martes, 8 de diciembre de 2009

CVIII. Season finale: el planeta bajo el impacto de un meteoro.



India: una acumulación agotadora de paradojas.
India: padre, madre, pálpito, panteísmo.
India: en ningún caso una parte del todo.

Cuando leáis esto, amigos y amigas, estaré ya en Australia Oriental, tratando de iniciarme en el maravilloso mundo de las cosas que crecen del suelo y nos procuran sustento. Pero eso forma parte de la segunda temporada de “Miss Kalashnikov”, llena de intriga, pasión (espero), cocodrilos, corales y bosquimanos. Será una etapa llena de sorpresas para todos nosotros (Ismael, Sergio, los lectores). Para ello, me dispongo a concluir esta primera temporada de la manera más floja que se me ocurre: haciendo resumen de todo lo que ha dado de sí el año. No sin antes rescatar del olvido las cosas que pasaron a última hora y que he tardado días en digerir, no tanto por la espectacularidad, sino por las prisas que conlleva salir de un país y aterrizar en otro.

Sabíais por los últimos episodios, menos traqueros de lo habitual, que había salido de Kerala una semana antes de salir de India; que me había llevado a mis amigos de paseo por las colinas de Wayanad; que me había aventurado en una contrarreloj por Maharashtra para ver las cuevas de Ajanta… y, no contento con tener una agenda apretadísima de eventos de última hora, decidí escaparme para ver el único impacto de meteoro sobre roca basáltica del mundo. Todo eso sucedió hace 50.000 años, como quien no quiere la cosa. El cráter es tan espectacular como la palabra “meteoro” promete, y le ha salido, con el discurrir de los milenios, un lago de aguas verdes que son buenísimas para la piel. Doy fe.

A día de hoy, el cráter está a las afueras de la localidad onírica de Lonar, o mejor dicho, Lonar está en las inmediaciones del cráter. El viaje en autobús desde Fardapur a Lonar fue uno de los más surrealistas que recuerdo, con traqueteos y saltos imposibles; en uno de ellos, lancé un “FUCK!!” sobrecogedor al clavarme un hierro del asiento en el hueso del culo (que no en el culo). No creo que por esos lares entendiesen el significado aberrante de esta palabra maldita, pero aún así fue una imprudencia. Qué le iba a hacer: el dolor lo merecía. Antes de llegar a Lonar, una jauría de estudiantes de tenth standard me asedió con preguntas acerca de las estrellas de Bollywood. Me duele explicar lo cansino que todo esto resulta, sobre todo cuando ese ciclo de preguntas se convierte en un bucle espacio-temporal muy preocupante. No obstante, a veces se conoce a gente extraordinaria con la tontería del “Your country, sir?” / “Why you not married, sir?”, y demás palabrería que involuciona tu aprendizaje del inglés.

El único hotel de Lonar estaba asediado por una boda musulmana. Cuando llegué al patio, además de no encontrar la recepción por ninguna parte, me vi atrapado por un sinfín de miradas sorprendidas, barbas teñidas de naranja, niñas pintarrajeadas como puertas. Nadie sabía nada, nadie entendía nada, el meteoro debía haber caído hacía media hora solamente. Una vez hechas las presentaciones con el personal del MTDC Resort (de resort, nada), el hermano del que se casaba, un policía muy apocadito, me invitó a comer con el resto de invitados. Entré en una especie de sala de conferencias que más bien parecía un polideportivo prehistórico; allí era donde los varones iban a devorar su byriani. Muchas manos lucharon por el privilegio de ponerme un gorrito blanco de ésos que se ponen los musulmanes (vergüenza debería darme; un año viviendo con ellos y todavía no controlo el léxico básico), pero después de hacerse fotos conmigo me lo quitaron enseguida, justo cuando ya le había cogido cariño y estaba a punto de profesar la fe de Alá. Todo era muy extraño; la reunión me recordaba a un cuadro de la Revolución Francesa que había visto en un libro de texto del instituto, pero todavía no tengo muy clara la conexión. Durante la comida, primero pusieron los platos, y luego el mantel. No he de decir que engullí como un animal, tal y como se esperaba que hiciese. Al concluir, un viejo de dientes espantosos me echó de la mesa de malas formas. El hermano del novio volvió en mi ayuda y me hizo sentarme con él y sus amigos, creando un cisma en la ortodoxia matrimonial de aquel domingo. Los viejos discutían entre sí y los niños daban palmadas de excitación. Yo no tenía ni idea de a qué venía tanto alboroto. El caso es que el mismo joven que me había invitado a la celebración una hora antes me acabó pidiendo que me fuera por donde me había venido. Eso hice, mientras comprobé que había vuelto al estado cero en el que todos me miraban con una sorpresa impenetrable. Yo ya estoy acostumbrado a la bipolaridad de los indios, pero su arsenal ilimitado de giros narrativos siempre me acaba pillando desprevenido.



El cráter de Lonar está cargado de una energía hostil, pero no maligna. La flora que se precipita por sus desfiladeros es espinosa y raruna, así como los pajarillos verdes que cantan con voz semi-humana, los pavos reales descontextualizados y los monos langures, protagonistas de algunos segundos intensos del día. Ya me topé con uno de esos monos cabrones en el aparcamiento de autobuses de Ajanta. Era un bicho grandísimo, y se acercó a mí enseñándome los colmillos y levantando la cola hasta el cielo. Advertido de su agresividad, intenté ser lo más discreto posible en este segundo encuentro. Los monos se balanceaban a pocos metros del lago bajo el cual, dicen, se encuentra todavía el gran pedrusco. Varios templos o ruinas de templos se reparten el dominio de la orilla, y los langures, que tienen un gusto muy exquisito, han tomado el más espectacular de todos ellos, presumiblemente dedicado a Siva. Allí es donde yo decidí bañarme, bajo la sombra morada de un árbol seco pintado de colores extravagantes. Los monos me miraban atentamente mientras yo notaba elementos perturbadores en el sonido de las ondas acuáticas. Aparte de esa vibración, poco más se podía oír en aquel lugar espectral. Estaba tan embebido que me fui de allí sin recoger las llaves del hotel, elegantemente olvidadas sobre una roca. Cuando volví a por ellas, el templo parecía un fotograma de “El planeta de los simios”, aunque, pensándolo mejor, guardaba más relación con la última escena de “Los pájaros”, ésa en la que Rod Taylor ha de moverse sin hacer ruido para no despertar la furia de las aves. Decenas de monos fingiendo desinterés, cientos de ojos tan profundos como el meteoro en su éxtasis espacial. Así eran los señores langures, dueños del lugar, dioses en la fantasía alcalina del cráter. Tuvieron clemencia: cogí mis llaves y me escapé ladera arriba (y es que ese cráter no te deja salir hasta que no ha acabado contigo).



De Lonar a Aurangabad, un sitio al que le acabé cogiendo mucho cariño, pero donde sólo sucedieron cotarros cotidianos (recuerdo a Catherine Deneuve en “Les demoiselles de Rochefort”, cuando protesta: “Hoy me siento tan cotidiana…”). Y de Aurangabad al aeropuerto de Bangalore, donde esta primera tanda de episodios llega a su fin. A mis espaldas, once meses en India, y sigo sin comprender de qué va todo esto.

India: te joden la cabeza con familias de piel blanca.
India: no puedo dejar de mirar, imposible de repetir.
India: en algún lugar un hombre se sentó en el suelo, se fumó un cigarro y murió.

No voy a intentar entender lo que he vivido. El tiempo hará lo que quiera con esas percepciones que ahora sólo me evocan confusión y una extrañeza creciente. Confieso que no es muy difícil encontrarte en una posición que no te creías poder adoptar. Era muy fácil tener pensamientos paternalistas a pocas semanas de iniciar el viaje, pero no he sentido que haya ayudado a nadie en este país más que a mí mismo (tal vez he conseguido algo con mis alumnos, en Delhi). La vivencia del horror me ha dejado tan pasmado que no he sabido muy bien salir de ahí. Me he movido relativamente bien, pero a costa de resetear mi mente muy a menudo (tal y como hace un indio normal y corriente). He visto a gente haciendo cosas maravillosas por los necesitados, y a voluntarios haciendo cosas realmente egoístas e innecesarias. He sentido pánico, indiferencia, compasión, impotencia. Me he quedado al margen del lenguaje, una llave preciosa para entender algo que sólo me ha sido permitido vislumbrar a través de los ojos, el cuerpo, el sonido. He visto a Dios en un estado de soledad acuciante, y mi vida ya no será la misma. He querido querer a todo el mundo (y ser querido, grandísima trampa) para acabar, sorprendentemente, queriéndome más a mí mismo de lo que nunca había hecho. Soy muy feliz. ¿Por qué?



India: el atasco de la mente se salda con luz; no es el nirvana todavía, es la aceptación.

En el puzzle del año ha habido piezas de colores tan llamativos que siempre acudiré a ellas en primer lugar para intentar componer la estructura:

10) Entré en Costa Malabari y me presenté como si fuera, realmente, un escritor. A día de hoy, ya me lo he creído, y no puedo ser otra cosa distinta. Kurien y Padmini me ofrecieron café y tortilla mientras la luz de la mañana entraba por un ventanal en forma de ojiva. No estaba seguro, pero intuía que ése era el lugar, y ésa era “la gente”.

9) Subiendo por la escarpada ladera del cráter de Lonar, un indio me llamó desde la sombra. Era la hora del crepúsculo. Su pluma y el enclave escogido lo decían todo. Me fui sin decir nada, mientras el chaval gritaba “Please!!!!” a mis espaldas, con un tono de voz que no podré olvidar. No sé de dónde he sacado la dignidad, pero ahí está.

8) Los niños jugando en las montañas de sal. Familias que han aceptado su destino miserable en el desierto del Pequeño Rann de Kutchch, pero sin abandonar esa mirada de incógnita con la que te reciben, tan íntima como un escupitajo. Versión dormida de la locura. Leí “A separate reality” bajo las estrellas, y tomé té con los curas.

7) Tuve un orgasmo de luz y sombra caminando por las calles de Bandipur (Nepal), en la hora del apagón diario. La vida se cargaba de magnetismo. Bandipur es un sinónimo de felicidad colectiva de la que te cuesta no desconfiar. Todos eran felices y te hacían feliz.

6) Trevor entró en las dependencias del “Bar Broadway” de Calcuta. Empecé a creer que algunas cosas suceden a pesar de que las desees con todas tus fuerzas. Hablé mucho, amé mucho y me emborraché como un caballero.

5) Irumban me dijo que el sol se escondía para nosotros, pero que saldría enseguida para otra gente. Un razonamiento tan sencillo esconde, posiblemente, una de las pocas cosas que merecen la pena saberse.

4) Al norte de Leh, en Ladakh, una arboleda y una colección de stupas me regalaron el abrazo sensorial más contundente del año.

3) Entré en una clase y, sin saber muy bien cómo, hablé de cosas que ya no recuerdo pero que estaban relacionadas con la gramática española. Charo se había ido, pero la vida seguía.

2) Las bhagavatis o diosas del theyyam. Nunca pensé que podía abandonar mi cuerpo como lo hice en presencia de la posesión de Pradeep, aquella milagrosa (y calurosa) mañana de marzo. Mi última y devota visita a Muchilotu Bhagavati me ha enfrentado con una faceta de mí mismo que no visitaba desde mis años beatos de infancia. Pero aquéllo estaba lleno de miedo y odio. Y esto es una entrega incondicional de amor y fe.

1) El mejor momento siempre se olvida.


India: dolorosa recreación en lo que crees que no eres tú.

FINAL DE LA PRIMERA
TEMPORADA DE
“MISS KALASHNIKOV”.


Sergio / Ismael. 8/12/09.

CVII. Citas célebres (III).



“Siempre tuve la ilusión de adoptar un perro de la calle”.


Una profesora de español,
en Nueva Delhi.
Como para darle y no parar.

domingo, 6 de diciembre de 2009

CVI. “Inland Empire”, y poco más.



He estado pensando en lo mejor que nos ha dejado la década. Al menos en el terreno audiovisual, que es el único que controlo dentro de mis limitaciones (no sé nada de música; no sé nada de literatura; no sé prácticamente nada sobre nada). Tampoco es que haya visto mucho cine, así que sólo puedo juzgar las películas contemporáneas que me han intrigado. En general, veo mucho más cine clásico que moderno. Tal vez no sea muy sabio, pero no está de más recordar que todo está prácticamente dicho desde la década de los cuarenta.

Creo que Inland Empire es la película más valiosa de la etapa 2000-2009, y la interpretación protagonista de Laura Dern es, asimismo, lo más maduro y arriesgado que ha llevado a cabo un intérprete. Las mofas que recibió por parte de los críticos dicen mucho del papel ridículo que juega la “prensa especializada” como barómetro de la actualidad cinematográfica. (Nota: hace poco, Carlos Boyero llegó a decir que Lars Von Trier debería ser encerrado en un sanatorio mental; ¿qué seriedad es esa?).

David Lynch siempre cuenta la misma historia. De hecho, cada vez lo hace todo más y más simple. En este caso, el sub-título o frase promocional no podía ser más explícito: “Inland Empire: a woman in trouble”; o la vida soñada de un personaje enajenado por un amor no correspondido. Con esta premisa tan machacada, incluso por él mismo (“Lost Highway”, “Mulholland Drive”), Lynch se atreve a hacer algo que unos comparan con el video-arte y que tal vez sea mejor relacionarlo con el cine que está por venir (Jordi Costa lo llamó post-cine en su crítica para Fotogramas). Los que se quejen de que el séptimo arte está muy por detrás de sus compañeras deberían echarle un ojo a esta película, aunque dudo que la hayan dejado escapar, puesto que es lo único realmente salvable de una década-atolladero en que las fórmulas reformuladas han atascado el ideario colectivo hasta asfixiarlo. “Inland Empire” es el metalenguaje llevado a los límites de la percepción; como siempre en Lynch, un intento logradísimo de abrir los canales de la mente a través de una potenciación extraordinaria del sonido; un viaje multirreferencial que nos habla de lo que no podemos controlar; una casita de muñecas; una experiencia estética única, delirantemente plástica, tan insobornable que a cada visionado resulta más feísta y extrema; tres horas de cine que te hacen sentirte más inteligente y más vivo. Por si fuera poco, “Inland Empire” está grabada en Mini DV. No sólo posee la estructura narrativa y el mensaje más acorde con los tiempos que corren; también se adapta a una tecnología que potencia, precisamente, esa expansión cósmica que tanto le está costando al cine convencional.


Laura Dern, actriz rara y fascinante,
y Grace Zabriskie en “Inland Empire”. Sin palabras.


Michael Haneke es el otro grande, y eso que no he tenido oportunidad de ver todavía “The white ribbon”. Sólo con “La pianista”, “Caché”, o incluso con la menospreciada pero interesantísima “El tiempo del lobo”, merece estar entre lo mejor que ha dado el cine en los últimos diez años (él ya era lo mejor que había dado el cine en los noventa; nada cambia). Repito: hablo del cine que yo he visto. También Lisandro Alonso, Claire Denis, Ang Lee, Pedro Costa, Quentin Tarantino o Carlos Reygadas han hecho cosas estupendas. A éste último se le puede achacar fácilmente su exhibicionismo, a pesar de que no hay ningún creador que no sea exhibicionista; el hecho de que Reygadas magnifique esa tendencia por la vía de la monstruosidad se justifica (en parte) por su éxito a la hora de mostrarnos los tabúes de los que estamos construidos. Su mejor película es “Batalla en el cielo”, y temo por los derroteros que pueda tomar tras su última y algo gélida propuesta, “Luz silenciosa”. Costa y Alonso, cada uno en su estilo, son maravillosos, pero de ellos sabe mucho más mi amigo Diego. “Juventude em marcha”, dirigida por el primero, es tan significativa como un abrazo, una película descaradamente verbal con un amor insólito en su retrato de personajes. Y de Lisandro Alonso no lo he visto todo, pero su punto de vista me seduce muchísimo, tal vez por considerarlo muy próximo al mío (veo “Liverpool” o “Los muertos” y me parece encontrarme a mí mismo en mis observaciones cotidianas).

La felación más famosa de la década,
en la apasionante “Batalla en el cielo”, de Carlos Reygadas.

Tengo una vena mainstream muy marcada, por mucho que pretenda disimularlo, y creo sinceramente que “Brokeback mountain” es una obra maestra, aunque sólo sea por esa escena en la que una madre reconoce al verdadero amor de su hijo en el rostro desencajado de Ennis del Mar (Heath Ledger), y le ruega: “Ven a vernos de vez en cuando”. ¡Cielos! Luego está la sincera y auto-complaciente banalidad de Tarantino; contra todo pronóstico por mi parte, cada vez hace mejores películas. Cuando fui al cine a ver “Death proof” pasé un par de horas tan divertidas que no podía creérmelo; incluso chillé con la última escena. (Me pasó lo contrario con “La pianista”: el mundo entero se había convertido en silencio). Ahora que el cine independiente norteamericano está tocado de muerte, merece la pena seguir a quien todavía no ha sucumbido y sigue haciendo (porque se lo permiten) lo que le sale del rabo.

Sin embargo, y mira que no me canso nunca de decirlo, lo mejor está en la tele. En la tele norteamericana, para ser más precisos, aunque la pequeña pantalla británica también ofrezca perlas muy desapercibidas (como le pasa a su mejor cine; o si no, mirad la escasa repercusión de la monumental “Hunger”, de Steve Mcqueen). El Reino Unido es un país que ofrece mejores formatos de sit-com, mientras que los americanos son muy buenos (lo han sido siempre) con el drama: “The Wire” y “Lost” son, posiblemente, el mejor entretenimiento de la década, y en muchos aspectos, también el más sesudo. Mi último descubrimiento lleva emitiéndose ya seis años en la inglesa Channel 4, y se llama “Peep show”. A pesar de ser la historia de dos jóvenes compartiendo piso, ligues, etc., toda comparación con “Friends” se queda en una desafortunada coincidencia. Mark y Jeremy son tremendamente mezquinos, en especial éste último, y muestran con brutalidad lo que significa la vivencia de los veinte y los treinta en un país desarrollado. Hay mucha caca, culo, pedo, pis… hay mucho sexo, drogas y música techno… hay mucho desbarre y gratuidad… pero no he visto nunca una serie tan divertida. Una de las críticas que leí la definía perfectamente: “…dolorosamente divertida…” Le viene al dedo.

Lo que no es ficción (o sí, según se mire) pero también es televisión y también forma parte de la cultura audiovisual de la década, es el “reality show”. Me refiero, como muchos habituales ya intuirán, a “Gran hermano”. Me gusta GH porque es el “Saló…” del nuevo milenio; no genera la controversia de un Pasolini o un Marqués de Sade porque ya hemos llegado al nivel de degeneración que éstos anunciaron en su día. No nos escandalizamos con la vivencia de la mierda, sino que la ingerimos y la defendemos. Me parece lo mínimo que debemos hacer. Sin ir más lejos, me llegan noticias de un escándalo en el que una concursante de GH11 (Indhira, para ser más exactos, como Indhira Gandhi, ese ente tan luminoso y tan oscuro) ha sido expulsada del programa por caer en la locura y tirar un vaso con cubitos de hielo a la cara de otra concursante. Habría qué discutir varias cosas al respecto. En especial, qué es lo que esperan que alguien haga dentro de la casa de GH. Es evidente que todo radica en la tortura psicológica, por mucho que digan lo contrario. La belleza e interés del programa es su explosión premeditada, ésa que hacía eyacular a los representantes del poder en “Las 120 jornadas de Sodoma”. Como me imagino (sin verlos) los debates sobre violencia audiovisual generados a partir de este incidente, me aventuro a decir que si en algo hemos involucionado es en nuestra pérdida absoluta de conocimiento sobre nosotros mismos. Queremos sangre. ¿De qué nos quejamos cuando la tenemos? (Nota: lo mismo que no podía ver a una adolescente comer mierda en “Saló…”, tampoco puedo ver el vídeo de Indhira en youtube).



Cierro así un apasionado post centrado, únicamente, en mi obsesión por hacer listas de las cosas que me gustan. Vendrán más como éste. Y aprovecho para saludar a un amigo de este blog, el señor Diego Stabilito, al que podéis conocer mejor si añadís el blogspot de rigor tras su nombre (soy así de cutre y no hago enlaces directos, pero es que los enlaces son muy fáciles). Diego cuelga vídeos y habla de música que desconozco por completo. Merece mucho la pena leer lo que cuenta. Salud.

Sergio. 27/11/09.

CV. Ajanta.



Una de las pocas cosas destacables de mi último curso universitario fueron las clases de Libre Configuración que recibí en la facultad de Geografía e Historia de la Complutense. Aquello se parecía sospechosamente a una universidad, y lo aproveché con ganas. Las lecciones de “Arte Indio” impartidas por Carmen García Ormaechea fueron, quizá, decisivas a la hora de aventurarme en el subcontinente asiático. Y de todas las cosas que vimos, bellamente ilustradas con diapositivas muy traqueras, lo que más me fascinó fue el descubrimiento de Ajanta; tanto, que decidí hacer un trabajo libre compuesto por un guión y unos poemas malísimos, sin haber visto nunca el enclave en cuestión. Dos años después, he cumplido un sueño callado que se ha hecho de rogar.

El veintiocho de abril de 1819, un británico con un nombre muy vulgar (John Smith) cazaba bichos en la selva grotesca que debía ser el estado de Maharashtra por aquel entonces. Las partidas de caza eran el pasatiempo favorito tanto de los colonialistas como de los rajás antiguos. Sin embargo, esta aventura particular dio pie al encuentro más formidable que se pueda concebir. El río Waghora, tras descender en bellas cascadas escalonadas, había erosionado la montaña creando una garganta rocosa en forma de herradura. Allí, horadando el desfiladero, dormían las cuevas de Ajanta, olvidadas por los siglos, devoradas por la naturaleza y las alimañas. Smith entró, supuestamente, en la chaitya principal, la que hoy se numera con un “10” en la lista de cuevas visitables, y dejó su autógrafo bajo el rostro de un Buda somnoliento, en uno de los pilares del monasterio rupestre. Nadie que visite Ajanta dejará de ver el garabato si la cotarrera de la guarda lo pilla por banda (te pegará un grito, y te robará la linterna para enseñarte el nombre del descubridor inglés; yo no me creo mucho esa caligrafía tan meticulosa, pero la historia tiene su encanto).

Ajanta es uno de los hallazgos artísticos más brutales de la historia. Creadas a partir del siglo II a.C., las cuevas florecieron (supuestamente) entre dos épocas creativas que se corresponden con dos vertientes distintas del budismo. La última, desarrollada entre el siglo V y VI de nuestra era, es la que atesora la iconografía más famosa. No obstante, la estructura de todas las cuevas tiene más de dos mil años de antigüedad, y no deja de sorprender la pericia que entraña ese trabajo sobrenatural de cantería. Todo para crear un híbrido de monasterio y galería de arte en mitad de la jungla. Si esto no fuera suficientemente llamativo, Ajanta tiene lo más sagrado en su interior.

(Nota: en el arte clásico de la India, especialmente en las obras religiosas excavadas en la piedra, lo más sagrado – sancta sanctorum – es lo más húmedo, lo más profundo, lo que se encuentra en un nivel más inferior. Allí reside Buda, o el lingham de Siva, o la deidad o punto energético al que se venera. Si estudiamos estos tres requisitos, sabios como pocas cosas, podemos encontrarnos con un símil corporal muy esclarecedor. ¿Qué es lo más sagrado en el cuerpo humano? ¿Es, también, la conexión entre lo más húmedo, lo más profundo y lo que se encuentra en un nivel más inferior? De ser así, ¡estáis en lo cierto, tunantes! Exactamente donde dicen que mujeres y hombres tienen su punto G. Lo repito: ¡qué sabios eran!).

Llegué a Ajanta en un intento de poner la guinda a mi año indio. Durante todo el 2009 he estado haciendo un triángulo entre costa, Himalayas y costa, sin adentrarme demasiado en el interior. Así es como mi obsesión rupestre había ido quedando desplazada (no pilla muy de camino; a esta parte del país se viene para visitar Ajanta o Ellora, ya que no dispone de otros encantos fácilmente reconocibles). Es así como llegué a Aurangabad, última y breve capital de la dinastía mogola, para planificar mi visita a las cuevas, tan solo 100 kilómetros al norte de esta ciudad tan espolvoreada de miseria. El pueblo más cercano a Ajanta se llama Fardapur, y en él hay hoteles de carretera, cantinas de carretera, gente de carretera, cabritillos de carretera. Una delicia. Los conductores de rickshaw están desquiciados, así como los vendedores de cualquier cosa, y son muy capaces de asediarte durante largo tiempo con tal de sacarte veinte rupias del bolsillo, algo para lo que están sobradamente preparados y que son muy capaces de acabar consiguiendo. Es lo que tiene disponer de unas cuevas milagrosas en mitad de la desesperación.

Una vez que has hecho caso omiso al boom turístico (más indio que extranjero), se te aparecen las cuevas delante de tus ojos. La primera impresión es inenarrable, así como las primeras impresiones de cada una de las pinturas que se cobijan en su interior, y es esa primera impresión la que uno intenta volver a conquistar cuando vuelve su vista atrás (lo mismo dicen de los heroinómanos cuando persiguen el primer y fantástico pico que se metieron, ya irrecuperable). Una tras otra, unas más arriba y otras más abajo, conectadas por un paseo de construcción moderna y unas sencillas escaleras excavadas en la misma ladera, las cuevas te van llamando y lo mejor es seguir el orden que te pida el cuerpo. Y desde luego que no basta un día. No son muchas (sólo veinte de las treinta permanecen abiertas, y apenas siete u ocho están realmente decoradas), pero requieren tiempo. Yo no pude pasar más de dos jornadas por recortes presupuestarios, pero la verdad es que no me importaría vivir en Ajanta durante una temporada. Ahora entiendo a mi otra gran profesora (la Molina, en el instituto) cuando sostenía que a un museo había que ir para ver un solo cuadro, o una sola escultura. Yo llevo varios meses experimentando una aprensión muy relacionada con esto, y es que cada vez que entro en un museo, o visito un templo o ciudad, mis sentidos se saturan fácilmente, como si la acumulación de imágenes amenazase con volverse en mi contra. No puedo soportar mucho tiempo o mucha variedad. Esto repercute en varias facetas de mi vida, pero no podemos entrar en ello ahora.

En Ajanta, las pinturas son mucho mejores que las esculturas, sin desmerecer éstas últimas. Casi todas muestran varias facetas de Buda o secuencias zigzagueantes de sus jatakas, es decir, sus vidas o encarnaciones previas a su nacimiento como Siddartha Gautama. Las jatakas, mitos muy divertidos llenos de aventura, pasión y bestialismo, se confunden constantemente con la vida cortesana bajo la dinastía de Harisena, uno de los mecenas de las cuevas en su segunda etapa de esplendor (segunda mitad del siglo V). Gracias a estas escenas domésticas, Ajanta adquiere una cierta irreverencia, la grandeza del detalle, con unos personajes cuya fisonomía espontánea es tan cercana, tan dulce, que es casi imposible de creer lo que perciben tus ojos. Un amante del cómic se quedaría acojonado ante estos trazos, que prefiguran todo el dibujo clásico de China y Japón, por no hablar de las vanguardias europeas. El poder de la línea es uno de los fuertes de Ajanta, una línea facílisima y majestuosa por la que merece la pena perderse. Son las líneas ocres o anaranjadas las que te golpean con muslos, pechos redondos, caderas majísimas, lomos de elefantes, geografías inalcanzables. Y, sobre todo, las miradas. Ajanta es una procesión irresistible de ojos que lo dicen todo y que te hacen comprender (o no, poco importa realmente) de qué va la historia. Las líneas invisibles que dibujan entre sí componen un juego estructural tan débil como la sustancia de un sueño. Y es un sueño fabuloso lo que desnudan, en última instancia, estas pinturas; un mundo mágico de suelos evanescentes y peces que danzan con las estrellas y concubinas adorables y edificaciones irreverentes. Nada es lo que parece; el tiempo y la sucesión lógica toman su propio rumbo en estos murales desgastados por el tiempo. Y aunque uno tenga que descubrir los rostros y las manos insólitas a través de una linterna, como manda la penumbra ceremoniosa de toda cueva, ¡qué no sería pintar estas paredes bajo la luz de una antorcha de hace mil quinientos años! ¡Y percibirlas cada día y cada noche, durmiendo en las celdas a las que estos iconos fabulosos dan acceso! He visto pocas cosas tan puras, sorprendentes y poco dadas a la categorización como las témperas naturales de Ajanta. Es una vivencia al borde del lenguaje.





Subiendo por un senderillo, se llega a un mirador agradable desde el que John Smith vio las cuevas por primera vez, aunque mucho mejor es seguir andando y toparse con el primer poblado que se erige por encima de la garganta rocosa. Allí viven mujeres de ojos ciegos y jóvenes ligeramente perturbados que se esconden entre los árboles para exagerar el balido de los corderos. Pura devastación por la que circula, insolentemente, el agua verde turquesa del Waghora. Retengo imágenes que difícilmente puedo transformar en palabras. Maldición.

A pesar de las hordas de familias indias y de las excursiones escolares, madrugué lo suficiente como para disfrutar de algunos minutos de soledad con los guardas de las cuevas, los laboriosos restauradores y mi linterna. La sensualidad de los colores y una ilusión penetrante de corporeidad se han adherido a mi memoria. Los dibujos de Ajanta ya forman parte de los mejores momentos de este año, y no puedo expresar lo mucho que me alegré de no frustrarme como lo hice en Khajuraho. Será que el arte budista me afecta más que el hinduista, o será que tenía una buena predisposición. Todo es cuestión de actitud, al fin y al cabo.

De vuelta en Fardapur, escribo esto a la espera de poder publicarlo, supongo que en Bangalore, o ya en Australia. El bodhisattva de la compasión y las sonrisas mundanas de las princesas me acompañan en esta noche de luna incipiente, en la que almaceno (y ceno) silencio, una vez más.

Sergio. 27/11/09.

CIV. Subimos por el sendero que baja.


Dios, o la mente de Philip K. Dick, se aburrió mucho, tan solo,
y de tanto pensar le salió un hijo que era su propio deseo.
No pudiendo comunicarse con él, lo abandonó a su suerte,
réplica exacta de su condición.
Sólo que Deseo, que así es como debe ser llamado,
se trajo consigo a una hermana (sí, hermana) gemela, Frustración.
De hecho, fue Frustración la que salió primero del útero,
pero de forma sibilina, como un gas oculto entre gases.

Hay un conflicto entre lo que la vida debería ser y lo que la vida es realmente.
En ese caso, Dios, o la mente de Philip K. Dick, padre de Deseo y Frustración,
debería ser llamado “Expectativa”, y ser tomado por uno de los nuestros.
Sin darnos cuenta, ya le estamos rezando.

Ismael 25/11/09.

CIII. Palabras en el libro de las palabras.



Karnataka nos pillaba un poco lejos, y mis amigos malayalis no podían permitirse tantos días sin trabajar, así que decidí ejercer de anfitrión en Wayanad (literalmente, “tierra de arrozales”), todavía en el estado de Kerala, pero haciendo frontera con el distrito de Mysore. Shafi, Arun y Amjath estaban muy emocionados y no paraban de hablar de este cotarro. Mientras, yo intentaba terminar un trabajillo bajo el ventilador agonizante de mi cuarto y disimular una vez más mi pena por dejar el hogar de Kurien. A los dos se nos humedecen los ojos cuando nos despedimos. Padmini ni se inmuta, pero es que Padmini tiene mucho tino. Se tronchó de risa al verme hacer una tortilla de patata con una sartén sin mango. Os podéis imaginar el resultado. Me hice ampollas en los dedos al quemarme con el “vuelta y vuelta”. Después de mi demostración culinaria, parecía que había estado todo el día con la carretilla, y no con la espumadera. Una sueca estúpida le puso cara de asco a mi obra de arte, que aunque estaba espachurrada, sabía muy bien.

Hablando de suecos, los últimos días en Costa Malabari vieron una proliferación de gente nórdica con mentalidades muy inquietantes. Uno de ellos venía de Finlandia, y cada vez que me miraba demostraba un odio muy agudo. Sólo decir que se enjuagaba la boca con ginebra después de comer y que le encantaba dejar notas al lado de la gente en las que escribía cosas como “Small things matter in the scale of life”, al lado del dibujo pedestre de una balanza. Vamos, que se creía Charles Manson. Después de unos cuantos días de chistes incómodos y miradas amenazantes (los peores huéspedes siempre son los que deciden quedarse por más tiempo), el finlandés me habló en estos términos:

El finlandés: Me dijeron que escribes películas.
Sergio: Sí.
El finlandés: ¿Eres famoso?
Sergio: No.
El finlandés: ¿Te tiran pantys húmedos a la cara?
Sergio: No, nunca.
El finlandés: Pensé que eras un sucio egipcio, pero ahora creo que eres un español muy agradable.
Sergio: ¿Por qué “sucio egipcio”?
El finlandés: Uno de esos egipcios miró a mi novia y tuve que partirle la cara. Cada vez que pienso en esos musulmanes… (APRIETA LOS DIENTES Y LOS PUÑOS).
Sergio: Bueno, no soy egipcio.
El finlandés: Entonces deja de vestir esos turbantes.

Sergio no dice nada. Pone sus ojos en el desayuno.

El finlandés: Creo que debería matarlos a todos. (Pausa). Mi madre no quiere que viaje nunca. Pero mi madre está loca. Le preocupa que salga de casa a comprar tabaco. ¿Cómo quiere que tenga una vida?
La novia del finlandés (A TODO ESTO, PRESENTE EN EL COTARRO): Deberías ver a su madre. Bebe más que él.

Cuando el finlandés y su novia se fueron, mi vida y la del resto de huéspedes, musulmanes o no, dejó de correr peligro.

Charles Manson, feliz de haberse conocido.


No pude ver a Pradeep, pero me desquité con Mr. Panikar, el hombre que conocí en Payannur, famoso en todo el norte de Kerala por ser el único que puede ejecutar tres “theyyam” involucrados con el fuego y salir ileso. Es un mozo muy hermosote y nadie diría, por el frescor de su semblante, que se pasa largos minutos metido entre las llamas (sólo cuando entra en trance, como es obvio). Amjath me ayudó a preparar una petición en malayalam, de cara a la futura película que me gustaría hacer aquí. En ella, le contaba mi pretensión de grabarle en todo tipo de situaciones (religiosas, domésticas, laborales) cuando reuniese el dinero suficiente para tal propósito. Es decir, en el 2030. Para esa fecha, a lo mejor el fuego ya se lo ha comido. Ahora en serio: espero no tardar mucho, porque su hijo de cinco años tiene una mirada que devora todo lo que encuentra a su paso, y registrar el aprendizaje al que Mr. Panikar le somete puede ser extraordinario.

Mi trabajo malayali concluyó (al menos, una etapa más del mismo), y Santhosh, mi conductor de rickshaw favorito, me llevó de camino a la estación de autobuses. Con la sutil diferencia de que esta vez se llevaba también a toda la tropa consigo. Irumban se tuvo que quedar, por motivos paternos; el genial Kati Kutaan también, un jovencito enormemente divertido, y más feo que pegar a un padre; Deepak podría haber sido demasiado insoportable, así que lo dejamos aparcado con suma discreción; y Kiran está todo el día borracho, lamiéndole el culo a gente supuestamente poderosa y apagando todas sus neuronas a la velocidad de una bala. Nos quedamos cuatro colegas muy bien avenidos. Ya sabéis (y si no, lo repito) que nunca entiendo una sola palabra de lo que dicen. Nuestra amistad se basa en una rara empatía que nace, supongo, de dos cosas:

a) Mi natural propensión a metamorfosearme de acuerdo a lo que tengo a mi alrededor. Me ven tan poco europeo que hasta me perdonan no tener nada en común con ninguno de ellos.
b) Su enorme, rotundo, avasallador corazón. Shafi, Arun y Amjath son tres personas cojonudas. Poco les importa que no tengamos gran cosa de qué hablar. De hecho, es curioso que acabemos hablando tan a menudo.

Wayanad nos recibió con un frío montañés para el que Amjath no estaba preparado. Un chico tan tropical y tan moro como él se tuvo que aferrar a su cazadora como lo haría una viejecita a la hora del paseo nocturno. Nos reímos mucho de sus escalofríos (a todas luces exagerados). Además del frío, Wayanad también ofrece al visitante unas severas raciones de belleza en su estado más insoportable. Me enamoré de los bambués, que ya me habían dejado anonadado en Nepal, pero que aquí se juntan los unos con los otros creando una maraña pesadillesca que sólo podía equiparar a catedrales de maldad (todo esto se debe al inquietante ruido metálico que hacen, no se sabe muy por qué ni de dónde viene). Los arrozales se extienden por el valle, dando algo de amarillo a un conjunto verde-explosivo. Algunas de las colinas más escarpadas me recordaban a los paisajes montañosos de ‘Lost’, y lamento mucho no tener más imaginación para describir la magia de un lugar como Wayanad. Como todo en India, es demasiado. Demasiado bonito para ser real. Da igual que no haya visto elefantes salvajes, ni tigres sibilinos. La flora, de encanto prehistórico y luz impresionista, llevaba todas las de ganar.



Kurien me había buscado un alojamiento que no tenía nada de económico, pero era lo único que quedaba libre ese fin de semana. Al menos tuve contentos a mis chicos, que son insaciables con el licor, el curry de pescado y las múltiples facilidades que les brindó un personal, todo hay que decirlo, muy solícito. Mi cartera tembló, pero era algo que quería hacer por ellos.

Entre nuestras actividades juntos cabe destacar una visita a una isla fluvial, a la que es muy fácil acceder pero de la que es casi imposible salir (dos barcas para cientos y cientos de turistas indios que deciden perderse en ese mismo lugar un domingo por la mañana); también visitamos a la familia de uno de nuestros cocineros mientras Shafi intentaba localizar a las prostitutas de la zona para tener un poco calladito a Amjath (cuando conseguimos que hable con una por teléfono, va él y dice: “hoy no estoy de humor”); lo mejor fue conocer Thirunelly, tal vez el templo mejor situado del mundo, en lo alto de una colina que domina un paisaje tan arrebatador como el silencio de un unicornio (los dioses viven en esa montaña y protegen tiernamente a los recién fallecidos, que falta les hará a los pobres en caso de tener que pasar al otro lado del túnel).

Por la tarde y por la noche, poco había que hacer aparte de beber brandy como perras y comer cositas picantes. Arun me preguntaba cada cinco minutos: “do you remember my ambition?”. Su ambición, como la de todo indio, es ahorrar algo de dinero y poder casarse con la chica de sus sueños; en su caso, la afortunada es una vecinita de la playa de Thottada, realmente guapa, con unos labios muy escultóricos. Para ello quiere irse conmigo a Australia, ganar pasta a todo correr y volver con una buena dote para la boda (ella ya ha consentido, pero lo que ella consienta no tiene ninguna relevancia). Arun, como el noventa y nueve por ciento de los indios, piensa que mi origen europeo me da el poder de ayudarle en éste y cualquier menester, lo que está muy lejos de ser real. Entre otras cosas, porque un ciudadano indio lo tiene muy difícil a la hora de conseguir un visado para otro país. Es la hostia. Si naces en el lado equivocado, te será muy difícil comprender por qué el que tiene más dinero que tú también tiene todas las facilidades para saltar de un país a otro sin que le cueste demasiado esfuerzo ni dinero. A nadie le sorprende si digo que un indio está atado de pies y manos, y sólo la península Arábiga es “relativamente” accesible (con salarios igual de injustos).

Las horas se nos escurrían entre los dedos. Los ronquidos y ruidos extraños de Amjath, la sonrisa engominada de Shafi y la obsesión de Arun con sus abdominales han dejado de ser mis compañeros diarios. Me fui en el peor autobús imaginable (rectifico: era la peor carretera imaginable; el autobús no estaba tan mal) y apenas me dio tiempo a intercambiar unas últimas miradas con mis amigos. Sólo retengo la de Arun, que era el que menos cansado estaba de esperar por mi maldito transporte. Tan sólo dos horas antes, el encargado de la casa rural donde nos alojamos me había pedido que escribiese unas palabras en el libro de visitas, algo que detesto hacer. Le dije a Amjath: “¿qué escribo?”; a lo que él me contestó: “¡Qué gracioso! Un escritor que no sabe qué escribir”. Le miré con un odio fugaz, de dos segundos… porque Amjath tiene el don de ser honesto, inocente y despreocupado, y ante esto sólo queda rendirse y sonreír. Escribí palabras en el libro de las palabras, que es lo que se supone que sé hacer. Y ahora pienso: “¿qué será de todos ellos en el futuro?”. Sólo unos pocos y memorables días juntos, pero ya se han ido.

Sergio. 25/11/09.


viernes, 20 de noviembre de 2009

CII. Miss Noviembre.



Intento no escribir si no siento que haya algo que contar. Pero alguno pensará (cómo soy; en mi triste imaginación, pienso que tal vez alguien sigue este blog religiosamente; visto de otro modo, si no lo pensase así, nunca escribiría nada) que este mes está siendo soso, soporífero, insustancial. Y nada más lejos de la realidad. Si tuviese que ser una miss del calendario 2009, sería Miss Noviembre. Nunca he sido tan feliz como en Kerala, y este mes, completamente entregado a unas labores que me emocionan, resulta ser el cénit de mi experiencia malayali.

Si no publico nada es porque no hay una historia muy apasionante en la superficie. Mi día a día es una habitación, un ventilador y un ordenador portátil. Mis noches son un puente de cemento, un río, unas palmeras, tres o cuatro amigos y un vasito de todi (o unos cuantos). Excepcionalmente, voy al templo, donde paso muchas horas despierto de las que luego tardo un poco en recuperarme. Ya comenté en episodios anteriores que el theyyam no se aprecia en un par de horas. La mística del rito es algo más evasiva, y hay que sentarse, o apretujarse, según sea el nivel de concurrencia, y esperar.

Hace una semana que la primera Muchilotu Bhagavati de la temporada hizo acto de presencia en Parasinikadavu, no muy lejos de Kannur. La expectación era tan grande que me vi literalmente aplastado por la multitud en el momento del clímax. Uno entiende el rol subsidiario del sexo en esta sociedad cuando se topa con un clímax de este calibre. Y es que poco importa tener mil codos acosándote en mitad de la lucha por percibir un pequeño destello del rostro de la diosa. De hecho, es parte de la diversión. La atmósfera se carga eléctricamente y los fieles entonan su ‘hummm’. Muchilotu se endereza y no hace nada. Es la manifestación perfecta de la divinidad: independiente, imperturbable, sola. Cada vez que una parte de su rostro (entrecejo, labios) se mueve un milímetro arriba o abajo, la sensación de que el cielo se abre o la tierra se hunde está milagrosamente cerca de la percepción humana. Como se describe en el viaje filosófico de Joseph Conrad en “Heart of darkness”, Muchilotu es tan oscura y ajena a la vida como la vida misma; no necesita explicarse ni hacerse entender; muestra el abismo a través de la lejanía, del desprecio hacia cualquier identificación con el bien o el mal; lo único que existe es un discurrir eterno a ninguna parte. Yo no sé si creo en Dios, pero sí que creo en Muchilotu.

En otra de mis incursiones recientes, conocí a Mr. Panikar, un intérprete que se gana principalmente la vida haciendo trajes y accesorios para los rituales. Él no habla inglés y mi malayalam es pésimo, pero nos entendimos como pudimos, y me hizo un pavo real con una hoja de cocotero. Con tino. Panikar vive en el área de Payannur, que registra algunos de los theyyam más incontaminados de la costa malabar, la mayor parte celebrados en casas privadas. Es casi seguro que la familia te va a recibir de forma excepcional. Kativanoor Veeran era invocado en el día concreto que me tocó inspeccionar la zona, y su sable guerrero hizo temblar el patio ritual (o tal vez el insólito volumen de los tambores). Su bendición me emocionó profundamente: “da igual que no seas malayali, porque donde quiera que vayas, en cada uno de tus viajes, yo cuidaré de ti”.

Kativanoor Veeran, luchando con los elementos.


Arun (anteriormente escrito como Aaron, ya lo siento) se comporta conmigo como un pretendiente tímido. Nada en el mar de zafiro hasta tocar el sol, hora del crepúsculo, y vuelve a la orilla con una sonrisa plena. Todos sonríen. Da igual lo que suceda. Amjath ya no podrá dedicarse a lo que quería por culpa de su medicación para la epilepsia. Su salario ridículo será, seguramente, todo lo que tendrá en un futuro. Pero lo asume riéndose. Irumban camina, a sus veintitrés años, por el sendero estrecho que le marcan sus padres, temerosos de perder al único hijo que les queda; trabaja como un perro, se lesiona constantemente, no puede volver a casa más tarde de las diez, y sonríe. La abuela de Kurien tuvo catorce hijos, de los cuales doce murieron delante de sus narices. No sé cómo debe ser perder doce hijos. Pero seguro que la señora todavía sabía sonreir. En eso los indios son extraordinarios.

Relatos breves, o entradillas de relatos, es lo que os puedo dejar hoy. Os contaré más cosas en una extensión más generosa, puesto que se aproximan semanas de cambios. Hasta entonces, salud.

Sergio. 21/11/09.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

CI. Lo que sale de la boca.


Una ráfaga de frío angélico ha venido a posarse sobre la jungla. No es el monzón, sino algo relacionado con la presión atmosférica que me gustaría poder explicar, pero que no puedo, y sólo debo añadir en mi ignorancia que procede del Golfo de Bengala. En cualquier caso, es una maravilla. Llueve torrencialmente durante diez minutos en los que la tierra parece caerse en un pozo del que le será difícil salir. Los relámpagos desnudan las copas de palmera a medianoche. A menudo, un rayo azul se desliza por el cielo como una culebra y acaba dándose de cabeza en el mar, antes de desaparecer en la evanescencia de la noche. Y mis amiguitos indios se quejan del frío que hace, lo que no les impide seguir haciendo sus fiestas en las verandas de las casas deshabitadas. Hay una tranquilidad asombrosa en mi escondite de la costa malabar, subrayado por el rumor de las olas, por el viento enfermizo del trópico y por una constante sensación de pérdida que, lejos de ser triste, deleita a los sentidos de una forma inexplicable.

Y dejo ya de ser un coñazo.

No hago cosas dignas de un blog de viajes, y por eso no publico casi nada. Escribo en mi habitación, como a horas regulares, y frecuento a la gente de la zona cuando la oscuridad nos impide vernos con nitidez. Se me ha ocurrido hablaros de algunas personalidades que me fascinan y a las que profeso mucho cariño. Entre ellas, lamentablemente, ya no se encuentra Kiran, al que, de hecho, procuro evitar siempre que puedo. El pobre chaval se ha entregado al crimen por la peor de las razones imaginables: el dinero (harto decir que él, precisamente, no lo necesita para comer). Hay que ser cafre. ¿Desde cuándo ir en contra de la ley tiene que tener una justificación? Burlar la legalidad está en la naturaleza del ser humano, entre otras cosas porque la transgresión es muy anterior a la ley, y por lo tanto es más sagrada. Pero hacerlo por afán de lucro es tonto. Es como quien cree que realmente se puede llegar a poseer algo. Pero todo esto nos llevaría muy lejos… Caray, sí que estoy coñazo hoy.

El Teto’s brothers club se ha redefinido en torno a Shafi, Irumban, Amjath y un servidor. Aaron no nos frecuenta mucho, pero es mi preferido por varias razones que expondré en breves. Amjath, el sonriente y altísimo musulmán obsesionado por las tecnologías, es uno de los seres humanos más inteligentes y sensibles que he conocido. Lamenta no hablar bien inglés cuando, en realidad, su inglés es excelente y mucho más expresivo que el mío. Le gusta aprenderse todos los nombres de mis amigos y familiares para después mandarme mensajes de texto al móvil firmados por ellos. Es muy sincero y dice lo primero que se le pasa por la cabeza cuando se apodera de mi teléfono y observa las fotografías que guardo en él. Esto proporciona grandes momentos, aunque sólo compartiré los que no hieran sensibilidades. A mi ahijada Sonia la llama “Little angel”, y no hay noche que no me diga lo mucho que ama a mi amiga polesa María, un sentimiento bastante frecuente en varones de cualquier nacionalidad. De hecho, todo el club se ha rifado ya a mis amigas: Irumban está loco por Ana, mientras que Deepak es más de Barci, a Shafi la que le tira es Ela de Castro (aunque ya le dije que estaba casada), Samir quiere proponer en matrimonio a Gra o a Alazne, la que se deje (es un partidazo, aviso), y Amjath no puede decidirse entre Begoña y María. Tenemos una liada muy buena. Pero el nombre de Begoña es, posiblemente, el más nombrado por todos los hombres de Adi Kadalayi, enamorados del sonido de esa “eñe”. Que si Begoña esto, que si Begoña lo otro. Casi siento que estoy en la Pola, tomando una caña en El Jota.

Ya comenté que Shafi se nos va a trabajar al Golfo, y es por eso que ha surgido en mi mente la idea de invitarle a un viaje antes de mi marcha a Australia. Al fin y al cabo, ni Shafi ni casi nadie de los alrededores ha salido nunca del estado, y cuando les hablo de otros lugares de India se les ponen los ojos como platos. Así es que estoy planeando llevarme al irresistible Shafi y a Irumban de paseo por las ruinas gloriosas de Hampi, en Karnataka. Eso será un grandísimo capítulo. Amjath trabaja demasiado y está demasiado tiranizado por su familia como para permitirse el más mínimo escape. Por si fuera poco, tiene diversos ataques de epilepsia por culpa de los cuales no puede ir a trabajar, con lo que pierde dinero, además de salud. Es increíble cómo la vida se ceba con algunos de ellos.

Nuestras noches son antológicas, y aunque nunca hablemos de nada, y las cosas que tenemos en común sean nulas, hay una fascinación incuestionable en cada uno de nuestros encuentros, y creo que es mutua. Ahora que arrecian tormentas cada dos por tres, nos volvemos más locos que nunca (o mejor dicho, ellos se vuelven locos y yo les sigo la corriente). A veces salgo de mi casa y sólo tengo que seguir los cánticos para ubicarles en algún lugar secreto de la oscuridad, la espesa y sugerente oscuridad de la selva, llena de serpientes huidizas, puercoespines gigantescos y ranitas más pequeñas que un lunar. Cuando llego al club que toque, escucho sus diatribas en malayalam, de las que extraigo alguna palabra suelta, me río con su tono de voz, realmente tierno, y a los pocos minutos se ponen a cantar y a bailar y a hacer música. Son unos percusionistas maravillosos, y es todo un placer escuchar los sonidos mágicos que son capaces de extraer de dos botellas de plástico. La luz de las velas y las linternas, el sonido tempestuoso de la lluvia, el tacto salado y aceitoso de los ‘snacks’ y el color de los ‘lungis’ son sólo algunos de los reclamos más destacados de estos botellones particulares, en los que no falta el whisky, que ya nunca más podré mezclar con Coca Cola.




Fugaces como vinieron se han ido muchos segundos de intensa felicidad en los porches. Si los magnifico es porque son la culminación de un día de buen trabajo, y es que estoy muy contento con lo que escribo últimamente, y estas rachas hay que vivirlas con intensidad.

Un día que me fui con un psicólogo camerunés y una israelí insoportable a ver la tormenta eléctrica sobre el mar, encontré a Aaron y a Samir con un pedal muy considerable. Les envidié, y cómo no, les seguí, aunque la oscuridad ya se los había tragado, y a mí también. Encontré a Aaron muy cerca de su casa, y mantuvimos una conversación maravillosa, digna de Tennessee Williams. (Nota: al respecto, diré que muchos de ellos hacen menciones inconscientes a ‘La gata sobre el tejado de zinc caliente’, cuando argumentan que la cerveza no les gusta nada porque no les hace ‘click’; qué sabios).

Aaron: ¿Qué haces aquí?
Sergio: Vine a ver qué hacíais.

Aaron: Tienes la mente sucia, pero eres un buen chico, y te quiero.

Sergio: Yo también te quiero, Aaron.

Aaron: Pero tienes la mente sucia… cosas sucias pasan por tu cabeza…

Sergio: Estás borracho.

Aaron: Sí… pero tú también.

Sergio: Vale. Un poquito.

Aaron: ¿Por qué me miras?

Sergio: ¿Dónde quieres que mire? ¿Al suelo?

Aaron: Tú sabes a qué me refiero… Yo… yo… vivo aquí, esta es mi casa… la playa, y todo lo que hay alrededor… es mi casa, y mis amigos… todos me conocen aquí… pero no me conocen de verdad, porque yo soy diferente… hago cosas muy malas… tengo malos pensamientos… Pregúntales a ellos, a Shafi, a Irumban, pregúntales cómo soy yo…

Sergio: ¿Cómo eres tú?

Aaron: No… Teto, no… Mente sucia… ¿Por qué has venido aquí? ¿Qué venías a buscar? ¿Eh?
Sergio: Nada.
Aaron: Oh. Buen chico. Mente sucia. Te quiero.

Sergio: Yo también.

Aaron: Vamos a pegarnos.


Y nos pegamos. Aaron es un poco nenaza, y da patadas en los huevos, lo cual es muy rastrero. Además, tenía a su perra para defenderle, con lo cual fueron dos contra uno, algo injusto si me permitís la apreciación. Pero eso nos enfrió la cabeza. Desde esta insólita escena, situada en un bello sendero humedecido por la lluvia, Aaron es mi ojito derecho, somos inseparables y ha hecho que mi atención pase de su sexto dedo a su atormentada psicología. Grande Aaron.



"El 'click' de Tennessee Williams,
imposible de alcanzar con una cerveza".


En casa de Kurien las cosas siguen como siempre. Los turistas son siempre aburridos, mortalmente aburridos, aunque uno de ellos me pasó al ordenador las cinco temporadas de ‘Peep show’, una sitcom británica que se merecerá una entrega extra de ‘A través del espejo’, porque es increíblemente divertida. Como siempre, Kurien intenta instruirme como buenamente puede, y su sabiduría, nada fácil de entender ni de catalogar, alcanza cotas sublimes. Me encanta tomar café con él mientras me cuenta cómo eran los veranos de su infancia, cuando él y todos sus primos viajaban por el verano de casa en casa, hospedándose con unos tíos o con otros mientras completaban su rutina de bañarse en las lagunas, pastorear y hacer funciones teatrales por la noche. Tan bucólico que parece inventado. Es muy sensual viajar por esos paisajes de una infancia tan alejada a la de uno, en la que el juego y la imaginación en su estado más puro eran posibles. La vida de Kurien es muy interesante, y él no ahorra generosidad cuando se siente con ganas de contar cosas, y cosas, y cosas, en un zigzagueante viaje al pasado de la Kerala rural, uno de los lugares más increíbles del mundo.

En el siguiente episodio, el retorno de Pradeep, más lluvias, más cotarros, más Aaron, más alcohol, más palabras, menos palabras.

Sergio. 10/11/09.

domingo, 1 de noviembre de 2009

C. La diosa insatisfecha.



¡Sal de Chennai, tunante! ¡Ratas y arena en los ojos de las viejas! ¡Vuelve a casa!

Y a casa he vuelto. De este a oeste y tiro porque me toca. Atravesando unas montañitas la mar de saladas, me di cuenta enseguida de lo cerca que estaba ya de Kerala: palmeras, arrozales, gente sesentera, un verde más violento que un puñetazo en la mandíbula, mucho tino. El calor tropical también se hace sentir, pero de ahí a que realmente importe hay un trecho. Pocas veces he tenido tantas ganas de volver a un sitio, y me enfadé mucho cuando llegamos a Kannur con una hora de retraso, como si eso no fuera lo propio en cualquier tren indio (atención, viajeros: el Mangalore Express va casi vacío; un lujo para vuestras piernas). Sonriendo como un bobo, cogí un rickshaw hacia el templo de Adi Kadalayi y, desde allí, me adentré en el palmeral con mis bártulos y mi linterna. Por fin Kerala. Llegué a la casa de Kurien justo cuando él impartía una de sus lecciones magistrales sobre theyyam al enésimo grupo de turistas blanquísimos. Como no hice ruido al moverme, no me oyó entrar en el salón. Así es que me dio un abrazo caluroso y yo casi me trago su oreja de lo nervioso que estaba. El gran Linu también andaba por allí, con su lungi y su sonrisa, incitándome a hacer lo propio antes de comenzar esta nueva tanda de episodios en mi hogar indio.

¿Cómo andan todos por aquí?, os preguntaréis, curiosos lectores. Empecemos por Kurien. Ha casado a sus dos hijas, que para un padre indio es una buena carga que quitarse de encima, sobre todo después de pagar el desorbitado enlace de la segunda (ni más ni menos que diez mil invitados; ¡diez mil!). Tampoco le afecta demasiado que haya menos afluencia de turisas que de costumbre, debido a las crisis y a las terroristas y a las pandemias éstas tan malas. Padmini, por su parte, no deja de tener un ardil impredecible. Como llegué de noche, no pude verla hasta el día siguiente por la mañana. Cuál sería mi sorpresa que la tía, por toda contestación ante mi caluroso saludo, no se le ocurrió otra cosa que preguntarme: ‘Breakfast?’ Qué pragmática es esta gente.

El Teto’s Brothers Club me ha enajenado con sus licores a la velocidad del rayo. Por partes:

a) La familia compuesta por Kiran, Pranath y su hermano de seis dedos Aaron sigue siendo el foco indiscutible de muchas historias. Pranath, a la que había dejado con una cara de susto tremenda en el día de su boda, ya está embarazadísima y con vistas a dar a luz en Navidades. Qué rápido le ha venido todo a esta chica. Si todavía en febrero era una graciosa mozalbeta que me invitaba a sentarme con ella en las rocas que dan a la mar. Y ocho meses después es esposa y madre.
Me reencontré con ellos en el hospital, ya que a la madre de Kiran tenían que hacerle una transfusión de sangre y fui a presentarle mis respetos. (Espero no tener que ser ingresado aquí. Esas camillas de hierro han de ser incomodísimas). Kiran se dedica a asuntos tan ridículamente delictivos que casi me da la risa de pensarlo. Yo le digo: ‘Kiran, no quiero saberlo…’, pero su temeridad es demasiado incorrompible. Aarron es el pequeño y el que más trabaja, tiene problemas de identidad, de alcoholismo, y un pulgar de más. Me tiene completamente fascinado.
b) Los musulmanes Shafi, Amjath y Samir siguen obsesionados con el sexo y las prostitutas. Bueno, Samir es un caballero y sólo escucha música mientras se rasca la entrepierna. Por su parte, el conmovedor Amjath está muy deprimido porque tiene miedo de estar malgastando su juventud. Cierto es que acercarse a una chica en este país es como atravesar un campo minado. Shafi, sin embargo, se irá en menos de dos meses a trabajar a Dubai, al igual que el setenta por ciento de los jóvenes de Kerala, y como tardará años en volver, sé que se le va a echar mucho de menos.
c) Los hindúes Deepak e Irumban siguen más o menos igual. Deepak es el saco de boxeo del club, pero como está seriamente perturbado, no le importa. El maravilloso Irumban ha dejado el gimnasio a tiempo de que no se convierta en una obsesión, y me lleva a nadar y a pescar cangrejos más a menudo que antes. Lo celebro. Hay que ser como un filete poco hecho y dejar que la sangre chorree por los bordes.

Todos me preguntan por mis padres, por mi hermana, por mi abuelo, por mi ahijada, por mi amigo sirio (Nabil) del que nadie se ha olvidado desde que les dije el nombre… Y como esto es un pueblo, la voz ya se ha corrido y me llegan llamadas perdidas de todas partes. Eso no excluye la amargura de tener que seguir lidiando con algunos conductores de rickshaw, sobre todo cuando me toca a mí negociar el precio que han de pagar algunos turistas (a veces le hago el favor a Kurien de llevarles al templo, explicarles lo que hay y sentarles en un taxi de vuelta a Kannur; a cambio, mi estancia me sale por la mitad de precio y recibo raciones extra de mi comida favorita). Algunos conductores siguen siendo durísimos de pelar, y un tanto esquizoides. Después de una larga disputa con uno de ellos, a altas horas de la noche, recibí una serie de insultos en malayalam. No se daban cuenta de que lo único que sé en malayalam son insultos. A pesar de ello, me gusta pensar que aprendo poco a poco a hacerme respetar.

Amjath: ¿Qué vas a hacer en Australia?
Sergio: Hacerme granjero.
Amjath: No me lo creo. Tú eres europeo.
Sergio: Sí, ¿y qué?
Amjath: Los europeos no trabajan el campo. Nosotros lo hacemos.



¿Y cómo siguen los rituales theyyam? Mejor que nunca. Con una idea algo más aireada y contundente de lo que es la cultura hinduista, me veo más despierto en el hermético misticismo de esta ceremonia. Antes de volar a Australia a finales de noviembre, quiero explorar zonas remotas para encontrarme con posesiones más auténticas, y es muy posible que el legendario Pradeep (¿recordáis a aquel intérprete del que me quedé completamente prendado?) me deje quedarme en su casa para que espíe su día a día con total impunidad. De ser así, nos espera un jugoso episodio de ‘Miss Kalashnikov’ para la recta final de esta primera temporada.

Acompañado de Despina, alias ‘Debbie’, una bailarina neoyorquina de raíces griegas, volví a ver un festival ‘theyyam’ por primera vez en seis meses. Me noté desentrenado, sin paciencia. Es normal, puesto que no recordaba lo irritante que puede llegar a ser todo justo antes de que empiece a operarse el milagro. Debbie y su permanente asombro me ayudaron mucho, y al final los dos disfrutamos de uno de los mejores ‘theyyam’ que recuerdo. Al principio nos tocó aguantar a muchos borrachos. Luego conocimos a Baby, uno de los familiares que pagaba el festival y una eminencia en hinduismo. Nos explicó por qué los intérpretes subían y bajaban constantemente un pequeño promontorio; se trataba de un recinto sagrado donde, supuestamente, vivía el dios – serpiente Nagar, una cobra fantasmal, pequeñita, de gran capuchón. Sólo algunos hombres puros como Baby han podido verla, pero nosotros, que estábamos impuros, no podíamos siquiera acceder a esa colina tan magnética, porque la energía del lugar iría seguramente en nuestra contra. Las palabras de Baby fueron muy bienvenidas, y quiero seguir en contacto con él, para ver qué opina de la ambivalencia entre el respeto a la naturaleza y los sacrificios animales que exigen algunos dioses del panteón hindú.

Debbie y yo nos quedamos a dormir en la casa de un profesor de la zona. Bueno, fue más una siesta larga de tres horas en la que tuve sueños terroríficos (normal, estábamos durmiendo a pocos metros de la cobra psicodélica). Al amanecer, celebramos el tino y el ardil de Chathampalli, un ser humano divinizado por obra y gracia de Siva, cuya historia trágica es recordada todos los años por estas fechas. Chathampalli era un recolector de todi (licor de coco), hace unos trescientos años. Sabía mejor que nadie los secretos de la extracción de veneno, aunque no podía rivalizar, oficialmente, con el señor feudal del distrito. Sin embargo, cuando una labradora murió a causa de la mordedura de una cobra, Chathampalli fue llamado para intentar resucitarla, puesto que nadie había podido hacer nada por ella. El pobre hombre obró el milagro que todos nos imaginamos, enfureciendo a las altas esferas. Así fue que Chathampalli acabó siendo asesinado con crueldad y murió como un mártir a los ojos de las castas bajas. El terrateniente, arrepentido ante la horda de críticas unánimes hacia su abuso de poder, prometió un festival anual en honor de la víctima. A día de hoy, Chathampalli sigue siendo interpretado por un intocable, pero no ha perdido el derecho de ir a la antigua mansión feudal, donde todavía viven los descendientes de aquellos brahmanes de antaño, y una vez allí, recuerda el mito de su muerte y critica el sistema de castas. Debbie no quería perderse el recorrido a la mansión, arrozales de por medio, y yo tampoco. La procesión hacia ese lugar magnífico, oculto en el espesor de la jungla, sepultado bajo telas de araña fabulosas, es un sueño mágico hecho realidad. En nuestro camino de vuelta, me hundí en el lodo del arrozal provocando las risas indiferentes de los sacerdotes. Un periodista local tuvo a bien registrar este momento tan patético, y cuando me envíe las fotos, podremos reírnos todos juntos.

El gran momento del día vendría, cómo no, de la mano sangrienta de Kali. Vestida con una corona en forma de gota de lluvia, y portando una máscara terrible con calaveras, ojos desorbitados y una lengua extendida hacia afuera, la diosa insatisfecha se sacaba mocos de la nariz (no es ninguna broma) y exigía un montón de ofrendas curiosísimas. Todos sabíamos que acabaría matando a una gallina. Lo que no nos esperábamos ni Debbie ni yo, que somos muy fans de Kali, era que la gallina fuese a ser lenta y psicóticamente torturada ante la mirada morbosa de los mozos y sacerdotes, la aceptación informal de las mujeres y los ronquidos de alguna vieja ya curtida en sacrificios de pollos. Creo que he visto pocas cosas tan horribles en mi vida. Kali se desquiciaba ante los cacareos asustados de la gallina y se golpeaba la máscara con ansia. Nunca olvidaré el sonido bobalicón y peligroso que salía de su interior. Cuando se acabó apoderando del animal, arrebatándoselo a algún sacerdote divertido con todo este asunto, el lado maternal y visceral de Kali se dieron la mano en una galería de imágenes espantosas. La gallina era abrazada, besada, desplumada, espachurrada… Kali le cortó lentamente la cresta y probó con delectación la sangre que acababa de brotar. Luego infló el pico del pobre bicho con granos de arroz y riadas de licor. Yo me preguntaba cuándo iba a acabar todo ese suplicio. Finalmente, después de mucho vacilar al son de unos tambores endemoniados, arrancó el gaznate del animal, que se siguió moviendo durante unos cuantos minutos, y todos se regocijaron con su sangre. Yo quise de todo corazón entender el porqué de la tortura. Llevo unos cuantos días intentando poner orden a mi concepción del cosmos, y entiendo más o menos todo eso de la aniquilación de los contrarios y la gran mentira que reside en las categorías de ‘bueno’ y ‘malo’, pero no puedo relativizar la tortura. No puedo entender el abismo de la personalidad de Kali.

Debbie me gustó mucho. Es una tía muy interesada por los bailes rituales y los estados alterados de conciencia. Me dijo que se podía comprar ‘ayahuasca’ por Internet, algo que debe ser parecido a tener sexo virtual: poco que ver con la experiencia cuerpo a cuerpo. Si algo se aprende de leer ‘La cosa del pantano’ es que si te vas a comer o a fumar plantitas, es mejor que ellas te indiquen el camino. No está de más tener elegancia para drogarse. Debbie no tenía mucha, pero lo intentaba, que ya es algo. Es una chica con un rostro muy griego, como el de Irene Papas en ‘Z’.

Irene Papas, siempre intensa.


Cierro el ‘post’ número cien con Debbie, con los eructos de Padmini resonando desde la cocina, y con un optimismo radical hacia el trabajo que me ocupa y hacia el futuro que ya está aquí.


Sergio. 30/10/09.

domingo, 25 de octubre de 2009

IC. Trevor (II).



Interrumpí cruelmente mi relato, y a él vuelvo.

Me aterra el potencial religioso que descubro en mí. Nunca lo hubiera imaginado, en tanto que he despotricado infantilmente de Dios y de la religión en mis años de universidad. Ahora dejo que todo me seduzca de una forma casi mística, tal vez influido por los siguientes factores:

a) La soledad.
b) La casi total ausencia de sexo, que lleva al ser humano a sublimar otro tipo de placeres incomprendidos.
c) William Blake, Emanuel Swedenborg, Jorge Luis Borges.
d) Este país tan condenadamente fascinante (y religioso).

¿Recordáis a Christine, la señora británica que me interrogó sobre mi guión cuando vivía en Kerala? Podéis revisitarla si usáis la utilísima barra de enlaces en el margen derecho de la página que estáis leyendo. Aquello sucedió en febrero, y el post que le dediqué a tan insigne mujer se llamaba “Kiss the joy as it flies”, en relación a la frase enigmática que Christine me dedicó cuando yo le narraba lo contento que me sentía en aquel momento. Todavía no conocía a William Blake, más allá de algunas citas extraídas de su obra. Sabía que había sido un visionario místico durante la Revolución Francesa, como el impresionante Swedenborg (algo anterior a él), que estuvo en el cielo y el infierno y volvió para contarlo, y que paseó por Londres con el mismísimo Jesucristo. Pues bien, caminando por el College St. de Calcuta, un centro universitario lleno de puestos de libros y algún que otro cine porno, encontré una selección de poemas de William Blake, con uno de ellos destacado en la portada:

“He who binds to himself a joy
does the winged life destroy.
But he who kisses the joy as it flies
lives in Eternity’s sunrise”.


Nada sabía entonces del guiño que me estaba lanzando Christine, y que ocho meses después he podido decodificar. Cuando descubrí ese verso, mientras extendía al tendero un billete de cien rupias por el libro, me sentí acompañado por una ráfaga de energía inusual, como si alguien estuviese dirigiendo mis pasos, y el mundo se detuvo durante cinco segundos. Ya tuve esa sensación una vez, en Cabo de Gata, cuando les dije a mis amigos Manu, Bárcena y X: ‘siento que alguien camina por mí’. Adoro enlazar hechos distantes en el espacio y en el tiempo, y descubrir que unas pequeñas palabras descontextualizadas (‘kiss the joy as it flies’) guardaban un significado muy distinto al que yo le había atribuido. ¿Es muy extravagante pensar que el sufrimiento es tan hermoso como la felicidad, en tanto que existe? No sé, pero creo eso es lo que trataba de decirme Christine a través de Blake. El aura imponente de esta señora, que parecía haber hecho un pacto con alguien de otro mundo, engrandece aún más esta anécdota que recuperé y redondeé en Calcuta, como quien encuentra un juguete de su infancia y aprende una cosa más de sí mismo y de la vida que le toca vivir.

Una de las maravillosas pinturas de Blake, "Abraham e Isaac".


Hice otras cosas en Calcuta, aparte de perderme, rezar a Kali y a Siva, comer pescado y ver los últimos capítulos de ‘The Wire’. También fui al cinematográfico Indian Museum a ver la reconstrucción de la puerta de Bharhut, que data del siglo II antes de Cristo, y que contiene unas esculturas budistas insoportablemente bellas. Entre muchas de sus imágenes, destacan las mujeres danzando y los medallones en los que se representa a varios indígenas comiendo plantas o metiéndoselas por el ombligo. Hoy en día, la posesión de esas plantas es considerada un delito. ¿Y todavía hay gente que pone en duda la involución de la raza humana?

La famosa escena del sueño de la reina Maya, en Bharhut.


Como me gustan mucho los tigres, y no quería pasar Diwali en una gran ciudad como Calcuta, aproveché la oportunidad para escaparme a los Sunderbans, la mayor reserva de felinos a rayas del planeta. En realidad, Sunderbans es más conocido por ser la mayor jungla de manglares que existe, y la única candidata de India a formar parte de las nuevas siete maravillas del mundo. ¿Es tan maravilloso este lugar? Pues sí que lo es, aunque mi visita fue un poco accidentada. Para comenzar a narrarla, tengo que partir del momento en el que abandoné el roñoso Hotel Maria para unirme a la supuesta troupe que iba a ir conmigo a la jungla (de la que, a causa de la malaria, quedamos sólo un americano y yo). Me di cuenta de que no iba a ver más a Trevor, porque cuando volviese de los Sunderbans no iba a pasar mi última noche en Calcuta en aquel patio triste que compartíamos, sino en el Hotel Broadway, sin duda la mejor pensión que he visto en este país, y mira que me he pateado pensiones de todos los colores. En el Broadway, la habitación individual no cuesta tres euros, cuesta ocho. Pero el infinito encanto que resulta de esos cinco euros de diferencia justifica una noche, o incluso dos o tres. Por si fuera poco, el oscuro y anacrónico Bar Broadway, en la planta baja del hotel, es el mejor antro del mundo, un local perfecto para una fiesta de fin de rodaje, una orgía, una matanza, o las tres cosas a la vez. Sus ventiladores ominosos siembran la atmósfera de un recogimiento alcohólico muy poco habitual, lo que se viene llamando ‘elegancia’, y a precios muy razonables. No tardé mucho en averiguar cómo podía rematar mis extrañas miradas con Trevor, que además de bailar pasodoble, también es científico. Después de pagar mi cuenta en recepción, escribí una nota para él y se la pasé por debajo de la puerta de su dormitorio. En ella le invitaba, inocentemente, a tomarse una cerveza conmigo en el Bar Broadway si volvía de los Sunderbans con vida. Cualquier ser humano con dos dedos de frente reconocería las implicaciones de esta invitación. Es por eso por lo que estaba convencido, al menos al noventa por cien, de que Trevor no acudiría a la cita; por eso y también por frases como ésta: “Estaré el lunes en el ‘Bar Broadway’, a partir de las seis y hasta bastante tarde…’ En fin. Cuántas películas he visto.

Pronto llegaremos a ese lunes. Entretanto, Alex (el americano) y yo partimos a Sunderbans con nuestro guía de diecisiete años, Ajay, al que sólo puedo definir como el ser humano más bello que camina actualmente sobre la tierra. Los tres íbamos a pasar bastante tiempo juntos, así que me propuse hacer un esfuerzo comunicativo. Siempre que me propongo algo así, acabo escaldado. Esta vez no fue para menos. A Alex, joven blanquísimo y atractivo de muy publicitada heterosexualidad, le encanta un tipo de conversación en la que yo no estoy muy ducho, aunque no puedo ocultar que me encantaría dominarla.

Alex: ¿No eructas nunca?
Sergio: No. No puedo. A veces me sale solo, pero no puedo forzar un eructo.
Alex: Qué pena. Pero te tiras pedos, ¿verdad?
Sergio: Sí, eso sí.
Alex: Genial.


Alex: La verdad es que no tengo ningún problema en follarme a quien quiera.
(Hubiera incluido esta pedazo de frase en la sección de ‘Citas célebres’, pero cualquier lector descuidado podría atribuírmela a mí).

Alex: ¿Has tenido sexo alguna vez, Ajay?
Ajay: No.
Alex: Pues es lo mejor del mundo. No hay mejor forma de estar conectado a una persona. Así que ya sabes… en cuanto tengas la oportunidad… aprovéchala.
Ajay: Sí… jeje… vale…
Alex: Eres un gran chico, Ajay. No vas a tener problema con las chicas.
Ajay: Pero, ¿por qué la mayor parte de los tíos con novia quieren estar con otras mujeres al mismo tiempo?
Alex: No lo sé…
Sergio: Somos difíciles de satisfacer.


Esto da una idea general de por dónde iban los tiros con nosotros tres. Alex debió pensar que yo era un capullo, mientras que yo admiro su estupidez e ingenuidad. Ajay, sin duda, era el más cabal de los tres, y espero que su vastísima cultura y su aguda percepción de la sociedad en la que vive le lleven muy lejos. Es un chico dulce, hambriento de experiencias, encantador de serpientes como sólo un indio puede llegar a ser (no en vano le mordió una cobra cuando era pequeño y sobrevivió a ello).

Nuestra primera noche en el pueblo que sirve de entrada a la jungla coincidía con la festividad hindú de Diwali, que consiste, básicamente, en tirar petardos y cohetes ensordecedores. El gobierno ha prohibido usar los que sobrepasan los noventa decibelios, pero eso se lo pasan todos por el forro, más aún en un pueblo. Después de la metralla y de iluminarlo todo mágicamente con velas, la sociedad de festejos organizó una sesión de Bollywood en el mismo descampado donde la diosa Kali reposaba en su altar. La película en cuestión nos mostraba cómo una india desconsiderada pasaba por completo de hacer puja y se acostaba con su perro doberman en actitud libidinosa. Cómo no, Kali se enfurecía, como hacían bien en indicarnos unos zooms hacia su rostro acompañados de diabólicos tambores. Vamos, una joyita. Cuando pensé que la belleza de aquel trocito de la Bengala rural no podía ser más espectacular, Ajay nos llevó a cenar curry de cangrejo a un patio familiar mientras yo acariciaba el vientre de una cabra embarazada. Luego bailamos en la azotea del albergue al son de una música popular. El cantante, que también tocaba una especie de acordeón indio, pegaba unos gritos inenarrables que me hicieron moverme como un poseso. No exagero. Al día siguiente descubrí, ya en el barco que nos llevaba por los manglares, que no podía moverme de lo agarrotados que estaban los músculos de mi espalda. Alex mencionó de soslayo mi pésima condición física y mis bailes estúpidos. Yo no tenía el ingenio suficiente para mencionar de soslayo su pésimo sentido del humor, pero le perdono porque me hizo fumar un poco de su pipa de la paz para mitigar el dolor. Gracias a eso me levanté y recompuse mi cuerpo, ya que de lo contrario no hubiese podido disfrutar de una selva apasionante y de una fauna huidiza.

Los Sunderbans son extraños y algo decepcionantes, en función de las expectativas de cada uno. Al turista normal no le dejan penetrar en muchas áreas protegidas, y es casi imposible avistar un tigre, algo con lo que nadie debería contar. Sin embargo, los árboles y sus intrincadas raíces parecen sacados de otra dimensión, y caminar por el barro es una experiencia maravillosa, sobre todo cuando te hundes hasta las rodillas y piensas que la tierra va a comerte. El mejor momento fue el crepúsculo. Alex y yo tomamos un té mientras la noche se apoderaba del delta del Ganges, y Ajay nos ofreció algunas de sus tiernas palabras, como dibujos en el silencio. Lentamente volvimos al pueblo de arrozales, encendimos nuestras lámparas de aceite y caminamos como sonámbulos entre los estanques de lotos. Al día siguiente, dos carromatos, un rickshaw, dos barcas y un tren nos llevarían de vuelta a Calcuta en un trayecto agotador e hipnótico de cinco horas. Entre medias, en una de las estrechas carreterillas de la zona, un anciano hizo volcar su carro, con él debajo. El golpe fue violentísimo y el pobre hombre yacía inmóvil en el asfalto. Nuestro conductor no se detuvo, tal vez porque ya lo habían hecho otros, y tal vez porque, como nos dijo Ajay, haciendo honor de la típica y sabia frialdad india: “I think his life is finished”. Nunca lo sabremos del todo. Me sobrecogió, sin duda, ver a la muerte tan rápida, tan implacable, tan cerca. Más sorprendente aún es comprobar lo pronto que un incidente así se olvida, se desgasta en la mente, y cómo la vida sigue sin él. Nadie se lleva las manos a la cabeza por una muerte más en un país tan superpoblado como India, y menos en una zona tan habituada a la tragedia como los Sunderbans, cuyos habitantes sufrieron un ciclón imprevisto hace tan sólo cinco meses. La muerte les habla en el lenguaje de la vida, y así es como ha dejado de existir.



Destellos de los Sunderbans (la tercera foto es un imposible,
pero estos bichos son tan hermosos...).


Dejé a Ajay, dejé a Alex. Es increíble la de rostros de despedida que acumulo, y lo mucho que me acompañan. Llevé mis trastos al Hotel Broadway, me duché, me afeité cuidadosamente, me embadurné de desodorante, me vestí bien y bajé al bar a tomar unos snacks y a ponerme pedo, ya que Trevor no iba a acudir a semejante cita, pero yo tampoco iba a ser capaz de moverme de allí hasta que los camareros me echasen. Recuerdo alzar la mirada de la mesa cada vez que oía a alguien entrar en el bar. Me gustaba soñar la imagen en la que Trevor, contra todo pronóstico, aparecía en el umbral. Ya no sólo deseaba lo que desea un varón de mi edad y circunstancia, sino una pequeña oportunidad para hablar con alguien de una forma menos superflua. No he hablado de mí mismo con casi nadie, unas veces por prudencia, pero a menudo también por miedo, todavía por miedo. Es una sensación muy opresiva que encuentra su aliado en la escritura de este blog, y a estas alturas poco me importa hablar de aspectos de mí que al lector habitual tal vez le sorprendan. Quien bien me conoce, sabe que soy un exhibicionista, y no me avergüenzo.

A las siete y cinco minutos, Trevor entró en el Bar Broadway. Tardé tanto en hacerle una seña con la mano que casi se da la vuelta, al no intuirme en ninguna de las mesas (ya he dicho que el bar es oscuro, como un local clandestino en plena Ley Seca). Lo primero que hizo nuestro canadiense favorito fue disculparse por la tardanza, a lo que siguió una larga conversación que disfruté con una locura bien disimulada, o eso creo. Bebimos cerveza, hablamos del tiempo, del país en el que estábamos, del país del que veníamos, del futuro, del presente. Descubrí datos reveladores, como que la novia de Trevor también es bailarina, pero tiene una pareja profesional distinta; también descubrí que hay islas del norte de Canadá que son puro hielo, que el bosque de Charlevoix está muy cerca de Montreal, y que encajo muy bien las decepciones. Sin embargo, no podía parar de pensar: “HE CAME! HE CAME!” (normalmente pienso y hablo conmigo mismo en inglés, menos cuando escribo). Y entre tanto énfasis callado, nos dieron las nueve y media, y Trevor me preguntó si había tenido alguna novia india, y yo le contesté con algo que llevaba mucho tiempo queriendo decir: “I’m not much into girls”. No recuerdo muy bien qué dije después porque la lengua iba más rápido que mi cabeza, pero no fue descortés; es más, debió ser bastante ocurrente, porque Trevor sonrió mucho. Le acompañé a la salida del hotel y nos estrechamos la mano. La brisa discreta de Calcuta circuló entre los dientes delanteros de Trevor para posarse luego en los míos. “Ven a verme a Montreal en tu camino a Charlevoix”. Recogí otra mirada de despedida más, con la única diferencia de que esta vez era la suya, y fui muy feliz, porque durante más de dos horas le amé todo lo que pude. Acto seguido, subí a mi dormitorio, todavía palpitando en mi cabeza “HE CAME! HE CAME!” y sin darme cuenta de adónde quería ir ni qué quería hacer con lo que me quedaba de noche, volví a bajar al bar, me senté en la barra y me emborraché. Tres siglos más tarde, justo cuando iban a cerrar, me incorporé con dignidad, volé hacia mi cama y dormí en la gloria.

Sergio. 24/10/09.