martes, 26 de mayo de 2009

LXII. Hay que ser un poco patético en esta vida.


Mi última nota hacía referencia al festival de Cannes, que acaba de ganar el ilustre Michael Haneke por la que intuyo que será una de las grandes películas de este año, ‘Das weisse band’. Huppert se ha compadecido de la Gainsbourg (‘yo también me automutilé hace algunos años, tranquila, sé lo que es’) y le ha regalado el premio a la mejor actriz. Francisquita, si estás leyendo esto, necesito saber lo que opinas de esta francesa tan traquera. Y ya que empiezo hablando de pelis, comento que aproveché mis últimas horas de wi-fi en Ahmedabad para ver ‘The visitor’, esa película por la que Richard Jenkins consiguió la nominación al Oscar. Bueno, Megavideo me dejó ver 72 minutos. Tendré que esperar unas cuentas semanas para ver cómo termina. El caso es que veo tan poco cine que una sola bocanada me abstrae prodigiosamente. Cuando terminaron los 72 minutos, no sabía dónde estaba ni cómo había llegado allí. Adoro esa sensación. Ahora… ¿no sería un título genial ‘Últimas horas de wi-fi en Ahmedabad’? Me lo apunto.

He esperado a estar positivo antes de ponerme a escribir nada. Si mis últimas aventuras eran un poco patéticas, las que siguen ahondan aún más en la movida norteña. Pero ahora estoy en Delhi y, paradójicamente, me encuentro más feliz. A pesar de llevar varios días cagándome por la pata abajo y de tener accesos diarreicos en mitad de los bazares. Bien mirado, todo tiene su punto. Pero llegar a este estado de pasotismo no ha sido fácil. Moverse por la India es engañoso y exasperante. Si uno, además, es un poco lelo (como es mi caso), el resultado es impredecible.

Abandoné Ahmedabad en un autobús nocturno que, a falta de aire acondicionado, tenía unas literas muy majas con ventanitas por las que se colaba el aire del desierto. Fue un viaje bastante aceptable. Me encantan las paradas en algunos restaurantes de carretera. La música es estridente, sea la hora de la noche que sea, y hombres, mujeres y familias, todos juntos, hacen sus necesidades por la maleza circundante sin el menor rastro de pudor. A la mañana siguiente, llegué a Jaipur, capital del estado principesco de Rajastán. Tengo sentimientos muy encontrados con respecto a este lugar tan loable. No desancosejo su visita, pero nunca he visto vendedores y conductores de rickshaw más pelmas en toda mi vida. Te arruinan, literalmente, cualquier momento que precises para observar algún detalle de la ciudad. Al menos en mi caso. Nunca he tenido problemas a la hora de dialogar con ellos, pero lo de Jaipur me llevó al borde de la risa nerviosa, sobre todo cuando tenía a diez personas bloqueándome el paso. Supongo que es difícil compaginar mi forma de conocer un sitio, que es siempre a pie, intuitivamente, perdiéndome y reencontrándome una y otra vez, con la forma en la que ellos quieren que conozcas su sitio. Dicho lo cual, el encantador color pastel de Jaipur me supo un poco aguado.

Una de las diferencias más notables entre el norte y el sur de India se aprende en el momento en que decides dejarte llevar. Este interesante ejercicio me proporcionó algunas de las horas más memorables de mi estancia en Kerala, que cada vez se me aparece más como un estado completamente aislado del resto del país. Pero, ¿qué es lo que pasó en Jaipur, cuando decidí que ya era hora de dejarme llevar por las circunstancias? Pues que acabé comprándome un traje a medida. Es difícil superar tanta estupidez, lo sé. Todo empezó con una conversación normal acerca de una esvástica. Un muchachito quería saber por qué los occidentales se indignaban al ver tanta esvástica por las fachadas indias (la esvástica, originalmente, es una abstracción del movimiento solar y uno de los símbolos más recurrentes del arte hindú y budista). Yo le hablé un poco por encima del nazismo, aunque debería haber intuido que eso ya lo sabía. Tomamos un café y hablamos de chicas, qué remedio. Me sentía bien, puesto que no me gusta esconderme de la gente que me habla por la calle. No estaba acostumbrado a eso en el sur. Acto seguido, fuimos a ver una cooperativa textil en la que trabajan hombres y mujeres tullidos, con la excusa de que él quería comprarse una camisa para una boda. El resto os lo podéis imaginar. Lo que yo no podía imaginarme es que, cinco meses después de mi llegada a este país, iba a seguir el típico juego indio hasta este punto. Los de Rajastán son unos buenos cabrones y unos vendedores de primera. Cómo no, también adquirí unos cuantos regalitos para las mujeres de mi familia. Todo este tema me produjo mucho pesar durante varios días, porque un tío sin trabajo, que cuenta cada rupia a la hora de comer, dormir y desplazarse, no puede encontrarse haciendo este tipo de tonterías. Me enfadé muchísimo y miré a todos lados con amargura. Luego pensé que más me valía aprender a asumir mis tontunas con rapidez. Mi carácter es proclive a perder un tiempo precioso en pensamientos atormentados. Podría haber sido peor: también querían estafarme con el viejo truco de las joyas revendidas en el extranjero. No seré tan iluso de pensar que voy a aprender de todo esto, porque siempre que me jacto de dominar alguna situación le doy la vuelta a la tortilla. Lo único que puedo hacer es seguir haciendo mis cosas de la mejor manera que sé, que no es un gran alivio, visto lo visto, pero es lo único que tengo.


La 'ciudad rosa' de Jaipur...

...y el omnipresente sol indio, nada que ver
con el partido nacionalsocialista.


Harto de Jaipur, me escapé a Balaji, donde hay un templo hindú famoso por sus exorcismos. Lo diré claramente: allí había muchos poseídos, pero exorcismos, lo que se dice exorcismos, no vi. Los televisores colgados en la fachada del tenebroso templo permanecieron apagados durante toda la mañana. Supongo que sería a raíz de la festividad de Hanuman, el dios-mono que ayuda a Rama en la épica hindú. Tenía mis expectativas, porque justo cuando llegué a Balaji me encontré a una familia entera que intentaba sacar a un muchachito histérico y babeante de un todoterreno. Por el camino también vi a alguna que otra moza enloquecida, pero poco más. Lo que me dejó perplejo fue mi interacción con dos niños de la calle que querían venderme velas. Yo estaba muy tranquilo y no tenía problemas en decirles que no durante toda la mañana, la tarde y parte de la noche. Uno de ellos fingió un espasmo y se revolcó por el suelo, aumentando su elevado nivel de polvo y suciedad. Parecía una parodia de los supuestos poseídos que acuden a Balaji a recibir su cura. Acto seguido, vino a mí con el brazo extendido. Yo intenté sacudirle un poco la arena del pelo, pero no podía hacer nada por él. Mucho menos en esas circunstancias. El otro tema que aconteció en aquel sitio inenarrable lleno de prodigios, religiosidad y vacas apestosas, tuvo como protagonista a un barbero. Me han cortado el pelo muchas veces en mi vida, pero nunca me regalaron un extra que incluyese estiramiento de dedos y puñetazos en la espalda. A mí, que estas violencias me ponen bastante cachondo, me produjo una extraña y grata sorpresa. Vamos, que lo gocé.

De la ciudad rosa de Jaipur a una temida Delhi que se me aparecía como el no va más de la desesperación. Mi tren salía a las cuatro y media de la mañana, pero se retrasó durante cinco horas. Hay pocas cosas que hacer en una estación de ferrocarril, si no quieres volverte loco mirando a los niños desnudos que, a pocos metros de ti, descubren lo que es la masturbación bajo la divertida mirada de sus padres. Esas y otras imágenes nunca me abandonarán por más que lo intente. Intenté dormir como pude. Luego llegó el tren, y con previsible parsimonia nos movimos hacia Delhi. A esas alturas ya empezaba a notar que mi estómago se iba a rebelar ante esos cambios horarios y ese cuerpo de juerga que tenía. La odisea continuaría con el aluvión de gente en la estación de llegada, los abusivos conductores de rickshaw y el larguísimo trayecto hacia el hostal. Pero, hete aquí que Delhi, a pesar de mi diarrea, se me apareció como una urbe bastante más amable y cotarrera de lo esperado. En cualquier caso, siempre es una cuestión de actitud, y por fin, a pocos días de cruzar la frontera con Nepal, he podido reconciliarme con una realidad que me estaba dejando bastante noqueado.

Una de las cosas más interesantes para mi devenir actual sucedió en el Instituto Cervantes, donde hay bastantes posibilidades de que encuentre un curro modesto a partir de julio. Sin embargo, no puedo dar nada por sentado. Yo iba para Calcuta, y no tenía en mente parar por Delhi, mucho menos jugar con la idea de establecerme en este yunque abrasador. Por otra parte, los alquileres son bastante bajos y la ciudad tiene muchos puntos favorables. Como voy a volver, no me ha entrado la manía de verlo todo, y eso que hay mucho que ver. Hace unas pocas horas me di una vuelta por la Ciudad Vieja, donde unos supuestos edificios que, incomprensiblemente, se resisten a la ley de la gravedad, dibujan calles sinuosas y atestadas que desconciertan al más precavido. Dicen que ‘un exceso de realidad produce una sensación de irrealidad’, y eso cobra sentido en la Vieja Delhi. La absorbente humanidad puede llegar a elevarte, de algún modo, y a mostrarte una música distinta, escondida en la frenética pero sutilmente ordenada actividad que esculpe su espíritu. Se trata de un lugar verdaderamente fascinante. Si, además, te topas con el Jalebiwala, que es un puesto callejero de mucha antigüedad donde se jactan de ofrecer los mejores jalebis (tortas dulces) de toda India, puedes redondear el día. Una vez se prueba este jalebi, no entiendes que exista otro tipo de alimento. Su sabor es tan revelador como un sueño profético, tus sentidos se te nublan… y todas esas cosas que le pasan a alguien que desplaza sus dormidas hormonas a la comida. También visité la maravillosa Jama Masjid, la mezquita más voluminosa y tal vez una de las más bellas de toda India, y el malogrado Lal Qila o Fuerte Rojo, tan solo una sombra apagadísima de lo que debió ser antes de que las conquistas de uno y otro signo acabasen con su esplendor. Da mucha pena y vergüenza. Ni siquiera pude entrar en la mezquita particular de Aurangzeb, uno de los emperadores más mezquinos e interesantes de la dinastía mogola. Las vistas al río Yamuna han sido sustituidas por una anticlimática autopista.

Deliciosas, inefables jalebis...

Cuando pueda levantarme de la taza del váter, iré a Nepal. La odisea del visado promete ser una aventura tan peculiar como las predecesoras, o incluso mayor. No tengo tiempo ni dinero para hacer senderismo por los Himalayas, pero prometo no engañaros si no llego a ver el perfil del Everest. El aire está lleno de polvo en la época pre-monzón y puede no ser muy factible. A la espera de las lluvias que lo inunden todo de lodo y clarividencia, salud.

(Nota: he amordazado a Ismael, de momento. Me estaba molestando mucho. Ya os explicará él todos los detalles).

Sergio. 26/05/09.

miércoles, 20 de mayo de 2009

LXI. El Pequeño Rann y la hora de irse a domir.



Devjibhai me llevó a ver su mundo. Un terruño de lodo infinito, abrupto, en el que vive un asno salvaje de lomo anaranjado, insensible al sol, a la insoportable claridad del desierto. Cientos de familias trabajan en la cosecha de la sal. Los que no tienen la suerte de vivir en los núcleos rurales cercanos al ferrocarril, se trasladan al fin del mundo con sus familias y malviven bajo una lona durante los seis meses en los que deben velar por la cristalización de la sal. Sus hijos van con ellos. El analfabetismo y la miseria se esparcen por una tierra inclemente, árida durante el día y fría durante la noche. Los campos de sal dañan los ojos y crean cegueras prematuras en los trabajadores. La esperanza de vida en el Pequeño Rann no supera los sesenta años de edad. Aquí nació Devjibhai.

Muchos años después de luchar por la supervivencia de la vida presente en el desierto (flamencos, reptiles, flora extrañísima), Devjibhai construyó unas cabañas circulares a la entrada del mismo, junto a un pequeño asentamiento tribal. Sin tener nada de paradisiaco, se trata de un retiro solemne, rotundo. Llegué casi de noche y la electricidad se había ido. Nuestras lámparas de aceite nos sirvieron para iluminar mágicamente los aposentos y la cocina, donde empecé a devorar mi curry con avidez. Nunca me había sentido tan cercano a ese anhelo de aislamiento con el que tantas veces soñé. Devjibhai, fumador empedernido de viri, charlatán emotivo, me llevó a un porche y me contó la historia del Pequeño Rann empezando por las placas tectónicas y la creación del sub-continente indio. A veces, entre las sombras, intuía que me miraba fijamente, y yo no podía más que esperar a que se convirtiese en lobo o algo por el estilo. No podré olvidar su curiosísima personalidad. Una vez, paró su jeep en mitad del desierto y me dijo ‘voy a hacerte una pregunta’; yo pensé, ‘ya está, ahora se convierte en lobo, o me acuchilla, o se pone a bailar, o a saber qué…’ pero sólo quería proponerme un acertijo, ‘¿Es posible que tengamos un accidente en el desierto?’, ‘No lo sé, supongo que sí, todo es posible’, ‘¿Cómo?’, ‘No lo sé’ y me empezó a hablar de las presiones comerciales que obligan a los camioneros a dar innumerables viajes a lo largo del día en busca de sal, y del polvo levantado por sus autos, y de las tragedias que se derivan de eso. Devjibhai siempre habla destacando puntos: number one… number two…, utiliza el futuro para referirse al pasado, y su frase favorita es ‘This is the possible’.

Las noches en el Pequeño Rann son un lujo para los sentidos. Devjibhai y yo sacamos la cama fuera de la cabaña y dormimos bajo las estrellas. Yo me llevé el ordenador y me puse a leer con religiosidad ‘A separate reality’ de Carlos Castañeda, que es el libro que el pequeño Ben le regala a Sayid en esta última temporada de ‘Lost’. Trata del propio Castañeda y de sus conversaciones con un brujo mejicano, Don Juan, que le inicia personalmente en el peyote. Pasando por alto el carácter irritante del propio Castañeda, el libro es una de las cosas más estimulantes que te puede pasar en un desierto, aunque la primera parte sea muy superior a la segunda. No digo más. Se puede descargar con facilidad.

Otra conversación intensa fue la que tuve con un cura que decidió, hace años, tomarse la molestia de preparar a los niños del Pequeño Rann para la educación secundaria. Hace lo que puede. Le secundan unas monjas sonrientes que asisten médicamente a los trabajadores. Devjibhai, por mi propia petición, me llevó a conocerle. Nuestro visitado tenía otros dos invitados eclesiásticos. Uno de ellos había estudiado teología en Roma, y se interesó mucho por mis escritos y mi vinculación hacia la religión. Quien me conozca, tendría que haberme oído hablar con él: ‘Nadie está interesado en el problema de la fe, padre…’ y lindezas por el estilo. Comimos pastitas con té y sonreímos beatíficamente durante media hora. Admiro a quien vive voluntariamente en el Pequeño Rann. No sabéis hasta qué punto.

La impresión que me ha producido el trabajo en los campos de sal es difícil de explicar. Una belleza desoladora asciende esas colinas blancas, acompañando el circuito imposible de las mujeres, los hombres y los niños que extraen de ella su sustento y una especie de locura pasiva que es su destino. En menos de un mes empezará a llover, y el mar Arábigo ascenderá su nivel y penetrará por el golfo de Kutch hasta el Pequeño Rann, trayendo peces y gambas pequeñitas. Es entonces cuando las familias de la zona utilizarán las barcas que tan surrealistamente dormitan sobre la arcilla, bajo el sol de la estación seca, y se pondrán a pescar. El producto de este trabajo es imprevisible, y puede que tampoco les dé para mantenerse. Eso les pondrá, nuevamente, en una condición de inferioridad frente al mercado, cuando éste demande más sal a mediados de octubre, y ellos tengan que coger sus trastos y acampar en el desierto bajo cualquier condición.






Un viaje en autobús, con un viento ardiente soplándome en los carrillos, me ha traído de vuelta a Ahmedabad. Esta ciudad me cuesta, he de decirlo. La conexión a Internet que disfruto en mi habitación de hostal me ayuda a no querer abandonarla. También ayudan un tráfico insoportable, un fortísimo sopor climático, y todas esas cositas indias que tan bien me suelen parecer pero que, a fuerza de acumularse en unos sentidos abarrotados, me agotan. La última es que no puedo ir a Kolkata. Mi antelación en la reserva no fue suficiente para que la audiencia decidiese que podía seguir en la casa. Fui expulsado del tren a pesar de mis sobornos al revisor. Estoy harto de que todo el mundo me diga que soborne, y cuando me decido a hacerlo, voy y me encuentro con el hombre más íntegro de toda la India, caray. Lo que me lleva a estar encerrado en Ahmedabad, algo que no me hace ninguna gracia. Podría hablaros de los lugares bellos que hay por aquí, pero estoy demasiado cabreado. ¡No hay manera de ir a Kolkata hasta el 10 de junio, que es cuando termina mi visado! Visto lo visto, tengo que hacer rodeos e irme a Nepal antes de encontrar un curro. Se veía venir. Mi plan es tirar de autobús y hacerme, pasito a pasito, Jaipur – Delhi – Nainital – frontera con Nepal. Pero de poco sirve prever nada, porque a lo mejor la semana que viene estoy en Ulan Bator comiéndome una bolsa de patatas fritas.

(Nota: espero aprovechar la coyuntura para ver el famoso templo de exorcismos hindúes que hay a las afueras de Jaipur. Al parecer, los brahmanes colocan pantallas de vídeo en el exterior para que sigas el exorcismo con todo lujo de detalles).

Una lucha por entrar en un tren desgasta a cualquiera. Después de varias horas intentándolo, el camino de vuelta al lúgubre pero amable Hotel Gulmarg me hizo sacar los demonios que llevo dentro (a eso hay que sumarle los constantes intentos de estafa; menos mal que no tenía el cuerpo para juergas). Tumbado en la cama, bajo el ventilador, añoré por primera vez en mucho tiempo los estados alterados de la conciencia… o, sin ser tan retorcido, una botella de algo que arda, como la que rompe a pedazos Martin Sheen al comienzo de ‘Apocalypse Now’. No, eso no es alegre. Recuerdo ahora que cuando era pequeño (y no tan pequeño) escogía con cuidado lo último que iba a ver antes de apagar la luz de mi cuarto. Siempre he sido ridículamente supersticioso. El resultado es que, la mayor parte de las veces, no sabía qué imagen retener. Así que decidí mirar siempre a Jean-Paul Belmondo, indolente y afeminado en lo alto de la pared. Su foto me trae muchos recuerdos de noches muy distintas a éstas que vivo ahora. Así pues, en épocas de ligera adversidad, miremos siempre a Jean-Paul Belmondo:





(Otra nota: el festival de Cannes no está yendo muy bien, por lo que veo. ‘Antichrist’, de Lars Von Trier, cuyo argumento me sugería muchas cosas, ha resultado ser una explosión de gore sin precedentes en la que Charlotte Gainsbourg se corta el clítoris con unas tijeras de podar, en primer plano. No doy crédito. La película de Amenábar, sin ablaciones de por medio, también ha sido recibida con alguna reserva, aunque estoy seguro de que está magníficamente dirigida).


Sergio. 19/05/09.




viernes, 15 de mayo de 2009

LX. Ay, hijra: de los trenes indios y otras tonterías.



He vuelto a salir pies en polvorosa. Si me van a pagar una miseria, espero que los alquileres sean, asimismo, una miseria. Conocí a una mujer permanentemente asustada que me ofreció un trabajo de profe de español y un café soluble. La tía (aguileña y pintarrajeada de blanco) se quedó muy tranquila cuando le dije que creía en Dios, lo cual no es cierto, todavía. No creo que me haya dicho algo disparatado cuando mencionó mi salario de menos de doscientos euros por curso (que no por mes); no tengo ninguna duda al respecto de los salarios indios. Pero en Mumbai las rentas suben de cuatrocientos euros por habitación, y por ahí no paso. Ya que he apostado por India, voy a intentar buscar el lugar en el que pueda vivir, feliz, con un nivel razonable de tranquilidad, con unos gastos aceptables, y con algo medianamente parecido a un curro. Tengo una corazonada con Calcuta. Y a Calcuta voy.

Pero el fascinante mundo del ferrocarril indio impone sus normas. Éstas son que, durante el periodo vacacional (que aquí termina en junio), hay que reservar cualquier billete con semanas de antelación. Inmediatamente pasas a figurar en una waiting list por la que vas escalando puestos como si fueses una salamandra. Eso no asegura que vayas a tener tu asiento, ni mucho menos. Teóricamente, el dinero de la reserva se te reembolsa, si es que lo has pagado por Internet. Todavía no lo he comprobado, en parte por pereza, en parte porque los precios son tan ridículos que las pérdidas son, realmente, inapreciables (y mira que soy usurero). ¿Qué pasa cuando quedan veinte minutos para coger el tren y todavía no has escalado lo suficiente, es decir, que te han dejado sin sitio? Pues te compras un billete general por más de la mitad de precio y rezas para que el vagón delantero no se haya llenado todavía; mejor dicho, rezas para que el tren que ha de salir no haya llegado todavía al andén, con lo cual puedes disfrutar de subirte al mismo el primero y ocupar un lugar al lado de la ventanilla. Eso no significa que no tengas que compartir ese lugar ni arremolinarte contra las verjas de la ventana. Todo puede suceder a partir de aquí. Todo.

¿A que viene tanta paranoia? Bueno, el caso es que si te toca un viaje de doce, quince, veinte, treinta horas, ir de pie todo el rato no es muy divertido. Punto uno. Punto dos: vas a ir incómodo de todas formas, porque los billetes generales se reparten en taquilla sin ton ni son, y allí entra todo Dios, conformando una masa humana indescriptible, insólita, desquiciada. Punto tres: es imprescindible que te dé el aire, porque si encima tienes que oler el meado de quien ha pasado por un laberinto de piernas y brazos para caerse de bruces en el orinal, vamos… Por eso es una suerte coger un sitio, más aún si se trata de un viaje nocturno.

Esta particular descripción del infierno no es tal, realmente. Un viaje de doce horas, por ejemplo, que es el que acabo de hacer yo (de ocho de la mañana a ocho de la tarde) puede hacerse pesado y se hace pesado, pero enseguida empiezan a suceder cosas maravillosas si le echas paciencia. Al principio, todos se odian. Es normal, si entras en el vagón y te encuentras con ese panorama. Poco a poco, le coges ternura a eso de que se te sienten en las rodillas o de que te junten amablemente las piernas para que otra persona más se reparta tu minúsculo asiento de madera podrida. La luz a través de las rejas va dibujando pequeños rastros de belleza por los rostros exasperados y sudorosos de los viajantes, todo un crisol de la diversidad india: niñas, viejos jainíes con barbas severas, pelos teñidos de naranja (es la moda), maternidades exultantes, jóvenes de dientes podridos, vendedores de todo, muñones, comida por el suelo, música, lepra… La hora del atardecer se anima, las antiguas rencillas y gritos se olvidan y conversaciones graciosas, lecciones de inglés improvisadas y muchas cosas más componen un pequeño fresco admirable de humanidad en convivencia. Acabas olvidándote de que ya no sientes el culo, de que nunca has leído con el libro tan cerca de los ojos, de que llevas horas y horas viendo un desfile de miseria a través de la ventana… Hasta las hileras de hombres cagando a orillas de las vías rezuman poesía. Hay que echarle ganas, pero la otra opción (la de desesperarse) es inútil, poco saludable y completamente descortés. Si no quieres entrar, no entres. Así de sencillo. Yo no quería esperar en Mumbai hasta que hubiese un tren libre. Prefería moverme por el estado vecino de Gujarat, después de pasarme unos cuantos días encerrado en una habitación maltrecha con fiebres y estreses varios. Así que me daba igual este trámite. Hay más recompensa que deterioro físico. Nadie que venga a la India puede, en su sano juicio, perderse esta experiencia.

Los hijras del título son otros visitantes asiduos de los viajes en tren. Se trata de hombres travestidos, algunos hermafroditas, que avanzan por el pasillo del vagón y te tocan la cabeza en busca de alguna rupia. Algunos dan palmadas, otros se insinúan claramente (como hicieron conmigo, ruborizándome a más no poder). Es curioso que la gente les dé más dinero que si se tratase de un mendigo tradicional. Será porque los hijras son, el fondo, muy solicitados como señoritas de compañía por los maridos de la clase media. Como me dijo uno bastante desagradable, con todos los pelos de la espalda asomándole por el sari: ‘you are an Indian guest; I am a house guest’. Su mundo debe ser fascinante y penoso, lleno de dificicultades y decepciones. ¡Cómo ha de ser penetrar en sus misterios!


Ahora estoy en Ahmedabad, una ciudad sorprendentemente moderna en mitad de la nada. Escribo esto antes de coger un autobús que me lleve a un pueblo remoto donde quiero recorrer el desierto del Pequeño Rann durante dos días. Luego volveré y tomaré aire para mi viaje en tren de casi cuarenta horas a la lejana y prometedora Calcuta, en la otra costa india. Hablaremos de todo ello.

Ayer cené unas tortitas con miel en un sitio un poco caro, pero eran deliciosas. Anotaros el nombre de Green House y su malpura. Es el típico bocado que no sabe a comida, sino a un lugar. A mí me supo a un lugar de mi infancia en el que nunca estuve: se trata de un campo de hierbas altas, bajo la luz del atardecer, con algunos caballos. Mi madre, con unas gafas de sol enormes, y mi padre, altísimo como un titán, habitaban por allí. Pero es una creación del subconsciente. La infancia es parte real y parte imaginaria, y todo se confunde con el paso de los años. Por eso es la etapa más creativa y fecunda de la vida de una persona, y por eso todo el mundo quiere volver a ella una y otra vez. Salud.

Sergio. 16/05/09.

LIX. Cotarros de la ‘season finale’ de ‘Lost’: ‘The incident’.


No es un viejo con barba blanca. No es Locke. No es Jack. El siempre mencionado Jacob, el señor de la isla, o su Dios, es ni más ni menos que Mark Pellegrino, un joven y apuesto tejedor de historias y el ser humano al que quieres ver todas las mañanas a tu lado cuando abres los ojos. Por lo menos en mi caso. Nunca pensé que diría esto, pero, ¡caray con Jacob, qué bueno está! ‘The incident’ tiene el mejor arranque de toda la historia de ‘Lost’, gracias a él. Unos minutos deliciosos, sensibles, en los que Jacob se nos presenta a través de acciones cotidianas que acentúan una grandeza subliminal. Comiendo en la playa es visitado por ¿su némesis?, ¿dios?, ¿el demonio?, ¿el humo negro?, y mantienen una conversación imprescindible mientras contemplan la llegada del Black Rock. Jacob los trajo allí. Jacob los trae a todos, compone historias con ellos. Historias como heridas abiertas que no parecen justificarse ni llegar a una conclusión. Una magnífica descripción de la vida. Todo es un progreso hacia un solo final, el único final. Enigmático demiurgo, este Jacob. Su visitante no parece estar de acuerdo en que la gente visite la isla y repita la misma historia de destrucción y corrupción una y otra vez. Quiere cambiar el destino. Do you have any idea of how badly I wanna kill you? No sé qué traducción darle al término ‘loophole’, pero supongo que es el instrumento ¿humano? que este ente desea utilizar para acabar con las historias de Jacob. Se va. La cámara asciende, y vemos la estatua de cuatro dedos y su morro bestial como nunca lo habíamos visto. Imagen imperecedera y títulos iniciales. Así es como forja ‘Lost’ su leyenda. Lástima que esto sea lo mejor de la season finale, para mi gusto. Era difícil de superar.

Icono incuestionable de la serie. Magistral.

Y digo que es una lástima porque soy más fan de la impecable primera parte que del segundo tramo de acción y explosivos. No tengo mucha queja: hay minutos memorables a lo largo de todo el episodio doble, muchos y muy variados, y la interpretación de Josh Holloway y Elizabeth Mitchell (Sawyer y Juliet) es extraordinaria.

a) Jacob visita a Locke. Todas las visitas de Jacob, que justifican los flashbacks de la finale menos en el caso algo forzado de Juliet, son geniales. Ésta es mi favorita, y mi secuencia predilecta. Jacob lee un libro de cuentos cortos titulado ‘Everything that rises must converge’ de Flannery O’ Connor, una escritoria católica del sur de Estados Unidos, famosa por sus relatos grotescos en los que unos personajes tocados por la divinidad adquieren ‘la gracia’ a través de situaciones violentas y brutales. Lo pone la wikipedia, ojo. Resalto la única vinculación aparente con la trama lostiana. Pues eso, que Jacob lee con concentración. La cámara retrocede elegantemente hasta que el plano permite ver a Locke precipitándose al suelo desde lo alto de un edificio. Jacob coloca el marcapáginas, cierra el libro y se levanta (qué grande es la dirección de actores del señor Jack Bender). Locke, en el suelo, parece muerto, hasta que Jacob estrecha su hombro con afecto. Es probable que Jacob toque a todos y cada uno de los personajes a los que visita, pero el alcance de ese contacto puede significar muchas cosas, o simplemente que Jacob tiene superpoderes, y punto. Lo interesante es que parece reconducirles hacia su destino: pagándole la consumición a la pequeña Katie, ofreciéndole a Sawyer un bolígrafo con el que escribir la carta que le torturará toda la vida, o diciéndole a Jack ‘I guess it just needed a little push’, como referencia a las instrucciones que da Christian para mover la isla. Por cierto, ¿cómo es eso de que Christian, Jack y Jacob compartan el mismo pasillo?
b) Jacob visita a Sun y a Jin. Me encanta el momento boda; me encantan los votos de Jin, escritos en un papel y completamente carentes de imaginación y de vergüenza, algo a lo que la pobre Sun no es ajena; y me encantan esas invitadas tontitas a la boda, de las que estoy seguro que Nabil es súper fan. También es la escena en la que el políglota Jacob sale más resultón.
c) Rose, Bernard y Vincent se han retirado. O lo que es lo mismo, son unos personajes tan accesorios que se pueden permitir el lujo de mostrarnos su oasis de calma y renegar de la narración. Hablan con mucha sencillez y dejan al triángulo amoroso a cuadros. Me emocionó mucho la reacción de Juliet cuando Bernard la invita a tomar té. Está claro que ella se quedaría y atendería encantada a todas las lecciones para ser feliz que esta pareja tenga a bien de enseñarle. Pero eso no puede ser. Y ahí está lo emocionante.

Manual de cómo revisitar a dos personajes malditos.

d) Los hombres de Illana prenden fuego a la cabaña de Jacob. Momento de despedida, ya que ese lugar mítico nos dio muchas alegrías en el pasado; momento de sorpresa, porque es la primera vez que lo vislumbramos de día (ese cuadro con el perro me trae de cabeza); y momento a mayor gloria de un realizador audiovisual, porque la imagen de la cabaña en llamas mientras Illana y los demás marchan con el baúl a cuestas es, simplemente, maravillosa.
e) Jack y Sawyer se dan de hostias. Hay varias secuencias físicas en la season finale, pero ninguna tan irracional y comprometida como ésta. Holloway la hace creíble a través de su evolución pausada desde el diálogo hasta el puñetazo demente. Entendemos mejor a Sawyer que a Jack, lo diré siempre.
f) Miles dice cosas con sentido. Efectivamente, es razonable pensar que la bomba que Jack quiere detonar puede ser el origen de todos los males por venir, y no el remedio. Gracias, Miles. Veremos qué nos ha hecho Juliet.
g) Sun le pide alcohol a Richard Alpert. Poco más hay que decir al respecto. Grandes. Pocos segundos después…
h) Locke sigue muerto y Ben mata a Jacob. Enlazo estos dos momentazos en uno porque, para mí, son el auténtico clímax de ‘The incident’. La revelación del interior del baúl es memorable. La identidad de Illana es algo que queda completamente abierto de cara a la sexta temporada (como tantas otras cosas) pero está claro que nos hemos topado con una tía importante (tiene flashback y todo, y Jacob en persona le pide ayuda). El Locke de los últimos episodios, al que mucha gente le había visto actitudes algo raras (yo no), estaba, efectivamente, siendo guiado por el vecinito ¿humo negro? de Jacob. A medida que llegan a su destino, Locke se va haciendo cada vez más maligno, y claro está que al final el manipulado se convierte en manipulador y viceversa, vista la decadencia de Ben como ente amenazante. El pseudo-templo es de traka. Me encantaría vivir allí y verle los tobillos a la estatua todas las noches, con las estrellitas de fondo. Esta tela que tanto le cuesta terminar al pobre Jacob ilustra algo parecido a un cóndor, y una multitud de personajes parecen repartirse la extensión de sus plumas. ¿Nueva metáfora sobre la naracción dentro de la narración? ¿O se trata de una ilustración de la vida de Jacob que se termina consigo misma, como el célebre pañuelo que se teje solo y que simboliza el recorrido de los hombres y su juicio final, presente en todas las mitologías? Terry O’Quinn, satánico, intensísimo, imprime una frase para el recuerdo: ‘…and you have no idea what I’ve been through to be here’. A continuación, Ben hace un monólogo de naturaleza casi religiosa, imprecando a Jacob-creador. What about me?, implora, entre rabioso y compungido. Jacob le contesta ‘What about you?’, como diciendo, ‘ésta es la parte que te he asignado en el drama, lo siento por ti si no le encuentras sentido, asúmelo’. Y puñalada va. Locke, advertido de la nueva amenaza, remata a su narrador tirándolo a las llamas. Su rostro engullido por el fuego es tan terrible que no tengo palabras para describirlo. Una secuencia alucinante.
i) Juliet. Todo en ella es gigantesco. Protagoniza el momento más intenso del capítulo, que comienza con un accidente bastante ridículo con el que me tronché (de hecho, el atropello de Nadia y el revés de la rubia con las cadenas me parecieron muy graciosos, no lo pude evitar). Su terrorífica precipitación al vacío me tuvo al borde del infarto. Cuando digo que ella y Sawyer son los dos grandes de este episodio lo digo no sólo por este icono de la tragedia romántica que nos han regalado, sino por todas sus secuencias, por sus miradas, por esa violencia tan apañada que sacan en los momentos delicados (el submarino, por ejemplo) y por esa empatía que me produce su retorcido destino. Juliet, además de llevar ya tres temporadas de tino y ardil, cierra la season finale con su ‘increíble’ resurrección tras una caída monumental y unas cuantas toneladas de peso sobre su pechito sonrosado. Puede que el electromagnetismo la haya hecho rebotar, o sus pechos, o los guionistas, que son muy salados. El caso es que está hecha una piltrafa, allá abajo, y se lía a golpes con la bomba de hidrógeno. Lo que no hizo una caída libre, lo hizo una piedra. Me gusta este final por las lágrimas y por el ‘son of a bitch’ de Juliet, no por la lógica interna. El cliffhanger es un fundido en blanco. LOST. Y la cosa pinta mal para la pobre Juliet.



Todos en pie.

Dentro de nueve meses tendremos algunas respuestas, porque ‘The incident’ no nos las da. Se conforman con regalarnos a Jacob, y yo diría que salen del paso. Echamos de menos, no obstante, algunas cosas. Entre ellas, a Desmond, que está de baja por los motivos que sean y su futuro en la serie es una cosa incierta. Sayid tampoco va a durar mucho. Después de su disparo, le auguro una muerte próxima en el primer capítulo de la sexta temporada, ya que los guionistas han convertido el asesinato de Nadia en un atropello y un coche a la fuga. Como para quitárselo de encima, vamos. Ya he dicho, además, que el segundo tramo se atasca un poco en conversaciones entre el cuadrángulo amoroso y, para mi gusto, entre flashback y palabreo tardan un huevo en llegar a la estación ‘The Swan’, que es donde se corta el bacalao. Tal vez lo que más echaba de menos era un reencuentro con todos los losties, el cual tardará en producirse. Y el papel de Sun tampoco ha sido todo lo destacado que a mí me hubiera gustado. Ben, por su parte, aunque nos ofrece una cara agonizante y su rol futuro en la serie me tiene desconcertado, sigue siendo genial, porque Michael Emerson no puede actuar mal, nunca. Tenemos un monólogo genial y dificilísimo para constatarlo.

¿Qué me ha parecido, a modo de resumen, la quinta temporada? Algo más floja y dubitativa de lo que me esperaba de Lost a estas alturas, pero tremendamente dignificada por sus primeros y últimos episodios. La magnífica escalada de acción y viajes en el tiempo hacia el octavo episodio es un logro bien resuelto y culminado por el episodio mejor dirigido e interpretado de la temporada, el del señor Locke / Bentham. El momento del suicidio es antológico. A partir de ahí, nos encontramos con algunos meandros y la justificación narrativa de muchos elementos Dharma no queda muy clara. Tenemos el primer beso de Mr y Mrs La Fleur y el mejor flashback de la biografía de Kate. Y luego llega Faraday a la isla, y desde ahí todo es un no parar de emoción, duras declaraciones y adrenalina para el cuerpo. Por si fuera poco, todos los personajes (incluidos los que me caían mal) evolucionan y trascienden el camino andado, con mención especial para Hurley. Lo malo es que queda muchísimo tiempo para los nuevos episodios. Lo bueno es que, siendo ‘Lost’ tan obsesiva y adictiva, su desaparición de la parrilla da pie a que la mente divague con otros cotarros de igual importancia.

Éste es, para mí, mi orden de preferencia de la quinta temporada:

1. The life and death of Jeremy Bentham.
2. The incident.
3. Whatever happened, happened.
4. Follow the leader.
5. This place is death.
6. The little prince.
7. 316.
8. The variable.
9. The lie.
10. Because you left.
11. La Fleur.
12. Dead is dead.
13. Namaste.
14. Some like it Hoth.
15. Jughead.
16. He’s our you.

Y creo que mi mente no da para anotar más frikadas. Hay mucho que comentar de ‘The incident’, y sería bueno que lo añadiéseis vosotros. Tengo Juliets, Lockes malignos y Sawyers desesperados revoloteando en mi cabeza. Pero sólo uno ocupará mis sueños: Jacob.

What’s in the shadow of the statue? Ile qui nos omnes servabit.

Sergio. 14/05/09.

lunes, 11 de mayo de 2009

LVIII. Así que quieres trabajar en India, ¿eh, tunante? (Parte II).


Si la primera parte de mis pesquisas laborales fue infructuosa, la segunda está resultando humillante. Menos mal que existen canciones que te alegran la hora de la cena, como ‘¿Qué me has puesto en el café?’ de Riccardo del Turco. No hay un tema musical que le pegue peor a esta ciudad, y por eso me gusta tanto.


¿Mas tú qué has puesto en el café

que desde que me lo tomé

como una extraña sensación

en mi noté?

Si es un veneno moriré,

mas junto a ti no sufriré

pues el amor que me faltaba, lo encontré.


Antes de volver al Mumbai Inferno decidí hacer una parada previsible en Kannur para asistir a la boda de la hermana de Kiran. Quería aparecer por sorpresa, pero en los pueblos todo se sabe, y cuando llegué al cotarro ya todo el mundo me esperaba. ¡Maldición! Está claro que los integrantes del Teto’s Brothers Club, cuando no trabajan, están preparando una boda. Es de ellos de quien depende el éxito de la misma, en última instancia, porque la familia de la novia estaba demasiado engalanada y ocupada en agasajar a la familia del novio. Benditos vecinos. Hay que ser un gran amigo para levantarse un domingo a las ocho de la mañana y ponerse a cocinar arroz para doscientos. Pranath, la hermana de Kiran, guapísima con cada uno de sus cuatro saris nuevos, no me quitó el ojo en toda la velada, y eso que no era conmigo con el que se estaba casando. No voy a poder olvidar su rostro apenado cuando la ceremonia y el almuerzo concluyeron. La pobre Pranath se tuvo que subir a un autobús atestado, con toda su nueva familia política, con un hombre (su marido) al que apenas conocía, y abandonar el hogar familiar sin que su madre ni sus hermanos se dignasen a despedirla. Es muy sorprendente esta falta de sentimentalismo. La amistad masculina y los lazos comunales son mucho más importantes, por ejemplo. Todas estas cosas me plantean muchas dudas, y no sé si es que mi percepción está muy viciada o es que la suya es muy limitada. Ambas cosas, seguramente, se confabulan. Antes de que mis amiguitos me volviesen loco con el brandy y con sus bailes, me escabullí a Costa Malabari y dormí como un ceporro. A la noche, vi el cricket con Linu y Manoj, un indio muy risueño que se trajo una botellita de licor de kaju. Kurien no estaba, y tampoco había huéspedes, lo que significó tener la casa para los tres. Lo pasamos muy bien, hasta que la mujer de Manoj llamó por teléfono y le echó la peta al susodicho. Menos mal que ya habíamos acabado la botella.


Y luego llegó el viaje en tren a Mumbai, lo que significa el punto de partida de un descenso al averno. Para empezar, mi reserva se la pasaron por el forro. No hay sitio para ti, tienes que sacarte otro billete e ir en el vagón delantero. El vagón delantero consta de cuatro asientos mal puestos, dos letrinas malolientes y muuuuchas personas amontonadas las unas sobre las otras. A punto estuve de no disfrutarlo, porque el tren se largaba sin mí después de que los revisores me mareasen durante media hora. Fue muy divertido ver cómo muchos hombres me ayudaban a subir las maletas desde el andén al interior del tren en marcha. De traka. Luego vinieron las veinte horas en el vagón delantero, a lo largo de las cuales acumulé un nivel cuantioso de suciedad. Las imágenes de la gente durmiendo en ese lugar no tienen descripción. Sólo diré que había que ser muy listo para poder hacerse con una postura de mínimo descanso, y yo no lo fui. Para la próxima.



Lo primero que hice en Mumbai fue ir al Consulado Español, ése que inauguró Esperanza Aguirre antes de que tuviera que pisar charcos de sangre en su camino hacia el aeropuerto. Allí me mandaron a una Oficina de Comercio, donde conocí a varios españoles y españolas, encantados de recibir a un nuevo compatriota. Uno de ellos es asturiano, ultra-cristiano, y detesta Mumbai: la única solución para esta ciudad es derrumbarla entera y hacerla de nuevo. A todo esto, ni siquiera había visto la estación Reina Victoria, y eso que ya lleva más de dos meses aquí. Al resto se les puede cortar más o menos por el mismo patrón. Me dieron alguna indicación útil y descorazonadora, como que los alquileres son carísimos y que conseguir trabajo por mi propia cuenta es una misión imposible, pero nuestros intentos de hacernos coleguitas fueron un poco extraños. A ellos les resulta difícil entender que yo haya vivido con indios durante tres meses; a mí me resulta difícil entender que ellos se aíslen en su barrio pijo del suburbio de Mumbai y se quejen de que la señora de la limpieza no les entregue la colada a tiempo. Ese tipo de conservadurismo es el peor, más viniendo de unos becarios.


Mis primeras visitas a las productoras fueron surrealistas. En Mumbai están locos por el dinero, y la gente del cine no va a ser menos. En la Indian Motion Pictures Producers Association todo pasa por hacerse socio, lo cual cuesta de cuatro a cinco mil rupias. Yo les dije que no tenía ese dinero. ¡Qué escándalo! ¿Cómo quieres hacerte socio si no tienes dinero? ‘Pero es que yo no quiero hacerme socio de nada, sólo quiero información sobre…’ Cuando me di cuenta, varias puertas se cerraron a mi alrededor y, solo en un pasillo, traté de meditar sobre lo que acababa de pasar. No tenía sentido. Todo había sido como un diálogo entre Alicia y La Reina Blanca. En otras productoras no fueron mucho más amables. ‘¿Qué vienes a hacer aquí? ¿No podías haberte quedado en España? Allí todo es mucho más fácil para ti. Pero vienes aquí, no conoces el idioma, no tienes referencias… seguro que tus padres te están pagando todo esto…’ Los indios son muy entrometidos y no hay que enfadarse mucho cuando hablan con tanta ligereza de tu vida… pero esto era como para atarse una piedra al cuello y tirarse al mar Arábigo. Ciertamente, tengo todas las de perder en el mundo del audiovisual indio. No deja de ser bastante lógico. Por eso es mejor hacerse con un curro secundario, dentro de lo posible, hasta que pueda conocer a gente con el paso del tiempo. No me importa, porque yo también tengo que madurar en muchos aspectos, y mis historias tienen que beneficiarse de ello.


La última gracia fue caer enfermo después de acomodarme en un hotelucho algo mejor que los albergues de Colaba. La fiebre me subió prodigiosamente, y ver el canal de cotilleos de Bollywood no me hacía sentirme mejor. Empecé a delirar y a pensar en la fiebre porcina y en mil cosas más, así que me fui al hospital. Nueva odisea. Todos los hospitales estaban de vacaciones, menos uno, el más prohibitivo, oscuro y rancio de todo Mumbai, donde me desnudaron y me pusieron en una camilla. Cuando me estaban inyectando sondas y pegándome cosas en el pecho, reaccioné: ‘perdón, ¿podéis decirme por qué me estáis hospitalizando?’ La enfermera se dirigió a otra enfermera que escribía cosas tras un mostrador. ‘Quiere saber por qué está siendo hospitalizado’. La enfermera del mostrador respondió algo en hindi, la muy hija de perra. Luego se acercó a mí y me hizo todo tipo de preguntas ridículas sobre mi vida mientras me preparaba un cardiograma. ‘¿Quién va a responsabilizarse de todo esto?’ me espetó. Empecé a temerme lo peor. A mi lado, una vieja gritaba con desconsuelo y yo no hacía más que ver tubos y jeringuillas por todas partes. ‘Yo ya no salgo de aquí, y encima mis enfermeras están como dos putas cabras’ pensé. Al poco, llegó el señor doctor, al que intuyo que le habrían sacado de su casa para verme. Yo le expliqué que sólo quería que me recetasen algo para la fiebre, que no había pedido ser hospitalizado y que si tenía algo grave, que me lo dijera. El hombre me tranquilizó, y yo me tranquilicé, hasta que llegó al tema de la pasta. En ese momento, di un brinco y por poco me quito la sonda yo mismo. Pero si cuarenta mil rupias es barato… ya verías lo que te iban a cobrar por esto en América… A mí me daba igual la sanidad americana en ese momento. De cualquier manera, no pude librarme de pagar algo, y parece que la cifra fue improvisada a tenor de los billetes que llevaba encima, los cuales habían sido cuidadosamente contados por la enfermera del infierno. Vamos, que me dejaron lo justo para coger un taxi de vuelta al hotel. ‘No pagues más de cincuenta rupias para ir al centro’ me dijo la tía, ‘los taxistas te estafan; el hospital, no’. Seguro que no. Conseguí mis recetas y mis facturas y salí corriendo y cagándome en todo. Lo bueno es que podré echar mano del seguro que contraté antes de iniciar el viaje. Lo malo es todo lo demás. Y la fiebre tardaría dos días más en disiparse.


Estas son algunas de mis aventuras en Mumbai, la ciudad más desconcertante en la que he estado nunca. Mi futuro inmediato está vinculado a dar clases de español, y ya puestos, me encantaría hacerlo en Calcuta, y no aquí, pero no voy a tener tanta suerte como para escoger la ciudad. Os seguiré narrando. Ah, y no tengo la fiebre porcina. Sólo una consecuencia natural de la vida por estos lares. Salud.


Sergio. 11/05/09.

viernes, 8 de mayo de 2009

LVII. Cotarros del 5x15 de ‘Lost’: ‘Follow the leader’. / ¿Qué tienen las ‘season finale’ que me vuelven loco?


‘Follow the leader’, uno de los mejores episodios de esta temporada, tiene todos los ingredientes de una antesala para la season finale: los losties están divididos en grupos y tramas paralelas, todos afrontando misiones delicadas, a contrarreloj, y cada uno de esos grupos exhibe una estructura de poder a punto de explotar. Además, tenemos el aliciente de que el gran Richard Alpert es el nexo común entre las dos tramas principales, a pesar de que esta situación no nos descubra nada nuevo de él, más allá de su súbito pánico ante el liderazgo controvertido de John Locke.

Faraday está muerto. Tal vez aparezca como estrella invitada en el futuro, que eso nunca se sabe, pero su mamá se lo ha cargado, y yo lo celebro. La joven y resuelta Eloise, que rivaliza en pechos turgentes con el escote rosita de Juliet, parece estar embarazada en ese mismo momento, a juzgar por las manitas que se hace con Charles Widmore (que, perdonadme la salida de tono, pero de joven tenía un polvazo). Yo diría que Faraday tiene más de treinta años, pero no me voy a poner quejica. Alice Evans, la actriz que encarna a la Eloise de 1977, es pasional y carismática, con una dicción maravillosa, lo que viene llamándose una ‘robaplanos’. Jack, por su parte, pone a prueba su fe y su lado más dinamitero y dice más tonterías que nunca. Kate, como es normal, se queda perpleja ante tanta estupidez, pero todavía no sabemos el alcance de estos tejemanejes del destino que Jack se propone alterar, y para ello hemos de esperar una larga semana más (o un año, quién sabe). Me encanta que Kate saque el lado bueno del accidente del Oceanic 815, mientras que Jack se emperra (algo artificialmente) en que puede salvar la vida de todos los que murieron, pero a posteriori. ¿Qué es lo que pasaría, entonces? ¿Qué espera que suceda con él, si es que alguna vez vuelve al tiempo que le pertenece? ¿Y qué coño va a hacer con la pequeña Jughead? ¿Operarla? A todo esto, y después del susto tremendo que me llevé al pensar que se habían cargado a la Freckles, Sayid reaparece de la jungla en plan ‘depredador’ y, después de disparar a un niño, el iraquí saca su lado más nihilista y se apunta al plan de detonar una bomba de hidrógeno. En el peor de los casos, la explosión acabaría con toda su miseria, según él… ¿No es el suicidio una temática fundamental en esta quinta temporada? En fin, yo soy fan de Kate diciéndole a Eloise: ‘no me importan vuestros secretos, sólo quiero irme’. Ella sí que es la auténtica pragmática del grupo; aunque le sobra sentido común, es muy difícil no amarla por plantarle cara a los Otros con semejante naturalidad.


El Locke polémico de las primeras temporadas vuelve a escena. Esta vez para matar a Jacob, ni más ni menos. Menudo cliffhanger. No es que me congratule el hecho de mentir y dar falsas esperanzas a Sun, pero, ¿cuándo fue John un personaje políticamente correcto? Las escenas de la isla en 2007 son las mejores del episodio, desde el delicado inicio con Alpert izando la vela de su barco de miniatura (hay que ver cuáles son las distracciones de un hombre eterno) hasta la tremebunda información que Ben encaja en plena movilización colectiva hacia la cabaña de Jacob. Entre medias:

a) Locke entra en el campamento de los Otros con la cena (pequeño guiño a la primera temporada). Alpert ve en él a alguien distinto, alguien poseído por la isla. ‘I have a purpose now’. Lo más importante, no obstante, es que Richard dice recordar la muerte de todos los pasajeros del Ajira 316 que no aterrizaron en el mismo año que ellos. Pero como medio reparto de la serie no puede desaparecer de la faz de la tierra en el próximo capítulo, veremos a qué se refiere exactamente con eso.
b) Locke se salva a sí mismo. Es un momento maravilloso, circular, tremendamente poético, o extra-corporal, como dice Ben, el cual no da crédito a nada de lo que ve. Tampoco nosotros, que no sabemos cómo coño el calvo es capaz de controlar esa situación y de saber tantas cosas. Vale, se lo ha dicho la isla. ¿Le dirá la isla también cómo torear a Jacob y cómo sortear la velada traición que Ben y Alpert van a preparar contra él, casi con toda seguridad?
c) Locke se presenta a los Otros y democratiza la convivencia con Jacob. Aunque eso, al fin y al cabo, no sea más que una tapadera para reforzar su liderazgo delante de un montón de figurantes de discutible peinado. Echaba de menos una de estas escenas de Locke, antorcha en mano, hablando a la multitud. Ben está instituyendo un tipo de mirada entre astuta y asustada, algo así como ‘en cuanto te descuides, John, te vuelvo a matar’.
d) Locke diciendo ‘so I can kill him’. ¿Por qué? ¿Qué demonios pretende con eso? ¿Cómo puedo vivir con semejante duda? ¿Cuánto tiempo hacía que John no tomaba una de esas decisiones que nos enfrentan con lo que de verdad queremos ver (en este caso, la cabaña de Jacob)? ¡Bravo!



Y Juliet, la pobre, no gana para disgustos. Aporrean a su hombre, la aporrean a ella (Phil, ese secundario al que nos encanta odiar, tiene su muerte más que asegurada tras esa bofetada rastrera), y justo cuando hipoteca su lealtad hacia sus compañeros para salir de la isla, los chicos de Dharma esposan a Kate entre ella y el hombre que no es capaz de decirla que la quiere en un tono de voz convincente. Así pues, el triángulo amoroso (ya que Jack no parece estar interesado en el romance por más tiempo) está contra las cuerdas, y de ese submarino van a salir chispas. Juliet, nuestro gatito de porcelana, ya cumplió su papel en la tercera y cuarta temporadas. Su rol no está dando mucho de sí en este momento, a pesar de que ella se apodera de cada plano con su inimitable ardil; y sus miradas siempre resultan incendiarias, aunque haya pocas variaciones entre una y otra. Sé que va a morir, lo sé. (No es spoiler, entendedme, es intuición).

Mi otro gran momento favorito, en un episodio preñado de momentazos, es el cuestionario histórico que el doctor Chang le hace a Hurley, ese grande entre los grandes. Nunca olvidaré que Hugo Reyes nació en 1931 y que, para él, la guerra de Corea nunca existió. Hoy por hoy, mis intocables son él, Locke y las tres mujeres guerreras de la serie. Ben tiene que hacer algo más que conspirar y ponerse verde de envidia para ganarse de nuevo mi simpatía, algo que hará en la season finale, no tengo ninguna duda de ello.

Y ahora os propongo un repaso. Follow the leader reparte las cartas de la baraja y la season finale las irá poniendo una a una sobre el tablero hasta que se hayan mezclado todas y de ello resulten ganadores y perdedores. ¿Quién ganará y perderá? ¿Quién pasará a la siguiente pantalla y quién perderá la vida por exigencia de ‘la isla’? ¿En quién o en quiénes estará centrado este episodio doble? ¿Veremos a Jacob? ¿Existe Jacob? (Mientras escribo esto no paro de agitar mi cuerda roja).

‘Exodus’ es el final de temporada modélico. A lo largo de tres episodios los losties se esparcen por jungla, mar y playa y plantean una reunión posterior absolutamente impredecible. Aunque es famosa e irreprochable la escena en que Jack y Locke se asoman por el hueco de la escotilla, tal vez el auténtico clímax sea el rapto de Walt y la destrucción de la barca, una de las secuencias más traumáticas y sorprendentes de la serie. Todavía tengo los gritos de Walt y Michael en la cabeza. Esto quiere decir que no hay un sólo punto de detonación en una season finale. Por ejemplo, en There’s no place like home, la sorpresa está en el interior del ataúd, aunque la secuencia clave sea ésa en la que Ben mueve la rueda del destino, veinte minutos antes.

‘Live together, die alone’ es, en mi opinión, el final más flojo de los cuatro que hemos visto hasta el momento. Y no por ello es un mal episodio, ni mucho menos. Pero, si os acordáis, en él aparecía un cóndor verde que gritaba ‘Hurley’. Después del rapto de Jack, Kate y Sawyer y de la exhibición de maldad de Henry Gale reconvertido en Benjamín Linus, nos propusieron una anti-climática y ñoña escena de amor entre Charlie y Claire. Muchos nos horrorizamos ante la perspectiva de que ése fuera el final. Aunque la cosa mejoraría, Penny cogiendo el teléfono no es algo que produzca un infarto. Estupefacción, sí, pero no mucho más. Sin embargo, gracias a este capítulo doble descubrimos la estatua de cuatro dedos y vimos qué es lo que pasaba si el botón de la estación ‘The Swan’ dejaba de pulsarse cada 108 minutos. Éste último acontencimiento, acompañado de la explosión nuclear made in Lost, es la auténtica etiqueta de ‘Live together, die alone’.

‘Through the looking glass’ es, para muchos, el mejor capítulo de la serie, y la verdad es que no hay muchos argumentos para rebatirlo, a pesar de que sea un episodio de Jack. Es maravilloso de principio a fin. Las consecuencias de esta final todavía reverberarían en ‘There’s no place like home’, ‘The life and death of Jeremy Bentham’ y muchos otros episodios. El impacto viene con la muerte de Charlie, el asesinato de Naomi, la advertencia premonitoria de un Locke desmadrado y la llamada de rescate… hasta que descubrimos que el flashback es un flashforward y la serie cambia completamente de rumbo y de carácter. El ritmo e interés creciente de los acontecimientos, acompañado del lúgubre descenso a los infiernos de Jack, crearon unos ochenta minutos en los que era imposible despegar los ojos de la pantalla. Y, cómo no, también había movilización colectiva, como en toda final que se precie. ´There’s no place like home´, con su montaje y su tempo catártico, no consiguió superar la aparente facilidad con la que se desenvolvía el coherente ‘Through the looking glass’.

Así pues, volvemos a uno de esos momentos impagables que no se olvidan. Los que llevamos cuatro años siguiendo la emisión americana (que no cinco, porque cuando Lost se estrenó muchos la despachamos como un producto de acción superficial, que también lo era), sabemos que cada season finale es un clásico. Yo me tomé un dry martini el año pasado, y tuvo mucho tino. Luego repetí con mis amigos Sergio y David. Repetir era lo de menos, porque un episodio de Lost siempre se disfruta más la segunda vez, sobre todo si se trata de una final. Sé que muchos de vosotros vais a hacer piña, y lo envidio. Esté donde esté (en Mumbai, seguramente, encajado en una habitación con chinches), nada hará que ese momento sea menos especial. Un abrazo, y metan baza, señores.

Sergio. 08/05/09.

LVI. Jóvenes, cuiden su prestigio.


Escribo desde el Red Salvation Army, un albergue centenario donde un personal que sólo sabe decir ‘Pay rupees, pay rupees’ te trata siempre como si fueras un criminal en potencia. El tráfico del distrito de Colaba entra por las ventanas y se confunde con la música ensoñadora de un serial hindi (la otra afición del personal es ver la tele a todas horas). Mumbai me recibe con esa mezcla inconfundible de opresión y belleza. Es como si París pudiese verse a sí misma al otro lado del espejo: la lucha entre el bien y el mal es encarnizada, y no sé muy bien cómo alguien puede acostumbrarse a esto, día tras día, aunque está claro que no es imposible.

Las odiseas laborales tendrán lugar en otro post. De momento, sólo quiero hablar de películas. Más concretamente, me gustaría comentar mis impresiones ante el incipiente Festival de Cannes y su programación. ¿Por qué? Pues porque mi sorpresa fue mayúscula cuando descubro en la página web del festival que hay tres películas españolas en la sección oficial (inaudito), aunque una de ellas no entre en la competición. Y no son tres películas cualquiera, sino las tres últimas creaciones de los monstruos sagrados de nuestro cine actual: Almodóvar, Coixet y Amenábar. Viendo el resto de la programación, está claro que no puedes ser menos de eso para aspirar a concursar en una sección oficial. El riesgo dejó de ser un criterio hace mucho tiempo, y no sé dónde está la controversia en fichar, hoy en día, a Lars Von Trier y Michael Haneke. Espero que sus nuevas películas sean excelentes, porque de una obra maestra nos vamos a beneficiar todos, pero, ¿dónde está el resto? ¿Sólo vive Asia de las voces de Tsai Ming Liang, Johnnie To y Park Chan Wook? En el caso de que sus nuevas creaciones sean correctas, interesantes, ¿no estaría bien progamarlos en una sección paralela, dejando que la sangre fluya, dando oportunidad a otro tipo de discursos, a narrativas que nos compliquen la existencia aún más? Estoy prejuzgando, con esto, la calidad de todas las prometedoras películas de esta edición. Espero que sean buenas, pero la experiencia nos dice que Alain Resnais dejó de ser un volcán en erupción hace mucho tiempo, por no hablar de Almodóvar. ¿Por qué insistir una y otra vez en los antiguos ganadores, en los nombres una y otra vez asociados al mejor festival del mundo? ¿Es que Cannes quiere precipitarse tan pronto a la decadencia de Venecia y Berlín? El festival, de por sí, ya huele bastante a muerto, pero todavía tiene ecos de grandeza que varían en función del jurado y del programador. Este año, con la elección de Isabelle Huppert como presidenta, la concurrencia de directores de prestigio se redime un poco ante la presencia admirable de esta mujer. A Huppert la amamos por esto


y esto


y por esto


entre otras muchas cosas. Es grande. ¿Qué opinará ella de las nuevas obras de Ken Loach, Jane Campion o Quentin Tarantino?

No sé mucho de la última película de Almodóvar. Mi madre me hizo mucha gracia cuando me dijo que la televisión española se vio bombardeada de imágenes de ‘Los abrazos rotos’, en especial de una en la que Pe aparecía arrastrándose por el suelo. Tengo ganas de ver eso. Pero me temo que no debo esperarme mucho. El caso de Coixet es algo distinto, no por ella, sino por Sergi López, protagonista de ‘Map of the sounds of Tokio’ y uno de mis actores favoritos. De la peli de Amenábar tampoco sé nada. Su título es ‘Ágora’ y la protagonista es la gran Rachel Weisz. Me encantará recibir toda la información y opiniones que tengáis a bien compartir conmigo; estoy harto interesado. La evolución de Amenábar siempre es digna de seguirse, puesto que en él se miran varias generaciones de directores españoles y su influencia, ligeramente impersonal, es alargada, y más comprendida que la de Almodóvar. No soy fan, muchos lo sabréis, pero es un tío interesante, y una envidia injustificada y muy extendida le ha acusado de no ser un autor, cuando el pobre no tiene ninguna necesidad de serlo.

Una escena de tortura policial
en 'Amma Driyan' (1986).

Sigo echando de menos el cine. John Abraham ha sido un descubrimiento malayali muy potente. El tío instituyó una plataforma enfocada a la colectivización del cine, llamada ‘Odessa’. Con ella se disponía a realizar y a exhibir películas ‘de calidad’ (esto siempre es farragoso) con las ayudas de la gente de la calle y al margen de los distribuidores. Para conseguir el dinero montaba pequeñas funciones teatrales o conciertos a las puertas de la casas, de pueblo en pueblo, hasta que conseguía componer una cutre y esforzadamente rodada película. ‘Amma Driyan’ (‘Carta a la madre’) es algo difícil de ver, porque se oye fatal y las copias están en muy mal estado. Superando las trabas de una producción pordiosera, el genio de Abraham es evidente en su retrato melancólico de un estado (Kerala) en descomposición, reflejo de un mundo cruel que sacrifica a sus futuras generaciones y las ahoga en sus premisas, especialmente a la juventud culta y preparada de algunas zonas del tercer mundo, obligados a vagabundear y a morirse del asco. El suicidio de un joven obliga al protagonista a luchar con sus demonios hasta que inicia un viaje por toda Kerala para comunicarle la noticia a la madre del difunto, que vive en Kochi. A ese periplo se une cada vez más gente, en un intento de reflejar la latente conciencia social en la fraternización desinteresada de un puñado de hombres que auto-asumen la labor de decirle a una madre que su hijo se ha quitado la vida. Las madres, en esta película, son personajes pasivos, resignados y altamente emotivos. Creo que he visto pocas películas tan tristes y deprimentes como ‘Amma Driyan’, pero que esta película haya salido de los bolsillos de los trabajadores de un estado rural es un milagro.

El infierno de 'Jigoku' (1960).

‘Jigoku’ (‘Infierno’ o ‘Los pecadores del infierno’) pertenece a la serie B japonesa y al género mixto de terror y erotismo. Su director es una figura a descubrir, Nobuo Nakagawa, un tío que trabajó toda su vida para los estudios Shintoho, responsables de títulos como ‘El policía militar y la belleza desmembrada’, ‘Pechos peligrosos’ o ‘El gato fantasma del estanque de Otama’, entre otras joyas de la imaginación desmadrada. ‘Jigoku’ tiene su parte de ketchup y otro tramo, considerablemente más largo, en el que despliega una visión del mundo malévola, malsana, brutal y terriblemente simplista. La verdad es que no daba crédito cuando lo veía. ‘Jigoku’ cuenta la historia de un estudiante de teología atormentado con la culpa y acosado por un doble demoníaco cuya presencia es un tanto gratuita. La cadena de acontecimientos horribles que el sufrido protagonista desencadena está acompañada de un frenesí visual y obsceno que demuestra una personalidad muy potente. Hay escenas maravillosas y soluciones narrativas totalmente precarias. Pero el último tercio, ubicado en un infierno mucho más occidental que oriental, no tiene parangón. Es ridículo y estúpido a la par que fascinante. Nakagawa tiene otra película muy famosa, ‘Ghost story of Yotsuya’, al parecer todo un precedente no reconocido de la nueva ola de terror japonesa que tanta conmoción causó a principios del milenio.

'Father and son' y un vecino celoso, entre los dos.

‘Father and son’, de Alexander Sokurov, también me dejó perplejo. Soy muy fan de la otra parte del díptico, que narra las relaciones hipnóticas entre una madre moribunda y su aplicado hijo. Esta vez, el interés de Sokurov es bastante homoerótico y me temo que muchas veces no trasciende el repaso a la fisonomía de los dos protagonistas. Me gusta mucha el onirismo de algunas secuencias, siempre imprevisibles, rotundamente absurdas, apoyadas en un trabajo con el sonido muy arriesgado. Pero, en general, me quedé un poco desencantado. No supe encariñarme con ninguno de los dos personajes, que aparte de ser poco creíbles (padre e hijo, militares rusos, amantes de Tschaikovsky y acostumbrados a abrazarse y a besarse por todo el cuerpo y a contarse sueños), son tan impenetrables como su robusto físico. Quien no sepa ver el arte y ensayo del señor Sokurov, al que aprecio mucho, puede hacer uso de esta película para otros fines igualmente nobles.

Hasta aquí puedo leer. En próximas entregas, la vida perra y fascinante de Mumbai, mis primeros encuentros con españoles y el hilo fino del que pende todo. Salud.
Sergio. 08/05/09.

lunes, 4 de mayo de 2009

LV. Magdalenas.



Voy a relatar algunos de mis devaneos turísticos por el sur de Kerala. El turismo es lo único que te permiten hacer si eres extranjero, y no sé cómo no me di cuenta antes. De cualquier manera, todavía no he viajado mucho, así que acarrear mi molesta mochila y mi ordenador por los asfaltos y los valles de la India es algo que me puedo permitir sin demasiado cargo de conciencia.

Ponmudi significa ‘Colina de oro’, y en ese lugar fresco, tocado por la calma y la inmensidad, se erige una estación de montaña decadente, fantasmagórica, donde pernocté una noche en que las luciérnagas se metían en el cuarto de baño y hacían cosas fascinantes tras el retrete. Merece la pena ir a Ponmudi, y el sitio no aparece indicado en la Lonely Planet, ese libraco que tantas alegrías me está dando (gracias, Ana). Kurien me había dicho que los atardeceres en Ponmudi son mágicos y colorean los rostros de los lugareños con una especie de fulgor dorado y brillante. Bueno, el día que fui yo hubo niebla. Pero al mediodía y durante las primeras horas de la tarde, cuando la luz no es sutil, pude comprender el porqué de la magia latente en esos campos de té; las hojas se animaban vergonzosamente con la brisa de la montaña y los resplandores crecían y se apagaban en un ritmo místico, secreto; la vida y su ritual de cambios parecía algo sencillo e inevitable; los perfiles de los Ghats Occidentales servían como sensual telón de fondo para una vida plácida y retraída, engullida por la sufrida naturaleza.

Ponmudi se compone de pequeños núcleos rurales muy cristianos a los que doné todos mis bolígrafos. Casi todas las mujeres trabajan en la recolecta de té y en las tristes factorías donde lo procesan. Las colinas más altas sirven para que unos cuantos indios de clase media-alta suban sus pesados culos y sus botellas de brandy y se pongan hasta las trancas, dejándolo todo hecho una mierda. Por fantástico e imponente que sea un paraje indio, siempre hay un pequeño componente destructivo que llama la atención sobre todas las cosas. No quiero parecer un miembro de la Liga por la Decencia, como comprenderéis, pero muchos indios se empeñan, inconscientemente, en degradar sus propios tesoros. Nadie se lo ha puesto fácil, desde luego. Después de sortear la niebla más romántica que he visto nunca y de atisbar la presencia del sol a lo largo de un campo infinito, llegué al mini-complejo turístico, donde unos albañiles se preparaban la cena después de un día más de trabajo levantando nuevas cabañas para futuros turistas. Me senté con ellos a tomar té y a comer mangos verdes con sal. Nadie está a salvo de la maldad, qué duda cabe. Pero, ¿por qué no hago más que encontrarme seres excepcionales, generosos, resistentes? La compañía de algunas de estas personas vence mi autismo crónico y me hace olvidar la soledad (algo que sigue sin suponerme un problema).

Dos días después, tras unas pequeñas gestiones de cortesía en Trivandrum y una descorazonadora entrevista de trabajo, me fui a Aleppey o Alappuzha, según se quiera. Esta pequeña ciudad es un lugar fascinante y sorprendentemente tranquilo, al menos en temporada baja. Sus comparaciones con Venecia son superficiales y no van más allá de los canales que surcan sus calles y del ruinoso estado de su interesante arquitectura. Aleppey es menos monumental pero tiene a su lado kilómetros y kilómetros de backwaters y el lago Vembanad, que baña tres distritos de Kerala y comunica a sus gentes desde hace muchos siglos.

Hay muchas formas de conocer los backwaters y casi todas son caras. He de decir que estos canales son el principal reclamo de Kerala, y su fama está más que justificada. A algunos de vosotros ya os he hablado de las casas flotantes como pequeño anzuelo para que vinierais a verme. Pues bien, yo quise organizarme de tal forma que pudiese salir de Kollam, el acceso a los backwaters por el sur (donde hay una iglesia surreal en forma de cono en el que el culto cristiano ‘a la manera india’ regala imágenes muy emotivas de fe colectiva). Pero ese día no había ferries turísticos a Aleppey. Maldición, me dije. La horda hostelera quiso convencerme para que hiciese un tour por los canales secundarios. No era caro y dichos canales son lo realmente digno de verse. Pero tuve una corazonada y lo que hice fue coger el primer autobús hacia Aleppey y buscarme un hostal allí. Dos horas después ya estaba instalado en esa ciudad tan dicharachera, y me fui a la busca del ferry con destino a Kottayam, un transporte de servicio público que hace un trayecto variado e igualmente vistoso por los backwaters por el módico precio de diez rupias (quince céntimos de euro). La gran ventaja no es la económica (que también) sino la oportunidad de hablar con la gente de la zona y de observar su vida más de cerca. Contribuir al desarrollo turístico de Kerala no estaría mal, y nada me impediría invertir en una casa flotante de cincuenta euros en adelante. Pero no me atrevo a gastar eso, y las casas flotantes son horteras, ostentosas y contaminantes. Empañan la belleza inenarrable de los backwaters. El punto de vista desde esos armatostes es feo y excluyente. Sé que parezco un miserable cuando hablo de mis regateos y mis tretas, pero me da igual. El turismo está tan mal enfocado, por desgracia, que las cosas más apetecibles y genuinas son, también, las más baratas. Pero nadie se da cuenta de ello, así que indios y británicos y alemanes y australianos seguirán alquilando las casas flotantes y dando dinero a la gente de Aleppey. De todos ellos, los primeros son los que más ensucian, qué duda cabe. El espíritu indio de auto-destrucción me deja perplejo.

Si algún día queréis conocer los backwaters de esta forma, os recomiendo que hagáis una parada en Kainagueri o Arraire (pura fonética, no sé cómo se escribe). Allí hay una cantina en medio del agua, en una pequeñísima lengua de tierra con un embarcadero de piedra. Es un sitio ideal para comer, tomar el té y ver el partido de cricket. Increíble. Ese lugar me traía ecos de la escena de ‘Tiburón’ en que los tres protagonistas beben con camaradería antes de afrontar la última embestida de la bestia. No sé por qué. Asociaciones de ideas.

Los backwaters son un no dejar de mirar. La cultura india no se puede explicar sin el agua, aunque es cierto que todos los elementos naturales están bien presentes (también el fuego como némesis imprescindible). Por todas partes hay pequeños escalones que descienden desde las pequeñas casas / cabañas / chabolas hasta los canales. Allí las familias se bañan, juegan, lavan la ropa, rezan y hacen toda su vida, tal y como supongo que harán en el río Ganges. El paso del ferry detiene, a veces, su actividad, y varios pares de ojos miran el lento circular del barco con un respeto ingenuo lleno de candor. Podría contar mil cosas y lo haría, seguramente, muy mal. No sé cómo describir el color de los jacintos de agua atascando los canales, los perfiles de las palmeras, el sol tranquilo sobre las aguas, la inesperada y perseverante humanidad que vive en esa pequeña burbuja y en esa lucha constante y amigable con el agua.

Ahora me dirijo a Mumbai, nuevamente. Después de cuatro meses en el paraíso. Mis expectativas laborales me empujan allí y espero no volverme más loco todavía. Como veréis, el título del post no hace mención a ninguno de los acontecimientos narrados en el mismo. Ni falta que hace. Salud.

Sergio. 04/05/09.