miércoles, 25 de marzo de 2009

XLI. Ritwik Ghatak y algunas reflexiones sobre el cine que no es “masala”.



¿Qué tal, majos? No sólo voy a hablar de cine en este post, aunque, en gran parte, sí. Lo aviso. Empezaré, no obstante, por mi segunda visita a Kochi, que no fue muy allá. Volví a Roots, aquel antro vegetativo donde me habían prometido una fuerte conexión con el inframundo cinéfilo. En fin. Eso me pasa por fiarme del primero que pillo. Todos allí tenían muy buena voluntad, pero una espesa nube de humo les impedía pensar con claridad y recordar nada de lo que habían dicho cinco minutos antes. Por suerte, reaccioné con rapidez y me busqué la vida yo solito. Mis visitas a las fundaciones de cine no fueron muy fructíferas y allí nadie tenía un archivo en condiciones. Tampoco aparentaron lo contrario, lo cual agradecí. Enseguida me di cuenta de que mi destino estaba en Trivandrum, donde gran parte de los realizadores locales residen, y donde un gran instituto llamado Chalachitra Academy me prometía algún que otro visionado esclarecedor. Por primera vez, no estaba confundido.


Doce horas después llegué a la capital del estado, sin hotel, sin mapa, tan sólo con el nombre del instituto escrito en un caótico papel. Sabía que en Trivandrum hay un templo y una playa muy famosos, aparte de los grandes destinos turísticos de Kovalam y Varkala en sur y norte, respectivamente. Pero no estaba pensando en eso, sino en ducharme y encontrar una cama razonablemente limpia, no lo que había encontrado en Kochi, que hubiese desafiado cualquier pronóstico sanitario. El Greenlands Lodging, a pocos metros de la estación de trenes, cumple las funciones básicas y, además, es barato. Tuve un pequeño percance con una mancha en una sábana que, por supuesto, no originé yo. Se me da muy bien poner voz lacrimosa y exagerar mi inocencia. Nadie se resiste a dejarme marchar ante semejante espectáculo. No me enorgullezco, pero, ¡pardiez!, es tremendamente útil si quieres que te devuelvan una fianza.


¿Qué hice en Trivandrum, pues? Ver pelis, algunas en compañía de Parvati, una chica de la que ya os hablé y que descubrí, sentada detrás de mí, gracias a un eructo que la muy cotarrera me soltó en pleno clímax dramático del filme. Me giré, y allí estaba: obscenamente hermosa, con un inglés sobresaliente y un gran conocimiento en cine independiente malayali, puesto que está haciendo una tesis doctoral sobre el asunto. Me vino como caída del cielo. Parvati hizo una lista de películas que tenía que ver y acordamos una segunda cita en abril, para la cual trataría de conseguirme el mayor número de subtítulos en inglés que le fuera posible. Qué encanto de chica. Qué solícita y qué bella es su forma de exponer el contexto socio-político de todas las cosas. ¿Cómo es Parvati, cari?


Aterricé en la Chalachitra Academy poco después de llegar a Trivandrum, y aunque no hay un archivo fílmico como el de Pune (una gran ciudad en el estado de Maharashtra donde hay un instituto de cine harto famoso en el que estudian todos los cineastas incipientes del país), lo que tenían no estaba nada mal como punto de partida. Empecé por Swayamvaram (One’s own choice), la ópera primera de Adoor Gopalakrishnan, un director de cine que muchos conoceréis porque se le tiene mucha estima en Europa. Hablé con alguien de su casa por teléfono y me dijo que estaba en Suiza, ejerciendo de jurado en un festival de cine. En mi próxima visita, intentaré verle, porque es un tío tremendamente interesante. De Gopalakrishan ya había visto Elippathayam (Rat-trap, en la foto de cabecera), una película maravillosa sobre la inoperancia de algunos cabezas de familia de la Kerala rural que todavía se creen señores feudales. Otros directores algo más actuales, aunque Gopalakrishnan todavía siga en activo, son Sukumaran Nair, Priyanandanan o T.V. Chandran, cuyos discursos pueden parecer algo pasados de moda en el fondo, pero no siempre en la forma. Su trabajo del sonido, a pesar de incurrir muchas veces en el doblaje de los diálogos, es muy audaz y expresivo. Casi todos ellos hacen un cine de denuncia, intensamente político, y sólo algunas películas consiguen construir una historia universal y actual al mismo tiempo. Es por eso por lo que Gopalakrishan trasciende fronteras locales, aunque de él y de todos ellos espero poder daros información más precisa y de primera mano.

Olavum Theevarum (1968).

Disfruté mucho de Olavum Theevarum (Wave and shore) de P. N. Menon, una película que se mira en la vanguardia soviética, a pesar de estar filmada cuarenta años después, y que está considerada la madre de todo el cine independiente malayali. Según Parvati, antes de esta obra fundacional la mayor parte del cine en Kerala estaba compuesto por números musicales y palabras, palabras, palabras. Hay mucho de eso en Olavum Theevarum, pero también hay una poesía ingenua e irresistible que es únicamente visual, y que recorre el paisaje de los backwaters de Kerala componiendo largos interludios que detienen sensiblemente la acción. Necesité traducción simultánea, cómo no, porque esto era toda una rareza. Narra una historia bastante prototípica de amor y honor, pero contada por una comunidad musulmana y con un realismo bastante feo y descarado. Los números musicales me enamoraron (soy muy facilón en ese sentido), y algunas imágenes todavía me hacen soñar y bailar.

Meghey Dhaka Tara (1959).


Y luego me salí de Kerala y me fui a Calcuta / Kolkata, a la edad de oro del cine bengalí, donde por fin encontré las dos obras maestras de un tipo absolutamente increíble, Ritwik Ghatak. A pesar de ser muy famoso en India, no pude encontrar nada suyo hasta que no llegué a Trivandrum. Se ha comparado a Almodóvar con Ghatak, y puedo entender los motivos, tanto técnicos como temáticos, aunque el español no abraza la fatalidad de la misma forma que lo hace el bengalí. Meghey Dhaka Tara (The cloud-capped star) es un melodrama terrible filmado en 1959 sobre una pobre maestra que sustenta a sus padres y a sus tres hermanos y que, como recompensa, sólo recibe desprecio, soledad, enfermedad y locura. Todo lo que os diga es poco. Ghatak se pasa cuatrocientos pueblos, pero no por ello la película deja de ser fascinante. Tiene un personal y muy arriesgado sentido de la estética, además de una sensibilidad muy musical. Las interpretaciones de todo el reparto son excesivas, muy fieles a cada uno de los arquetipos que representan, y a veces la película se asemeja a una función de marionetas cruel o a una pesadilla molesta y estridente. En ella podemos encontrar ramalazos musicales propios del serial televisivo y del producto bollywoodense, pero acompañados de un espíritu personal, tempestuoso y envolvente. La protagonista, en un momento de la película, siente que ella tiene la culpa de todo lo que le sucede. Que se lo merece, vamos. Su ex - novio, después de haberla traicionado de la forma más ruin imaginable, le dice: ¿pero cómo va a ser culpa tuya? ¿De qué eres culpable? Y ella remata: ‘soy culpable de no haber denunciado las injusticias que se hacían contra mí. Ahora debo pagar por ello’. Todo es política.

Subarna Rekha (1965).


Subarna Rekha (The Golden River, creo) fue realizada seis años más tarde y es algo menos conocida que la primera, pero me parece todavía más impactante, si cabe, y tiene uno de las finales más increíbles que he visto nunca, junto con los de Ordet o El intendente Sansho de Mizoguchi. Un destino implacable se va adueñando de todos y cada uno de los desgraciados que se asoman a esta película. Este discurrir es lento y, en principio, parece una historia mucho más anodina, aunque cargada de belleza y de lirismo. Un desertor de los movimientos anti-separatistas en Calcuta, posteriores a la independencia india, acepta un trabajo en una vasta y desértica plantación donde puede procurar la seguridad de su hermana pequeña y de un desgraciado huérfano. Los años pasan y muchas repeticiones simbólicas infectan las vidas de los tres personajes hasta degradarlas en un tercer y espantoso tercer acto que eleva el melodrama a cumbres insospechadas. Alucinante. Entre algunos de los logros se encuentra la transición mediante encadenado de imágenes más impresionante que he visto nunca. Por supuesto, también hay puestas en escena que desafían cualquier parámetro y que sólo rinden tributo a la emoción de la tragedia que se está contando. Eso es Ritwik Ghatak: pura y desbordante emoción, como un río lleno de miseria y suciedad que ahogase a una vasta población bajo sus aguas pestilentes. Qué tío. Menudo descubrimiento.


El cine terminó y con él vino una seria promesa de vuelta a Trivandrum, y una larguísima lista de películas con las que os bombardearé sin piedad. En los suburbios de la capital, frente a una mezquita rosa muy hortera, encontré también una tienda de cine donde vendían copias muy buenas de películas de arte y ensayo europeas, donde adquirí a un precio ridículo algunas obras de Bresson (Au Hazard, Baltasar; qué peliculón), Antonioni (L’avventura) y Dovzhenko (La tierra). Qué contento me puse y qué poco vi de la ciudad. Otra vez será. Lo que atisbé de Trivandrum me pareció grotesco y encantador y espero pasear y perderme por sus callejones muchas veces. Ahora debo terminar mi trabajo pronto si quiero hacer uso de todos los nuevos contactos que he hecho. No me queda otra. Salud.


Sergio. 22/03/09.

XL. La piedra sobre la mesa.


Hola, chatas y chatos. Me he dado cuenta de que no he sido muy justo con las mujeres indias. Siempre que las he sacado a relucir, ha sido para hacer un comentario erótico - jocoso acerca de su reclusión. Lo siento. Soy consciente de lo frívolo que suena todo eso, y no lo utilizo para banalizarlas (aun menos para aprobar su situación), pero es una forma torpe de acercarme a una realidad que no me es permitido comprender, puesto que aquí no puedo tener ‘amigas’. Bueno, por poder, puedo tener una amiga y formar una familia con ella, lo que no entra dentro de mis planes, desde luego. Conocéis bien a algunos de los integrantes del Teto’s Brothers Club, todos varones, y a algún que otro lugareño. Meto a l@s extranjer@s en otro saco distinto, se entiende. Sólo Parvati, una chica de Mangalore, me ha ofrecido conversación con vistas a perpetuarse, aunque ésta sea de índole intelectual. De cualquier manera, no es el momento de hablar de esta chica encantadora de labios modélicos. Tampoco encaja en el universo de Kannur. ¿Qué me queda, entonces?

En primer lugar, he de decir que nunca pensé que la separación de sexos sería tan estricta en el sur de India. Me llegan noticias de las barbaridades cometidas en el norte, especialmente en las zonas del Gujarat y el Punjab. Aquí, aunque la convivencia es mucho más pacífica (de puertas para afuera), las mujeres y los hombres ocupan asientos distintos en los templos, autobuses y casi todo tipo de espacios públicos. En lo privado, su inferioridad queda más patente, como ya comenté en la presentación de Kiran y de su familia. Sin embargo, se ve a mujeres y hombres haciendo trabajos de igual esfuerzo físico (peones de construcción, por ejemplo) y tratándose con mucha camaradería, de igual a igual (aunque dudo mucho que perciban el mismo salario).

(Nota: el otro día, de camino a una boda, me encontré con Kiran y con su hermano lavándose los dientes y las axilas a pocos metros de la playa. Les pregunté por sus planes. Me dijeron que se unirían a mí en breve, pero que tenían que recibir a un visitante que venía a ver a su hermana, como quien va a comprobar las facultades de una res. Kiran lleva las riendas de todo el asunto desde que su padre vive en Kochi, intuyo, por problemas que no vienen al caso. Cuando pienso en un chaval de veintidós años, organizando y gobernando la vida futura de su hermana de veintiuno, y sometiendo la elección de su cuñado a su discutible juicio, tiemblo. Kiran es un muchacho de gran corazón, doy fe de ello. Y hace lo que cree que debe hacer, de acuerdo a lo que es la cultura matrimonial en las zonas rurales. Pero me gustaría saber qué es lo que piensa su hermana de todo eso. Su hermano, el pequeño, va por otro lado. Es encantador e insensato a partes iguales. El otro día descubrí que tiene seis dedos en la mano izquierda).

Una boda es un gran evento para acercarse a la realidad de las mujeres indias. Todavía no he visto la pompa y la circunstancia, puesto que me ha tocado vivir, tan sólo, un par de enlaces musulmanes, que son mucho más sobrios. Todo lo importante se lleva a cabo en el interior de la casa de la novia, ante los ojos de los familiares más cercanos y de las mujeres, y el resto nos repartimos por el exterior, donde nos sirven byriani de pollo y agua caliente teñida de rosa. El novio le regala a la novia un dormitorio (¡en la casa de ella!) donde pasar sus primeras noches. He de decir que la decoración de la misma responde a un gusto estético muy… muy… alejado al nuestro. Es en esa habitación donde todos los chicos nos acercamos, uno por uno, para abrazar al novio, que permanece de pie con un montón de collares de flores y cara de pelele, y desearle lo mejor en su nueva vida. Luego salimos afuera y espantamos moscas. Así es la celebración de día.
La celebración nocturna es algo más musical. Las mujeres siguen dentro de la casa, cómo no, pero entonando canciones y mirando al sexo opuesto a través de las rejas de su ventana, con una curiosidad infinita. Los hombres jóvenes y sin compromiso, por su lado, colocan una mesa a poca distancia de la ventana, se sientan en torno a la misma y tocan palmas o hacen percusión con lo primero que pillan. También cantan, y lo hacen maravillosamente bien, con una cadencia mágica en la que se podría bucear toda la noche. Me encantaría entender las letras. Shafi, el gran Shafi, al que le tocó ser conductor de esta entrañable orquesta, aporreaba la superficie de la mesa con una piedra invisible que guardaba entre sus dedos. Yo sólo podía dar palmas, evidentemente, y observar con avidez todo lo que sucedía a mi alrededor. Los ojos femeninos, brillantes y soñadores, recortándose en sus siluetas negras, atrapaban el ímpetu masculino desde el interior de un cuarto estrecho reservado para sus saris. A veces, Shafi se acercaba y se colgaba de las rejas con el descaro que le da su soltería (no su ebriedad, porque él era familiar directo y no podía alternar con nosotros en ese sentido).

No soy nadie para juzgar si las mujeres son felices o infelices con esta situación. No lo sé. Si me tengo que fiar de mi intuición y de lo que ven mis ojos, diría que se manejan bastante bien. Que me perdonen las que vivan esa separación de sexos como un yugo insoportable, que las habrá, sin duda, y es rotundamente comprensible. Pero, en la base de todo este entramado, yace un respeto muy profundo y muy acorde con el sistema de valores indio, del que ya he hablado, y que me parece envidiable. Sería de estúpidos negar la desigualdad que hindúes y musulmanes imponen a sus mujeres. También es justo recordar que no siempre ha sido así, y que las religiones orientales solían ser un paradigma de tolerancia y equidad, antes de que les diera por el imperialismo. Se ha dicho, y con bastante razón, que la represión de la mujer en la cultura islámica fue un hábito adquirido del cristianismo europeo (en especial, del ortodoxo) a raíz de las primeras conquistas árabes llevadas a cabo por los descendientes de Mahoma. En ese sentido, las costumbres orientales, antaño avanzadas en comparación con las nuestras, han involucionado, y mucho, de la misma forma que nosotros involucionamos a partir del horror del Imperio Romano en adelante, del que tardamos casi veinte siglos en salir. Todo en historia es una sucesión de ascensos y caídas, no es nada nuevo para nadie. Y los indios, en su momento de transición, no tenían colonias a las que explotar y con las que invertir en una revolución industrial y en una mejor educación para las futuras generaciones. Así están repartidas las cartas, de momento.

Siento que le debo mucho tiempo y una introspección más detallada a las mujeres, y sin embargo, no soy capaz. Tampoco es sencillo para mí, aunque me he topado con señoras admirables en estos dos meses y pico. Sin embargo, un nubarrón más importante se cierne sobre el distrito de Kannur, en tanto que se lleva vidas por delante. Es la ignorante disputa política entre los miembros del Partido Marxista y los del Frente Nacional, que vienen a ser los mismos bandos de siempre con distintos nombres, y en los que a veces también se meten las religiones de por medio. En mis viajes a Kochi y Trivandrum, cuando digo que vivo en Kannur, todos se sorprenden y me dicen ‘War Kannur’. No es para tanto. La peor parte se la lleva Thalassery, un pueblo a veinte kilómetros al sur de Adi Katalayi, en donde los asesinatos son frecuentes. Parece mentira, puesto que veinte kilómetros no son muchos y, sin embargo, señalan una gran diferencia de valores.

Muchos radicales, tanto hindúes como musulmanes (lo mismo da), con sedes en grandes ciudades del sur como Bengaluru, se dedican a reclutar adolescentes sin oficio ni beneficio, es decir, se aprovechan del paro, como hacen las mafias napolitanas y cualquier tipo de mafia, y les dan dinero para comprarse motos, iPhones y otros artículos distintivos de la sociedad de consumo. A cambio, organizan revueltas. Hace poco, comenzó una en el templo de Adi Katalayi, a cinco minutos de mi casa, en la que se abofeteó a una chavalito musulmán que estaba bailando en la calle. Poco después, a golpe de cadena de bici, le dejaron casi muerto. Cómo no, el contraataque no tardó en aparecer, y una puñalada en la pierna dejó a todo el vecindario paralizado. Kurien lo vio mientras se compraba cigarrillos, y lamentó que nadie hiciera nada por impedir que la locura no se propagase de aquí a Kannur. El resultado: varios comercios cerrados por vandalismo, unos cuantos heridos y un montón de policía en la calle desde entonces. El chico que lo empezó todo solía entregarle el pan a Kurien todas las mañanas. Triste, muy triste. Y las elecciones generales comienzan dentro de tres semanas. Habrá que abrocharse los cinturones.

Mis queridos amigos, mientras tanto, se mantienen al margen en nuestro paradisíaco retiro, y espero que sea así siempre. Irumban, en concreto, se perfila como un chico con una gran capacidad para sorprender. Hace poco, me llamó para que viera el atardecer con él, a pesar de que los indios no entienden por qué a los occidentales nos gusta tanto ver una puesta de sol. Yo le digo que es bonito, sin más. Tampoco veo que tenga ningún misterio, más allá de lo seductora que es la belleza. Juntos, en la playa, vimos el espectáculo de todos los días mientras hablábamos de tonterías y veíamos el discurrir de los cangrejos por la arena húmeda. Neutralicé todo pensamiento inútil gracias a su sonrisa generosa, al color cambiante del cielo, al mar cálido y en calma, con su estela de sol en la superficie. No hubo nada especial en ese atardecer. Y, sin embargo, no pienso en una estampa más cercana a la felicidad. Apenas unos pocos minutos de compañía frente al océano. Y a dormir.

Sergio. 22/03/09.

XXXIX. Pradeep (y II).


Hola amigos. Nuestro relato se había visto interrumpido en el momento en que Santhosh me conducía, con los primeros rayos de sol, por las carreteras olvidadas de la campiña de Kannur, en dirección al templo donde Pradeep iba a actuar como Kali. Reanudemos, pues.




Es difícil empezar por algún punto, pero me temo que debo hacerlo. No eran las siete de la mañana y Santhosh, un muchacho muy risueño y extremadamente servicial, me dejó a mi suerte en una especie de valle desolado, bajo la luz gris de la aurora. Bajando por un camino llegué al templo en cuestión, muy pequeño, de carácter familiar, en el que había pocos devotos aparte de los sacerdotes, y en el que sólo Gulikan, el dios menor que se pone una corona de diez metros de altitud para conectar el cielo con la tierra, estaba danzando perezosamente al ritmo de los tambores. Yo me moría por un café, y lo que recibí fue té con cardamomo, que no está nada mal. Después de presentarme ante unos cuantos lugareños, busqué a Pradeep por todas partes sin encontrarle. Pensé que tal vez Santhosh me había dejado en el sitio equivocado. Sin embargo, Pradeep se escondía en un cuartito de honor, en el roncaba sonoramente mientras un maquillador le dejaba la cara a punto. Me gustó volver a verle, veinticuatro horas después de nuestro primer encuentro en su casa. Me moría por ver su transformación paulatina. Así pues, me senté a pocos metros del cuarto y me dispuse a esperar y a beber té como un poseso. Pradeep no comenzaría su delirio hasta las doce del mediodía. De las siete de la mañana, que era la hora prefijada, a las doce, hay cinco largas horas en las que se pueden ver tres películas, leer siete cuentos, aprender a coser, dejar a una pareja, llorarla y encontrar otra, conquistar países, destruir otros… Muchas cosas. Lo que es a mí, dejarme en un templo es como cuando mis padres me dejaban en la librería del Pryca mientras hacían la compra del mes: un tema muy divertido.

Pronto empecé a notar que la gente me miraba con mucha sorpresa y agrado. No era nada especial, puesto que el theyyam todavía está muy alejado de ser una cosa turística. De hecho, vayas a donde vayas, te van a mirar de arriba abajo. No obstante, me enteré de que yo era el primer extranjero que visitaba ese templo en concreto. Resultaría muy absurdo tratar de describir la bondad con la que fui tratado a lo largo de toda la mañana y parte de la tarde. Basta decir que a mí se me conquista con el estómago, y comí como una bestia. En primer lugar, tuve un desayuno en la casa de al lado, donde un buen número de mujeres de distintas edades me sacaron fotos y me dieron lentejas, frutas y otras birguerías. El exceso de atenciones me incomoda un poco, puesto que no hay manera posible de devolverlas. Supongo que ellos lo saben, y por eso nunca dan las gracias, y se ríen de ti si se te ocurre dárselas. Pero ese copioso desayuno, al parecer, no era suficiente. De vuelta al templo, me esperaban habas y coco. A la hora y media, el almuerzo, consistente en el ardiente curry vegetal típico de los templos y en un postre de arroz y plátano que te hace poner los ojos en blanco. No me pegaba esos atracones desde que mi bisabuela, que en paz esté, me ponía cara rara si no comía a todas horas o si no bebía jerez. Acabo de darme cuenta de que he dedicado un párrafo entero a la comida. Pero qué le voy a hacer, me gusta engullir.

¿Qué sucedía en el bando de los dioses, mientras tanto? Pues había una pareja cómica con mucho tino. Eran Siva y Vishnu, por todos conocidos, pero Siva tenía forma de león, Thiruvappan, y Vishnu estaba convertido en Muthapan, un avatar muy querido por los hindúes por su buen humor, su carácter profético y sus múltiples ocupaciones, que van de los rituales en los templos a las inauguraciones de casas. Thiruvappan tenía un elaborado maquillaje corporal con lunares y una barba postiza que se movía o con un movimiento de barbilla o con no sé qué. Ese misterio me dejó bastante intrigado. El sol empezaba a arreciar y los sacerdotes, todos muy parecidos a Freddie Mercury, elevaron unas lonas azules sobre el recinto, con más buena voluntad que otra cosa, puesto que el calor iba a ser el mismo. Muthapan, con su arco y flecha y su corona de flores, seguía a Thiruvappan e interactuaba con él en una profusión de gestos y palabras inexplicables para un ignorante en el tema como yo, pero no por eso menos graciosas y fascinantes.



El momento de las bendiciones, sin embargo, puso el listón muy alto. Había visto a Uchita y a Tipottan dialogar entre sí, brevemente, pero lo de estos dos era un patio de vecinas, con exclamaciones, carcajadas y alusiones constantes a la gente que había en el templo, que cada vez era más numerosa, y a los sacerdotes, a los que amenazaban con mucho ardor. Aquello parecía Extra Rosa, ese programa mítico de la prehistoria del corazón en el que dos chicas muy chabacanas cotarreaban en un plató ridículo y se reían como hienas. Éstos dos las superaban en maquillaje y en gracia, qué duda cabe. Era imposible no unirse a ellos. El culmen de las bendiciones llegó cuando un sacerdote muy viejecito, que se hizo colega mío en pocos segundos, me llevó frente a Thiruvappan mientras los varones de la zona le ofrecían brandy (sí, el brandy es una ofrenda, como creo que dije ya alguna vez). Era la primera vez que estaba tan cerca de un theyyam, y pensándolo bien, el respeto irracional que me despertaba su presencia era pueril. Pero no lo podía evitar. Quería ver en él, efectivamente, a un dios. Thiruvappan me ofreció una pequeña tetera con brandy y yo me la tuve que beber delante de él. Dijo, en malayalam, que estaba muy contento de recibir a un extranjero, pero que por qué no le había traído brandy yo también, que estaba muy bonito eso de beberse el de los demás. El tino no se lo quita nadie. Le abracé y él me abrazó. Luego volví a mi escalón, donde me senté y sonreí durante horas.


Y luego vino Pradeep. A ver cómo explico esto sin parecer un loco. El caso es que nuestro amigo ya me había saludado un par de veces mientras yo pasaba por delante de su cuarto. Su rostro estaba preparado, pero su presencia todavía era muy parecida a la del día anterior. Ahora bien, cuando salió de allí y se dirigió al camerino exterior, con un cortejo de jovenzuelos que no paraban de subírseme a la chepa, ya no era él. Sé que hay que verlo para creerlo, y no trataré de convencer a nadie. Pradeep todavía me conocía, pero su sonrisa era terriblemente maliciosa, y no se correspondía con nada humano. Me presentó a uno de sus amigos en un estado de semi-inconsciencia, refiriéndose a mí como el spanish. Miraba a su alrededor con la seguridad que te debe dar el saberte con un conocimiento más allá de toda comprensión. Y, cómo no, todo eso puede deberse a una magnífica composición de un personaje, en este caso, el de Kali, la diosa de ira implacable y de amor infinito para quienes la veneran. Pero yo sentía como alguien se estaba llevando a Pradeep, cómo todo su cuerpo cambiaba, cómo alguien me miraba a través de sus ojos y se reía de mi estupefacción. Empecé a perder el sentido. Y entonces, comenzó el milagro.


La masa de gente y de niños era insostenible. El calor procedía del mismísimo infierno. Pradeep, o tal vez he de decir Kali, estaba sentado en el centro de un corro rotundo. Los músicos se volvían locos. Y la corona fue puesta sobre su cabeza. Una danza con un poder para subyugar como nunca he visto ni veré. Sólo sé que quería llorar. Pradeep / Kali se sentaba en su taburete y se miraba en un espejo haciendo unas contorsiones imposibles, exigentes. Mientras tanto, los niños chillaban como perros. La diosa se acercaba a ellos para escucharlos mejor, y se dejaba tocar, y se alimentaba de su delirio. Abría la boca y de su interior dejaba salir un grito de guerra. Colmillos. Saltos. Júbilo. Luz. Pies. Dentelladas de polvo. Ansias de muerte y de libertad en todo y en todos. Lo que estaba sucediendo tenía la piel de los milagros y la lucidez de esas imágenes que han sacudido mi vida, como la mano de Catherine Deneuve deslizándose por una cómoda o la resurrección de una muerta a partir de un leve temblor en una mano. No soy tan bueno como para transmitir un estado mental de este calibre, una brecha tan violenta. Perdonadme si lo intento. Sólo quiero decir que, por un momento, vi a Dios. No afirmo su existencia. Pero, en ese momento concreto, gracias a Pradeep, la celebré, y fue el momento más arrebatador de mi vida.

Y, sin embargo, todo esconde una paradoja. Seguí a mi poseído amigo por todo el templo durante las dos horas siguientes. Justo cuando pensaba que iba a decaer, hacía algo totalmente nuevo, bello, loco. Si hace dos meses me llegan a decir que iba a sentir algo parecido a esto, no lo hubiera creído; al menos, no con mis primeras experiencias, distantes, superficiales y descreídas. Pero Pradeep me ha regalado un tesoro que permanecerá para siempre en mi memoria. Intentaré no desviarme. El caso es que perdió el control en cuanto se apoderó de su machete de guerra. La cosa se puso un poco fea. Hubo un momento en que se giró hacia donde yo estaba y vi esa cosa a punto de atravesarme el cuello. No hay un índice alto de mortalidad por asistencia a un theyyam, pero a lo mejor pasa lo mismo que con la siniestralidad en las carreteras indias, que a pesar de que todo el mundo actúa sin pensar, la cosa funciona. Hubo un susto mayúsculo, no obstante, y vino de la mano de unos malabares altamente peligrosos que hicieron retroceder a mucha gente y que anduvieron muy cerca de alcanzar a una niña pequeña. Por supuesto, ésta lloró, aterrada. Y Pradeep/Kali se detuvo por un instante y fue a consolarla (la madre, a todo esto, ni se inmutaba). Este momento es difícil de interpretar. ¿Quién estaba reanimando a la niña? ¿Kali, maternal, con la seguridad de que nunca hubiera dejado que nada malo ocurriese? ¿O Pradeep, padre de una niña de la misma edad, tan asustado que se apeó de su trance en menos de un segundo? Esto último explicaría que, durante las bendiciones, Pradeep llamase a uno de los sacerdotes y le ordenase llevarme a la parada de autobuses. No es muy creíble que Kali piense en mi situación, por muy extranjero que fuese, pero, ¿por qué durante las bendiciones, un momento en el que todo el mundo espera las palabras mágicas de la diosa? ¿Qué coño estaba sucediendo? No es que fuese a desvirtuar lo anterior, que era imposible, pero introducía un nuevo y perturbador elemento para dar más gloria a esa celebración.


Pradeep me bendijo amorosamente, y cuando pregunté a mi amigo el sacerdote por el significado, recibí una magnífica contestación: aprende malayalam. En ello estoy, que conste. Aunque sólo sea para preguntarle a Pradeep, en su idioma, si recuerda haberle pedido al jefe de la congregación que me ayudase a volver a mi casa. Os juro que el recuerdo de este día y de todo lo que sucedió en ese templo me atormenta. Cuando lo abandonaba, sentía que me desprendía de un lugar en el que lo había dado todo de mí. Los rostros de la gente me decían adiós con un cariño insuperable. Y en el autobús, de vuelta a Adi Katalayi, un desconocido me acarició la barbilla. Demasiado. La realidad me estaba abrazando con fuerza y yo no quería despertar. Pero había ropa que lavar en casa. Y esos trajines domésticos me sacaron del trance. Frota que te frota en mi cuartito de baño, añoré a Pradeep y desée no haber abandonado nunca su presencia. Me muero por ver su siguiente actuación, y no hay duda alguna de que influirá poderosamente en la escritura de la película. Básicamente porque él me ha hecho vivir la magia del theyyam (y cómo), a la que me temo que estaba dando un poco de lado. Ay, Pradeep, qué has hecho conmigo.


Este ha sido un post largo, pero el más importante de todos. Espero que hayáis tenido la paciencia de llegar hasta el final. Espero que, los que os esperabais un blog de vídeos y fotos, no os sintáis del todo decepcionados, sobre todo después de un relato tan visual como éste. Yo, personalmente, me alegro de ser una persona tan poco tecnológica en ese aspecto. No tengo que grabar cintas y cintas ni hacer álbumes de fotos para pensar en imágenes, que es lo que hago todo el tiempo, y es lo que no puedo dejar de hacer aun intentándolo. Por supuesto, colgar ese tipo de cosas me ayudaría, y mucho, a transmitiros todo lo que me está sucediendo. Pero, de momento, lo que me está sucediendo es gracias, en parte, a que no estoy pendiente de registrar nada, sino de entregarme al momento con todas mis ganas. Aunar la vivencia y la grabación en una sola cosa lleva tiempo. Me ha costado dos largos meses empezar a entender este fenómeno acojonante. Y, sin prisa, sé que llegaré a lugares todavía más increíbles. Un saludo, familiares y amigos y curiosos. En las próximas entregas, algunos apuntes sobre las mujeres indias, los disturbios políticos que azotan Kannur y el cine malayali que descubrí en Trivandrum. Salud.


Sergio. 21/03/09.

XXXVIII. Cotarros del 5x08 y el 5x09 de ‘Lost’.


Hola, compañeros de fatigas, que no sois todos, pero algunos sí. Compartir vuestras opiniones conmigo no os hará ningún daño y me haréis muy feliz. Al lío.
¡ATENCIÓN! ¡SPOILERS PARA QUIEN
NO HAYA VISTO LA QUINTA DE ‘LOST’!

Me puse muy laudatorio y muy técnico con Jeremy Bentham. Sin embargo, sigue siendo (en mi humilde opinión) el mejor episodio en lo que llevamos de temporada, a pesar de algunas decepciones comprensibles que he leído por ahí. Hay que ser conscientes de lo difícil que es para un grupo de guionistas estar a la altura de estas circunstancias. Y más vale asumir que no todos los cabos van a ser atados. Muchos echaron en falta que Locke no le dijese a Jack, en su encuentro, eso de que ‘pasaron cosas terribles en la isla porque te fuiste’, tal y como éste último alega al final de la cuarta temporada. Pues bien, si lo pensamos fríamente, aunque esta omisión sea bastante importante, ‘The life and death of Jeremy Bentham’ es un capítulo muy apretado, en el que pasan muchas cosas (de hecho, dura más de lo normal) y tal vez no tenga sentido recorrer caminos trillados, aunque eso suponga pasar por encima de la lógica de los acontecimientos. Dicho lo cual…
¡Por fin Sawyer recupera el tiempo que se le había negado! La fleur, con un comienzo insuperable y un desarrollo irregular, se dibuja como la brecha abierta entre los dos liderazgos isleños: un diplomático, inteligente y sensible James Ford, reconvertido en Jim La Fleur, lidera el cuerpo de seguridad de la iniciativa Dharma y vive un romance nada apasionado y nada creíble con Juliet La Fleur. Mientras tanto, Miles se acopla a las circunstancias hasta que decidan dedicarle un capítulo a sus fantasmagorías; Jin aprende inglés; y Faraday enloquece hasta volverse pequeñito y ¿desaparecer? De Faraday veremos muchas cosas en adelante, no tengo ninguna duda al respecto. Pero lo que está claro es que Sawyer toma las riendas y nos regala momentos impagables y, como siempre en él, interpretados con mucha elegancia y carisma.
He hablado de un gran comienzo; lo reitero. El arranque setentero-psicodélico-casi soviético de La Fleur en la cabina de control es una de las cosas más rarunas con las que nos hemos topado en Lost. Gracias. Los viajes en el tiempo se han detenido en 1974, y lo que nos encontramos ahí es una supuesta explicación a los enigmas de temporadas pasadas, pero que, de momento, todavía no han dado mucho de sí. Horace Goodsped, el personaje que ayudaba a parir a la madre de Ben y que se le aparecía a Locke en sueños mientras construía la cabaña de Jacob, ha venido para quedarse, o eso parece. Es un personaje singular, de eso no cabe ninguna duda, aunque su rol futuro y el de su esposa, Amy, todavía no están muy claros (bueno, son los padres de Ethan, pero, ¿qué más?). En Namaste encontramos, además, a Phil, un tío agresivo que no parece congeniar mucho con Jack (normal), y a otro todavía más peligroso, Radzinsky, que, si no recuerdo mal, es el hombre que se pega un tiro en la estación The Swan, tal y como vimos en el flashback de Desmond de ‘Live together, die alone’. Oh, cielos. ¿Estarán empezando a encajar las piezas de verdad? El caso es que estos dos últimos van a dar muchos problemas, y veremos qué es lo que hace Horace en medio. Aunque me entusiasma mucho más la posible lucha de gatas entre Juliet y Kate.
Lo de Juliet en La fleur no tiene nombre. La tía sirve para todo: es cáustica, inexpresiva, comprensiva, excelente tiradora, parturienta, mecánica de coches y también sabe cocinar pasta. No me extraña que el señor La Fleur quiera arrimarse a su pellejo. Aunque esta pareja tiene muy poco futuro, y eso no hay más que verlo en lo mal que pegan sus dos cabelleras rubias unidas en una. Podría decir que el momento en que La Fleur le regala una flor a su Fleur es de las escenas más ñoñas y vomitivas de Lost, si no fuera porque la música de Giacchino me encanta, y porque la escena precedente, en el muelle, es maravillosa. Recordemos: Sawyer convence a Juliet para quedarse dos semanas más en la isla mientras esperan a Locke, pero ambos saben que es 1974, que no tienen donde caerse muertos, y que si echan un polvo seguramente lo pasarán muy pero que muy bien. Sus miradas son terriblemente intensas, y Elizabeth Mitchell nos acelera las pulsaciones con su boca entreabierta. Su ataque indirecto a Kate en Namaste también me ha hecho admirarla. Espero que no me la maten todavía, por favor, aunque la pobre es carne de matadero.
‘Namaste’, nuevamente dirigido por Jack Bender, nos ofrece imágenes muy bellas (Ben corriendo por la jungla con el sol dándole en la cara) y una propensión algo cansina a subir la cámara al cielo cada dos por tres. Definitivamente, lo que los Oceanic Five se encuentran en la isla no es lo que esperaban, ni mucho menos. Jack, al que le sienta muy bien el mono de conserje, tiene una nueva némesis mucho más cabrona que Locke: La Fleur. Kate se las verá con otra rubia peligrosa. Sayid, sin entender nada de nada, se encuentra entre rejas y alimentado por el mismísimo Ben Linus en versión miniatura, pero igualmente amenazadora. Al bueno de Hurley, de momento, sólo le toca hacer chistes. Y Sun, la reina de mi corazón y la mejor de todos ellos, aterriza, no sé sabe por qué, treinta años después, y sólo tiene a Lapidus como consorte. Hay un clima bastante bueno para construir dramas sólidos y desgarradores de aquí al término de la temporada (que, por cierto, ya tiene título, y es uno bastante sobrio y evocador).


A favor de estos dos últimos episodios está su capacidad de sorpresa y de renovación, puesto que en pocos minutos se nos plantea una situación radicalmente distinta, fructífera y prometedora, que hace avanzar la acción sin necesidad de puntos muertos. ¿En contra? No mucho, la verdad. Bueno, me parece muy incongruente que Sawyer ame tanto y tan repentinamente a Locke para luego tomarse la noticia de su muerte como si nada. Tal vez se echen de menos algunas de esas secuencias que cortan el aliento. No se puede decir que los finales de episodio estén siendo de infarto, la verdad. Pero la calidad media es muy alta y ‘Lost’ no pierde un ápice de su intriga gracias a su ritmo y a su coherencia interna, heredada de los logros de la cuarta temporada. Los guiones siguen siendo puzzles de precisión, y la dirección de actores es magnífica. ¿Qué mas se le puede pedir a una serie tan compleja, después de cinco temporadas?
Haciendo un mejunje de ambos episodios, destaco:
a) La estatua de cuatro dedos, de espaldas. En cuanto la vi, grité. Tres años después, Cuse y Lindelof nos ponen la miel en los labios. Estaba claro que no iba a durar. No sé si soy el único en ver la efigie en cuestión con forma de duendecillo, pero muchos opinan que tiene ¿rasgos egipcios? No hay que olvidar que los guiños hacia la civilización faraónica son bastante frecuentes, pero… no sé…
b) Faraday cree ver a Charlotte. Momento breve, tal vez no muy relevante, pero cargado de poesía y fatalidad. Aunque el mad scientist no me congratule demasiado, me muero de ganas por ver qué es lo que le sucede en 1974-1977.
c) Sawyer habla con Richard Alpert y se gana la confianza de Horace. Aunque todavía no entendamos los códigos que rigen la relación entre Dharma y Los Otros, y mucho menos su juego de compensaciones (¿qué demonios sucede con los muertos?), este aperitivo es muy dulce al paladar. La presencia de Alpert en ese parquecillo desolado, en mitad de la noche, con un porte chulesco y tres pares de calcetines en el paquete, es muy sugestiva. Sawyer apuesta por la acción y sale recompensado. Así es como dialogan los grandes líderes; sentados en un banco, con la cabeza fría, y al grano.
d) Ben da más miedo que nunca. Será que, desde que se cargó a Locke, le juzgamos de forma distinta. Pero su interpretación, siempre sobrecogedora, nos devuelve a un Linus oscuro, de mirada azul y penetrante. En esta serie, siempre que alguien persigue a otro, acaba escaldado. El caso de Sun no iba a ser distinto. Ben se le aparece, como un sombra infernal, y le dice: Why are you following me?
e) Y Sun se pasa a la acción a golpe de remo. Genial. Esta mujer evoluciona que es un primor. Y su dura batalla para reencontrarse con su marido a través del espacio y el tiempo será una subtrama que espero esté a la altura de tan espléndida actriz. Ahora… ¿qué va a pasar con Christian? Ciertamente, no me esperaba su aparición ante dos personajes como Sun y Lapidus, que a punto han estado de vérselas con el humo negro, aunque ya vemos que eso no es un obstáculo para nuestra coreana de acero. Esperemos que haya continuidad con el papá de Jack y que no sea un simple golpe de efecto.
f) Sawyer le da a Jack su merecido. Y tanto. Mientras que Mathew Fox actúa cada vez mejor (nunca está de más reconocerlo), los guionistas no paran de vapulearle. El señor La Fleur le llama tonto, iletrado, paradillo e inconsecuente. Y lo hace muy bien y con razones de peso. Gozo maliciosamente con esta secuencia y mis predicciones futuras al respecto de quién va a ser el próximo líder zarandean mi mente en vano.
Dos capítulos sin Locke son muchos. Pero, después de una primera parte muy centrada en él, nos espera una gran sequía del calvo, me temo. Su resurrección pública da mucho morbo y se la guardan para el final. Y hasta aquí el cotarreo de hoy, que no pretende ser una crítica sino una mala imitación de una conversación entre colegas. Como aquí no puedo tenerla con nadie, la transcribo. Todavía no he conseguido generar debate, pero no me doy por vencido. Saludos.
Sergio. 21/03/09.

jueves, 19 de marzo de 2009

XXXVII. Pradeep (I).


No sé si se escribe Pradeep o Pradip. Como la primera forma me gusta más, la utilizo. Pradeep es un intérprete de theyyam (incido una y otra vez en este cotarro porque es el núcleo de mi vida india y no puedo esquivarlo). Kurien me llevó a su casa después de insistirle durante días, no sin antes detenerme en el porche con ciertas suspicacias. ‘¿Qué es lo que vas a decirle, Sergio? No le hagas cuestiones tontas, como preguntarle qué es lo que se siente al estar poseído. No quiero que se sienta ofendido y se enfade conmigo’. Yo le dije que no tenía por qué preocuparse, que sólo quería saber algunos detalles de su entrenamiento como theyyam. Mentí como un bellaco, por supuesto. De camino a casa de Pradeep, fui reestructurando mi entrevista a la par que me daba cuenta del concepto equivocado que tenía del asunto. Las preguntas realmente importantes nunca van a ser contestadas. Nadie puede hacerlo. Más vale empezar por ahí. Con este nuevo enfoque, disfruté de uno de los mejores y más intensos días de mi vida.

Pradeep es un indio delgadito, fibrado, de pelo rizado y encrespado (o, directamente, sucio) y un extrañísimo atractivo, que reside en muchas cosas a la vez y en ninguna en particular. Vive con su mujer, hija y hermano en una casita muy modesta, allá por las profundidades de la Kerala rural. Cuando llegamos a su casa, después de sortear unas carreteras ensoñadoras bajo una luz que anunciaba tormenta (falsa alarma), Pradeep nos indicó los asientos que debíamos ocupar en el porche, sin apenas mirarnos. De hecho, no mirarme fue una constante durante la hora que estuvimos allí. Kurien me explicó que acababa de tener una actuación, y que volvería a interpretar a otro dios al día siguiente, así que su actitud iba a ser bastante distante, ya que se suponía que debía estar concentrado en todo momento. Ciertamente, su actitud no era muy normal, aunque tampoco extravagante: simplemente se entretenía con un palo o con el tacto de una cesta de mimbre, y dejaba que su mente viajase por mundos paralelos, sin prestar demasiada atención a su alrededor. Como yo, tantas veces. Pradeep no habla inglés, para más inri, así que tuve que apañármelas con la traducción simultánea y con mi intuición. Lo que dijo no tuvo mucha importancia y son sólo datos que, en gran parte, ya conocía. El gran momento de la mañana vino cuando nos enseñó el cuartito donde se encierra para dedicarse al estudio de sus dioses: en el interior, un montón de trastos supuestamente mágicos, vestuario para el ritual, copias del Mahabharata, del Ramayana, del Bhagavad Gita y del Manifiesto Comunista de Marx y Engels (me enseñó este libro con especial énfasis), mucha estampita y mucha pedrería. Mientras tanto, su mujer se harta del peculiar sacrifico de todo theyyam, que pasa por no follar, básicamente. Estar casada con un hombre que se mete en un zulo día y noche para estudiar la vida de Muchilottu Bhagavati es toda una demostración de amor. Kurien me dijo que, durante la temporada de lluvias, Pradeep y su mujer están muy felices, porque no hay theyyam, no hay por qué guardar abstinencia, no hay por qué dejar de lavarse (otro mandamiento importante) y no hay por qué vivir en una nube. Aunque me da la sensación de que Pradeep es así, de continuo.

No sé si es porque todavía tenía rastros de maquillaje en los ojos; o porque su voz era profunda y delicadamente expresiva; o porque su mirada, en el par de veces que se cruzó con la mía, era severa y terrible; el caso es que me quedé prendado de Pradeep (me ha salido una frase muy rítmica). Comer sus panchitos y jugar con su hijita pequeña no fue suficiente. Le dije a Kurien que, ahora que conocía a la persona y su entorno, quería conocer al theyyam en acción. Y no podía esperar, tenía que ser a la mañana siguiente. Realmente, no podía esperar. Mientras tanto, para saciar mi sed de actividades religiosas, me fui con Sanjeev, un nuevo amigo, a otra localidad rural del distrito de Kannur. Sanjeev es el primer indio borde que conozco. Le molesta que no sepa hablar malayalam después de dos meses. Le molestan muchas cosas. En el fondo, es uno de tantos indios que rozan la treintena y ven cómo sus oportunidades de casarse van decreciendo mientras su mala leche aumenta. Ser soltero es todo un estigma social. Por lo menos, a Sanjeev no le da por emborracharse todas las noches (que yo sepa) y quedarse tonto de por vida, como a unos cuantos sujetos de Adi Katalayi a los que no se les entiende cuando hablan y que van por ahí persiguiendo turistas alemanas.

Sanjeev me llevó a un templo perdido donde una poderosa Muchilottu Bhagavati estaba lista para inaugurar su procesión. Eran las dos y media y todavía no habíamos comido, pero yo no quería perderme un solo segundo, así que dejé a Sanjeev solo con su menú vegetariano y me integré en el cotarro. No comí, ni bebí, ni hablé con nadie, ni fui consciente de lo que me rodeaba durante las tres horas siguientes. Fue como ver ‘Lo que el viento se llevó’. Muchilotu tiene algo que no se puede explicar. Sin apenas moverse, y con un registro expresivo bastante limitado, es capaz de arrastrarte hacia la más profunda veneración. Cuando te quieres dar cuenta, llevas no sé cuánto tiempo siguiéndola, completamente fuera de ti, maravillado ante su rostro y ante sus lentos movimientos de muñeca, con los que hace girar unas antorchas encendidas con aceite de coco. En este discurrir, que puede parecer enloquecedor (y lo es), estuve a punto de caerme en el pozo del templo. Tal era mi ensimismamiento. Y, cómo no, me asusté. No se lo dije a Sanjeev, que estaba bastante sorprendido con mi aguante, ya que, al final de la procesión, sólo quedábamos dos sacerdotes y yo en pie, y eso que había cuarenta y dos grados a la sombra. Cuando nos fuimos a casa, todavía tenía el fascinante eco de la flauta en mi cabeza. No lo pude mantener en secreto por más tiempo, y durante la cena, explayé mis dudas acerca de qué estaba pasando conmigo cada vez que iba a los templos y me dejaba seducir de una forma tan intensa por los dioses. Aquello se convirtió en un debate digno de Libertad Digital. Me arrepentí al instante. Desde la gloriosa Christine, sólo se han acercado a ‘Costa Malabari’ turistas sosos, bobos y sin gracia. No es culpa suya. Pero mía tampoco.

Kurien no me ayuda en estos menesteres filosóficos. Sólo sonríe. Menos mal que, al día siguiente, iría con mi conductor de rickshaw favorito (Santhosh) al templo donde Pradeep iba a actuar. Lo que sucedió allí, querido lector, ha de ser pospuesto. Tengo que moverme de la habitación de hotel en la que estoy escribiendo esto. Son las nueve y cuarto de la mañana y estoy en Tiruvananthapuram, también conocida como Trivandrum, capital del estado de Kerala. Tengo que irme a la Academia de Cine a ver unas películas made in Kerala, y tengo que publicar esto y bajarme el 5x09 de ‘Lost’, y se me ha hecho tarde. Próximamente, la segunda parte de mi experiencia ultraterrena con Pradeep, y el porqué de mi inesperada aparición en esta ciudad tan tremebunda. Me encanta dejar las cosas en suspenso. Salud.

Sergio. 19/03/09.

lunes, 16 de marzo de 2009

XXXVI. No sólo de theyyam vive el hombre. / ¿Quién es Uchita y qué está haciendo con mi fe?


Las diferencias entre un festival hindú y una romería son muy pocas. Entre ellas:

a) En las romerías no hay elefantes. En los festivales hindúes no hay cocaína.
b) En las romerías se bebe delante de todo el mundo y el agua está prohibida. En los festivales hindúes, bebes a escondidas y como no mezcles con agua, vas apañado.
c) En las romerías, cuando alguien piensa en Dios es para cagarse en él y en su madre. En los festivales hindúes, los dioses van en carroza de luces.

Podemos encontrar altos niveles de ebriedad y numerosos cultos al falo en ambos eventos, así como grandes desplazamientos de masas, puestos ambulantes, charangas, núcleos familiares sentados a lo largo de grandes explanadas, fuegos artificiales de tercera división y, cómo no, hostias. Por eso soy muy fan, también, de todo lo que no es theyyam; a pesar de ser mucho más multitudinario y agobiante, este caos religioso roza la perfección en muchos niveles. Estéticamente, es un delirio de color y de movimiento. Religiosamente, es una manifestación de éxtasis colectivo que ya querrían para sí las negras procesiones castizas de Semana Santa. Anímicamente, es un tute. Y sí, hay elefantes, pero los pobres van encadenados y me dan mucha pena. Hay veces que se enrabietan y matan a alguien. Normal. A mí si me pusiesen joyas y plumas y tuviese a tres mamarrachos encima de mí bailando con parasoles de colores, veríamos…

Estos festivales se llevan a cabo en templos que no tienen mucho que ver con los del theyyam, puesto que son más grandes, exceden la organización familiar y responden a una ortodoxia hinduista mucho más estricta. Cada núcleo de vecinos organiza un falo o lingham de grandes proporciones como ofrenda; éstos tienen forma de montículos florales multicolores, presentando, a veces, variaciones muy muy bizarras, más propias de la reina del Carnaval que de un festival religioso. Asimismo, cada comunidad o cuadrilla contrata a sus tamborileros, compra su alcohol y, si tienen rupias de más, a lo mejor obligan a un nutrido grupo de niñas a permanecer despiertas durante toda la noche portando platos de comida iluminados con bengalas. Uno a uno van sucediéndose los grupos en una interminable procesión que culmina en el patio central del templo. Riadas de gente se agolpan, bailan, rezan, bostezan, discuten o concertan matrimonios. Las casas de los alrededores abren sus puertas a cualquier visitante. Shafi me llevó a una de estas casas, donde cené por segunda vez y ardí en llamas con el pollo más picante de la historia. Las mujeres no paraban de reírse de mí, pero de buen rollo. Luego, saludé al cabeza de familia, que fumaba en el portón de la residencia junto con sus colegas de partido. Ya sabéis que Shafi es musulmán, pero en Kerala no se hacen distinciones religiosas (aunque sí hay mucha y muy corrupta disensión política) y al muchacho lo mismo le da ir al templo que a la mezquita que a la iglesia que al bar. Amar a Shafi debería ser como peregrinar a La Meca: hay que hacerlo una vez en la vida. Shafi es mucho Shafi.



Y luego tenemos el theyyam, que se lleva a cabo en un templo especial llamado kavu, y que se rige por otras normas y costumbres. El theyyam es un misterio para mí: fascinante, cruel, falso, zafio, impenetrable, hermoso… y más. ¿Cómo no me voy a estar volviendo loco, como la canción de Azul y Negro? ¿En qué punto de mi vida decidí entender semejante jaleo? No me lo explico. Cuanto más veo, menos sé de lo que me rodea. Encuentro contradicciones por todas partes y, a la vez, razones poderosas para creer, por primera vez en mi vida, en los milagros.

Hay dos formas de ver el theyyam: como una manifestación escénica y ritual del sentir popular o, por el contrario, como una posesión real, es decir, como un milagro. ¿O no consideraríamos un milagro que alguien hablase en nombre de Jesucristo? Si se diera el caso, lo consideraríamos algo poco original y de mal gusto, le pondríamos el sambenito de ‘esquizofrénico’, le encerraríamos en una institución mental o le marginaríamos socialmente hasta que encontrase manutención por parte de una viuda beata que quisiera redimir sus malos pensamientos, y, finalmente, el nuevo Mesías acabaría ahogado en el alcohol y en el olvido y nadie iría a visitar su tumba, si es que la tiene. Mientras tanto, un puñado de soplapollas con sotana se manifiesta con el Foro de la Familia y hacen alarde de que salvan almas. Paradojas de la religión. En el sur de India, no importa mucho tu credo (a pesar de que unos recientes altercados demuestren lo contrario; de eso hablaremos otro día). A lo largo de su historia, hindúes y musulmanes siempre han intentado hacer una religión común. Todos sabemos que no lo consiguieron del todo. Sin embargo, un milagro como el theyyam sólo puede ser reducto de un clima de tolerancia perpetuado a lo largo de los siglos. Un intérprete poseído por el dios/diosa no es un esquizofrénico, es un virtuoso. Nadie hace mucho ruido alrededor de sus poderes religiosos porque tampoco lo consideran para tanto; los dioses viven tan mezclados con la gente que nadie se rasga las vestiduras por nada. Sin embargo, llega un occidental y asiste, boquiabierto, a lo que bien podría ser una farsa o un milagro. Es muy fácil creer en lo primero y, qué duda cabe, creer en lo segundo es un camino de no retorno.

Hace poco, conocí a Chamundi, un dios que se tira al fuego en la enésima demostración de sadismo. Su intérprete, un primerizo en el arte del theyyam, no estaba muy por la labor de nadar los cien largos al rojo vivo que se le exigían. Tenía miedo. El dios no estaba con él, y se encontraba solo, y, más importante, era consciente de que le habían dejado solo. Fue un momento terrible. Los sacerdotes, para que no decayera el evento, le tiraron a las brasas todas las veces que les fue posible. Pero a la gente no se la engaña, y los fieles abandonaron el templo sin esperar a la bendición. Sabían que Chamundi no había aparecido. Es, precisamente, esta irrupción humana, y este ocasional fracaso, lo que le da sentido y verdad al theyyam. Si hay fracaso, tiene que haber éxito, necesariamente. Sobre todo, después de conocer a Uchita.


Uchita es otra diosa que juega con fuego. Extraordinariamente divertida, es como la Lina Morgan de los theyyam (para que se me entienda, acepto que a muchos la Morgan no les parezca divertida, a mí tampoco, aunque ‘La tonta del bote’ es una de mis películas de cabecera). Uchita tiene un sombrero de flecos con el que juega a esconder su rostro sonriente. Como buena diosa, hace honor a su fertilidad con una gran panza y unos redondos y bien moldeados pechos que se está tocando todo el tiempo. Su voz no parece humana: es afectada y aguda y no se me ocurren adjetivos que le hagan justicia. Se burla de todos y de todo, grita, enseña los dientes, ridiculiza a los sacerdotes y se sienta sobre las brasas como su amigo, el gran Tipottan theyyam, del que ya os hablé, y con el que Uchita mantiene largas parrafadas mientras se señala los pezones. Uchita es grande. Ahora, ¿existe Uchita? El sentido común nos dice que no, aunque la interpretación del theyyam sea tan buena que nos haga dudar de que todo eso sea una construcción de personaje. Aunque hable en una lengua muerta como el sánscrito a una velocidad de vértigo. Aunque, de vuelta a su estado normal, el intérprete jure no recordar nada de lo que ha hecho y, mucho menos, haber hablado en lenguas que no conoce y haberse sentado sobre brasas ardientes.

Uchita, como otros tantos theyyam, hace crítica social a través del humor. Sus varapalos a los sacerdotes (a los que puede llegar a humillar si le da la gana) cumplen una especie de necesidad subterránea de la congregación; es decir, lo que un simple fiel no podría hacer, lo relega en la diosa o el dios de turno, puesto que a ellos no se les puede contradecir. En este sentido, de forma más o menos reflexiva, el theyyam respondería a una especie de ‘guión’. Aun así, ¿por qué Uchita parece una diosa, realmente, y no una construcción premeditada? La única respuesta que se me ocurre es, porque, dentro de su extravagancia, no es un ente distante, sino que es una más. El dios como uno más, como un compañero, como un amigo que no necesita reclamar hacia sí una importancia que sabe que tiene. Eso convierte a las personas a las que más amamos en dioses. Eso no justifica el milagro del theyyam, es decir, la usurpación de un cuerpo humano por parte de otro espíritu. Podría, sin más, ver el theyyam como un resquicio cultural de un valor incalculable; aceptar que da estabilidad religiosa y lúdica a una comunidad, y dejarlo estar. No hay por qué creer en ello. Porque no existen los milagros. ¿Verdad?

Sergio. 12/3/09.

miércoles, 4 de marzo de 2009

XXXV. Teto’s Brothers Club.

Todos los indios tienen, casi sin excepción, un ‘good name’ y un ‘knickname’ o mote. No es muy distinto a España, desde luego. A mí se me intentó llamar La Chamana durante una época, pero aquello no cuajó. Si tengo un mote, de siempre, ése es Teto. Por extraño que parezca, no tiene nada que ver con el juego en el que tú te agachas y yo te la meto, no. Es mucho más sencillo que todo eso. Supongo que Sergio no es un nombre muy fácil de pronunciar para tus compañeritos preescolares, y de mis años de parvulario salió ese segundo nombre que, durante mucho tiempo, fue bastante socorrido. Otra explicación de su origen está en el juego del ‘esqueleto’, que consistía en que yo, el esqueleto del título (debido a mi envidiable físico del que ya hacía gala con tan solo cuatro años), perseguía al resto de los niños del recreo hasta caer rendido. ¿Cuál era la gracia? Ninguna, realmente. Yo conseguía llamar la atención (por suerte, esta manía se fue perfeccionando con el paso de los años) y el resto conseguía reírse a mi costa. De esqueleto, Teto. Aunque la primera hipótesis es la más viable de todas.

A día de hoy, sólo dos grupos de personas me llaman Teto: algunos amigos nostálgicos de Pola de Siero, y todos los indios de Adi Katalayi y el pueblo vecino de Tothallam. Maldita la hora en que les dije que el único knickname que había tenido en mi vida era ése, porque los muy cabrones no se han olvidado de él. A veces, mientras paseo por el bosque, me sorprende una voz lejana que chilla ¡TETO!, y he de decir que me hace gracia, por qué no. Sus motes no son mucho mejores, aunque no entiendo el chiste subyacente a casi ninguno de ellos. El caso es que aquí nadie tiene un good name a la hora de los cotarros importantes. Hace pocos días, decidimos que el solar que hay al lado de la playa, ese santuario de palmeras y estrellas donde intento pescar crustáceos y jugar al cricket sin lograr ninguna de las dos cosas (tiempo al tiempo), se llamaría ‘Teto’s brothers club’. Quién me lo iba a decir.

Un club indio es un enclave natural donde poder esconder los cigarrillos y las botellas de brandy sin que las madres y las abuelas se enteren. Éstos son los integrantes del ‘Teto’s brothers club’:

a) Kiran. De todos conocido. Su mote es Buri. Soy su protegido, y eso me gusta. Gobierna la costa como un emperador. Tiene más de doscientos amigos con los que habla de muchas cosas que algún día entenderé. Bebe como un cosaco. Le gusta cogerme de la mano, lo que no debería extrañar a nadie porque, para los indios, abrazarse y caminar de la mano es un gesto de masculinidad. Muchas veces te encuentras a muchos chicos durmiendo en el suelo, abrazados los unos a los otros, entrelazados en posturas imposibles. Otras veces se acarician el brazo y la entrepierna mientras hablan de chicas o de cricket. Esto podría confundir a algún visitante. Es muy habitual tener la impresión de que un indio te quiere comer la boca cuando en realidad está muy lejos de esa intención. Kiran lleva ese juego más allá. Cuando vamos en moto, me obliga a pegarme a su culo, diciendo, ‘I want to feel your little trumpet’ (‘quiero sentir tu pequeña trompeta’). Yo le digo que mi trompeta no tiene nada de pequeña, lo que él tiene la oportunidad de comprobar por sí mismo, puesto que los varones se arriman cebolleta como demostración de hombría, y yo soy todo un varón, qué duda cabe.

b) Shafi. Se pronuncia Shapi. Es uno de los jóvenes más conocidos de la zona. Casi siempre lleva un lungi verde estampado con dibujos de fresas. Es imposible ser más risueño y más simpático. Después de prestar sus servicios en el negocio maderero, juega al fútbol en el equipo de Tothallam y cotarrea en el ‘Teto’s brothers club’. Le gusta llevarme a beber todi, un licor extraído del coco que sabe a goma. Nos lo sirven unos amigos suyos que se dedican única y exclusivamente a los cocos en el interior de una fantasmagórica cabaña. Shafi es musulmán, pero también bebe lo suyo, aunque con más discreción. De hecho, este chico es muy discreto, irónico y avispado. Tiene una novia que se llama Tindu y que vive en Kochi. No se conocen todavía, pero hablan por teléfono todas las noches y nos la pasa a todos para que la saludemos y le digamos ‘Hola, Tindu’. El resto del tiempo, sintoniza con su móvil el dial 91.9 de la FM, Radio Mango. Puede escuchar música sin cansarse y sin hablar con nadie. ¿Para qué hablar? Está claro que la conversación está sobrevalorada. Si me preocupase por tener algo que decir (y está claro que, la mayor parte de las veces, no lo tengo), todo sería mucho más estresante. No hay necesidad de hablar con Shafi, ni con Kiran, ni con nadie. Sólo hay que mirarse, y sonreír.

c) Irumban. Todavía desconozco su verdadero nombre. Irumban es una desviación malayalam de ‘Iron Man’. Sí, así de tonto. Este guapo muchachote podría ser Míster Adi Katalayi, y por suerte, no conoce lo que es la vanidad. No tiene bigote, pero sí los dientes más blancos y más perfectos que he visto nunca, y la piel más hermosa. Le gusta mucho cantar, y el cine de hostias. Me despierta a las cinco de la mañana para ir al gimnasio. Durante los treinta segundos que tardo en apartar la mosquitera de mi cara y los otros treinta segundos que me lleva arrastrarme al baño para abrir la ducha, me cago en todo. Luego, todo va bien. Algún día explicaré con detenimiento eso del gimnasio, puesto que excede la línea narrativa de este post.

d) Deepak. Se pronuncia Deebak. Trabaja cerca de Kannur, arreglando piezas de automóviles. Está como una regadera. Cuando vio Titanic, creyó en el amor romántico, eterno, y sirve fielmente a esa idea. Está todo el tiempo recordando la canción de Céline Dion (¿qué más ha hecho esta chica?) y gritando ‘¡Rose!, ¡Jack!’ (he de decir que a los indios les entusiasma esta película). Nada le obsesiona más que encontrar a su chica ideal. Cuando vamos a los templos, escoge a una de ellas y la mira con veneración, imaginándose su posible matrimonio y las docenas de niños que podrían tener en común. Me cuesta mucho entender lo que dice, pero eso no es un problema, porque es un chico muy cariñoso. Le cuento historias que se me ocurren con el argumento de chico conoce a chica, intentando que el chico se llame como él, evidentemente. Nada le hace más feliz.

e) Amjath. El otro musulmán, pero éste es recalcitrante. Desde que se apoderó de mi número de teléfono, no para de mandarme mensajes de texto misóginos y cosas bastante extrañas que denotan una naturaleza bipolar o tripolar. Ni bebe ni fuma, pero se conoce todas las drogas habidas y por haber. Detesta que no utilice ni el messenger ni el Skype, y yo, para cabrearle, le pregunto qué coño es eso del Skype. En el fondo, tiene una profunda veneración hacia lo exótico, como el resto, y no para de hablarme y de hacerme preguntas y de pedirme que repita la palabra bodi (viene a ser como ‘follar’, aunque ellos lo matizan como ‘follar con prostitutas’). Amjath es el más diestro de todos con la lengua española, y pronuncia a la perfección expresiones harto complejas, como ‘echar un polvo’ (evidentemente, no tiene ningún interés en saber cómo se dice la hora). Completa su imagen una barba negra, unos dientes siniestros y un turbante blanco.

Hay más, y los hay muy buenos, pero sus nombres me bailan. Binoi no viene nunca al ‘Teto’s Brother’s Club’, porque tiene que quedarse cuidando de que los turistas no le saqueen la nevera. Si viniera, tendría mucho tino. Y Kurien no está para estos trotes, el pobre. Sin embargo, este hombre no puede dejar de asombrarme. El otro día estaba intentando escribir al inglés la mayor parte de mitos posibles concernientes al theyyam. Una de las cosas más atractivas de la cultura india es su desenfado, presente desde los primeros stupas (con las esculturas sensuales y graciosas de las diosas de la fertilidad pegando una patadita al árbol de la iluminación). A ese respecto, Kurien (que es cristiano ortodoxo) se asombra de que todas las historias protagonizadas por Siva, Krishna o Vishnu acaben en fornicio, pero no es un asombro moralizante; al fin y al cabo, no deja de ser indio, y a él todo eso le parece normal e incluso muy ocurrente. Da gusto hablar con él de religión. El caso es que quería traducir al inglés la expresión ‘eyacular’, para describir una situación en la que Siva, transformado en tigre, tenía tal calentón que no pudo esperar a consumar con Parvati, también convertida en suma tigresa, y se corrió abundantemente. Yo no entendía lo que me quería decir, hasta que él me lo aclaró: ¿cómo se dice cuando el semen sale fuera?, y yo le digo ‘coming out’, pero pienso para mí, como le digas eso a una pareja de ancianas lesbianas centroeuropeas (ya os comenté algún día que vienen muchas por estos lares) te van a poner una cara de asco de aquí a Lima. Se lo dije. Kurien me preguntó, por qué. Yo le contesté, porque en Occidente tenemos mucho miedo al semen.

Por lo demás, hace mucho calor. El bambú se inflama, propagando incendios por el bosque tropical. Los animales se vuelven agresivos porque no tienen qué comer. Sudo mañana, tarde y noche y mi cuerpo huele a pesticida. De una a cuatro de la tarde, el agua que sale de mi ducha está hirviendo, incomprensiblemente, así que tengo que aguantarme y sudar. De noche, caigo tan rendido en el catre que no importa estar pegajoso, aunque sí que me importa despertarme con la sábana pegada al cuerpo y una sensación de mareo totalmente alucinógena. La gente está sorprendida y cree que este año las lluvias llegarán antes. Eso espero. Deseo el monzón con todas mis ganas. Así, cuando llegue octubre, el país entero estará verde y cristalino como una joven doncella, y visitaré los tesoros naturales que ahora se pudren bajo el sol. Además, tengo mucha curiosidad por ver en qué se transforma el entorno bajo una condición climática tan distinta; seguro que la otra cara de India es tan fascinante como ésta primera, aunque mi descripción del calor sea un poco desalentadora. Pero es que hace mucho calor. Mucho.

Y os dejo un regalito: ‘O saathi re’, una de mis canciones favoritas, cortesía nuevamente del gran Kishore Kumar. Si no fuera tan tremendamente conocida en India, la integraría en la película, ya que no me resisto a escribir un número musical en la jungla, con los arrozales de fondo. No sé cuándo volveré a publicar, puesto que estoy un poquito atascado con la redacción del guión, y antes de moverme más y mejor por Kerala, necesito tener una base. O sea, que voy a estar muy centrado en escribir otras cosas. Es lo deseable, y lo necesito. Volveré con fotos y cotarros. Ismael volverá con un nuevo poemario compuesto únicamente por onomatopeyas. El trópico, turbio a la par que bello, desvelará nuevas facetas de su personalidad. Y yo, con suerte, obviaré el calor y trabajaré como una hormiguita hasta que, al atardecer, alguien me grite desde el exterior: ¡TEEETOOO!

Sergio. 04/03/09.

XXXIV. Cotarros del 5x06 y el 5x07 de ‘Lost’.


Volvemos a las andadas. Han pasado dos semanas, dos nuevos episodios, y muchas cosas que contar al respecto de los mismos. Así que…

¡ATENCIÓN! ¡SPOILERS PARA QUIEN NO HAYA VISTO

LA QUINTA DE ‘LOST’!

En la primera temporada no era muy fácil adivinar otro protagonismo alternativo al de Jack Shephard, el bello y valiente doctor de pelo en pecho y pasado traumático. Kate, por desgracia, ha sido reducida muchas veces a mera comparsa suya, y Sawyer ha entrado, de lleno, en el cajón de los secundarios. Pero en los últimos minutos de ‘Exodus’, aquella ya mítica season finale, el liderazgo espiritual de John Locke ya proponía una alternativa al pragmatismo y la incredulidad de Jack. Cuando la cámara desciende por la escotilla, dejando en suspenso esos dos rostros tan distintos y, en el fondo, tan inevitablemente unidos, los creadores de ‘Lost’ ya nos ofrecían en bandeja el verdadero leit-motiv de su criatura: ciencia versus fe, un debate que apasiona en los foros dedicados a esta serie ejemplar. ‘Lost’ es, cada vez más, una historia religiosa, y mantener su ritmo ha exigido, por parte de muchos espectadores esparcidos por el globo, un ejercicio de fe. Ahora que el camino empieza a despejarse de cara a una última temporada, muchas de estas primeras impresiones se afianzan en un díptico dedicado a las ‘dos caras’ de la isla (con el permiso de una tercera, usurpadora, maligna, la de Benjamin Linus): Jack, en ‘316’ y Locke en ‘The life and death of Jeremy Bentham’. No hay acción desbordante en ninguno de estos dos capítulos, ni tampoco son lo que uno se espera de unos episodios centrado en estos personajes (los primeros de la quinta temporada en estar, ‘realmente’, centrados en alguien, y puede que no sean los últimos); sin embargo, creo que son los dos mejores, hasta el momento, por su capacidad de crear un punto de inflexión tan impactante como sutil.

‘316’ hace referencia al vuelo que cogen los Oceanic Six destino Guam, y a una página concreta del Ulysses de James Joyce, la lectura escogida por Ben para pasar el rato mientras el avión en el que viaja entra en una dimensión desconocida. Buena elección, sin duda. No sé qué escribió Joyce en esa página, pero tal vez alguno de vosotros pueda aclarármelo. La otra gran referencia al mundo del arte también viene de la mano de Ben, el más exquisito de los malvados, cuando se sirve de la reproducción de un cuadro de Caravaggio para contarle a Jack el pasaje evangélico de la incredulidad de Tomás ante la resurrección de Cristo. Creo que el símil entre esta resurrección y la de Locke / Christian Shephard es demasiado obvia, pero la secuencia está hecha con mucho gusto.

Jack necesita varios impulsos para dar su salto de fe, el cual pasa por tomar un vuelo que, supuestamente, le llevará de vuelta a la isla, y recrear la situación original en la que fue llevado allí en primer lugar, disfrazando el cadáver de Locke como última y genial extravagancia. ‘316’ habla de esa evolución importante en la personalidad algo obtusa del doctor, pero sorprende más por sus ingeniosas omisiones y sus preguntas en el aire, es decir, por qué Kate abandona a Aaron, quién le dice a Hurley que coja ese avión y cómo sale de la cárcel, qué carajo hace Sayid detenido y qué ha hecho Ben para estar ensangrentado en mitad de un muelle lleno de veleros muy parecidos al de Penelope Widmore. En fin, volveremos muchas veces a este capítulo gracias a los flashbacks. Pero la sensación, después de verlo, es bastante descorazonadora.

Siendo un poco más analíticos, ‘316’ es un capítulo muy bien realizado, con escenas espléndidamente coreografiadas como la de ‘El faro’, en la que Eloise Hawking, percalera como ella sola, se pone a explicar cosas entre péndulos, ecuaciones y otras chucherías; o secuencias donde la cámara cobra una sorprendente movilidad, como la aparición de Kate en casa de Jack y la escena del posterior desayuno. (Qué tétrica y angustiada parece Kate, se está convirtiendo en un personaje muy cínico). Por supuesto, el comienzo del capítulo ya da un salto de gigante con respecto al punto en que nos dejó ‘This place is death’, y nos regala un gran homenaje al famosísimo arranque de la serie con un paralelismo formal muy emocionante. El último tercio, en el que la música de Michael Giacchino vuelve a dar emotividad a ese avión casi vacío, nos deja también una serie de rostros compungidos y expectantes para el recuerdo. La pregunta que hay que hacerse ahora es: ¿cuándo están? Jin, con su uniforme ‘Dharma’, puede tener la respuesta, o no.

He de decir que Mathew Fox, aun siendo un actor de registros limitados, acostumbrado a interpretar su rabia - pena - dolor - alegría - aburrimiento - contemplación de la misma manera y con los mismos tics en distinto orden, es un icono fundamental para el disfrute de la serie y está bastante correcto. Me gusta mucho cómo se enfrenta a Kate y a John, aunque no le resulta nada fácil aguantarle el tipo a Ben, que se lo suele comer siempre con patatas. Los guionistas tampoco le ayudan mucho, y eso que es el protagonista, o uno de los protagonistas. Ahora… hay dos cosas que no entiendo. ¿Qué papel pinta el abuelo de Jack, del que no teníamos noticias hasta ahora, más que para darle unos zapatos? ¿Volverá a aparecer en la serie? ¿Viaja también en el 316 y no lo sabemos? ¿Y por qué Ben dice que su madre le enseñó a leer si su madre murió al darle a luz? ¿Humor negro, o sólo un despiste? En otro orden de cosas, soy fan de Hurley, nuevamente, cuando compra setenta y ocho billetes sabiendo que salvará bastantes vidas con ello, y de nuestra carnicera bollera, cuando le pregunta a Jack ‘What’s in that bag?’, a lo que se contesta ella misma, con una vena psicótica maravillosa, ‘Sorry’.

‘The life and death of Jeremy Bentham’ es un episodio inesperado, extraño, profundo y memorable. Posiblemente el más especial, en mi opinión, de toda la temporada, aunque habrá más y mejores, espero, y en él los creadores de ‘Lost’ nos ofrecen otra gran secuencia, cortesía de los inmensos Locke y Ben: el suicidio-asesinato del primero. Hay pocas cosas que no me hayan gustado de este capítulo, entre las que se encuentran las incongruencias que parece haber en los dos encuentros que tiene Locke con Walt y Kate, respectivamente, ya que en ningún momento le da su nueva identidad al primero (recordemos que él habla de Jeremy Bentham cuando va a ver a Hurley a Santa Rosa), ni tampoco se comporta como un loco con la segunda, a pesar de que ésta parecía muy enojada cuando Jack le enseña su esquela. Estas dos secuencias, inesperadas y breves (sobre todo la segunda, realizada en un simple plano-contraplano), nos dejan con ganas de más, sobre todo al ver que Walt no parece echar mucho de menos a su padre después de tres años de silencio. Sin embargo, es emocionante que Locke decida no reclutar al chaval a la salida del instituto. Un gesto que le ennoblece y que me dejó bastante perplejo.

El director de esta séptima entrega es Jack Bender, el mejor de todos los realizadores de ‘Lost’, autor de ‘The Constant’ y de todas las season finale de la serie. No se puede pedir un episodio mejor dirigido. Las secuencias de acción son muy complicadas y están ejecutadas con nervio e inteligencia, así como las escenas más intimistas, en las que la dirección de actores y el tratamiento de la atmósfera son prodigiosas. Pienso en la intervención médica en Túnez, en el sorprendente asesinato de Abbadon o en la larga e intensa agonía de Locke a manos de sí mismo y, cómo no, de Ben, en esa habitación de hotel. Asimismo, la iluminación expresionista, que va desde la luz cegadora del desierto hasta las tinieblas de Los Angeles, contribuye enormemente a hacer de ‘The life and death of Jeremy Bentham’ uno de los logros estéticos más evidentes que yo recuerdo en esta serie. Por otra parte, el guión corre a cargo de Damon Lindelof y Carlton Cuse, los dos mandamases creativos del mito isleño. Gracias a ellos, podemos adelantar en boca de Charles Widmore que habrá una guerra en la isla, es decir, una más que probable traca final para la serie que podría ocupar casi toda la última temporada o empezar al final de ésta. Lo que no tenemos claro, todavía, es quiénes son los buenos y quiénes los malos, aunque nuestro corazón nos diga que, posiblemente, Ben Linus sea el malo más malo de todos los malos. Jack y Locke, especialmente éste último, son constantemente manipulados por estos dos entes, bien y mal, tal y como le dijo nuestro calvo favorito a Walt en el episodio piloto, sirviéndose de dos fichas de backgammon, una blanca y otra negra. Y metámonos más de lleno en Locke.

John es el personaje que más sufre en ‘Lost’. Su suplicio no se puede comparar al del resto: abandonado al nacer, maltratado por una familia adoptiva que no le quiere, deprimido durante casi toda su vida, engañado vilmente por su madre y padre biológicos, que le roban un riñón y le hacen creer que le aman, abandonado por la única mujer a la que quiere y que le corresponde, ninguneado en un trabajo donde no le respetan, empujado por su progenitor desde un octavo piso, caída que le ocasiona la rotura de su columna vertebral y que le deja en silla de ruedas, brevemente feliz en una isla donde puede realizarse a sí mismo pero en la que también es manipulado, humillado y tiroteado, de vuelta a la realidad y de vuelta a una silla de ruedas por culpa de una dolorosísima fractura, angustiado al darse cuenta de que no tiene a nadie en la vida y de que sus únicos amigos nunca se irían con él a ninguna parte, víctima de una accidente de coche que le lleva de nuevo a un hospital y, desde allí, a una horca improvisada, donde un último y fatal golpe le espera: su némesis, Ben Linus, le disuade para que no se suicide y, acto seguido, después de conseguir la información necesaria, le mata él personalmente en un ejercicio asombroso de crueldad. Uf. Sí, a John le han pasado bastantes cosas malas en la vida. Y es por eso por lo que, en el fondo, queremos creer, como él cree, que un ‘viejo solitario que chocó en una isla’, tal y como le dice Jack, puede llegar a ser especial y liderar una importantísima lucha. Arriba los lisiados. ¿Es Locke el elegido? Todo parece indicar que sí. Pero, mientras Jack gana en fe, John la pierde por completo al abandonar esa isla que tanto quiere. Por suerte, el capítulo empieza con su maravillosa resurrección, saliendo de una especie de mortaja, al lado del fuego. Si la frase favorita de Jack es ‘Mi padre está muerto’, la de John es ‘Mi nombre es John Locke’.

(Nota: como curiosidad, J.J. Abrams, creador original de ‘Lost’ como formato, dijo que John Locke había sido el único personaje escrito expresamente para alguien, es decir, para Terry O’ Quinn, actor con quien ya había trabajado en esa cosa llamada JAG: alerta roja. Esto puede explicar su relevancia en la serie y el mimo especial que se le tiene en los guiones. El capítulo que nos ocupa es todo un festín a su persona).

La interpretación de Terry O’Quinn es soberbia. Dotado con un buen arsenal de registros, tenemos aquí a un actor bastante distinto a Mathew Fox: conocemos a un Locke tierno, místico, y a un Locke amargado y gris, como éste que malvive fuera de la isla, intentando encontrar el estímulo para seguir vivo sin conseguirlo. No obstante, los dos actores congenian muy bien cuando tienen que trabajar juntos, aunque no sea comparable a la feliz comunión de O’Quinn y Michael Emerson. Su genial encuentro nos trae reminiscencias de ‘The man from Tallahasee’ o ‘The man behind the curtain’, esos dos grandes vis-a-vis de la tercera temporada. Emerson dota a su personaje de una psicosis insólita en su terrorífica despedida ante el cadáver ahorcado de John (una de las imágenes más oscuras y más bellas de ‘Lost’). ¿Qué más podemos pedir a semejante personaje? Mete miedo, sin duda. Su magistral juego mental adorna una escena de traición de inspiración religiosa, gracias a una dirección que intenta emular la Crucifixión mediante un uso iconográfico de la puesta en escena. Se me acaban los adjetivos para este momento antológico. Me quedo con Locke tirando el teléfono móvil a la papelera y, soga al cuello, diciendo ‘I can’t lead anyone’ (a pesar de que la gran frase del episodio sea ‘Pásame una viga, necesito terminar este tejado’; gracias, Sayid, por hacer cosas tan raras).

En fin, más capítulos como éstos y me voy a volver loco. Después de mi día ‘Lost’, intentaré volver a mis ocupaciones diarias. Finalmente, el parón vendrá después del octavo episodio, pero, a no ser que éste sea la crème de la crème, no haré más comentarios hasta el noveno. Hay que dar espacio a otras obsesiones igual de espléndidas. Dulces sueños.

Sergio. 27/02/09.