domingo, 6 de diciembre de 2009

CIII. Palabras en el libro de las palabras.



Karnataka nos pillaba un poco lejos, y mis amigos malayalis no podían permitirse tantos días sin trabajar, así que decidí ejercer de anfitrión en Wayanad (literalmente, “tierra de arrozales”), todavía en el estado de Kerala, pero haciendo frontera con el distrito de Mysore. Shafi, Arun y Amjath estaban muy emocionados y no paraban de hablar de este cotarro. Mientras, yo intentaba terminar un trabajillo bajo el ventilador agonizante de mi cuarto y disimular una vez más mi pena por dejar el hogar de Kurien. A los dos se nos humedecen los ojos cuando nos despedimos. Padmini ni se inmuta, pero es que Padmini tiene mucho tino. Se tronchó de risa al verme hacer una tortilla de patata con una sartén sin mango. Os podéis imaginar el resultado. Me hice ampollas en los dedos al quemarme con el “vuelta y vuelta”. Después de mi demostración culinaria, parecía que había estado todo el día con la carretilla, y no con la espumadera. Una sueca estúpida le puso cara de asco a mi obra de arte, que aunque estaba espachurrada, sabía muy bien.

Hablando de suecos, los últimos días en Costa Malabari vieron una proliferación de gente nórdica con mentalidades muy inquietantes. Uno de ellos venía de Finlandia, y cada vez que me miraba demostraba un odio muy agudo. Sólo decir que se enjuagaba la boca con ginebra después de comer y que le encantaba dejar notas al lado de la gente en las que escribía cosas como “Small things matter in the scale of life”, al lado del dibujo pedestre de una balanza. Vamos, que se creía Charles Manson. Después de unos cuantos días de chistes incómodos y miradas amenazantes (los peores huéspedes siempre son los que deciden quedarse por más tiempo), el finlandés me habló en estos términos:

El finlandés: Me dijeron que escribes películas.
Sergio: Sí.
El finlandés: ¿Eres famoso?
Sergio: No.
El finlandés: ¿Te tiran pantys húmedos a la cara?
Sergio: No, nunca.
El finlandés: Pensé que eras un sucio egipcio, pero ahora creo que eres un español muy agradable.
Sergio: ¿Por qué “sucio egipcio”?
El finlandés: Uno de esos egipcios miró a mi novia y tuve que partirle la cara. Cada vez que pienso en esos musulmanes… (APRIETA LOS DIENTES Y LOS PUÑOS).
Sergio: Bueno, no soy egipcio.
El finlandés: Entonces deja de vestir esos turbantes.

Sergio no dice nada. Pone sus ojos en el desayuno.

El finlandés: Creo que debería matarlos a todos. (Pausa). Mi madre no quiere que viaje nunca. Pero mi madre está loca. Le preocupa que salga de casa a comprar tabaco. ¿Cómo quiere que tenga una vida?
La novia del finlandés (A TODO ESTO, PRESENTE EN EL COTARRO): Deberías ver a su madre. Bebe más que él.

Cuando el finlandés y su novia se fueron, mi vida y la del resto de huéspedes, musulmanes o no, dejó de correr peligro.

Charles Manson, feliz de haberse conocido.


No pude ver a Pradeep, pero me desquité con Mr. Panikar, el hombre que conocí en Payannur, famoso en todo el norte de Kerala por ser el único que puede ejecutar tres “theyyam” involucrados con el fuego y salir ileso. Es un mozo muy hermosote y nadie diría, por el frescor de su semblante, que se pasa largos minutos metido entre las llamas (sólo cuando entra en trance, como es obvio). Amjath me ayudó a preparar una petición en malayalam, de cara a la futura película que me gustaría hacer aquí. En ella, le contaba mi pretensión de grabarle en todo tipo de situaciones (religiosas, domésticas, laborales) cuando reuniese el dinero suficiente para tal propósito. Es decir, en el 2030. Para esa fecha, a lo mejor el fuego ya se lo ha comido. Ahora en serio: espero no tardar mucho, porque su hijo de cinco años tiene una mirada que devora todo lo que encuentra a su paso, y registrar el aprendizaje al que Mr. Panikar le somete puede ser extraordinario.

Mi trabajo malayali concluyó (al menos, una etapa más del mismo), y Santhosh, mi conductor de rickshaw favorito, me llevó de camino a la estación de autobuses. Con la sutil diferencia de que esta vez se llevaba también a toda la tropa consigo. Irumban se tuvo que quedar, por motivos paternos; el genial Kati Kutaan también, un jovencito enormemente divertido, y más feo que pegar a un padre; Deepak podría haber sido demasiado insoportable, así que lo dejamos aparcado con suma discreción; y Kiran está todo el día borracho, lamiéndole el culo a gente supuestamente poderosa y apagando todas sus neuronas a la velocidad de una bala. Nos quedamos cuatro colegas muy bien avenidos. Ya sabéis (y si no, lo repito) que nunca entiendo una sola palabra de lo que dicen. Nuestra amistad se basa en una rara empatía que nace, supongo, de dos cosas:

a) Mi natural propensión a metamorfosearme de acuerdo a lo que tengo a mi alrededor. Me ven tan poco europeo que hasta me perdonan no tener nada en común con ninguno de ellos.
b) Su enorme, rotundo, avasallador corazón. Shafi, Arun y Amjath son tres personas cojonudas. Poco les importa que no tengamos gran cosa de qué hablar. De hecho, es curioso que acabemos hablando tan a menudo.

Wayanad nos recibió con un frío montañés para el que Amjath no estaba preparado. Un chico tan tropical y tan moro como él se tuvo que aferrar a su cazadora como lo haría una viejecita a la hora del paseo nocturno. Nos reímos mucho de sus escalofríos (a todas luces exagerados). Además del frío, Wayanad también ofrece al visitante unas severas raciones de belleza en su estado más insoportable. Me enamoré de los bambués, que ya me habían dejado anonadado en Nepal, pero que aquí se juntan los unos con los otros creando una maraña pesadillesca que sólo podía equiparar a catedrales de maldad (todo esto se debe al inquietante ruido metálico que hacen, no se sabe muy por qué ni de dónde viene). Los arrozales se extienden por el valle, dando algo de amarillo a un conjunto verde-explosivo. Algunas de las colinas más escarpadas me recordaban a los paisajes montañosos de ‘Lost’, y lamento mucho no tener más imaginación para describir la magia de un lugar como Wayanad. Como todo en India, es demasiado. Demasiado bonito para ser real. Da igual que no haya visto elefantes salvajes, ni tigres sibilinos. La flora, de encanto prehistórico y luz impresionista, llevaba todas las de ganar.



Kurien me había buscado un alojamiento que no tenía nada de económico, pero era lo único que quedaba libre ese fin de semana. Al menos tuve contentos a mis chicos, que son insaciables con el licor, el curry de pescado y las múltiples facilidades que les brindó un personal, todo hay que decirlo, muy solícito. Mi cartera tembló, pero era algo que quería hacer por ellos.

Entre nuestras actividades juntos cabe destacar una visita a una isla fluvial, a la que es muy fácil acceder pero de la que es casi imposible salir (dos barcas para cientos y cientos de turistas indios que deciden perderse en ese mismo lugar un domingo por la mañana); también visitamos a la familia de uno de nuestros cocineros mientras Shafi intentaba localizar a las prostitutas de la zona para tener un poco calladito a Amjath (cuando conseguimos que hable con una por teléfono, va él y dice: “hoy no estoy de humor”); lo mejor fue conocer Thirunelly, tal vez el templo mejor situado del mundo, en lo alto de una colina que domina un paisaje tan arrebatador como el silencio de un unicornio (los dioses viven en esa montaña y protegen tiernamente a los recién fallecidos, que falta les hará a los pobres en caso de tener que pasar al otro lado del túnel).

Por la tarde y por la noche, poco había que hacer aparte de beber brandy como perras y comer cositas picantes. Arun me preguntaba cada cinco minutos: “do you remember my ambition?”. Su ambición, como la de todo indio, es ahorrar algo de dinero y poder casarse con la chica de sus sueños; en su caso, la afortunada es una vecinita de la playa de Thottada, realmente guapa, con unos labios muy escultóricos. Para ello quiere irse conmigo a Australia, ganar pasta a todo correr y volver con una buena dote para la boda (ella ya ha consentido, pero lo que ella consienta no tiene ninguna relevancia). Arun, como el noventa y nueve por ciento de los indios, piensa que mi origen europeo me da el poder de ayudarle en éste y cualquier menester, lo que está muy lejos de ser real. Entre otras cosas, porque un ciudadano indio lo tiene muy difícil a la hora de conseguir un visado para otro país. Es la hostia. Si naces en el lado equivocado, te será muy difícil comprender por qué el que tiene más dinero que tú también tiene todas las facilidades para saltar de un país a otro sin que le cueste demasiado esfuerzo ni dinero. A nadie le sorprende si digo que un indio está atado de pies y manos, y sólo la península Arábiga es “relativamente” accesible (con salarios igual de injustos).

Las horas se nos escurrían entre los dedos. Los ronquidos y ruidos extraños de Amjath, la sonrisa engominada de Shafi y la obsesión de Arun con sus abdominales han dejado de ser mis compañeros diarios. Me fui en el peor autobús imaginable (rectifico: era la peor carretera imaginable; el autobús no estaba tan mal) y apenas me dio tiempo a intercambiar unas últimas miradas con mis amigos. Sólo retengo la de Arun, que era el que menos cansado estaba de esperar por mi maldito transporte. Tan sólo dos horas antes, el encargado de la casa rural donde nos alojamos me había pedido que escribiese unas palabras en el libro de visitas, algo que detesto hacer. Le dije a Amjath: “¿qué escribo?”; a lo que él me contestó: “¡Qué gracioso! Un escritor que no sabe qué escribir”. Le miré con un odio fugaz, de dos segundos… porque Amjath tiene el don de ser honesto, inocente y despreocupado, y ante esto sólo queda rendirse y sonreír. Escribí palabras en el libro de las palabras, que es lo que se supone que sé hacer. Y ahora pienso: “¿qué será de todos ellos en el futuro?”. Sólo unos pocos y memorables días juntos, pero ya se han ido.

Sergio. 25/11/09.


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