lunes, 27 de julio de 2009

LXXVI. Como lágrimas en el monzón.



Truena como el graznido de un demonio, y pienso que ya es hora de contar algo.

A veces me levanto a las cuatro y media y me voy con Sam, su bellísima esposa y su padre a un parque cercano al aeropuerto. Sam es mi casero, o al menos la cabeza parlante del conglomerado que vive debajo y encima de mí. Intenta hacer todo el ejercicio que puede para no acabar teniendo la típica barriga india (en el sur es un atributo muy valorado). Si me uno a él no es sólo para rememorar los tiempos del Gimnasio Rachana, sino para sentirme algo más vivo, ya que entre tanta polución y desenfreno es fácil que alguien desee llevar una vida exclusivamente repartida entre el trabajo y el sofá.

El parque en cuestión es circular, y una vuelta completa al mismo es un kilómetro. Está muy bien pensado para los adictos al footing y los parroquianos de la ruta del colesterol (ésa que se extendía y se extiende a orillas del Nalón, como contrapartida al grisáceo y cautivador panorama de la Cuenca Minera). Ya os he narrado las delicias de ver cómo va apareciendo la luz entre los recovecos (nunca del todo) oscuros de la jungla india. La metrópolis también depara sorpresas. Un parque como éste alberga, como no puede ser de otra forma, pequeñas concentraciones de mosquiteras rectangulares y coloridas lonas en las que viven los desplazados, esos indios de piel oscurísima, conductores de ciclo-rickshaw o vendedores de cualquier cosa imaginable, y sus familias. Mientras los ciudadanos de clase media, con sus pelos cuidadosamente teñidos de naranja (es la moda), circulan por el sendero acondicionado y sudan a una hora aceptable para ello, las mujeres intocables o dalits van a por agua, los hombres se lavan los dientes concienzudamente con unos alambres que me tienen muy desconcertado (para luego volver a ensuciárselos con el paan) y los niños atrapan su entorno con el culo al aire y los ojos legañosos en perpetuo asombro. Mientras tanto, el cielo clarea y los aviones despegan, rumbo a Karachi, Sidney o Bangkok. Me encanta declinar la invitación de la mujer de Sam cuando me ofrece una raqueta de paddle. Tengo muchos prejuicios hacia ese juego, y prefiero verla saltar a la comba o hacer yoga. Qué fascinante es esta mujer. Creo que Sam se da cuenta de esta apreciación, así que debo disfrazar mis miradas con toda la falsa ingenuidad que tenga a mi alcance.

El 'paan': betel, nueces y muchas cosas más que te hacen
salivar y escupir una masa marrón la mar de maja.


La mayor parte de las veces me quedo dormido y me levanto a las seis. Mi desayuno consiste en mango, mango y más mango. Luego abandono mi nidito para entrar en un atronador submundo de humo, sudor e indigencia. Una hora y cuarto después llego al instituto, donde hago mi habitual sesión de fotocopias y mi visita a un pulcro excusado. Las horas siguientes me las paso gesticulando delante de un entregadísimo grupo de indios. Todo funciona mucho mejor si utilizo las tácticas de seducción que tan buenos frutos dieron en la escuela de filósofos de la Antigua Grecia, aunque me temo que debo imponerme algunas limitaciones. A veces tengo más de dos horas para comer, a veces tengo media. Cuando salgo del instituto ya es de noche, pero por la temperatura ambiente cualquiera diría que es un mediodía más en la Costa del Sol. Agarro nuevamente el metro e intento apañar un trocito de suelo. Los indios son muy competitivos, en este aspecto y en los restantes también, así que no siempre puedo descansar mis posaderas de camino al extrarradio. En Janakpuri West salto (literalmente) al interior del autobús 761, iluminado con bombillitas de lupanar. A veces, el atasco se ameniza con una música totalmente fuera de lugar: ‘Brasil… lalalalalalalala…. lalalalalalalala…’ Salto nuevamente al asfalto y me recreo en la oscura carretera, iluminada por los faros de los camiones: cálida, apocalíptica, cruel, tan poco secreta como la cicatriz de una prostituta. Es probable que cuando llegue a casa Mike ya esté metido en su cuarto, aunque a veces hablamos de cómo nos ha ido el día mientras preparamos con notoria pereza nuestra cena vegetariana. Oigo rumiar a la bestia por las escaleras (el perro-velociraptor de Sam) y me quedo dormido, poco a poco. Y luego sueño.




Llueve, por fin, sobre el polvo, las aceras derretidas, mi ropa recién tendida. Llueve y truena con la furia esperada, aunque no durará. Pronto empezaré a oír las bocinas, indicando que el tráfico vuelve a circular y a volverse loco con los charcos inmensos que el monzón haya dejado tras de sí.

Hoy es lunes, mi día libre. Coincide con el día libre que se toman todos los museos y enclaves interesantes, con lo que no hay mucho que hacer. Es un buen día para escribir, aunque no tengo nada en la cabeza, o tal vez tengo demasiado. Intento que sea un día sosegado e íntimo. Mi amiguito de Katmandú, el escritor suizo, se quedó un par de semanas en Delhi y, a pesar de que quedamos un día para beber cerveza (servida cuidadosamente en una tetera, como en los años de la Ley Seca), he intentado evitarle en mis ratos libres. Es un hombre que me cae bien, e incluso le presenté a mi anciano compañero del Indian Coffee House, pero tuvo la infantil manía de preguntarle por Gandhi y por Nehru, como si fuera una cheerleader cultural. También le he evitado porque tengo una propensión patológica a querer estar a mi aire siempre que pueda. Veremos en qué termina todo esto. Está claro que me siento solo muy a menudo, pero nunca supone un problema real. Es más, parece que lo busco.

Antes de venir a la India, tenía muchas ideas en la cabeza. Algunas de ellas eran tan nobles como fantasiosas. Teniendo muy claro que nada iba a cambiar, y que no acabaría encontrando la llave que abre la famosa caja, es sorprendente comprobar, ahora, lo poco que ha cambiado todo. En lo fundamental, me refiero. El tiempo (y el espacio) han erosionado mi carácter, pero sigo buscando las mismas cosas, mirando la realidad de una forma muy parecida, imaginando las mismas payasadas, cometiendo los mismos errores. Es como si todo lo que tuviéramos que hacer fuera una repetición del mismo dibujo, de menos a más borrosa, hasta que al final sólo queda una mancha a la que mirar con perplejidad. Tal vez no haya nada ni nadie a quien conquistar, y está claro que uno es educado en la convicción de que hay que conquistar cosas, y personas. Ojalá pudiera desprenderme de eso.

La tormenta ha pasado de largo. Y las bocinas vuelven a sonar. ¡Qué equivocado estaba a ese respecto! No es que hubieran desaparecido para ahora volver al mundo, como el fantasma de un muerto; es que la lluvia no me dejaba oírlas.

Sergio. 27/07/09.

domingo, 19 de julio de 2009

LXXV. Locke, Brenda, Peggy y Jesse.



Las nominaciones a los premios Emmy me llaman mucho la atención por varias razones:

a) El material audiovisual presentado a los Emmy es infinitamente mejor que el material audiovisual presentado a los Oscar y, muy probablemente, infinitamente mejor que el presentado a festivales de categoría “A” como Cannes, Berlín o Venecia (visto lo visto en las últimas ediciones). La Palma de Oro del año pasado (‘Entre les murs’) es tan buena como uno de los mejores episodios de ‘Breaking bad’.

b) Son premios. Los premios siempre son divertidos. Nos gusta dar premios a los mejores porque todavía no somos capaces de entender cómo alguien puede ser igual al resto de mortales y ser feliz con ello. La distinción es importantísima.

c) Los Emmys son los premios más injustos y ridículos de la historia, después de los Príncipe de Asturias y los Nobel de la Paz.

Las críticas no han tardado en aparecer, y este año todas parecen concentrarse en la exclusión de la última temporada de ‘Battlestar Galactica’ de todas las categorías importantes, a pesar de que esto no sea del todo cierto (está nominada a la mejor dirección, todo un lujo dado el magnífico plantel de realizadores que trabaja para la tele norteamericana). Otros muchos se han echado las manos a la cabeza con el olvido relativo hacia ‘The Big Bang Theory’ en las candidaturas a mejor comedia. No puedo opinar sobre ninguna de estas dos series, aunque tal vez lo haga a lo largo del verano. O tal vez no. Sí que he visto:

- ‘Dexter’. La historia del ‘asesino favorito de América’ vuelve a ser una de las (este año siete) elegidas. Lo malo de ‘Dexter’ es que, por momentos, parece que se toma demasiado en serio a sí misma. Cuando realizadores, guionistas y el propio Michael C. Hall se relajan, es posible que surja la negrura amoral y divertida que nos cautivó en los dos últimos años. Cuando no, ‘Dexter’ se parece peligrosamente a otras series ambientadas en Miami que tuvieron peor fortuna y peores críticas. Esta serie sigue al borde del abismo. Sin embargo, el episodio ‘Easy as pie’ se convirtió en una de las mejores horas del año, y la presencia de Jimmy Smits (nominado como mejor actor invitado) ha resultado ser, no sin sorpresa, el bote salvavidas de toda una temporada.




- ‘Mad men’. Aunque corre el peligro de empezar a ser detestada por el desproporcionado amor que la Academia le profesa, esta serie es una de las tres mejores que se emiten actualmente y muchos de sus episodios son obras maestras. La gracia de los visionados de ‘Mad men’ es que a uno le parece estar viendo ‘El apartamento’, y tal vez a muchos les extrañe la pertinencia de una serie que, en apariencia, no parece necesitar de la realidad actual para justificarse a sí misma. Pero sólo en apariencia (la brillante season finale de la segunda temporada es muy explícita al respecto). No se trata (sólo) de una advertencia velada a través de la vida de nuestros padres y de nuestros abuelos, allá por los años sesenta; no se trata (sólo) de una historia coral costumbrista; ‘Mad men’ es un drama que bien podría ser contemporáneo y, por suerte, malgasta más neuronas en la humanidad de sus personajes que en la lectura socio-política del ‘american way of life’, aunque la crítica y la reflexión no están alejadas de las tramas, ni muchísimo menos. Además, la serie de Mathew Weiner es tan buena que se puede permitir ser todo lo pretenciosa e insultantemente elegante que le dé la gana, y lo es. Sus guionistas realizan el mejor trabajo imaginable en el duro trabajo de significar un mundo con pinceladas muy pequeñas. Sus actores y actrices (especialmente sus actrices) están a la altura de esta exigencia. Y el conjunto es revelador e inolvidable.

Pero al César lo que es del César: la primera temporada fue bastante mejor (para mí, la perfección). Dieciséis nominaciones a esta segunda entrega son excesivas, más si atendemos al sangrante dato de que en la categoría de mejor guión compiten ¡cuatro guiones de episodio de ‘Mad men’ y uno de ‘Lost’! Esto es un insulto, considerando el enorme talento que hay tras muchas de las series dramáticas estadounidenses. Si de cinco guiones seleccionamos cuatro de una sola serie, ¿qué ánimo estamos dando al resto de autores fundamentales que están cambiando la ficción del siglo XXI? Lo han hecho muy mal. Yo sólo habría nominado los tristes y magníficos ‘Six months leave’ y ‘Meditations in an emergengy’, y, de paso, hubiese ampliado la concurrencia de guiones a esta categoría. Toda esta revolución televisiva se basa, principalmente, en el guión, y es sorprendente que los miembros de la Academia no lo sepan valorar con la cabeza fría.

La buena noticia es que Elisabeth Moss está nominada a la mejor actriz principal. Ella lo merece todo, y su patética creación (Peggy Olson) es lo que me enganchó irremediablemente a ‘Mad men’. Necesito enamorarme de un personaje para que la serie en cuestión me apasione. A partir de ese flechazo, pienso en ese personaje y vivo con ese personaje hasta el punto de que casi se lo doy todo: mis horas de transporte público, mis minutos previos al sueño, mi escasa concentración. Peggy es uno de ellos. Su admirable juego entre la vulnerabilidad y la ambición me vuelve loco. Siempre deseo que sus escenas sean las mejores, las más jugosas, y está claro que ansío su aparición a lo largo y ancho del capítulo. Este apego irracional es propio del formato serial, pero no todas las series son capaces de crear una identificación tan satisfactoria entre espectador y personaje, como sucede con ‘Dexter’, ‘In treatment’ o ‘True blood’, a menudo fantásticas, pero no siempre solventes a la hora de inflamar las imágenes con el alma de los que las habitan. Si yo no estuviera enamorado del John Locke de ‘Lost’, de la Brenda Chenowith de ‘Six feet under’, de la Peggy de ‘Mad men’ o del Jesse Pinkman de ‘Breaking bad’, mi interés hacia las series en las que participan sería mucho más discreto. Pero el caso es que Locke, Brenda, Peggy y Jesse son, inexplicablemente, partes de mí. Tal es el poder de la (buena) narración.


John Locke (interpretado por Terry O'Quinn): 'Lost'.

Brenda Chenowith (interpretada por Rachel Griffiths): 'Six feet under'.

Peggy Olson (interpretada por Elisabeth Moss): 'Mad men'.

Jesse Pinkman (interpretado por Aaron Paul): 'Breaking bad'.


- ‘Lost’. La cúspide del triángulo también compuesto por ‘Mad men’ y ‘Breaking bad’, esta serie predilecta ha tenido la suerte de arañar una nominación para el guión de ‘The incident’ (además de otras dos; montaje y mezcla sonora). Por supuesto, también es una de las siete que compiten a mejor drama, como no podía ser de otra forma, y el señor Michael Emerson vuelve a ser un candidato serio para el Emmy a mejor actor secundario, a pesar de que no lo merezca este año. Josh Holloway (Sawyer) o Jorge García (Hurley) se portan bastante mejor que él en esta temporada, especialmente el primero. Terry O’Quinn ha decidido no presentar su candidatura, quién sabe si por dejarle el terreno despejado a su gran amigo Emerson o por pereza al haber ganado ya una vez. En el apartado de las féminas, las ausencias de Elizabeth Mitchell (Juliet) y Evangeline Lilly (Kate) me producen escalofríos y naúseas.

‘Lost’ no se llevará nada. Probablemente tampoco lo haga el año que viene, ni siquiera a mayor gloria de su final. Sin embargo, y a pesar de no ser una de las series más marginadas por las nominaciones, tal vez su gran calidad técnica merecía un reconocimento mayor; por ejemplo, la fotografía y la dirección de ‘The life and death of Jeremy Bentham’, y la música siempre formidable de Giacchino. Da igual. ‘Lost’ es la magia hecha sonido e imágenes, y no necesita premios. ¿Quién los necesita?

- ‘Breaking bad’. Acabo de ver la segunda temporada y la cabeza todavía me da vueltas. Empecé a ver esta serie como se empiezan a ver todas: curiosidad, morbo, aburrimiento. En este caso, se trataba de una mezcla prodigiosa de las tres. El episodio piloto es un torbellino de sesenta minutos que apenas te deja tiempo para respirar. Creo que sólo el piloto de ‘Lost’ es superior (en su género, por supuesto). La historia del profesor de química (Walter White) reconvertido en traficante de metanfetaminas y, eventualmente, en toda una referencia del cartel de Albuquerque, Nuevo Mexico, es un asombro constante que sabe jugar muy bien con el realismo absurdo, el humor negro y el drama sin concesiones. La evolución de Walter como personaje va paralela a la evolución de un cáncer de pulmón que cambia por completo su vida. Lo que sucede, a este respecto, en la segunda temporada, es tan admirable desde el punto de vista narrativo que os debo pedir que lo experimentéis con vuestros propios ojos (y oídos, porque lo que se oye en ‘Breaking bad’ es tan importante como lo que se ve).


'Breaking bad': ¿quién está a salvo de la mezquindad?


La primera temporada nos dejó con sólo siete episodios (debido a la huelga de guionistas) y un hambre de historias que se disiparía con los trece capitulazos de la segunda entrega. Por destacar sólo unos pocos, ‘Down’, ‘Peekaboo’ (dirigido por Peter Medak, el ilustre realizador de ‘The ruling class’ y del clásico de terror ‘Al final de la escalera’), ‘Over’, ‘Phoenix’ y ‘ABQ’ son obras de arte, cuarenta y cinco minutos milagrosamente concebidos y construidos, emocionantes, nada ampulosos ni relamidos, pretenciosos pero no pagados de sí mismos, maravillosos. Por si fuera poco, ‘Breaking bad’ ofrece un breve experimento audiovisual en la entradilla de cada episodio. Es memorable, por ejemplo, el video-clip de ‘Negro y azul’ o el plano-secuencia de ‘Better call Saul’, filmado como si fuese una cámara oculta. Mención aparte merecen los ya míticos flash-forwards del osito de peluche que se explican de una forma absolutamente impredecible en la season finale.

Bryan Cranston es el encargado de dar vida al señor White. Su caracterización ha desatado ríos de tinta y tormentas de elogios más o menos histéricos, todos merecidos. Ya ganó el Emmy el año pasado, y espero que repita en éste, porque su personaje ya forma parte de la historia de la televisión. Anna Gunn es Skyler, su cotidiana y embarazadísima esposa, una tía con la que te puedes identificar y a la que puedes odiar a partes iguales. Soy muy fan de esta mujer. RJ Mitte es Walter Junior, el hijo con parálisis cerebral de ambos, algo que nunca es manipulado de forma gratuita. Los maravillosos Dean Norris y Betsy Brandt son los cuñados de Walter y los únicos personajes que podrían haber dado más de sí, a pesar de que él (Hank, un americanoide acomplejado, la némesis pueblerina del protagonista) sigue siendo divertidísimo, capítulo tras capítulo. Y por último, el gran gran GRAN JESSE PINKMAN, ex – alumno del señor White y socio en el peligroso mercado de la droga. Aaron Paul ha conseguido una nominación a mejor actor secundario, y se merece el Emmy más que nadie (más que Benjamin Linus, y eso que estamos hablando del villano por excelencia). Me da igual que sea joven y tenga todavía un largo porvenir por delante. Su delirante, frágil, tristísima, inteligente caracterización del bobo drogadicto Jesse, arrogante y constantemente vapuleado por el destino, es ya uno de los reclamos e iconos fundamentales de ‘Breaking bad’. La pareja que forman Walter y Jesse es improbable, y sin embargo, funciona. Entre toneladas de odio y desprecio, un amor desesperado se abre paso entre los dos y los conduce a las situaciones más extremas y significativas. Su relación es el corazón de la serie, y también su mayor acierto. Juntos, bien sea cocinando anfetas, comiendo panchitos, pegándose o preocupándose el uno por el otro, hacen de ‘Breaking bad’ la más adictiva y la mejor de las series posibles. La mejor.

Y esto es todo. ‘House’ y su protagonista me dan igual, ‘Damages’ también, y a ‘Big love’ le dedicaré tiempo cuando encuentre las dos primeras temporadas para descargar. Seguiremos hablando de todo esto a medida que la actualidad corone o destrone a sus vasallos.

(Nota: ver series tiene su contrapartida, es decir, puede anular tu vida social en un santiamén. Lo mejor es coger una temporada por los cuernos, ventilársela en dos noches dedicadas a toda su gloria y esplendor, y resucitar al tercer día. No olvidemos que esto es una droga, y como tal hay que tratarla con yemas de algodón).

Sergio. 20/07/09.

miércoles, 15 de julio de 2009

LXXIV. Puerta abierta a los monos, los velociraptores, las palabras.


Mis amiguitos jubilados del Indian Coffee House hicieron lo que buenamente pudieron para encontrarme una casa en el centro. Una de ellas era muy graciosa; consistía en un despacho del rollo detective alcohólico, un dormitorio vacío, un armario cuyo interior era más grande que el dormitorio y una terraza bajo un cartel luminoso del MacDonald’s. No se le puede pedir más encanto. El problema era que para mear o ducharme o defecar tenía que cruzar un pasillo lleno de mujeres con los ojos quemados por la televisión, es decir, la larguísima casa del casero. Tener el baño en el patio interior del arrendador no seduce a mucha gente. Las otras opciones céntricas eran domicilios de protección oficial que podría haber ocupado de forma ilegal, pero no quise jugármela por tan poco. Así pues, me hice (forzosamente) fan del extrarradio.

El metro de Delhi te prohíbe escupir y poner bombas, dos de mis actividades favoritas. El viaje al extrarradio se convierte, pues, en un coñazo amenizado por los estallidos de violencia física de algún puñado de indios o por el periódico del vecino. Las zonas de la ciudad están divididas en sectores, los sectores en bloques, los bloques en números y los números en letras. Cuando llegas finalmente a tu letra-destino, después de haber hecho una media aritmética de todas las indicaciones recibidas para no marearte más de lo debido, te das cuenta de que está anocheciendo y de que Delhi es mucho más grande de lo que nunca habías imaginado.

Muchas casas de las afueras gozan de la tranquilidad de las afueras. Pero poco más. En Rohini, un pequeño poblado cubierto de polvo y de católicos, hallé una de mis candidatas a residencia veraniega en el mismo bloque en el que una vieja hacía ejercicios gimnásticos con su cuello. ¿Es aquí donde se alquila una habitación?, le pregunté, discretamente, en una de sus pausas; No hay agua, no hay electricidad, me contestó, a lo Eva Moore en ‘The old dark house’: ‘No beds! They can’t have beds!’ En Dwarka, otro infinito páramo de sectores de hormigón gris, vi un ático tan ridículo que a punto estuve de quedármelo. Los indios no quieren vivir en los pisos superiores, no por el calor, sino por el rechazo psicológico a ocupar las antiguas viviendas de los sirvientes. Estas habitaciones – horno chiflan a la mayor parte de los extranjeros, entre los que me encuentro, pero a pesar de sus terrazas y de su proximidad con el cielo (recuerdo la canción de The DriftersUp on the roof’), la sensación de ganga que acaban despertando estos espacios es limitada.


'They can't have beds!'. ('The old dark house' es una peli
altamente recomendable).


¿Dónde coño voy a vivir, en qué condiciones, y qué tipo de lluvia es ésta que te hace sudar? Ese era mi pensamiento frecuente durante los viajes en metro, los cacheos policiales, las largas horas de autobús y las sesiones de telebasura en las habitaciones de los hoteles. Me patée unos cuantos. Del estupendo par de noches en una casa con vidrieras y ejecutivos, ideal para reponer las fuerzas gastadas por el viaje desde Nepal, a la estridente estancia en Paharganj, el núcleo mochilero más detestable que alguien pueda concebir. Entre medias, decidí hacer caso a la Lonely Planet, como tantas veces, y me fui al barrio de los refugiados tibetanos. La guía define Majnu Ka Tila como un ‘dulce enclave’. Si por ‘dulce enclave’ entiende pasarelas descorazonadoras de tullidos y enjambres de mosquitos transmisores del dengue, no hay que negarle el acierto. Aún así, me quedé allí tres noches por cabezonería, y porque el lugar poseía una diabólica atracción, muy en consonancia con la diabólica sonrisa del Dalai Lama sobre la cabeza de todos los recepcionistas y tenderos. Otro nutrido grupo de mochileros se instaló en Majnu Ka Tila para estrenar su camiseta de ‘Free Tibet’ por las calles miserables de ese barrio construido entre una autopista y un vertedero (también llamado río Yamuna).

Nada de esto es tan terrible como parece. Si fuera terrible, no hablaría de ello, porque no sabría cómo. Casi no sé, siquiera, cómo hablar de lo más trivial.

Mientras tanto, la vida seguía en el Instituto Cervantes, y yo debía prepararme los temarios para mis cinco grupos, que acabo de estrenar hace apenas dos días. Los dos profesores de plantilla me dieron algunos consejos útiles para la búsqueda de piso, y fue gracias a ellos que encontré el mensaje de Mike: ‘Se busca persona madura’. No tenía muy claro si con ‘madura’ se refería al estado cercano a la putrefacción en el que se encuentran algunas frutas o al estado cercano a la putrefacción en el que se encuentran las mentes de algunas personas. Pensé que podría encajar en ambos perfiles. Esa noche fui a ver a Mike, residente de la villa de Dabri, en Janakpuri. Su casa está en la segunda planta de una vivienda bastante maja, a pocos metros de un infierno de tráfico que, milagrosamente, parece lejano una vez te has metido en la calleja que te conduce a ella. El tiempo que Mike tardó en oírme llegar me hizo pensar en un montón de cosas ridículas. Finalmente, Mike no resultó ser un amante inestable de la madurez en todas sus pérfidas vertientes, sino un californiano del montón, tan del montón que tiene un apellido judío y una colección de pósteres de Obama por todo el salón, semejantes a estampitas de Nuestra Señora de los Ruegos. Al igual que muchos norteamericanos, Mike es muy enfático a la hora de hablar y reaccionar ante lo que hablan los demás. He decidido que su buenrollismo puede venirme bien. Es decir, que ahora vivo con Mike.

El tema de la redacción de hoy es: ‘Mi nueva casa’.


‘Mi nueva casa es grande y bonita. El salón es grande y la cocina está en el salón, pero el salón no huele a cocina, porque abrimos las ventanas y la terraza y el humo se escapa por ahí, aunque yo no cocino mucho y Mike (mi compañero) sólo come verduras, y las verduras no tienen mucho humo. Por eso me gusta mi salón. Y porque se puede jugar al fútbol en él, aunque todavía no tengo amigos para jugar. Mike tiene la edad de mi papá, y prefiere escuchar canciones inglesas en su ordenador. No le gusta el fútbol. A Mike le gusta mucho la música y la papaya. Mis vecinos son muy simpáticos, pero no sé cómo se llaman. Son muchos. Tienen un perro tan grande como un velociraptor, y a veces entra en casa y me da muchos sustos mientras estoy haciendo mis cosas. Otras veces el perro se queda abajo y el que entra es el señor casero con sus hermanos. Son buenas personas, y tienen mucho dinero. Construyen piezas que luego se ponen en las máquinas de los hospitales para que funcionen. Por eso son ricos y viajan a Londres y a Venecia. Yo les caigo bien y quieren hacer ejercicio conmigo. Pero a veces no me dejan hacer mis cosas, como cuando viene el perro. Ah. En mi casa también hay muebles y cortinas y una cama y un cubo. Y wi-fi. A veces, los pájaros cantan por la mañana. Me gusta mi casa también por lo tranquila. Creo que la tranquilidad es buena, y ya está. Fin.’


Mis alumnos son, en su inmensa mayoría, chicas y chicos indios de incuestionable hermosura. Qué veranito me espera. Del resto de profesorado y personal os hablaré de forma críptica a partir de los próximos días. Sólo decir que soy muy fan de un lugar de trabajo en el que se cuelan monos por la ventana. A veces se esconden por el conducto del aire acondicionado, sembrando el pánico entre las secretarias y volviendo locos a los mozos de mantenimiento que, silenciosamente, intentan adivinar los pasos del simio sobre sus cabezas, como si se tratase de un Alien que aguardase la destrucción del edificio. Yo es que me parto el culo con los monos.

Para concluir, mi crítica cinematográfica de la semana. La película es bollywoodense y se llama ‘New York’. El nombre del director no importa, porque el protagonista se llama John Abraham, y eso sí que importa. John, la chica y el tercero en discordia son unos indios forrados que residen en la gran urbe norteamericana. Los conocemos desde sus tiernos días universitarios, a pesar de que el John de veinte tacos tenga, en realidad, más años que el Trujas. Poco después, dos aviones se estrellan contra las Torres Gemelas y John es acusado de ser un terrorista y encerrado en Guantánamo. Al pobre lo desnudan, le pegan y le hacen de todo. Eso sí, la luz es muy bonita. Después de una temporadita vomitando puré, John vuelve a la civilización y a las urbanizaciones ajardinadas, donde la chica le está esperando. Se casan, follan (de forma muy tierna y elíptica, todo sin lengua), tienen un niño hermoso, John consigue un gran empleo, pero alguien ha metido algo en su cabeza y, de repente, se convierte en aquello por lo que había sido encarcelado injustamente: ¡un terrorista! ¿Y qué pasa con el tercero en discordia? Bueno, ese chico es un poco pesado y en realidad hace poco más que poner cara de bobo cada vez que aparece la chica de John. Al final pasan muchas cosas, pero ninguna seria. La gran temática americana de principios del siglo XXI es reutilizada como vehículo estelar de una divinidad vigoréxica. Los números musicales, transformados en largas canciones extradiegéticas que aporrean la pantalla como si se tratase de una lenta agonía ejecutada por una máquina insensible al dolor humano, son de traka. Ésta es mi crítica de ‘New York’. Su director ha dicho que está harto de que le consideren un creador serio, y es por ello que quiere volver a la temática ligera, de donde tal vez no hubiera debido salir nunca, pues está claro que no hay nada más noble que la temática ligera. En el Hollywood de los años cuarenta había gente que podía reírse de la Segunda Guerra Mundial y ser brillante al mismo tiempo. Hoy sólo podemos llorar y ser patéticos.


¿Defensa de los derechos humanos? ¿Hipertrofia muscular? ¿Ambas?
Por cierto, John Abraham es el de la izquierda.


Estoy muy feliz. Soy un chico de extrarradio feliz. Las vacas y el tráfico y hasta ese metro tan prohibitivo me hacen feliz. Mike y mis clases me hacen feliz. ‘Breaking bad’ (de la que ya os hablaré) me hace feliz. Y abandono aquí la reiteración poco inspirada. Os invito, queridos lectores, a dejar escritas vuestras impresiones, aunque éstas sean una mera onomatopeya, una obscenidad, un impersonal link o un smiley. Algo. La comunicación es tan bonita como una galleta untada con mantequilla. Salud.

Sergio. 15/07/09.

sábado, 11 de julio de 2009

LXXIII. 377.



El artículo de marras, presente en el Código Penal Indio (bueno, británico) desde el siglo XIX, ha sido recientemente abolido por el Tribunal Supremo. El número 377 significaba la condena de cualquier acto sexual contra natura, tanto la penetración anal como el sexo oral, sorprendentemente equiparados a la violación y a la pedofilia. Teóricamente, un indio o india homosexual podía ingresar en prisión por un tiempo mínimo de diez años si era pillado en alguna de esas prácticas anti-procreativas. La realidad es que la inmensa mayoría sufría más de la extorsión y el chantaje policial que del encarcelamiento; nada atenuante, puesto que los secuestros, torturas y violaciones suelen formar parte de dicha extorsión, sobre todo si ésta se da en un entorno rural o atrasado. Es terrible lo que le puede pasar a un hombre, pero las mujeres, ya de por sí vulnerables bajo el sistema indio, han pasado por horrores inimaginables. A partir de ahora, con una ley decriminalizando la homosexualidad, va a ser mucho más difícil que esta larga agonía se perpetúe. Yogis, conservadores y sacerdotes de todas las religiones se echan las manos a la cabeza e intenta formular una apelación con testimonios de un psicólogo español muy apreciado por estas tierras, uno de esos que dice que la homosexualidad se puede curar. Pero mucho me temo que ya no hay marcha atrás. Así pues, que se jodan.




El revuelo del 377 ha coincidido con la celebración en Delhi del orgullo gay, esa fiesta tan controvertida. Yo estaba metido en un autobús, así que no pude unirme a la calurosa (literalmente) manifestación, más por las ganas de ver la cara de la gente que por la expectación ante el primer atisbo de mariconerío después de seis meses en India y Nepal, aunque también por eso. Muchos de los asistentes llevaban máscaras porque no podían o no querían ser reconocidos, aunque la nueva resolución judicial ha hecho en una semana lo que las asociaciones por los derechos humanos no podían siquiera soñar hace dos: que un buen puñado de ciudadanos empiece a expresarse libremente, contraiga matrimonios en sitios tan recónditos como el Punjab y animen a la opinión pública a tomar una conciencia claramente orientada hacia la tolerancia. Leer los periódicos durante los últimos días ha sido una mezcolanza de alegría y despropósitos. Como algunas de estas reclamaciones ya nos pillan de vuelta en Occidente, es casi inevitable ver la súbita y desaforada actividad gay con un cierto desdén. Es por eso, de hecho, por lo que muchos critican el gran orgullo madrileño: ‘¿quieren igualdad o carta blanca para el exhibicionismo?’, ‘¿acaso tenemos nosotros un día del orgullo heterosexual?’, ‘que hagan lo que quieran, pero que no me obliguen a verles en calzoncillos por la calle’. Etcétera. No sé muy bien qué daño puede hacer una fiesta carnavalesca, más allá del daño a los bolsillos. La gente tiene mucho miedo.

La gente civilizada vive pacíficamente con los gays que no lo parecen, es decir, con esos que no llevan una pancarta en la frente pero que, muy a menudo, también se encuentran a sí mismos negando su opción sexual. Muy a menudo. Son estos gays los primeros que condenan la actitud afeminada como algo anti-estético y no deseable, y lo peor es que no lo suelen hacer conscientemente. En la actualidad, una discoteca de ambiente puede llegar a ser, paradójicamente, uno de los ejemplos más destacados de odio e intolerancia que se pueden encontrar. Es frecuente (y comprensible) que la comunidad homosexual piense que se le debe algo por la frustración y la amargura añadidas. Esto es un arma de doble filo. Por un lado, todo el mundo carga con su propia mierda, se acueste con quien se acueste. Aunque un heterosexual no tenga (de momento) la necesidad de sentar a sus padres y decirles ‘me gustan las mujeres’, eso no les exime de otro tipo de angustias, lógicamente. La realidad, sin embargo, y no sólo cuando se expresa en toda su negrura, endurece los caracteres de muchos homosexuales hasta convertirlos en sus propios enemigos. Del ‘soy gay, pero mariconadas las justas’ al ‘soy gay y me merezco por ello tu atención y tu respeto’, una infinidad de incongruencias y malentendidos bucean bajo la superficie, pura superficie.

El espanto...


Por eso no acabo de ver el orgullo gay como una expresión afortunada de una colectividad. Hoy por hoy, nada lo aleja de la mercadotecnia más desalmada que se pueda concebir. El señor de sesenta años que se casó a los veinticinco por obligación y que ahora siente cómo su vida ha pasado sin pena ni gloria es un gay de segunda, porque ya no tiene ninguna oportunidad de resarcirse y destacar, porque su tiempo pasó y ya no es deseable, porque ya no es un artículo a vender y, por tanto, eso es lo que sentirá en la plaza de Chueca cuando todos los colores no hagan más que resaltar su ausencia de color. Sabéis a qué tipo de hombre me refiero. Empañan la felicidad de cualquier colectivo. Ese es el tipo de homosexual indio que he empezado a conocer.

Aquí sólo es gay quien se lo puede costear, dicho mal y pronto. En estos albores de la igualdad, que van encaminados a convertirse en algo peor que el engaño occidental, el elitismo es acojonante. Recién llegado a Delhi, decidí hacer gala de mi testosterona y visitar el que parecía ser el único sitio de ambiente de toda la ciudad, oculto entre árboles y embajadas. Una y no más. No sólo es caro, no sólo posee el aire acondicionado más gélido y más propicio para la enfermedad instantánea, también es el espectáculo más esnobista que una comunidad homosexual y sus mariliendres pueden ofrecer. Yo no intereso a los indios (lo que puede ser una conjura del destino o una opinión generalizada y respetable), así que me es fácil observar y pensar en la auténtica víctima de todo este tinglado, el hombre entrado en años y en barriga que se abre paso entre cuerpos mucho más jóvenes y abrillantados que el suyo. Ese hombre se vino de Bihar, o de Madhya Pradesh, o de Haryana, cuando ya era demasiado tarde o cuando reunió como buenamente pudo el dinero y el valor suficientes. Ese hombre vio cómo sus propios amigos apaleaban y violaban con botellas de brandy a los supuestos ‘degenerados’ del pueblo o, como se les llama en Kerala, a la ‘gente difícil’. Ese hombre se casó por obligación, se hizo la vida miserable y se la hizo miserable a su mujer y a sus hijos. Ese hombre no entiende nada de lo que ve y sólo puede pedir perdón a un dios desconocido.




A la salida del garito, cuando todos empiezan a ponerse nerviosos porque a lo mejor no follan, ese hombre se me acercó, mostrando una sonrisa tan triste que ni siquiera pude aguantarle la mirada. Por supuesto, yo ya tenía bastante con mis propios demonios como para prestar consideración a los suyos. Lamentablemente, ése es el gran talón de Aquiles de un servidor.

Did you enjoy the party?
Yes...
First time here?
Yes...
Where do you live?
Paharganj.
I can drive you there
No, thanks...
Do you find me interesting?
No, sorry...

En la próxima entrega de 'Miss Kalashnikov', más humor, menos exhibicionismo y la misma ausencia de ingenio. He oído comentarios, rumores (seguramente en mis sueños) afirmando que Ismael y yo somos la misma persona. Esa hipótesis es ridícula. Es como decir que nuestra mano izquierda y nuestra mano derecha son la misma mano, cuando es obvio que no sólo son dos cosas distintas, sino dos estímulos independientes. Eso no quiere decir que no estén destinadas a vivir juntas.


‘El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad.’

Jorge Luis Borges. ‘Las ruinas circulares’.


Sergio. 12/07/09.

LXXII. Monstruo.



No sé hablar contigo. Con nadie.
(Sé lo que quiero; ¡monstruo!).
Olvidé LA ESTRATEGIA en una velada fría sobrenatural hace tiempo.
Necesito un té en taza musical y muchos años más, cincuenta.
Ahora tengo veinticuatro, y lo único que resbala por mi cuerpo es el sudor,
sueño inservible del tiempo,
primera ¡caliente! mirada del día con barba.
Lo recuerdo así:

“…hubo una derrota invisible, luna plena, las damas que cortan el hilo estaban allí, provistas de agujas finas, y yo salí a la calle porque pensé que el aire nocturno era más benévolo y las damas vinieron conmigo, se transformaron en un negro mostachudo asfixiado en vaqueros rojos y camiseta de Jim Morrison, la espera no fue atractiva, el mal tabaco se huele pronto, ironía de la decepción anunciada, trueno…”

No conoces el nombre de mi pueblo. Tampoco te importa.
(Sé lo que quiero; ¡monstruo!).
La caída desde el primer tercio es tan sigilosa como una mano amiga en la celda.
Sólo recuerdo una luz como de tocador, luz desplazada, una noche más en soledad,
una vida hermosa e insoportable,
soledad de sonrisa invertida, almohada encharcada.
Todavía hay más.

“…las luces rojas y las luces verdes no me sientan bien, denostan mi perfil, arruinan mi encanto natural como si me sirvieran junto a una tonelada de hielo, ésa es la única explicación, ésa y otras ochocientas encaramadas al espejo sobre el meadero, una música agradable puede ser tan remota como la estatua que se negó a ser mirada y fundó una civilización, con su culto, sus obras de arte, sus iconoclastias y su zigzagueante hilo de sangre, las damas saben de esto…”

No eres interesante. Lo siento.
(Sé lo que quiero; ¡monstruo!).
Necesito esa tristeza añadida que durante un tiempo sabe ser amor y no sólo eso, sino también amor y, además, amor.
Recordad que la noche sólo trajo disgustos y, a veces,
fruta escondida en el calzado,
drama irreversible, poco importa.
Y el profeta dijo:

“…miraos los unos a los otros como yo os he mirado…”


Ismael. 08/07/09.

martes, 7 de julio de 2009

LXXI. El verano se llama Delhi.



Desperté, todavía con un regusto a cerveza del día anterior (mi despedida nepalí). Metí mis cosas en la mochila por enésima vez y salí a la calle. Eran las seis de la mañana, y llovía a raudales. El primer taxi que cogí se estrelló contra otro taxi, así que tuve que cambiarme de vehículo ante la mirada iracunda del conductor, que no daba crédito ante la estupidez del accidente (yo tampoco). En la estación de autobuses, diez personas se pelearon por llevar mi mochila al estacionamiento para el que trabajaban. La lluvia los hacía resbalar. Me metí en el autobús ‘Dolor cervical’, pernocté en el hostal fronterizo ‘Náusea’ y, a la mañana siguiente, después de un risible control policial, cogí el autobús ‘Porca miseria’ con dirección a Delhi. Las veinticuatro horas del trayecto estuvieron amenizadas con lo peor que Uttar Pradesh puede ofrecer: contaminación, enfermedad y hambruna. El estado más poblado de India, residencia del Taj Mahal y de la fascinante Varanasi, origen de casi todas las primeras figuras políticas, también es un trance permanente, una pesadilla hipnótica, una nube de polvo. Justo cuando pensé que tendría un asiento libre a mi lado para estirar las piernas por la noche, se subió al carro la familia y uno más. Una india descarada y su hijo llorón me dieron la noche, pero no mucho… Ellos también estaban cansados. Varias paradas para las aguas mayores, menores, y luego Delhi.

Decidí alojarme por una noche en las cercanías (céntricas) del Instituto Cervantes, discutible modernez arquitectónica a la que quería ir de cabeza, sin dormir, pero con el ánimo suficiente para tantear mi futuro inmediato. Tuve suerte, al fin. El trece de julio empiezo a currar como profesor colaborador, y si aumentan las inscripciones de alumnos, a lo mejor tengo más horas de trabajo de las que me había imaginado. Muchos sabéis cuánto ansiaba este momento. Viva.



Viva.



Y viva.



Delhi es harto curiosa y mucho más sorprendente de lo que cabría esperar. No es difícil, puesto que una urbe de casi trece millones de habitantes ha de sorprender, a la fuerza. Estoy descubriendo un lugar muy distinto al de mi primera visita, ubicada en los focos turísticos / históricos, nada despreciables. Delhi también es la ciudad soñada por Luytens, una extensión geométrica y misteriosa que se esparce por la mitad sur y que aloja, con ostentación, a gran parte de los expatriados (así se nos llama) y a toda la raza diplomática. He tenido que pasar varias veces por esas calles impersonales, largas como una cadena perpetua, coloreadas con la feliz auto-exclusión de la alta sociedad. Entre medias, y superpoblando los infinitos alrededores suburbiales, la bomba a punto de detonar que es Delhi: ruido, viviendas infrahumanas, solares llenos de basura, largas avenidas comerciales con mangos amarillos deslucidos por el polvo, infinidad de niños y niñas y una larga colección de estampas de lo trágico, de lo inexplicable, de lo que no puede llegar a afectar porque, directamente, no existe. Una disertación sobre lo que existe y lo que no requiere mucha más madurez de la que yo puedo ofrecer aquí. Tengo que dejarme llevar hasta que esa fuerza necesaria que exige el norte de India me enderece.


El triángulo de la Nueva Delhi británica: Connaught Place (cúspide),
Indian Gate (derecha) y la residencia del primer ministro (izquierda).


(Nota: ¡qué distinto es el sur y cómo se echa de menos cuando empiezas de cero en un lugar como Delhi! Algunos ilustres miembros del Teto’s brothers Club me llaman y me preguntan How is Delhi? una y otra vez. No esperan contestación, y yo no espero otro tipo de preguntas. Todavía nos entendemos bastante bien, a pesar de la distancia).

Cerca de mi recién estrenado lugar de trabajo hay un Indian Coffee House antiquísimo, de importancia histórica proporcional a su nivel de decrepitud. En él se reúnen diariamente los mismos personajes, casi todos ellos hombres de negocios o indios retirados de la vida política o docente, pero con un ánimo de tertulia intacto, más propio (por lo que me cuentan) del espíritu intelectual de Calcuta. Allí conocí a un señor asombroso de ochenta y cinco años al que frecuento cada día a la hora de comer. Me gustaría entenderle mejor, pero al pobre hombre sólo le queda un diente, así que tengo que hacer un gran esfuerzo auditivo. Tiene el dudoso honor de haber estado encarcelado durante quince años durante las postrimerías del imperio británico. Es un agitador nato y un vestigio de los antiguos preceptores que velaban por la educación de los hijos de las clases distinguidas. Su nombre es muy largo y todavía no he podido quedarme con él, pero tampoco lo necesito, porque siempre le llamo ‘Sir’. Está muy implicado en la labor de buscarme un alojamiento decente, para lo cual organiza un cotarro diario del que ya os hablaré cuando toquemos el tema de la vivienda. También me cuenta cosas de Indira Gandhi (que solía ir a este café) y de los diversos dramas que componen la historia india; a cambio, yo le cuento tonterías sobre los cristianos, la Inquisición y las auroras boreales laponas, así de mezclado. Si voy allí a comer todos los días (y se trata del sitio más barato en un kilómetro a la redonda, así que lo veo muy probable), me esperan muchas horas en la compañía de este sorprendente señor y sus amigos descalzos.


El Indian Coffee House de Delhi; en el pasillo, un 'crack' de camarero
que sólo puede alegrarte el día.


Tengo tal confusión mental que me es imposible hacer popurrís temáticos. Quiero hablaros de los periódicos, de Bollywood, de los alquileres, del artículo 377 (no sé si lo habréis oído, pero aquí ha sido el tema en boca de todo el mundo junto con el presupuesto general del Estado y las dotes interpretativas de Priyanka Chopra). Pero tengo que espaciar las cosas y salir, primero, del caos en el que vivo. Lo importante es que voy a detenerme en Delhi por unos meses (con esperanzas de visitar enclaves cotarreros cuando tenga días libres). Las reflexiones que surjan de esta megalópolis aparecerán, poco a poco, a lo largo de un verano sin mar pero con monzón.


Priyanka, una tía muy fuerte. La llaman 'la sirena de Bollywood'.


(Otra nota: no lo puedo evitar. Priyanka Chopra es una tía que ganó el Oscar bollywoodense a la mejor actriz por su papel de super-modelo en ‘Fashion’, una película muy original sobre cómo una chica buena de senos abundantes puede acabar fumándose un cigarrillo por frecuentar malas compañías. Después de recibir su premio, y de vencer a la favorita Aishwarya Rai, vino el turno del mejor director. Ashutosh Gowariker, galardonado por su épica ‘Jodha Akbar’, le dijo a Priyanka, delante de todo el mundo, que no entendía por qué se había llevado el premio cuando Aishwarya competía con ella por ‘Jodha Akbar’. Murmullos, carraspeos, caras de póquer. Con intención de arreglarlo, Gowariker añadió: ‘Tal vez sea porque tú eres muy trabajadora y a ella le sale todo más natural’. Toma ya. Los indios pueden ser muy directos. Y eso que Gowariker y Chopra están trabajando juntos en una nueva película. Me encantaría que alguien aprovechase su minuto de oro en los Oscar para arruinar el minuto de oro de otro: ‘¿por qué te acaban de premiar, Fulanita? Ah, sí, porque eres negra, y hay que cumplir con el porcentaje’. Vaya tema).

Sergio. 07/07/09.