a la petanca con un montón de jubiladas para la televisión local. Pero también hubo pérdida de tiempo y una sensación notable de inutilidad. El peor día fue aquél en que me acerqué al rodaje de una película de Bollywood. Muchos demonios salieron despedidos ante la gran maquinaria del cine. Supongo que eso es lo que tenía que pasar. Ahora tengo un empleo inestable (no sé cuántos días de la semana voy a trabajar, o si lo haré de una forma regular), pero la satisfacción de haber hecho algo, acentuada si el trabajo en cuestión es físico, no se puede comparar con nada más. El cuerpo está feliz, y la mente brilla con lo que tiene alrededor.

IloveyouPenny tiene muchos amigos para los que cocina en su tiempo libre. Me gusta estar con ellos y escuchar su maravilloso slang, con el que aprendo todo lo que perdí chapurreando un idioma inventado en la campiña india. Son todos bastante intelectuales y amanerados, pero ni siquiera el intelectual australiano es capaz de ser pedante. Sí, queridos lectores, me he reconciliado con este país y su carácter. Se nota, ¿no?

Os prometí algún comentario sobre cine australiano. Muchos de vosotros desearías que nunca me hubiese acordado de ello, pero la verdad es que necesito hacer una introducción al episodio dedicado a ‘Picnic at Hanging Rock’, que escribiré cuando haya vuelto a ver la película y haya visitado las rocas que le sirven de inspiración y de título. De momento, he conseguido ver una cosa que llevaba persiguiendo meses. Esa cosa se llama “Samson and Delilah” (2009).





Con dos jóvenes aborígenes como protagonistas absolutos, la película de Warwick Thornton habla de esperanza y desesperanza sin hacer apenas uso de diálogos, pero cargando de relevancia todas y cada una de las minúsculas acciones que componen la trama. La ironía de la Australia profunda explota en la cara del espectador porque Thornton es un director cojonudo y escoge siempre el espacio adecuado y el punto de vista más lamentable y comprometedor. Tal vez la he sentido más porque ya he vivido algunas de las cosas que cuenta la película; ya sé cómo trabajan las galerías de arte aborígen, ya sé en qué tipo de barriadas viven estos personajes y qué inmensa desolación transmiten, y hasta los detalles más insignificantes del guión me retrotraen a alguna experiencia surreal, especialmente en el Territory. Creo que entiendo por qué Samson y Delilah hacen lo que hacen, y no es sólo por la carencia de oportunidades, sino por su herencia cultural, extraordinariamente ajena a la nuestra. Thornton no se compadece ni victimiza a nadie; es más, lo único que quiere contar es una historia de amor. Una terrible y violenta y gratificante historia de amor. Tal vez la mejor que he visto en mucho tiempo. “Samson and Delilah” es el tipo de película que me encantaría ser capaz de concebir y poner en imágenes, y eso sin hablar (porque no se puede) del talento natural de Marissa Gibson y Rowan MacNamara, las dos miradas más incendiarias del cine reciente. IloveyouPenny, gran entusiasta de esta obra maestra, piensa que es la mejor película que se ha hecho en este país desde los clásicos setenteros de Peter Weir.

Estoy espeso en este domingo de Fórmula 1. Mis nuevos amiguitos me llaman para que me ponga a cocinar un pan mexicano, y he de cumplir, que para algo gorroneo hogares que no me corresponden. Salud.

Sergio. 28/03/10.

sábado, 27 de marzo de 2010

132. Entradas sensacionalistas en un blog que se pasa de listo.



Hola, pícaros lectores.

Mi amigo Nabil ha dicho que 'Miss Kalashnikov' se beneficia sustancialmente del (ab)uso de imágenes, vídeos y cosas que faciliten la digestión de tanta palabrería fanática. (Nota: quien no conozca a Nabil, tendrá una oportunidad de oro en el episodio más esperado de esta segunda temporada, "Los amigos de Sergio e Ismael"). Dicho y hecho. Esta nueva tendencia coincide con el arsenal de información pedante que nuestros dos redactores están recibiendo en Melbourne, cortesía de IloveyouPenny, Michael Hart y otros personajes secundarios que irán apareciendo en breve, entre los que espero que se encuentren un ruso musculado o un enano anti-sistema.

Andrew Weldon es un dibujante australiano de tiras cómicas que, sin volverme loco de pasión, consigue crear historias dolorosas con elementos muy sencillos y parodias políticas bastante divertidas. No pude encontrar la viñeta que me hizo tirarme al suelo de la risa ayer por la noche, y explicarla no tiene ningún sentido. Éstas tampoco están mal.











Los vídeos. Oh, los vídeos. Los agrupo de menos a más intensos, para que el final sea toda una celebración de eso tan difícil de conseguir y que algunos llaman "despropósito".





Si pensábais que lo habías visto todo en drag queens interpretando "I need a hero", estábais muy confundidos. Vedlo entero. Las sorpresas abundan en este catártico número musical.





Y aquí os dejo a Sara Carlson. Su nombre tampoco me decía nada. Todo lo que recuerdo es un punzante dolor de estómago, producto de una risa salvaje. ¡Cómo era aquélla televisión italiana!




Sergio / Ismael. 28/03/10.

domingo, 21 de marzo de 2010

131. Prisencolinensinainciusol.




La fiebre de los vídeos ha llegado. El caso es que necesito, con urgencia, compartir con vosotros este inmenso pedazo de felicidad, cortesía de Adriano Celentano, Raffaella Carrá y el TINO de ambos. Michael Hart, el gran Michael Hart, está detrás de todos estos descubrimientos audiovisuales.


Añado un fragmento del documental 'Mondo cane' que, tras estas líneas, os transportará al maravilloso Hamburgo de los años sesenta. Espero que lo disfrutéis tanto como lo he hecho yo.


130. Ya es otoño en el Corte Inglés (y en Melbourne).



La noche esconde su cabeza sobre el ladrillo rojo de esta cocina. Desde el sofá-cama, pienso en infancias imposibles en una campiña inglesa que nunca visité. El fuego de la chimenea también es de mentira. Me han dejado solo en una casa que no es mía, y sólo me falta un muñeco de trapo (mi Mimosín de la Selección Española). Estoy en Melbourne. Faltan dos o tres días para que entre el otoño.

Una vez en Darwin, esa cosa del color del hojaldre donde muchos aborígenes mueren alcoholizados y algún turista también, me dije, “Oye, chatín, ¿y por qué no te vas a una ciudad de verdad y acabas con todo esto? ¿Qué es lo peor que puede pasar? ¿Que se te acabe el dinero y te deporten del país como única forma de abandonarlo? Pues mira, con tino y ardil, cualquier casa es de chocolate.” Era domingo por la tarde, y ningún agente quería venderme un billete de avión para la mañana siguiente. Rogué con una voz trémula que no me costaba nada fingir porque estaba, realmente, muy excitado. El hombre gordo del mostrador me cobró una sustanciosa comisión que he preferido meter en el saco de las cosas sin importancia, y justo cuando me iba con mi resguardo en la mano, me dijo, “Don’t worry, dude. I hope things are going to be better for you”. Debí darle mucha pena, pero no sé muy bien por qué. Estaba nervioso, no disgustado.

¿Por qué Melbourne?

¿Y por qué no?

Hace catorce meses que conocí a Penny Harris, una chica australiana con un nombre que, como podéis comprobar, no tiene rival a la hora de transportarte a clichés pulp del tipo “ésta es una misión para Penny Harris”. Juntos vimos algunos theyyam y nos perdimos por la campiña en busca de un ciber-café. Me sorprendió tener tantos gustos en común con ella, sobre todo en lo referente a películas (y a un grupo musical que nos obsesiona, Neutral Milk Hotel). A menudo me entretenía en la observación de su cabellera pelirroja, pero como la conversación es uno de su talentos, Penny no da demasiado pie a la distracción. Fue la única persona con la que mantuve contacto por mail, ya que hacerlo me resultaba extrañamente sencillo y, de algún modo, inevitable. Ahora estoy en su casa, en Melbourne. El tiempo podría haber distorsionado los recuerdos que teníamos el uno del otro, convirtiendo este reencuentro improbable en una desilusión, pero no ha sido así. Recién llegado al centro de la ciudad, oliendo a culo y con una dieta de dátiles y zanahorias en el estómago, vi llegar a Penny con un vestido negro muy elegante. Es abogada, cosa que no sabía. Se dedica a la propiedad intelectual, pero no tuvo ningún reparo en que le regalase cuatro discos ilegales con las dos últimas temporadas de ‘The Wire’. Me llevó a comer una tosta bajo uno de los muchos rascacielos del downtown, y con la boca llena le conté mis últimos meses en este país tan bestia. Penny se sorprendió de que hubiera hecho autostop, algo muy mal visto desde que un asesino en serie se puso a cargarse a mochileros en el New South Wales (se hizo una película inspirada en este caso, ‘Wolf creek’; no la veré, evidentemente). La tranquilicé hablándole de mis gratas experiencias con chulazos de las fuerzas aéreas y políticos inspirados, pero Penny seguía empeñada en que estaba muy delgado, así que me invitó a dormir en su casa, al menos hasta que me amoldase a este nuevo contexto sureño. La invitación se ha prolongado algo más de lo que pensaba, y de Penny sólo puedo decir que es lo más grande, y que me hace maravillosos planos de la ciudad en los que las carreteras se llaman CARS y el cementerio, DEAD PEOPLE.

Comparte una casa antigua, de regusto británico y relieves verde pistacho en los techos, con un hombre tremendamente atractivo que responde a un nombre de cine negro, Michael Hart (Hart & Harris podría ser una gran agencia de espionaje). Michael cocina siempre que puede y se hace su propio pan. Comer algo preparado por sus manos o las de Penny es un privilegio. Cómo no, hice lo que pude por preparar la mejor tortilla española que un australiano se pudiera llevar a la boca. Nunca repetiré una hazaña semejante. Estaba cojonuda.


Tortilla, Penny, cotarro.


Si digo que Melbourne es maravillosa, estaré utilizando nuevamente el adjetivo con el que tanta gente me identifica y que tan poco dice de mi originalidad. Pero lo es. El centro es un juego de espejos donde los edificios se derriten en el cristal de sus vecinos. Iglesias de color ocre se asoman a un tráfico sorprendentemente habitable. Indios, vietnamitas, indonesios y gente, por lo general, bastante guapa, come mucho y bebe aún más y sonríen de lo multiculturales y cosmopolitas que son y del magnífico mundo de sofisticación que legarán a sus hijos. Hay museos y cines y Chinatowns y saunas. Por si esta oferta fuera poco, Melbourne se parece un poco al Camden londinense sin ser tan postizo y, por momentos, también tiene ecos de Berlín. Pero la extensión de parques y gum trees te recuerdan que estás en Australia. Y siempre habrá algún local rubio-pelirrojo de carnes encendidas y mandíbula hinchada de saliva que te traerá ese sabor inconfundible al Oz profundo. Creo que éste va a ser un buen lugar para vivir.

Mi búsqueda de trabajo sigue siendo infructuosa. Las academias de idiomas no empezarán sus nuevos cursos hasta el mes que viene, y los albergues de mochileros no tienen por costumbre alojar a gorrones que les limpien la cocina a cambio de una cama. Maldición. Me he paseado por los mercados de fruta orgánica por recomendación de Penny, y algo se cuece por allí, pero todavía es pronto para decir nada. He dejado varios curriculums en esa industria mía a la que tengo tan olvidada, aparentemente. Veo muy poco probable que me cojan para el rodaje de alguna película, pero cosas más extrañas se han visto (la desaparición de los niños Beaumont es mucho más extraña, id a la Wikipedia y comprobadlo). Los restaurantes me miran con una mezcla de interés y descrédito, posiblemente la misma mirada que ensayaría yo si me viera a mí mismo entrar por una puerta con mi careto tímido. La jardinería sigue siendo un mundo lleno de posibilidades. Y en las próximas semanas puedo acabar haciendo cualquier cosa.

Yo me preguntaba, ¿dónde están los Hugh Jackman y los Eric Bana? Pues aquí están todos. Viven juntitos en Melbourne.

La generosidad de Penny no tiene límites. Ha puesto a todo el que conoce al tanto de mi situación, y la verdad es que tengo varios frentes abiertos. Es probable que pase de vivir en su casa a cuidar del hogar de un filósofo amigo suyo que se va al extranjero. Sólo tendría que regar sus plantas y cosas así. Aun si tengo mala suerte con el trabajo y no consigo más que unas miserables horas a la semana, esto me permitiría escribir con relativa tranquilidad hasta el mes de mayo.

Cuando termina el día, Penny y Michael y yo cenamos algo delicioso y hablamos casi hasta la medianoche. No suelo hablar tanto cuando viajo de la forma en que lo hago, y si me cuesta encontrar las palabras no es por lo mucho que perdí de mi inglés en la indómita India, sino porque no sé expresarme. No encuentro explicación para muchas de las cosas que me pasan, cuanto menos las palabras. Penny tiene paciencia y no parece aburrirse demasiado conmigo. Se lo agradezco mucho.

En una entrevista de compañeros de piso, recibí el siguiente cuestionario:

a) ¿Cómo definirías la convivencia en un espacio común?
b) ¿Cuál es tu peor cualidad?
c) ¿Qué estás dispuesto a hacer por los demás?

El grupo en cuestión eran tres jóvenes de onda muy relajada que vivían en una casa con hamacas desplegadas por la cocina y gatos negros adorables. Aprobé el test con nota, pero no pude comprometerme a vivir con ellos sin un trabajo estable. Seguro que, en una vida alternativa, sería muy feliz en esa casa (dentro del sectarismo que esconde su rollo ecológico raruno), y pasaría horas en la franja iluminada del jardín trasero. Pero en esta vida, la que nos ocupa, el deslizar del tranvía y el leve desarraigo de los comercios que nunca me contratarán son las tónicas de un día a día hermoso, increíblemente apacible. Circulo por los parques de Melbourne atrapando los movimientos sedantes de los transeúntes. Descubro sabores y gente nueva todos los días, y me enamoro doscientas veces por segundo. Mi vida no tienen ningún rumbo y, sin embargo, está lejos de estar estancada.


¿Cómo son los de Melbourne, cari?


Pronto os hablaré de cine australiano, y podréis dormiros o pasar a otra página web o descargaros porno o, por el contrario, insultarme con un bonito comentario a pie de post, de ésos que tanta ilusión me hace leer.

El otoño siempre ha sido la mejor época del año para pensar. Ahí me dejo.




Sergio. 22/03/10.

jueves, 18 de marzo de 2010

129. Diálogos que se perderán (II).



Look out! Look out!
Pink elephants on parade.
Here they come!
Hippety, hoppety.
They're here and there
pink elephants everywhere.
Look out! Look out!
They're walking around the bed.
On their head
clippety cloppety
arrayed in braid.
Pink elephants on parade.
What'll I do? What'll I do?
What an unusual view!

I could stand the sight of worms
and look at microscopic germs
but technicolor pachyderms
is really too much for me.
I am not the type to faint
when things are odd or things are quaint
but seeing things you know that ain't
can certainly give you an awful fright!
What a sight!
Chase'em away!
Chase'em away!
I'm afraid! Need your aid!
Pink elephants on parade...

"Dumbo" (1941).

128. La historia de una niña que no era ni mala ni buena.


Ella cerró el ojo del soldado
un mes antes de las elecciones,
¡qué valor tuvo entonces!
Sufrió en la cabeza un grito verde
y sus padres soltaron reptiles de aurora
como si el mundo terminase ahora.
Decía que la imagen era bella
pero un remordimiento en la mesa de harina
la encogía.
Y como Alicia, cerró el ojo del gato ...
nadie sabe quién ganó o perdió...
¡enseguida muere uno en manos de su amigo!

Ismael. 18/03/10.

domingo, 14 de marzo de 2010

127. Guía del autoestopista deshidratado.



“Si te encuentras al Buda en tu camino, mátalo”.

Proverbio zen,
citado por Justin O’ Brien.



Hola, queridos. Bienvenidos a una nueva entrega de las aventuras de vuestro errante pedante. De cómo Darwin le pareció un lugar poco habitable, a pesar del interés que despiertan algunos mochileros zombies en su rutina alcohólica. De cómo acabó visitando Litchfield y Kakadu en los coches de los otros, y contra todo pronóstico de éxito. De cómo las hormigas se colaron en el muesli que desayunaba con fervor a la salida del sol. Y dejo ya de referirme a mí mismo en tercera persona.

Tras la noche (día para mí) de los Oscar, hice una compra sustanciosa en Woolworths, la cadena estrella de supermercados. Puse en mi cesta una buena bolsa de dátiles (el remedio a cualquier percance, uno puede sobrevivir durante una larga temporada a base de esto), un surtido de fruta y carne enlatada, zumos industriales, muesli tropical, garrafa de diez litros de agua que pesa como la pena, cubiertos de plástico, espárragos, mermelada de jengibre, nocilla, palitos de pan para la nocilla y zanahorias. Con esto y sin bizcocho, y después de hacer un buen reparto de peso entre mi espalda y mis brazos, partí rumbo a Batchelor, un pueblo que sirve de entrada al parque natural de Litchfield y al que apenas se le ve, porque hay un siniestro verdor taponando las entradas a las casas. Sólo la gasolinera relucía bajo un sol fulminante, en un claro del bosque. Allí me dejó mi primer conductor. “Bien” me dije, “esto no va a ser tan difícil, después de todo. Es un sitio pequeño, y la gente ya sabe de sobra que por aquí no pasa el transporte público. No me tomarán por gorrón.” Una hora después, un viejo de barba inverosímil me invitó a subir a su camioneta con bastante desgana. “Ponte el cinturón” chilló, “son cuatrocientos dólares de multa”. “Ya lo sé”. “Para mí, no para ti”, añadió, cada vez con más enfado. Peludas telarañas cubrían un amplio espacio entre la palanca de marchas, el volante y su asiento. Entre los muchos trastos que había por el suelo, vi una caja de medicamentos con una nota adhesiva, en la que se podía leer el nombre curioso de Daniel Jeester. Fuera él o no, Don Barba Andante me dejó en mitad de la nada mientras farfullaba algo que para mí tenía tanto sentido como el trino de la kookaburra. El siguiente conductor iba un poco pedo, así que tuvimos menos tensión. Él sería el que me dejaría en el camping donde iba a pasar dos noches bastante cómodas, rodeado de campos húmedos, caravanas y eucaliptos de corteza caída.

Litchfield, hermana menor de la famosa Kakadu, es un lugar harto hermoso. Los dreamings se suceden con dulzura, y hay termiteras altísimas (con razón se las llama catedrales) que te hacen pensar en lo bobo que es el ser humano a pesar de su altura y su intelecto. Dos chicos que viajaban en furgoneta hasta Brisbane me tomaron como polizón, y gracias a ellos pude ver gran parte de lo que la estación húmeda había dejado accesible. El momento del día fue el inmenso lagarto, no sé si una iguana tropical u otra cosa parecida, que se acercó a mí mientras comía un plátano machacado a la orilla de un pozo. Nunca me las había visto con un reptil tan grande, así que me quedé inmóvil. El lagarto de cuello largo se acercó a mi pierna derecha y la chupó con su lengua azul. Dio la vuelta a mi espalda, me lameteó una cicatriz y, aburrido de mí y de mi plátano, volvió al arbusto. Me puse demasiado rígido, pero es parte de la gracia. Entretanto, mis anfitriones disfrutaban de un baño sin cocodrilos, y algunos turistas de carnes colgantes se rejuvenecían bajo unas discretas cataratas. Todo muy amable.

No había trabajo ni en Batchelor ni en los campings que sustentan su vida turística. Tengo la extraña propensión a viajar siempre en la estación del año equivocada, como ya me sucedió en Nepal. Cierto que la naturaleza está más bella que nunca en el mes de marzo, sobre todo en un lugar tan asfixiantemente seco como el Territory. Pero la actividad humana se ve reducida al bostezo.

Al día siguiente, después de que un par de hombres me llamaran ‘crazy espagnolo’ ante mis tentativas de ir a Kakadu, cogí mis trastos y volví a caminar por la carretera. Cierto que estaba loco de verdad. Pero mi ánimo no me dejaba esperar sentado a que un coche se parase. Por suerte, ése fue uno de mis grandes días como autoestopista. El difícil de trayecto entre Litchfield y Kakadu, ya que hay que hay que tomar tres carreteras distintas, me lo solucioné en unas pocas horas, con pequeños pero agotadores intervalos bajo un sol horrendo. Recuerdo a una madre con su hija pequeña, escondida en el asiento trasero al ver mi semblante desconocido (o tal vez era mi olor). La buena mujer sostenía una litrona de cerveza entre los muslos, pero por la razón que fuera dejó que el el líquido se calentase en tan noble lugar. Le hubiera pedido un trago, pero no era muy apropiado. “Yo hice autostop cuando era más joven… estaba loca de aquélla…” No hacía falta ser muy observador para darse cuenta de que todavía lo estaba. “¿Y llevas mucho haciendo esto?”. “Casi un mes. Empecé en Queensland”. “Oh… Ah… Caminas por la vida como Jesucristo”. La comparación fue un poco rara, y me imaginé a un Jesucristo con el pulgar alzado en mitad del desierto palestino. Mi siguiente conductor sería algo menos extravagante, y me ahorraría un trecho largo y poco transitado por el (¡por fin!) escándalo de belleza que es Kakadu. Atropellamos a un canguro, algo realmente inevitable cuando éstos se cruzan delante de ti y reaccionan con una lentitud extraordinaria. Bob, que así se llamaba mi nuevo anfitrión, detuvo el motor y miró su parachoques con alivio. Acto seguido, sacó de un maletero lateral una vara de acero. “¿Para qué es eso?”, pregunté. “Para darle en la cabeza. No podemos dejarle sufrir”. El canguro, ante la visión de la vara, se arrastró de vuelta al bosque con fuerzas renovadas. No creo que fuera a durar mucho con esa cojera.

Jabiru es el centro urbano de Kakadu. Por suerte para los aborígenes locales, el alcohol no está permitido y su vida diaria es casi tan apacible como podría serlo en la selva. Las familias pasan largas horas a la sombra de los árboles, dramatizando sus vivencias como lo haría un indio. Me encantó ver a tres hombres de piel negrísima con las piernas extendidas sobre el suelo de moqueta de la biblioteca. Muchos de ellos adoptan posturas y actitudes que los occidentales asociamos a la infancia, y es por eso que algunos australianos (blancos) discuten su capacidad para pensar y comprender. Gran error.

Pequeño flashback.

Hace años comencé a hacer un coleccionable de fascículos titulado “50 lugares insólitos”. Mi hermana lo hizo encuadernar cuando casi había olvidado que existía, y me lo regaló durante unas navidades. De no haberlo hecho, es bastante probable que la mecha no se hubiera encendido. En la sección dedicada a Europa, una fotografía ilustraba las luces rosas que suele parir el cielo invernal de Laponia. Y a Laponia fui, con Manu, X y Ela de Castro, buenos amigos de este blog. Y vimos luces verdes, no rosas. En la larga sección dedicada a Asia, el rostro de Muchilotu Bhagavati abría la ventana a Kerala, al sur de India. Y a Kerala fui. Esta vez solo. Y me quedé mucho tiempo, el suficiente como para no poder concebir un futuro en el que no vuelva, o incluso un futuro en el que no viva allí. También me fui al Himalaya, aunque no alcancé el Sagarmatha nepalí, ni crucé la frontera con Pakistán para vislumbrar el valle de Hunza. Pero me quedo con aproximaciones muy notables de estos otros dos capítulos de mi libro. En la sección dedicada a Oceanía, dos paradas en terreno australiano me redescubrían el mar de Coral y me abrían los ojos, por primera vez, al lugar que vio nacer al hombre a través de la representación: Kakadu, con las pinturas rupestres más antiguas del mundo, un firmamento de dreamings sobre la mítica tierra de Arnhem. Y a Kakadu fui.

Fin del pequeño flashback.

A la estación húmeda hay que perdonarle que sea tan perra. Por lo menos, no parece que el cambio climático la esté afectando demasiado, lo cual es casi un milagro. Kakadu, empantanado e inaccesible incluso para los 4x4, no podía quedarse sólo en las casas de cemento de Jabiru, donde, después de mi increíble suerte en el autostop, la balanza volvió a inclinarse en mi contra al descubrir que las poles de mi tienda de campaña habían quebrado. Fue una suerte que tuviera un baño para mí solo, más que nada porque tuve que dormir sobre sus baldosas.




Nourlangie era la única zona abierta. Hogar de Namarrgon, el Ancestro asociado al relámpago y al rayo, cuyo dreaming se despliega en una pendiente de tres pilares cilíndricos de roca, este enclave es uno de los lugares más marcianos y fascinantes en los que he estado nunca. Volví a tener suerte cuando encontré a dos chicas muy cotarreras que conducían en esa dirección. Nourlangie, roca entre las rocas, se nos apareció con una cortina de niebla acariciando su silueta. Inicié el sendero de doce kilómetros con mi garrafa de agua y mis zanahorias, intentando estar todo lo atento que podía a un lugar de espiritualidad hostil. Es muy fácil enfadar a Namarrgon, y me veía obligado a pedir perdón cada vez que paraba a mear.

Namarrgon el terrible, con hachas en las rodillas
para lanzar rayos.


¿Por qué las rocas son tan fascinantes en este país? Porque están vivas. Juntas, pueden formar ciudades y congregaciones de gente muy vieja que te observa con el silencio de los milenios. Aisladas, tienen un poder indescriptible. Nunca me sentí solo en este viaje, porque las rocas son demasiado voluptuosas y personales. Siempre te vigilan, y en mutuo acuerdo con el viento sueñan con abrazarte o con destruirte, o con las dos cosas a la vez, lo cual sería maravilloso.

Supuestamente, hay cientos de pinturas escondidas en los cobertizos de roca que salpican el parque, pero ningún guía te llevará a ellas porque son lugares privados de los aborígenes, y ni siquiera se le permite el acceso a un amplio segmento “no iniciado” de su comunidad. Son lugares mágicos y poderosos, como pequeños Shangri-Las que muchos cantan pero que pocos conocen, agujeros negros del conocimiento humano en lo más remoto de la selva. Gracias a las chicarronas a las que antes aludí, pudimos ver alguna pintura no oficial en los márgenes del sendero, no siempre bien señalizado. Sólo había que adentrarse un poco y mirar si alguien había puesto silicona protectora para la lluvia. De ser así, seguramente habría algún vestigio. Fue increíble descubrir la figura horizontal de una mujer, silueta roja sobre el ocre de la piedra, pechos ovales y brazos de encantamiento. Al parecer, se la representaba de esa forma para cantar su sexo y favorecer la posibilidad de hacerle el amor. Me encantaría pintar así a alguien. En los alrededores, plataformas de piedra pulida donde familias aborígenes se han sentado, han charlado, han comido y han follado durante los últimos veinte mil años. Demasiado bonito para siquiera concebirlo.

Kakadu tiene su propio color e idioma. Una canción oscura atrapada en el sopor de la arena, en el vago siseo del arroyo de aguas vaporosas. Una roca monstruosa como escenario de otras rocas. La mirada severa de una vieja pelleja.

Tampoco había trabajo para mí en Jabiru. Fue en ese momento cuando tuve una idea, como un último lanzamiento de dados sobre este tapete que es Oz. Kakadu me había intoxicado y sabía que, por el momento, no podía ni debía darme más.

Esperé de siete a diez de la mañana a que alguien me volviese a recoger. Suele ser más difícil salir de un sitio que llegar a él. Las moscas, como Erinias, castigaban mi rostro, y aunque soy de los que piensan que hay que dejarlas hacer un poco hasta que se cansen, éstas habrían cabreado a los dioses. Yo, paradito en mi arcén de la carretera (esta vez sí), deshidratado, con mi pañuelo indio a modo de sombrero, era feliz y vislumbraba un final para una historia de ficción, la que mis amigos ya conocen como la historia de Loli e Ismael. Pero no hablemos de ello ahora. Mi mejor conductor estaba por llegar. Su nombre es Justin, un político oriundo de Melbourne pero con sangre irlandesa en sus venas. Trabaja con una cooperativa aborígen de Jabiru y lleva años intentando detener la construcción de un nuevo pozo de uranio en la frontera entre Kakadu y Arnhem. Está casado con una mujer aborígen (“me encantan las negras”) y tiene tres hijos con ella. Su capacidad de conversación era tan asombrosa que mis tres horas de viaje con él fueron las más rápidas y productivas que he tenido en este país. Hablamos de lo triste que es Londres, de lo bonito que es Irlanda, de Indira Gandhi (por si no lo sabíais, mi personaje histórico favorito), de las culturas indígenas, de la vida, de la muerte, del poder, del dinero, de su viaje a través de Europa con una novia de Camerún y del hambre que pasaron en París, de la marihuana, de la soledad, y de que cada uno de nosotros es demasiado maravilloso como para dejar que nuestro tiempo pase en una melodía ininterrumpida. De que todo en lo que los varones aborígenes creían (su sustento, su arte, sus creencias… en definitiva, su poder) se vino abajo con el hombre blanco, dejó de tener validez a los ojos de unos extraños, y cuando todo en lo que alguien cree se ve reducido a la nada, es difícil encontrar consuelo, y no es extraño que muchos decidan matarse a tragos en una tierra que ya no reconocen y de la que sólo extraen un amargo sentimiento de venganza.

Justin me dejó a la puerta del albergue de Darwin, ése que había abandonado al principio del post. La energía de este hombre me dio tanta esperanza en el futuro que nunca podré agradecérselo lo suficiente, o tal vez sí. Tras Kakadu, siento que la vida me ha dado un pequeño empujón. Y es así cómo, damas y caballeros, mi viaje acaba de tomar el rumbo más imprevisto de todos. Algo que no me esperaba hacer y que, no obstante, me parece lo correcto. Algo que, siguiendo el consejo de Manu, me parece original y un pequeño abuso de mi estrella. De ello discutiremos en el próximo episodio.

Namaste.

Sergio. 14/03/10.

domingo, 7 de marzo de 2010

126. Inútil pedir consejo a un hombre errante.


O al menos, eso dice el dicho. Si quieres construir una casa, nunca pidas consejo a un hombre errante. Te será imposible terminarla.



Darwin sigue la estela de Cairns, pero tiene una mezcla algo más sugerente de cultura aborígen y chabacanería. Me gusta todo lo que me puede gustar una ciudad pequeña de la geografía australiana, condenada a flotar en la burbuja turística. Darwin se abre a un mar verde que relampaguea bajo el sol, un mar de medusas mortíferas en el que nadie mete el pie, un mar que se contempla con asombro y al que se deja dormir en paz.

Mis últimas palabras han delatado miedo. Soy una persona llena de miedos. “El hombre con miedo” sería un buen título para muchas cosas.

En letras de rotulador rojas sobre cartulina plastificada, mi apellido, “Martínez”, balanceándose bajo el ventilador como un picaporte desconchado. Sólo así me aseguro, teóricamente, de que nadie va a ocupar la cama en la que duermo, aunque un borracho se sentó en mi espalda hace dos noches. Tres hombres más ocupan el dormitorio, de los cuales dos han sido llamados. Michael, un holandés afincado en Suecia, tiene flechas y ecuaciones tatuadas en brazos y piernas. No recuerda habérselas hecho. A veces, nuestros pies se tocan en la noche, pero eso es porque Michael tiene los pies muy grandes y las piernas muy largas.

Dos edificios destacan en Darwin, no por su exterior sino por lo que contienen: el juzgado y el museo. En el primero, el mosaico de la Vía Láctea (“The milky way Dreaming”) palpita en un contexto insospechado. Las siete hermanas que muchos aborígenes veneran de forma sutilmente distinta, huyeron de un espíritu masculino que las quería violar. Así por toda la eternidad, transformándose en todos los elementos posibles, incluidas esas estrellas que surcan el firmamento. La Vía Láctea es un camino en un borde aprehendido del infinito, y como tal, el aborígen lo recorre cantándolo. El nomadismo hace al habitante original de esta tierra. El camino, la huída o el viaje son sus contraseñas.




El museo es pequeño y sensacionalista. Una galería permanente recrea la devastación del ciclón Tracy, que en la Nochebuena de 1974 destruyó la práctica totalidad de Darwin. Me encantó el cuarto oscuro en el que se reproduce una grabación de la magnitud del viento en aquella noche terrorífica. Fue orgásmico.

Muchas similitudes entre el theyyam y el arte ritual aborígen, aunque éste anda rodeado de mucho más secretismo. No todo en esta actitud ha de ser tomado en serio, porque en la vida espiritual de los aborígenes hay mucha contaminación occidental, a día de hoy. Algunos de ellos, movidos por una ¿lógica? venganza, privan al extranjero de entender y apreciar su cultura. Los más radicales, odian al blanco. Yo mismo me he sentido atacado en un par de ocasiones. Pero es muy habitual encontrar a gente abierta y entusiasta (entiéndase “entusiasmo” en su traducción del griego: “el que está poseído por el dios, o el que se comunica por él”). Ellos te hablarán de la extrema polarización entre fuerzas benignas y malignas. Al no tener máscaras para esconderlas, su modo de vida nos resulta feísta e inaceptable.

El arte ritual siempre sirve para ponerte en contacto con quien te puso aquí. ¿A ti, quién te puso aquí?

Los habitantes originales de Darwin son los Larrakia. Luego llegó el alcohol.

Aborígen: ¿Puedo pedirte una cosa? Seguro que me vas a decir que no.
Bob: Probablemente. Pero dime.
Aborígen: ¿Puedes comprarme una cerveza?
Bob: No.
Aborígen: …no es que no tenga dinero…
Bob: Lo siento. Tengo otras cosas en la cabeza…
(Sonriente, cansado). A mí también me gustaría tomar una cerveza.

Me tomé una cerveza en Throb. Dos empleados de seguridad, mortalmente aburridos, inmovilizaron los brazos de un alborotador y le echaron fuera de su jardín de espejos. Fue tan gratuito y heroico que me apetecía vomitar sobre la cabeza de alguna rubia. Como colofón, dos chavales de gimnasio se quitaron la camiseta, seguidos de otros con menos abdominales pero idéntico afán de llamar la atención. La bandera del arco iris (aunque antes vino la serpiente, no lo olvidéis), enrollada a una columna, me lanzaba una promesa que no existía. El engaño de esperar a que algo suceda. No me agrada caer en el mismo error una y otra vez. Me deprime cazar con la mirada, y además creo que ya no sé hacerlo. Es un motivo de alegría, porque pienso que me limita enormemente.

Darwin como Cairns, avenida de cemento entre césped cortado, formas simples en colores de azúcar.

Me vuelven loco las pinturas aborígenes, como ya suponía que sucedería. Es bueno que no supiera gran cosa de ello. Sus colores ocres y su horrible convergencia de líneas crean un mundo abstracto tras el cual siempre hay una explicación y un misterio. La explicación está hecha a la medida del espectador occidental, demasiado impuro para penetrar en el misterio.

El camino, en la pintura aborígen, es una línea entre dos puntos circulares que suelen indicar el lugar en el que hay un pozo natural, un “waterhole”. Furiosas estructuras de líneas y círculos rojos, malvas, marrones, blancos, negros, son mapas de Australia que hablan del camino tomado por los Ancestros. Inundaciones, quema estacional de la hierba, constelaciones, surcos de serpiente en la arena del desierto. Para todo ello hay una geometría árida. Los animales más figurativos, por su parte, pueden estar representados en el ‘estilo de rayos X’, con todos sus huesos y cartílagos en danza. La columna vertebral es importantísima.

Ngalyod, la serpiente del arco iris.

Y su autor, John Mawurndjul.


He visto ‘The reader’. Ver a personajes alemanes hablando en inglés me produjo mucha risa. Por lo demás, es timorata y absurda.

En un miedo comprensible a equivocarse se pierden muchas cosas, menos el miedo. Sigo caminando, hasta donde pueda. Primeros síntomas de cansancio en el Primer Mundo, no obstante necesarios. El sol es angustioso, como el ronquido melancólico de este país tan trágico como cualquier otro.

Por cierto, la ciudad no es para mí.


Sergio / Ismael. 08/03/10.

125. Lost: balance del primer tercio de la 6ª.




EVIDENTEMENTE, QUIEN NO HAYA VISTO TODOS LOS EPISODIOS HASTA EL 6X06, NO ENCONTRARÁ NADA DIVERTIDO LO QUE VIENE A CONTINUACIÓN.


‘Lost’ es una serie pulp sobre la fe. Sus personajes, atrapados en una isla-prisión, actúan por sobredosis de fe o por una escrupulosa carencia de ella. Los espectadores, de no tener fe, no hubiesen completado siquiera la primera temporada. Y si algo hemos aprendido con estos últimos episodios, en términos de fe, es que ‘Lost’ no tiene respuestas para las grandes preguntas del universo. Sólo sorpresas, artificio, humo. Como bien dijo Nabil, el hombre tras la cortina, o mago de Oz, es un tramposo. Y aunque la saga isleña nunca prometió nada más que entretenimiento, la fe es un juguete muy arriesgado.

“LAX”, maravilloso episodio doble del que ya hablé en su día, dibujó un apasionante mapa de acontecimientos que se ha quebrado, parcialmente, al final de “Sundown”. A lo largo de estos seis episodios hemos visto a un nutrido grupo de ‘losties’ discurrir por el famoso templo que, lejos de contener al humo negro, lo rehuía con un círculo de ceniza muy naïve. Ni los personajes nuevos (Dogen y su esbirro) ni la arquitectura del espacio resultaron demasiado sugerentes. A la postre, ha sucedido un poco lo de Dharmaville: apenas ha servido para dar pista alguna sobre el corazón de la isla, más allá de unas trampillas pedestres por las que los buenos se escapan de los malos. El templo es un refugio más, relativamente arcaico, residencia de la mítica Cindy y los niños Zack y Emma, pero no ha tenido la importancia que la mayor parte de la gente exigía a estas alturas. Sus iras son comprensibles, pero inútiles. ‘Lost’ no dejará nunca de ser frustrante. Ésa es su esencia.

Hay dos referencias que vienen a mi cabeza cuando pienso en el universo siniestro de cartón piedra que nos están vendiendo. El primero es “Apocalypse Now”, la relectura de Coppola de la triste, dilatada, y también frustrante novela de Joseph Conrad. “Lost” lleva varias temporadas cogiendo elementos de estas dos obras (Sawyer ya había apodado a Locke con el sobrenombre de “Coronel Kurtz”), pero el templo, el asalto al templo y la terrorífica presencia calva del mal encarnado son iconos demasiado obvios como para seguir hablando de mera cita a pie de página u homenaje. Nada que objetar, porque se trata de un contagio muy rico para la evolución y mitología de la serie. Terry O’Quinn ha sobrevivido al reto suicida de cambiar de personaje sin cambiar de apariencia, y su mirada sigue siendo, como viene siendo la norma, el mejor regalo de ‘Lost’ al espectador sensible. La segunda referencia, algo más subjetiva, es el díptico de aventuras “El tigre de Esnapur” y “La tumba india”, de Fritz Lang, sobre todo la segunda parte, que transcurre en las galerías subterráneas de un palacio-templo muy lostiano. Este tipo de películas han hinchado la imaginación y las ansias de exotismo de muchos espectadores a lo largo de la historia, y me parece bueno que la serie de Cuse y Lindelof se tome menos en serio a sí misma y se enorgullezca de su serie B. Como ya dije en uno de los mail-debates que mantengo con mis amigos, a ‘Lost’ sólo le pido que continúe con la diversión. Parafraseando a la pragmática del grupo (Kate), “vuestros secretos no me importan”.

El coronel Kurtz...

...y uno que se le parece.

Pocos tramos de la serie han sido tan controvertidos como éste. La polémica se ha desatado a partir del tercer episodio, “What Kate does”, donde vemos cómo la supuesta realidad alternativa de la fugitiva nos lleva a un estado absoluto de indiferencia. Seguimos con la fe. ¿Para qué sirve ver lo que podría haber sido la vida de estos personajes sin isla (y sin Jacob) de por medio? Es altamente improbable que esto no tenga una justificación, ya que, de no ser así, el artefacto se revelaría demasiado estúpido para unos creadores que han demostrado ser de todo menos estúpidos. No me creo que la cosa se vaya a quedar en un simple ejercicio de sustitución de flashbacks y flashforwards. Sin embargo, es una línea argumental muy atrevida para ir en paralelo a la recta final de la isla. Con el aliciente (que para alguna gente es todo lo contrario) de ver cómo muchos personajes de la serie coinciden en esta nueva realidad, a menudo de formas grotescas, el aterrizaje del Oceanic 815 en Los Ángeles ha demostrado ser todo lo sorpresivo que se esperaba pero también extrañamente calmado, no necesariamente ligado a los acontecimientos del presente (como sucede en “The substitute”, donde vemos a dos personajes diferentes en un mismo actor… ¿o no?), y con anticlímax narrativos que detienen la acción de una forma casi antinatural. Pero, ¿acaso no estamos viendo algo antinatural, algo que no existe de no ser probada la teoría de cuerdas? Creo que se puede destapar la caja de los truenos con los ya bautizados flashsideways, y un poco de paciencia al respecto no haría ningún daño. De momento, me declaro fan de la vida alternativa de Jack, ñoña y bien contada, y también de la de Sayid, aunque sólo sea por la sonrisa de enamorado que le dedica a Nadia, pequeño destello de genialidad en un actor que ha perdido muchos recursos a lo largo de la serie.

“The substitute”, con todos sus hallazgos en forma de números y candidatos, no es el mejor episodio de Locke. “Lighthouse”, con su humor y su irónica nostalgia, es uno de los mejores episodios de Jack. Y “Sundown”, puro músculo, es el mejor episodio de Sayid desde “Enter 77” y tal vez el más completo de todos los que hemos visto desde la season premiere. Todos los elementos que estorbaban han sido eliminados con la justicia poética que condena lo aburrido y ensalza el cotarro. Los dos bandos, siempre liderados por Jack y Locke, o Jacob y Anti Jacob, se perfilan (aunque no del todo) y avanzan por distintos senderos que convergerán en el final. El mal prefiere la jungla, la sombra, el fuego, el corazón de las tinieblas. El bien (de ser probado que Jacob es una fuerza benigna, algo que todavía dudo) medita en la costa, frente al horizonte marino, y suyos son el faro, la estatua y la cueva.

Pocas respuestas, o ninguna. Que los candidatos tengan un número que coincide con los números malditos de Hurley, todavía no me dice nada, ni de los candidatos, ni de los números, ni de Hurley. Pero es vistoso. Que alguien esté a punto de llegar a la isla (¿Widmore y Eloise en el crucero del amor?; ¿los losties de la realidad alternativa?) sólo es un recurso para poner los dientes largos. Que el nuevo Locke era el humo negro nos los podíamos imaginar ya en “The incident”. Y que Claire era el lado oscuro, también, aunque verla de nuevo me ha dado muchas alegrías, y defiendo mucho a Emilie de Ravin como actriz. En consecuencia, el avance en la serie sigue caracterizado por las alusiones esquivas y el oscurantismo, y aunque se puede ver algo de luz al final del túnel, todavía seguimos rodando como la pelota de béisbol de Dogen. Perdidos.

El paso de Sun y Ben por este primer tercio ha sido bastante discreto, y no sé hasta qué punto es sabio que los capítulos sigan centrados en un solo personaje, con tan poco oxígeno para historias complementarias. Intuyo que esto dejará de ser así en la recta final (yo diría que a partir del 6x13) con títulos tan especulativos como éstos:

6x13: “The last recruit”.
6x14: “The candidate”.
6x15: “Across the sea”.

Poco más que añadir; se ha dicho mucho sobre estos seis episodios, ya que este acontecimiento televisivo desata el interés y los juicios de mucha gente repartida por el globo. Yo mismo, que hablaba muy de vez en cuando con mi amiga Barbie Francisquita, he pasado a tener noticias suyas una vez por semana, por obra y gracia de ‘Lost’. Me gustan estas situaciones. Me gusta que a la gente le guste, le disguste, le apasione o le horrorice el lugar adonde nos llevan Cuse y Lindelof. Me gusta tener una ración semanal de magia y aventura, aunque, en mi caso, puede dejar de ser así en cualquier momento. Y me gustan Claire, Miles, Hurley y Lapidus.

Disfrutad del camino o, como dirían los sabios, sed el camino. Vuestro amigo, el errante pedante.

Sergio. 07/03/10.

jueves, 4 de marzo de 2010

124. Guía del autoestopista empapado.


“You cannot lose, if you do not play”.

Marla Daniels. “The Wire”.


Ésta es la historia de mi odisea autoestopística desde el corazón de Queensland hasta la ciudad de Darwin, y también la historia de la gente con la que me encontré por el camino.

Como bien sabéis, queridos lectores ávidos de nuevos episodios, me subí a un coche con Matt y Ruth, rumbo al Northern Territory, un estado monstruosamente grande y plano en el que vive menos gente que en toda la ciudad de Gijón. La parejita se quedó sin dinero en su cuenta corriente y tuvo que quedarse a trabajar en una estación de servicio, la Burke and Wills Roadhouse (llamada así por el nombre de los dos exploradores blancos que se adentraron en el salvaje norte a mediados del siglo XIX). Ambos intentaron convencerme de que ésa era una buena idea para mí también, aunque de los tres, sólo Ruth entraría a trabajar con un horario fijo y unas condiciones aceptables. A Matt le convenía estar con su novia, como es natural. Pero a mí no. Ruth es una persona muy manipuladora, como yo, y dos manipuladores en una misma habitación van a acabar mirándose con una distancia terrible.

Me tiré en la estación de servicio unos cinco días, haciendo trabajillos diversos y averiguando hasta qué punto podría soportar ese aislamiento. Los australianos de la zona, enganchados a ese local como la res a su abrevadero, tenían un acento indescifrable y gorro de ala ancha, y se sorprendían de que hablase tan poco, hasta el punto de dudar que entendiera el inglés, algo que yo también he empezado a dudar desde que llegué a este país. Matt era bastante bueno arreglando pomos de puertas, cortando el césped, moviendo coches, asustando sapos… No es que yo fuera malo, pero tenía menos soltura a la hora de seguir las instrucciones, y finalmente acabé aceptando que ya nadie se dirigiese a mí para encomendarme algún tipo de responsabilidad. Y como yo quiero ganarme mi alojamiento y mi comida, y no aparentar que hago algo, me fui. Creo que Ruth se alivió al saberse de nuevo con la sartén por el mango. Yo me alivié de finalizar el tedio que me había supuesto su compañía y la parada obligatoria en aquel lugar precioso, perfecta localización para el asesinato de Laura Palmer. El último detalle de Matt, que se sentía un poco culpable al verme partir solo, fue venderme su tienda de campaña por cincuenta pavos, algo que agradecí enormemente. Bueno, mi espalda no lo agradece, sobre todo desde que viajo con una caja de comida enlatada como bulto añadido, pero esta tienda es muy grande (tres o cuatro plazas) y va a darme más de una alegría en el futuro. Sería perfecta para una pareja enamorada. Yo me pierdo en su interior.

Matt me dejó en Cloncurry, uno de los muchos pueblos de trescientos habitantes que se esparcen por la inmensidad de Oz. El primero que se apiadó de mi lamentable aspecto de autoestopista fue un camionero rubio con un tatuaje de un oso polar en el brazo izquierdo. Me encantó su cabina de mandos, llena de botones y colorines. “¿Has parado a muchos?”. “No, tú eres mi primer camionero”, le dije, sin atender a las graciosas connotaciones. El buen señor me dejó en la gasolinera de Mount Isa para que siguiese desde allí con mi travesía. Mount Isa es una ciudad minera del noroeste de Queensland. Linda Chamberlain nació aquí, aunque fue juzgada en Darwin (ya sabéis, la famosísima madre que, al grito de “A dingo’s got my baby!”, puso en jaque a la opinión pública y al poder judicial, aunque no se tomarían medidas reales contra los dingos hasta la muerte de otro niño en la isla de Fraser). En mi primera noche al aire libre hubo una tormenta apoteósica. El viento se llevó la lona protectora de mi tienda, permitiendo que la lluvia cayese sobre mí cuando soñaba con una geografía imaginaria muy estimulante, a eso de la medianoche. No podía armar mucho escándalo, porque había acampado ilegalmente y no quería que nadie me viera persiguiendo lonas. Así es que aproveché el tercio de la tienda que no estaba mojado y esperé hasta las cinco de la mañana. Fue una noche maravillosa. Al final encontré la dichosa lona. Estaba embarrada y algún bicho se había meado encima. El motor de los camiones puso música a este momento mágico.

La Meryl fue Linda Chamberlain en "A cry in the dark" (1988).


Mi segundo anfitrión en la carretera fue un alemán que venía conduciendo desde Cairns con dirección a ¡Albany! (miradlo en el mapa). Es la segunda ruta más larga que se puede hacer en Oz. Elevó el asiento en el que había estado dormitando la noche en que yo luché contra los elementos, y acomodé mis trastos mojados donde pude. Sí, seguía lloviendo. Y aun así, nadie me recogía. ¿Cómo es la gente de Mount Isa, cari?

La carretera que se desliza desde ese poblacho hasta el corazón del Territory es larga y recta e inmutable. Como no tengas un buen arsenal de conversación te vas a aburrir un huevo, y no es educado dormirse, más que nada porque corres el peligro de contagiar al conductor. Obviamente, los planes de viaje, el tiempo, los canguros muertos en los arcenes, la situación económica internacional y el fin del mundo son temas que apenas dan para cien kilómetros. ¿Qué hacer durante los quinientos restantes? Puedes asombrarte con el panorama celeste durante un rato, y si encuentras las palabras, incluso comentarlo. El cielo australiano es tan vasto que agrupa distintos estados meteorológicos en un mismo horizonte: lluvias al norte, claros al oeste y extrañísimas formaciones nubosas, como tubos de un órgano, al sur.

El alemán me convidó a gominolas antes de dejarme en Three Ways, una estación de servicio quince kilómetros al norte de Tennant’s Creek. Es un cruce importantísimo en la Stuart Highway, que divide la isla en dos y por la que acaban transitando todos los autos del Territory en su traslado a alguna parte, o a ninguna. Después de un avance tan considerable, decidí hacer noche en Three Ways, a pesar de los malos modos de la regenta, una rubia de acero que no paraba de echarle la peta a su empleada extranjera. Me hice fan suyo en poco tiempo. Es el prototipo de mujer dura del outback australiano, fibrosa como una heroinómana, permanentemente bajada del caballo, aguileña y segura de sí misma, enrollada, al fin y al cabo. Su marido andaba en muletas y lo único que hacía era esquivar a un dálmata que nadie sabía qué hacía allí. Como la lluvia no me permitía acampar en césped seco, tuve que pasar la noche en una cabina especialmente diseñada para las necesidades del mochilero (que no son muchas), donde sequé las partes húmedas de mi tienda y cené unas conservas nauseabundas. Al día siguiente, domingo y lento y dormilón como pocos, me costaría un triunfo conseguir un viaje hacia el norte. A punto estuve de subirme con un vasco muy majo (valga la redundancia) y su ¿novio?, pero ya se habían comprometido con un coreano que se me adelantó. Putos coreanos. Como la idea de quedarme allí una noche más no me convenía (bolsas de patatas a cinco dólares, agua amarillenta y sin tratar), intenté aparcar la vergüenza que me da el contacto con los camioneros, y aburrí al personal. “If you are going in that direction, would you give me a lift?”. Las respuestas van desde la disculpa efusiva, honesta y encantadora, hasta el desprecio, el corte de mangas e incluso el insulto. Un viejo del New South Wales me observaba y ayudaba cuanto podía, pero el camionero típico no se va a arriesgar con un tirado como yo, por cosas del seguro y políticas de empresa. Finalmente, atraje la compasión de un chulazo de las fuerzas aéreas llamado Darren. Juntos viajamos a Katherine, vimos serpientes en la carretera, cruzamos ríos inundados y hablamos del humor australiano, que yo no he sabido comprender todavía. Darren me hizo jurar que me compraría el mejor repelente de mosquitos del mercado, Bushman. Con ese hoyuelo, no podía decirle que no. Estoy indefenso frente a los hoyuelos.

El Northern Territory, la nada vertical, y un
lugar famoso para el avistamiento de OVNIS.


Lo bueno de que llueva tanto es que la aridez habitual del Territory se vuelve fértil y benigna. No hay pueblos como tales entre Tennant’s Creek y Katherine, sino apeaderos, estaciones de servicio y un par de casas anexas cada ciento cincuenta o doscientos kilómetros. Recuerdo haber visto el apartamento desastroso de un aborígen en mitad del vacío más sobrecogedor. No veo cómo alguien puede escapar de la locura en un lugar así.

Darren se portó muy bien. No quiso que compartiésemos los gastos de la gasolina (por otra parte, tenía pasta, así que lo comprendí y lo agradecí) y me dejó a la puerta del albergue de Katherine, justo en medio de una tormenta torrencial. Bravo, Darren. Aquella noche me sentí muy satisfecho con mi avance. Todavía no sabía lo mucho que me costaría salir de allí. Coco, el hippie arrugado que regentaba el ‘Coco’s backpackers’, fue un anfitrión muy divertido durante las dos noches que deambulé por su casa y su jardín. Le encanta ver telefilmes y girar la cabeza para comentar los avances de la trama con una caída de ojos. Por mi parte, aproveché el tamaño y la utilidad de Katherine para ir al supermercado (¡por fin, un supermercado!), mirar los anuncios por palabras del periódico local y averiguar qué se cocía por las granjas de los alrededores. Con esta lluvia, poca cosa. Alguien me dijo que había cotarro con las uvas, pero a pesar de dejar mi número de teléfono por ahí, todavía no he tenido respuesta. Con lo mal que se trata a los trabajadores por estos lares, casi lo agradezco.

Mi peor jornada como autoestopista llegaría pronto. Los últimos trescientos kilómetros hasta Darwin se me resistían poderosamente. El primer error fue ubicarme frente a la sede de los Rangers, con lo que ningún auto se pararía a recogerme. Unos cuantos metros más allá, con el primer sol de justicia en semanas sobre mi cabeza, esperé y esperé y los coches circulaban y circulaban y me dio tiempo a hacer una teoría sobre la vida y la muerte basándome en el estado de movimiento y detenimiento en la relación autoestopista-conductor. Algo que ya he olvidado. Cosas de la insolación. A las cuatro de la tarde me di por vencido y arrastré mis cosas hasta que vi un letrero, “Springvale Homestead”. ¡Un camping legal! Pensé que estaría a la vuelta de la esquina, pero no era así. Tuve un momento crítico con mi equipaje, en el que me di cuenta de que tendría que deshacerme de cosas si quería caminar con mi casa a cuestas. El ordenador es básico. La comida también. La tienda es difícil de descartar. Con la ropa siempre se puede hacer un reajuste, así como con los utensilios de higiene personal. Todavía no he encontrado una solución satisfactoria, pero hay que tomar medidas si quiero seguir caminando. Y está claro que necesito caminar, durante kilómetros si hace falta. Esta dependencia de los coches ajenos es algo inevitable, pero podría ser un pelín menos dramática.

Un granjero, reventado de la risa ante mi estupidez, me llevó al oasis de pavos y canguros que es el Springvale Homestead, pequeño regalo que me dio la vida después de uno de los peores días que yo recuerde. Allí he conocido a la gente más divertida y entrañable de este viaje, entre las que se encuentran unas cuantas mujeres llamadas Cindy y una vieja memorable, Caroline, mochilera a sus setenta tacos, con un par de ovarios. La jefa de todo aquello, una Cindy más, me dijo que no acampara demasiado cerca del río porque había cocodrilos. ‘¿Cómo?’, ‘Son cocodrilos de agua dulce, no hacen nada’, ‘Oh’, ‘Si les alumbras con la linterna, de noche, puedes ver sus ojos rojos’, ‘Creo que puedo pasar sin hacerlo’, ‘No hacen nada’… Hubiera esperado a que me lo repitiera otras tres veces, pero me limité a acampar muy cerca de la cocina comunal, centro de peregrinaje de todos los canguritos de la zona. Nunca los tuve tan cerca de mí, y me apasiona verlos moverse y boxear entre ellos. Otro aspecto interesante de estos sitios, además de lo bien gestionados que están y de su convivencia responsable con una naturaleza hermosísima, son las hogareñas tiendas de campaña en las que alguna gente vive de forma estable. Como me diría otra Cindy más, “la gente se gasta mucho dinero en tener una casa, cuando lo único que se necesita es un pequeño refugio… yo tengo una casa (señalando su magnífica tienda), ella tiene una casa, tú tienes una casa…” Mi iglú, aunque muy mono, dista mucho de ser una casa todavía. Pero entendí lo que quiso decirme. Muchas familias australinas viven como nómadas en sitios como éste que, por suerte, abundan. Trabajan un par de semanas en Katherine, luego viven como dioses durante los próximos días, acampando en alguno de los parques naturales de la zona, y a continuación se desplazan a Kununurra o a Wyndham o a donde sea, para repetir la jugada. He conocido a padres y a hijos que viajan y trabajan juntos de esta forma, mientras la mamma les conduce y les limpia la tienda. Son gente feliz con muy poco miedo al futuro, porque no tienen nada que perder con él.

- Ten cuidado con los escorpiones. Se quedan pegados a la ropa cuando la pones a secar.
- Y con las serpientes.
- Y con los negros
(los aborígenes). No salgas a la calle de noche. Te apuñalarán.

Bob es el gran personaje de esta etapa del viaje. Tiene cincuenta y siete años, pero aparenta muchísimos más. Un cáncer de páncreas está amenazando su vida y ya ha teñido su piel con un color dorado y mortecino. No se cansa de enseñar su cicatriz quirúrgica a todo el mundo, como una forma de disculparse por la poca energía de la que dispone. Esta enfermedad es un castigo lamentable para cualquiera, pero la gente activa y trabajadora la sufre de una forma extraordinaria. Bob se aferró a mí y yo, de una forma un poco circunstancial, a él. Le ayudé a coser dos lonas entre sí para que no entrase lluvia en su casa, aunque no sabía muy bien cómo iba a hacerlo (a lo tonto, estoy aprendiendo un montón de cosas). Pude observar pequeños fragmentos, destellos melancólicos de lo que ha sido su trayectoria hasta este desafortunado epílogo. El pobre hombre camina con la idea del adiós, y ésta ha transformado su rostro, sus brazos, su mirada bizca. Se lo están llevando, a pesar de que todavía queda mucha vida en él.

Bob tenía que ir al hospital de Darwin para una revisión médica, y a mí me convenía tomar esa misma dirección, así que me aceptó como copiloto porque yo no le echaría la peta cuando se fumase un cigarro, y con su sordera no iría muy lejos en caso de que algo sucediera en la carretera. Y sucedió. Noventa kilómetros más al norte, Bob y yo decidimos hacer una parada en Pine Creek para tomar un té y encender el reproductor de música. Su trasto es muy antiguo y hay que hacer las cosas muy despacito. Desgraciadamente, el reproductor calentó una parte del coche que desconozco, y salió mucho humo, y yo paré el motor y llamé a Bob, que en ese momento estaba intentando cagar con mucho dolor. Su Ford de veintiséis años se había ido a la mierda. Corrí por todo el pueblo con mis pantalones de puta sueca para encontrar un mecánico, pero todos se encontraban fuera del pueblo. El único que se quedó en Pine Creek había cerrado su establecimiento, pero como le vi en el garaje a través de la verja de la entrada, le grité que me ayudase, diciéndole que me había quedado tirado y que viajaba con un hombre que tenía que ir al hospital. El mecánico me contestó con un amable “Fuck off!”, y yo tuve que tragarme mi impotencia y gestionar una situación muy extraña, porque Bob no atinaba a hacer nada y ni siquiera podía escuchar lo que le decía la telefonista de Atención en la carretera. Las pasamos un poco putas.

Una grúa se llevó de vuelta a Bob y al coche de Bob. Espero que las cosas empiecen a ser más fáciles para él. Yo, por mi parte, he tenido que bajarme los pantalones y pagar un billete de autobús carísimo para completar los restantes doscientos kilómetros. ¿Qué espero hacer en Darwin? No lo sé. Ni siquiera tengo muy claro que vaya a encontrar un trabajo decente. Pero sé que tengo que pasar por allí.

Esto está siendo un desafío. Por un lado me digo, cuando pillo un espejo o algo que sirva para lo mismo, que lo que está sucediendo responde a un motivo que desconozco, pero que está ahí. Es lo que hay que pensar cuando tienes un suelo tan movedizo bajo los pies. Por el otro, no paro de acumular experiencias que me ponen contra las cuerdas, tal vez un síntoma de que debo cambiar mi hoja de ruta. En esas estamos. En el trópico. Con el calor. Y la vida sigue.



Sergio. 04/03/10.

123. A través del espejo (VII): Tom Fontana.



Es la primera vez que hablo de una serie de televisión que me parece, por lo general, bastante mala. Debería hacerlo más a menudo, ya que por torpe, excesiva y ridícula que “OZ” sea, es indudable que se puede aprender mucho de ella.

“OZ” es un serial carcelario que empezó a emitirse en 1997, apostando desde el principio por un tratamiento realista y doctrinario, en el que las palabras pesan más que las imágenes. Su larga andadura terminaría en febrero del 2003, tras cincuenta y seis episodios, seis temporadas y una evolución prodigiosa hacia el culebrón homoerótico. ¿Qué sucedió con el planteamiento crítico inicial? Nada. Hasta los últimos capítulos, el guionista Tom Fontana nos recuerda que está en contra de la pena de muerte, del apartheid, del código penal y de prácticamente todo lo imaginable (y todo lo previsible). Pero sabe que el espectador de su serie no busca una segunda lectura en sus imágenes, y juega con el morbo que sus criaturas han conseguido despertar a lo largo de los años. Un morbo fácil, pero sugerente, y muy revolucionario para el medio en el que se había concebido.

En “Oz” hay ocho protagonistas y dos docenas de secundarios que mueren como moscas (a veces en medio de una divertida sobreactuación) y son rápidamente reemplazados por otros. Por las celdas de la penitenciaría pasan algunos rostros conocidos de ‘Lost’, ‘Los Soprano’, ‘Dexter’ y casi todo el que sería el futuro elenco de ‘The Wire’. No todos los personajes son atractivos; es por eso que Fontana sitúa las tramas más interesantes en el punto álgido de todo episodio, es decir, sus últimos diez minutos. Por el camino tienes que ver cómo los negros discuten con los arios y se matan entre sí, cómo los latinos discuten con los motoristas y se matan entre sí, cómo los sicilianos discuten con los musulmanes y se matan entre sí. Por poner un ejemplo, porque el mapa de complicidades de “Oz” es como una veleta, y al final poco importa quién está con quién. Los personajes de difícil categorización son los mejores: Ryan O’Reilly, el más sabio de todos, aunque detesto el maquillaje de buena persona que se le intenta poner a medida que avanza la serie; los viejos Bob Rebadell y Agammenon Busmalis (grandísimo nombre); y Tobias Beecher, el verdadero héroe moral de la serie, uno de los mejores actores de todo el elenco y, tal vez, el más verosímil, dentro de la poca verosimilitud que posee la serie. Beecher es un eje de conflictos, y tanto su enfrentamiento de proporciones míticas y consecuencias bestiales con el nazi Vernon Schillinger, como su romance con esa musculada psicópata llamada Chris Keller, acaparan casi todo el interés que esta serie puede llegar a ofrecer. Sólo la historia de Ryan con su hermano Cyril y, por momentos, la vida desgraciada de Miguel Álvarez, compiten con el torrente de emociones y violencia que desencadena Beecher desde el episodio piloto. Con esa carita de mosquita muerta, nadie en la primera temporada podía sospechar lo que acabaría sucediendo con el triángulo Beecher-Schillinger-Keller. De hecho, creo que es la razón por la que me tragué seis temporadas de despropósitos. Bueno, por eso y porque “Oz” es muy graciosa, indiscutiblemente transgresora y, de vez en cuando, también puede ser coherente.

La estructura de la serie sigue una línea democrática: cada personaje tiene su minuto de gloria en algún tramo del episodio, precedido de un cutrísimo flashback con el que Fontana parece querer ponerte en antecedentes. (Nota: Civera, uno de los amiguitos de este blog, odia este tipo de recursos narrativos, razón por la cual nunca aguantaría un episodio completo de esta serie-contenedor de flashbacks, que además de innecesarios, tienen un criterio estético basado en filtros de color rosa y movimientos de cámara que parecen la visión subjetiva de un simio narcotizado). Entre continuación y continuación de la vida de cada uno de los internos de Oz, el espectador también sufre el ataque verbal de un narrador, Augustus Hill (interpretado por Harold Perrinau, el Michael de ‘Lost’). Creo que nunca he prestado atención a lo que este tío tenía que decir, mucho menos cuando Fontana decide disfrazarlo con pelucas y trajes de época. Los únicos insertos que me han gustado en esta serie fueron los números musicales del 5x06, especialmente el dueto entre, nuevamente, Beecher y Schillinger. Pero es que a mí me gusta mucho el musical.

Keller y O'Reilly, conspirando.


Siendo una de las pocas series que me he permitido ver sin dedicarle mis cinco sentidos, ¿qué tiene realmente de buena, además de la sucesión de tíos cachas en pelota picada y de los morreos entre Beecher y Keller? Pues, por si todo ello fuera poco, “Oz” es el germen de lo que sería la HBO a principios de la década pasada, sobre todo en el contenido temático. La homosexualidad sería tratada con más conocimiento e inteligencia en ‘Six feet under’. La política no podía llegar más lejos de lo que llegó en ‘The Wire’. Y la violencia encontraría una justificación narrativa modélica en ‘Los Soprano’. En ‘Oz’, la abuela de estas tres obras maestras, homosexualidad, política y violencia conviven sin control, pero al menos encuentran visibilidad por primera vez (recuerdo a uno de los comentaristas de “El celuloide oculto”, el cual, acerca de las primeras apariciones de personajes gays en la historia del cine, dijo “prefiero el estereotipo a la invisibilidad”). Puede que el producto estuviera sin pulir, pero su ánimo de cambio fue el tubo de ensayo de la revolución narrativa que dio la vuelta a la ficción norteamericana. Nadie le podrá quitar a Tom Fontana ese mérito. Su megalomanía (es el guionista de los cincuenta y seis episodios) puso en peligro lo que podría haber sido un clásico demoledor. Sin embargo, sería David Simon, con personajes y ambiciones temáticas muy similares, el que no dejaría pasar esa oportunidad. Pero a “Oz” y a la gente que estuvo detrás de ella se le debe mucho. Sobre todo, los cojones de toro que hay que tener para emitir algo así. Tanto lo bueno como lo malo.

Dicho lo cual, me siento con el deber de mencionar lo mejor de esta serie, ya que lo peor es bastante obvio.

El terrible Schillinger, absolutamente capaz de todo.


a) Vernon Schillinger, maravillosamente interpretado por J.K. Simmons, un actor al que todo el mundo conoce pero al que muy pocos ubican. Para mí él ha creado al malo malísimo por antonomasia, porque no se puede ser más malo que Schillinger. Es uno de los pocos que se libra de la redención moral en esta serie tan redentora, aunque a punto está de caer en el mismo hoyo de O’Reilly. Ya lo he dicho, y lo repito, porque soy así de bobo: los productores, los espectadores, los actores, Fontana, todo el mundo sabía que lo más interesante e intenso de ‘Oz’ era el odio exacerbado entre Schillinger y Beecher. Y lo explotaron. Hasta la insensatez.
b) Rita Moreno. La jerarquía eclesiástica está admirablemente representada por un cura que fuma a escondidas y una pseudo-monja muy cotarrera, a veces un pelín insoportable, pero casi siempre con tino. Interpretada por la inolvidable Rita Moreno de ‘West Side Story’, su subtrama estrella es, posiblemente, aquélla en la que sueña con Chris Keller tocándole las tetas. La tía se pone muy cachonda con este hombre. Soy fan.
c) El repaso, no siempre agradable, a todos los recovecos de la anatomía masculina.
d) La ordinariez. Desde un preparado de mierda, semen, pis y vómito tirado a la cara de uno de los guardas, hasta el magnífico momento en que uno de los nazis es violado por otro con una cuchara. Y seguro que me dejo en el trastero algún momento mejor… ¡Claro que sí! Beecher cagándole a Schillinger en la cara después de dejarle casi tuerto… ¿Cómo olvidarlo? O Beecher arrancando un prepucio con los dientes… ¿Cómo es Beecher, cari?
e) El corredor de la muerte. A menudo, los mejores reclusos de “Oz” se agrupan en estas celdas. El momento más escalofriante de la serie es, posiblemente, la ejecución de Shirley Bellinger a principios de la cuarta temporada. Shirley era mucho. Y con todos estos personajes, Fontana no hace más que descargar su fascinación hacia la maravillosa película “I want to live!”, de Robert Wise.
f) Claire. Ni siquiera esta malvada mujer se salva de la hipócrita redención de su creador. Desagradable como pocas cosas que hayan desfilado por una pantalla, lo de Claire (interpretada con valentía y muy poco sentido del ridículo por Kristin Rhode) es digno de verse. No os perdáis las caras de celos que pone, la cara de cerda que pone… las caras que pone, en general. Todavía no he podido quitarme de la cabeza el momento en que enseña las tetas.

Me despido con la mejor frase de toda la serie, cortesía del gran Busmalis, adicto a los programas de televisión de Miss Sally:

“This is the best Miss Sally ever!”

Salud.

Sergio. 01/03/10.