domingo, 25 de octubre de 2009

IC. Trevor (II).



Interrumpí cruelmente mi relato, y a él vuelvo.

Me aterra el potencial religioso que descubro en mí. Nunca lo hubiera imaginado, en tanto que he despotricado infantilmente de Dios y de la religión en mis años de universidad. Ahora dejo que todo me seduzca de una forma casi mística, tal vez influido por los siguientes factores:

a) La soledad.
b) La casi total ausencia de sexo, que lleva al ser humano a sublimar otro tipo de placeres incomprendidos.
c) William Blake, Emanuel Swedenborg, Jorge Luis Borges.
d) Este país tan condenadamente fascinante (y religioso).

¿Recordáis a Christine, la señora británica que me interrogó sobre mi guión cuando vivía en Kerala? Podéis revisitarla si usáis la utilísima barra de enlaces en el margen derecho de la página que estáis leyendo. Aquello sucedió en febrero, y el post que le dediqué a tan insigne mujer se llamaba “Kiss the joy as it flies”, en relación a la frase enigmática que Christine me dedicó cuando yo le narraba lo contento que me sentía en aquel momento. Todavía no conocía a William Blake, más allá de algunas citas extraídas de su obra. Sabía que había sido un visionario místico durante la Revolución Francesa, como el impresionante Swedenborg (algo anterior a él), que estuvo en el cielo y el infierno y volvió para contarlo, y que paseó por Londres con el mismísimo Jesucristo. Pues bien, caminando por el College St. de Calcuta, un centro universitario lleno de puestos de libros y algún que otro cine porno, encontré una selección de poemas de William Blake, con uno de ellos destacado en la portada:

“He who binds to himself a joy
does the winged life destroy.
But he who kisses the joy as it flies
lives in Eternity’s sunrise”.


Nada sabía entonces del guiño que me estaba lanzando Christine, y que ocho meses después he podido decodificar. Cuando descubrí ese verso, mientras extendía al tendero un billete de cien rupias por el libro, me sentí acompañado por una ráfaga de energía inusual, como si alguien estuviese dirigiendo mis pasos, y el mundo se detuvo durante cinco segundos. Ya tuve esa sensación una vez, en Cabo de Gata, cuando les dije a mis amigos Manu, Bárcena y X: ‘siento que alguien camina por mí’. Adoro enlazar hechos distantes en el espacio y en el tiempo, y descubrir que unas pequeñas palabras descontextualizadas (‘kiss the joy as it flies’) guardaban un significado muy distinto al que yo le había atribuido. ¿Es muy extravagante pensar que el sufrimiento es tan hermoso como la felicidad, en tanto que existe? No sé, pero creo eso es lo que trataba de decirme Christine a través de Blake. El aura imponente de esta señora, que parecía haber hecho un pacto con alguien de otro mundo, engrandece aún más esta anécdota que recuperé y redondeé en Calcuta, como quien encuentra un juguete de su infancia y aprende una cosa más de sí mismo y de la vida que le toca vivir.

Una de las maravillosas pinturas de Blake, "Abraham e Isaac".


Hice otras cosas en Calcuta, aparte de perderme, rezar a Kali y a Siva, comer pescado y ver los últimos capítulos de ‘The Wire’. También fui al cinematográfico Indian Museum a ver la reconstrucción de la puerta de Bharhut, que data del siglo II antes de Cristo, y que contiene unas esculturas budistas insoportablemente bellas. Entre muchas de sus imágenes, destacan las mujeres danzando y los medallones en los que se representa a varios indígenas comiendo plantas o metiéndoselas por el ombligo. Hoy en día, la posesión de esas plantas es considerada un delito. ¿Y todavía hay gente que pone en duda la involución de la raza humana?

La famosa escena del sueño de la reina Maya, en Bharhut.


Como me gustan mucho los tigres, y no quería pasar Diwali en una gran ciudad como Calcuta, aproveché la oportunidad para escaparme a los Sunderbans, la mayor reserva de felinos a rayas del planeta. En realidad, Sunderbans es más conocido por ser la mayor jungla de manglares que existe, y la única candidata de India a formar parte de las nuevas siete maravillas del mundo. ¿Es tan maravilloso este lugar? Pues sí que lo es, aunque mi visita fue un poco accidentada. Para comenzar a narrarla, tengo que partir del momento en el que abandoné el roñoso Hotel Maria para unirme a la supuesta troupe que iba a ir conmigo a la jungla (de la que, a causa de la malaria, quedamos sólo un americano y yo). Me di cuenta de que no iba a ver más a Trevor, porque cuando volviese de los Sunderbans no iba a pasar mi última noche en Calcuta en aquel patio triste que compartíamos, sino en el Hotel Broadway, sin duda la mejor pensión que he visto en este país, y mira que me he pateado pensiones de todos los colores. En el Broadway, la habitación individual no cuesta tres euros, cuesta ocho. Pero el infinito encanto que resulta de esos cinco euros de diferencia justifica una noche, o incluso dos o tres. Por si fuera poco, el oscuro y anacrónico Bar Broadway, en la planta baja del hotel, es el mejor antro del mundo, un local perfecto para una fiesta de fin de rodaje, una orgía, una matanza, o las tres cosas a la vez. Sus ventiladores ominosos siembran la atmósfera de un recogimiento alcohólico muy poco habitual, lo que se viene llamando ‘elegancia’, y a precios muy razonables. No tardé mucho en averiguar cómo podía rematar mis extrañas miradas con Trevor, que además de bailar pasodoble, también es científico. Después de pagar mi cuenta en recepción, escribí una nota para él y se la pasé por debajo de la puerta de su dormitorio. En ella le invitaba, inocentemente, a tomarse una cerveza conmigo en el Bar Broadway si volvía de los Sunderbans con vida. Cualquier ser humano con dos dedos de frente reconocería las implicaciones de esta invitación. Es por eso por lo que estaba convencido, al menos al noventa por cien, de que Trevor no acudiría a la cita; por eso y también por frases como ésta: “Estaré el lunes en el ‘Bar Broadway’, a partir de las seis y hasta bastante tarde…’ En fin. Cuántas películas he visto.

Pronto llegaremos a ese lunes. Entretanto, Alex (el americano) y yo partimos a Sunderbans con nuestro guía de diecisiete años, Ajay, al que sólo puedo definir como el ser humano más bello que camina actualmente sobre la tierra. Los tres íbamos a pasar bastante tiempo juntos, así que me propuse hacer un esfuerzo comunicativo. Siempre que me propongo algo así, acabo escaldado. Esta vez no fue para menos. A Alex, joven blanquísimo y atractivo de muy publicitada heterosexualidad, le encanta un tipo de conversación en la que yo no estoy muy ducho, aunque no puedo ocultar que me encantaría dominarla.

Alex: ¿No eructas nunca?
Sergio: No. No puedo. A veces me sale solo, pero no puedo forzar un eructo.
Alex: Qué pena. Pero te tiras pedos, ¿verdad?
Sergio: Sí, eso sí.
Alex: Genial.


Alex: La verdad es que no tengo ningún problema en follarme a quien quiera.
(Hubiera incluido esta pedazo de frase en la sección de ‘Citas célebres’, pero cualquier lector descuidado podría atribuírmela a mí).

Alex: ¿Has tenido sexo alguna vez, Ajay?
Ajay: No.
Alex: Pues es lo mejor del mundo. No hay mejor forma de estar conectado a una persona. Así que ya sabes… en cuanto tengas la oportunidad… aprovéchala.
Ajay: Sí… jeje… vale…
Alex: Eres un gran chico, Ajay. No vas a tener problema con las chicas.
Ajay: Pero, ¿por qué la mayor parte de los tíos con novia quieren estar con otras mujeres al mismo tiempo?
Alex: No lo sé…
Sergio: Somos difíciles de satisfacer.


Esto da una idea general de por dónde iban los tiros con nosotros tres. Alex debió pensar que yo era un capullo, mientras que yo admiro su estupidez e ingenuidad. Ajay, sin duda, era el más cabal de los tres, y espero que su vastísima cultura y su aguda percepción de la sociedad en la que vive le lleven muy lejos. Es un chico dulce, hambriento de experiencias, encantador de serpientes como sólo un indio puede llegar a ser (no en vano le mordió una cobra cuando era pequeño y sobrevivió a ello).

Nuestra primera noche en el pueblo que sirve de entrada a la jungla coincidía con la festividad hindú de Diwali, que consiste, básicamente, en tirar petardos y cohetes ensordecedores. El gobierno ha prohibido usar los que sobrepasan los noventa decibelios, pero eso se lo pasan todos por el forro, más aún en un pueblo. Después de la metralla y de iluminarlo todo mágicamente con velas, la sociedad de festejos organizó una sesión de Bollywood en el mismo descampado donde la diosa Kali reposaba en su altar. La película en cuestión nos mostraba cómo una india desconsiderada pasaba por completo de hacer puja y se acostaba con su perro doberman en actitud libidinosa. Cómo no, Kali se enfurecía, como hacían bien en indicarnos unos zooms hacia su rostro acompañados de diabólicos tambores. Vamos, una joyita. Cuando pensé que la belleza de aquel trocito de la Bengala rural no podía ser más espectacular, Ajay nos llevó a cenar curry de cangrejo a un patio familiar mientras yo acariciaba el vientre de una cabra embarazada. Luego bailamos en la azotea del albergue al son de una música popular. El cantante, que también tocaba una especie de acordeón indio, pegaba unos gritos inenarrables que me hicieron moverme como un poseso. No exagero. Al día siguiente descubrí, ya en el barco que nos llevaba por los manglares, que no podía moverme de lo agarrotados que estaban los músculos de mi espalda. Alex mencionó de soslayo mi pésima condición física y mis bailes estúpidos. Yo no tenía el ingenio suficiente para mencionar de soslayo su pésimo sentido del humor, pero le perdono porque me hizo fumar un poco de su pipa de la paz para mitigar el dolor. Gracias a eso me levanté y recompuse mi cuerpo, ya que de lo contrario no hubiese podido disfrutar de una selva apasionante y de una fauna huidiza.

Los Sunderbans son extraños y algo decepcionantes, en función de las expectativas de cada uno. Al turista normal no le dejan penetrar en muchas áreas protegidas, y es casi imposible avistar un tigre, algo con lo que nadie debería contar. Sin embargo, los árboles y sus intrincadas raíces parecen sacados de otra dimensión, y caminar por el barro es una experiencia maravillosa, sobre todo cuando te hundes hasta las rodillas y piensas que la tierra va a comerte. El mejor momento fue el crepúsculo. Alex y yo tomamos un té mientras la noche se apoderaba del delta del Ganges, y Ajay nos ofreció algunas de sus tiernas palabras, como dibujos en el silencio. Lentamente volvimos al pueblo de arrozales, encendimos nuestras lámparas de aceite y caminamos como sonámbulos entre los estanques de lotos. Al día siguiente, dos carromatos, un rickshaw, dos barcas y un tren nos llevarían de vuelta a Calcuta en un trayecto agotador e hipnótico de cinco horas. Entre medias, en una de las estrechas carreterillas de la zona, un anciano hizo volcar su carro, con él debajo. El golpe fue violentísimo y el pobre hombre yacía inmóvil en el asfalto. Nuestro conductor no se detuvo, tal vez porque ya lo habían hecho otros, y tal vez porque, como nos dijo Ajay, haciendo honor de la típica y sabia frialdad india: “I think his life is finished”. Nunca lo sabremos del todo. Me sobrecogió, sin duda, ver a la muerte tan rápida, tan implacable, tan cerca. Más sorprendente aún es comprobar lo pronto que un incidente así se olvida, se desgasta en la mente, y cómo la vida sigue sin él. Nadie se lleva las manos a la cabeza por una muerte más en un país tan superpoblado como India, y menos en una zona tan habituada a la tragedia como los Sunderbans, cuyos habitantes sufrieron un ciclón imprevisto hace tan sólo cinco meses. La muerte les habla en el lenguaje de la vida, y así es como ha dejado de existir.



Destellos de los Sunderbans (la tercera foto es un imposible,
pero estos bichos son tan hermosos...).


Dejé a Ajay, dejé a Alex. Es increíble la de rostros de despedida que acumulo, y lo mucho que me acompañan. Llevé mis trastos al Hotel Broadway, me duché, me afeité cuidadosamente, me embadurné de desodorante, me vestí bien y bajé al bar a tomar unos snacks y a ponerme pedo, ya que Trevor no iba a acudir a semejante cita, pero yo tampoco iba a ser capaz de moverme de allí hasta que los camareros me echasen. Recuerdo alzar la mirada de la mesa cada vez que oía a alguien entrar en el bar. Me gustaba soñar la imagen en la que Trevor, contra todo pronóstico, aparecía en el umbral. Ya no sólo deseaba lo que desea un varón de mi edad y circunstancia, sino una pequeña oportunidad para hablar con alguien de una forma menos superflua. No he hablado de mí mismo con casi nadie, unas veces por prudencia, pero a menudo también por miedo, todavía por miedo. Es una sensación muy opresiva que encuentra su aliado en la escritura de este blog, y a estas alturas poco me importa hablar de aspectos de mí que al lector habitual tal vez le sorprendan. Quien bien me conoce, sabe que soy un exhibicionista, y no me avergüenzo.

A las siete y cinco minutos, Trevor entró en el Bar Broadway. Tardé tanto en hacerle una seña con la mano que casi se da la vuelta, al no intuirme en ninguna de las mesas (ya he dicho que el bar es oscuro, como un local clandestino en plena Ley Seca). Lo primero que hizo nuestro canadiense favorito fue disculparse por la tardanza, a lo que siguió una larga conversación que disfruté con una locura bien disimulada, o eso creo. Bebimos cerveza, hablamos del tiempo, del país en el que estábamos, del país del que veníamos, del futuro, del presente. Descubrí datos reveladores, como que la novia de Trevor también es bailarina, pero tiene una pareja profesional distinta; también descubrí que hay islas del norte de Canadá que son puro hielo, que el bosque de Charlevoix está muy cerca de Montreal, y que encajo muy bien las decepciones. Sin embargo, no podía parar de pensar: “HE CAME! HE CAME!” (normalmente pienso y hablo conmigo mismo en inglés, menos cuando escribo). Y entre tanto énfasis callado, nos dieron las nueve y media, y Trevor me preguntó si había tenido alguna novia india, y yo le contesté con algo que llevaba mucho tiempo queriendo decir: “I’m not much into girls”. No recuerdo muy bien qué dije después porque la lengua iba más rápido que mi cabeza, pero no fue descortés; es más, debió ser bastante ocurrente, porque Trevor sonrió mucho. Le acompañé a la salida del hotel y nos estrechamos la mano. La brisa discreta de Calcuta circuló entre los dientes delanteros de Trevor para posarse luego en los míos. “Ven a verme a Montreal en tu camino a Charlevoix”. Recogí otra mirada de despedida más, con la única diferencia de que esta vez era la suya, y fui muy feliz, porque durante más de dos horas le amé todo lo que pude. Acto seguido, subí a mi dormitorio, todavía palpitando en mi cabeza “HE CAME! HE CAME!” y sin darme cuenta de adónde quería ir ni qué quería hacer con lo que me quedaba de noche, volví a bajar al bar, me senté en la barra y me emborraché. Tres siglos más tarde, justo cuando iban a cerrar, me incorporé con dignidad, volé hacia mi cama y dormí en la gloria.

Sergio. 24/10/09.

XCVIII. 600.



Un ángel se sentó a mi lado y me dijo
‘tienes seiscientos días para abrir las puertas del mundo’,
yo le contesté que no sabría por dónde empezar,
ni siquiera soy capaz de cambiar mi propia percepción,
el ángel asintió con una sonrisa y fue a hablar con otro,
‘suerte’, pensé, mientras el sol, tragado por la ciudad,
hacía asombros de un perro despellejado en la arena.


Ismael. 24/10/09.

miércoles, 21 de octubre de 2009

XCVII. Trevor ( I ).


Fue extraño dejar Varanasi y dejar a Atul. Como Diwali estaba por venir, Atul y todos los buenos hindúes como él pintaban las paredes de su casa para dar la bienvenida al héroe/dios Rama, simbolizada con la luz de las velas que su consorte Sita encendió en su día y encenderá mientras exista hinduismo y existan fieles locos por las velas, los petardos y la fanfarria. Atul no me dejaba participar en la renovación de color de su casa, así que le observé, sentado en el rellano que conducía a su azotea, mientras él teñía las paredes agrietadas de un rosa acuoso, barato. Hablamos de muchas cosas y me sentí realmente acompañado por primera vez en… no sé… mucho tiempo. A punto estuve de cancelar mi billete a Calcuta, ya que me tenía que ir esa misma tarde. Pero ahora sé que hice muy bien en seguir con mis planes, porque tengo un recuerdo breve pero consistente de ese maravilloso y digno brahmin de sonrisa cálida. Ya tengo un amigo en Varanasi al que ir a visitar en el futuro. De momento, ésta es la historia de mi semana y pico en Calcuta y alrededores y de lo que allí sucedió.

Calcuta entra de lleno en mi lista de ciudades predilectas, junto con Palermo, Berlín y Bilbao. Algo en mi interior sabía que sería así, aunque la urbe bengalí me recibió de una forma un poco desangelada, con el Cine Nandan en reformas (la única sala de cine alternativo de toda India) y una atmósfera muy relamida que me echó para atrás. Por supuesto que la alta sociedad de West Bengal es antipática (aunque menos gilipollas que la de Delhi), pero Calcuta tiene otros encantos. Siguiendo en mi tradición de no visitar los enclaves más representativos de cada ciudad, ignoré el Victoria Memorial como ya había hecho con el Taj Mahal y, en su lugar, callejeé por los contrastados distritos a primera hora de la mañana y a última hora de la tarde, cuando hacía menos calor. Lo que se abre a los sentidos es tan sobrecogedor como huidizo. Hay mucho donde mirar, y apenas puedes retener la vista un segundo sin que la marea de gente o de tráfico te lleve a otra parte o sin que un alarido, un color o un movimiento de gracia te lleven a otra esquina del lienzo. La realidad india es barroca y agotadora por naturaleza, como bien reflejan sus templos sobrecargados; tan seductora para los sentidos que es capaz de anularlos y dejarlos en blanco. Delhi se huele y Mumbai se escucha, pero Calcuta es más trágica todavía, porque se puede caminar y se puede ver. Con el ánimo abrigado de sentido del humor, uno sale a la calle y camina entre glorias coloniales, acarameladas e imponentes; árboles semi-humanos; ghats fétidos y su reverso, parques magníficos; casas modestas como naipes repartidos sobre un tapete; largas callejas donde lo privado siempre es público y donde todo es música; comida, té y moscas en generosa desproporción, como las sonrisas y los ojos atronadores de los intocables; la vida y la muerte, tan próximas, que casi son lo mismo.



Una mitad de los bengalíes se lo tiene un poco creído, sea por su prosperidad, sus estudios, su casta, o la idea que buenamente tengan de sí mismos. A ésos los ves por Park Street y alrededores y parecen llevarte a la reproducción londinense que Calcuta quiso ser en sus comienzos. La otra mitad tiene un tino muy bueno. Entre medias, varios turistas americanos y españoles, la mayor parte de ellos voluntarios, por eso de que en esta ciudad la Madre Teresa ejerció el oficio más antiguo del mundo (el de la caridad). Hay otros lugares de India en un estado mucho más lamentable y en los que nunca han oído hablar de un voluntario internacional. Todos ellos se concentran en el hospicio de la futura santa, en el barrio glorioso de Kalighat, una especie de Calcuta rural y despreocupada donde abundan la miseria y las ofrendas a Kali en su templo sacrificial. Yo fui a hacer puja una mañana y pude ver los tres ojos de la diosa y el altar donde se degollan cabras, en el que muchos fieles apoyan deliciosamente su cabeza, como esperando la espada de su madre destructora. Por mi parte, me conformé con regalar flores, quemar incienso y rezar por mis seres queridos.

Todo lo que resuena a colonial es fantasmagórico y necesario, y la Calcuta actual no podría prescindir de esa parte de su historia. Una tarde visité el Cementerio de Park Street y entendí mejor cómo debió ser la vida de esos ingleses tan alejados de sus campiñas dóciles. Todos murieron a una edad muy temprana, seguramente por las nuevas enfermedades a las que eran expuestos (¿compensación poética por las enfermedades que ellos trajeron aquí?). El número de niños muertos a los pocos meses de nacer es elevadísimo, así como el de jóvenes esposas recién entradas en la veintena y funcionarios / generales / médicos que, no pudiendo soportar la pérdida de sus familiares, murieron de pena (o se suicidaron; dicho sea de paso, en el metro de Calcuta hay muchas octavillas del teléfono de la esperanza para que la juventud no se suicide; la imagen promocional es la de un chico agarrado a las vallas de la línea ferroviaria, algo muy desalentador). El cementerio en sí es pequeño y de fácil recorrido, lo que no le resta un ápice de su fantasía romántica, esculpida en las cúpulas y templetes piramidales, como carcajadas de piedra en un camposanto creado para la literatura. Hay epitafios sorprendentes, como os podéis imaginar, pero ninguno tan currado y con tanta enjundia como el que permanece bajo la pirámide blanca más grande de todo el recinto. Lo reproduzco tal cual porque me maravilló:


HERE WAS DEPOSITED
THE MORTAL PART OF A MAN
WHO FEARED GOD, BUT NOT DEATH,

AND MAINTAINED INDEPENDENCE,
BUT SOUGHT NO RICHES,

WHO THOUGHT

“None below him but the base and unjust,

None above him but the wife and the virtuous”.

WHO LOVED
HIS PARENTS, KINDRED, FRIENDS, COUNTRY.
WITH AN ARDOUR

Which was the chief source of

All his Pleasures and all his Pains.

And who having devoted
HIS LIFE TO THEIR SERVICE

AND TO

THE IMPROVEMENTE OF HIS MIND

RESIGNED IT CALMLY

GIVING GLORY TO HIS CREATOR

Wishing Peace on Earth,

AND WITH
Good Will to all Creatures,

ON THE TWENTY SEVENTH DAY OF APRIL,

IN THE

YEAR OF OUR BLESSED REDEEMER

ONE THOUSAND SEVEN HUNDRED AND NINETY FOUR.






Me alojé en el Hotel Maria, una joya en lo que a sábanas sucias y paredes desconchadas se refiere. Compartía un patio con un buen puñado de voluntarios y algún que otro nacional, al que se le intuye fácilmente por el sonido de sus escupitajos de buena mañana. Allí conocí a Trevor, un canadiense de Montreal que ocupa el decimoquinto puesto de su país en bailes de salón. De momento, asiste a los moribundos de Kalighat hasta Navidades. Trevor es radicalmente amable y no rehúye las conversaciones entre expatriados como yo lo hago. Por si fuera poco, es harto bello. Y como os imaginaréis a raíz del título del post, “alguna importancia tendrá este chico en el devenir de la historia”. Pues bien, no tendría por qué. No me gusta contar gran cosa con los títulos. Pero en esta ocasión, sí que hay una historia; mínima, pero historia, al fin y al cabo. Lástima que tenga que concluir ahora, por los siguientes motivos:

a) Estoy en Chennai ahora mismo, un sitio que no os recomiendo, haciendo gestiones de un día antes de coger el tren que me llevará de vuelta a Kerala. Como ese tren sale a las diez de la noche, tengo que dejar mis cosas, ordenador incluido, en una consigna, si no quiero que me cobren un día más en el albergue católico desde el que escribo estas letras.
b) Quería continuar y hacer un relato larguísimo que abarcase Diwali, mi incursión en los manglares bengalíes, mi corta pero rotunda fascinación con Trevor y las conclusiones sobre mi persona que saqué a raíz de ello. Pero la recepción del albergue está llena de paisanos sin dientes que no paran de controlar lo que escribo, y así no hay manera de concentrarse. También tengo que ir al Consulado de Singapur antes de que cierren, con lo que se me ha echado el tiempo encima.

Seguiremos con todo este cotarro en pocos días. Hasta entonces, vigilen sus pertenencias, sobre todo aquellas que no se pueden hurtar.

Sergio. 22/10/09.

viernes, 16 de octubre de 2009

XCVI. A través del espejo (VI): David Simon, Ed Burns y ‘The Wire’.


Hemos llegado al final, si es que eso existe. Y cerramos este repaso (que no sirve para otra cosa que para expulsar pensamientos persistentes y dejarlos en calma) con una serie que ya no necesita presentación, después de las alusiones elogiosas que le he dedicado. ‘The Wire’ es tan extraordinaria, en todos los sentidos, que voy a tener que dividir este post en capítulos.


- Los autores del crimen.


David Simon era reportero del Baltimore Sun y Ed Burns, por su parte, un agente de policía con larga experiencia en Homicidios y Narcotráfico. Juntos se propusieron hablar de lo que mejor conocen (primer acierto), es decir, la ciudad de Baltimore. Sabían que con esa premisa podían construir una historia universal, ya que ‘The Wire’ podría ser la historia de cualquier ciudad norteamericana e incluso la historia de cualquier metrópoli capitalista del mundo. Con su conocimiento (exhaustivo es poco) del cuerpo de policía, de la política regional y de los males de la prensa eran capaces de armar una bonita estructura anti-sistema, y seguramente lo sabían, pero no se contentaron con eso. También observaron detenidamente a las personas que compondrían ese fresco, porque Simon y Burns son, entre otras cosas, guionistas natos. Y añadieron nuevos espacios, nuevos personajes, nuevas relaciones entre los distintos mundos de Baltimore. Y surgió ‘The Wire’, la obra audiovisual que salvaría en primer lugar si un incendio amenazase con arrasar todas las copias existentes de todas las películas y series de la última década. Porque verla con atención me parece casi de rigor. Porque con ella se aprende a entender, a apreciar y a perdonar el mundo en que vivimos. Porque se atreve a ser didáctica sin caer ni un solo momento en el paternalismo ridículo de tantos otros. Porque es sincera, brutal, hermosa hasta el dolor y maravillosa.


Simon y Burns nunca han sido reconocidos por su trabajo. Nadie que haya participado con ellos, realmente, ni actores ni técnicos. Tan sólo menciones en algunos premios menores, el halago incontestable de la crítica y el entusiasmo de cada vez más televidentes. Fue nominada dos veces al Emmy al mejor guión, perdiendo las dos. De hecho, han vuelto a perder este año por reinventar la tocada de huevos con la mini-serie ‘Generation Kill’. Y, sin embargo, no han podido callar lo que ya es un secreto a voces: que ‘The Wire’ es la perfección hecha tele, y que Simon y Burns son los creadores más dotados del medio.



- De qué va todo esto.


‘The Wire’ es una historia de polis y cacos, de cómo los chicos buenos solucionan el crucigrama para poner entre rejas a los chicos malos. Pero hay diferencias sustanciales entre lo que hace C.S.I. con esta premisa y lo que se hace en esta serie.


a) En la vida real, los buenos no suelen solucionar el crucigrama, y si lo hacen, lo más probable es que el resultado no interese a nadie. Es decir, que los buenos no ganan casi nunca. Pues bien, ‘The Wire’ se toma tan en serio a sí misma (en el buen sentido) que lleva esto a rajatabla.

b) Los malos pueden ser carismáticos e incluso entrañables, pero casi siempre son malos, aunque se les redima y acaben sus días en algún retiro espiritual. En ‘The Wire’, los malos también pueden ser buenos. Y los buenos, malos. Según en qué contexto, para qué propósito, bajo qué circunstancias. Las líneas divisorias entre buenos y malos no es que estén difusas; directamente, no existen.

c) No siempre se trata de ser bueno o de ser malo. Vivimos en un mundo interconectado, donde las repercusiones de una acción pueden escucharse al otro lado de la ciudad y condicionar el futuro de un completo desconocido. Eso es política, pero eso es la vida también. ¿Qué responsabilidad tiene el que lanza la bomba por orden ajena? ¿Qué tipo de consumo he de hacer para no justificar la explotación capitalista de un país subdesarrollado? Nadie se había atrevido a tratar tan sencillamente la compleja red de dependencia que hace avanzar a nuestra sociedad.




La mayor parte de las series presentan, por un lado, la esfera pública en la que se mueven los personajes, identificada con su lugar de trabajo o de reunión, el lugar donde deben ponerse de acuerdo para desarrollar un objetivo común, bien sea coordinar un negocio funerario en ‘Six feet under’ o mantener en la opulencia a una familia mafiosa en ‘Los Soprano’. Luego viene la esfera privada, el estudio de la individualidad de los personajes y de sus relaciones afectivas. No es habitual ver ambas esferas separadas, ni deseable, pero sí es cierto que la segunda es, para muchos, prioritaria, en tanto que creen que es ahí donde reside la humanidad o el alma de la historia. Sorprendentemente, ‘The Wire’ está siempre pegada a la esfera pública, y se podría decir que la serie trata casi exclusivamente de eso: qué significa vivir en comunidad y qué parte de nosotros mismos debemos sacrificar para sacar adelante un interés que, ¡sorpresa!, no tiene por qué ser común, sino que puede ser el de alguien a quien nunca le veremos la cara, y si se la vemos, seguramente se estará riendo de la nuestra. Eso es el capitalismo. Y lo bueno de esta serie es que, de alguna forma que todavía sigo estudiando, Simon y Burns se las ingenian para que los personajes no naufraguen entre tanta dialéctica propia de la esfera pública. ‘The Wire’ es puro músculo, es acción clásica: los personajes hacen algo y evolucionan al mismo tiempo con una contundencia que hace temblar. Y también se emborrachan y hacen el amor, cómo no. Pero eso es un cinco por ciento. La serie es mucho más democrática que todo eso. Tanto que acaba teniendo, al final, el número mareante de treinta personajes en la palestra. Y todos funcionan de forma impecable, como en una función digna de Robert Altman.



Hay pocos temas que no se traten en ‘The Wire’, y hacer una lista de ellos sería bastante tedioso. Sí es cierto que cada temporada es temática, pero la serie nunca se centra exclusivamente en una sola cosa: la primera es bastante genérica y establece el leit motiv de la lucha contra la violencia callejera empleada por los narcotraficantes; la segunda habla de los sindicatos y la corrupción portuaria; la tercera, algo más abierta, enciende la mecha política y los entramados dentro del ayuntamiento de Baltimore; la cuarta se centra en el sistema educativo; y la quinta y última, en la prensa. Aunque a priori nada de esto parezca especialmente divertido, lo curioso es que resulta incluso apasionante. A pesar de no entender nada de nada y tener que ponerte algunas secuencias dos o tres veces porque las ideas van mucho más rápido que tú. A pesar de que hay episodios en los que no ves mucho más que una sucesión de despachos y conversaciones oficiales. ‘The Wire’ silencia a los personajes de dramatismo fácil y las soluciones comunes y se escuda en un conflicto áspero, siempre significativo: ‘¿qué tenemos encima de nuestras cabezas, nosotros que no somos más que peones?’. El juego, tal y como lo llaman en las calles de Baltimore, es el auténtico corazón de la serie. Lo podemos aplicar a los tribunales o a las esquinas donde se venden anfetas, pero el juego es el mismo para todos ellos. O como dice Omar Little: ‘tú usas tu maletín, yo uso mi pistola’. El juego es ganar o perder. Y en democracia, a todos nos prometen una oportunidad para ganar, si sabemos mover bien nuestros peones. A quien le importe una mierda ganar o perder, saldrá fuera del juego. Pero también de la sociedad que todos conocemos y compartimos, y que, entre todos, construimos.


- Cómo lo han hecho para que no sólo funcione y no aburra, sino para que te vuelva además completamente loco de emoción.


Ya decía que el aspecto más alabado de ‘The Wire’ es su facilidad para armar tramas, conflictos, y relacionarlos de tal forma que el organismo resultante sea como una de las piezas de acabado perfecto que tanto le gustan a Lester Freamon, uno de los pilares de la serie. Nadie puede compararse a Simon y Burns en este logro tan apabullante. La contrapartida es que, en el principio de cada temporada, se abren muchos caminos que el espectador tarda en justificar por su propia cuenta, hasta que la historia demuestra, al final, que siempre han servido para un propósito ulterior. Eso exige confianza en la propuesta y paciencia. Una vez sigues la corriente, la recompensa es tan gratificante que no se puede explicar con palabras. En la serie se hacen menciones constantes al hilo que hay que desenrollar para encontrar al criminal en cuestión, lo que no deja de ser una metáfora sobre la propia narración y el planteamiento coral que Simon y Burns manejan para hacernos entender que las cosas no suceden de forma aislada, sino en una especie de concierto coral que el azar o la lógica se encargan de orquestar. Las consecuencias no siempre son del gusto del consumidor, evidentemente. Eso a los guionistas se la suda. Y tanta cabezonería, estudio e implicación con la verdad acaba dando sus frutos, aunque el resultado sea seco, complicado, difícil de digerir.


‘The Wire’ es tan clásica como John Ford y, sin embargo, es capaz de lanzarse sin paracaídas en numerosas ocasiones, imitando la capacidad de sorpresa de la realidad a la que pretende modelar y explicar. Por si hubiera gente que le achacase un ‘exceso de estructura’, Simon y Burns dejan que el halo imprevisible / fatalista de la vida haga su función cuando el espectador menos lo espera. Ser clásico y ser imprevisible al mismo tiempo es una gozada que no está al alcance de cualquiera. Y sucede que ‘The Wire’ tiene las mejores muertes que se han visto en televisión, de ésas que te dejan paralizado durante unos segundos que no olvidarás mientras vivas… y antes de que te preguntes por qué, entenderás que una solución así era la mejor que se les podía haber ocurrido. Eso es talento.


- Carne, hueso y alcohol en vena.


Y entre tanto objetivo noble, entre tanto estudio sociológico y entre tanta superestructura, ¿qué hay de los personajes? Ésos que nos enganchan, que nos hacen preocuparnos por sus vidas hasta el punto de olvidar las nuestras. Hay unos cuantos de ésos. En primer lugar, nadie tiene asegurado su protagonismo, aunque toda serie necesita un rostro a quien llamar “protagonista” y en ‘The Wire’ ése es Jimmy MacNulty. Antihéroe típico de Billy Wilder, el desastre humano que es MacNulty se conjuga con un sentido del deber policial que le convierte en la voz más revolucionaria de todas. Sus actos son tan discutibles como los de cualquier protagonista postmoderno, con la diferencia sutil de que a MacNulty te lo crees más, y con la diferencia menos sutil de que la serie se permite prescindir de él a lo largo de toda una temporada sin que la historia sufra la más mínima brecha. Tras él tenemos al genial Bunk Moreland, a Lester Freamon (cuya presentación cautelosa es el secreto mejor guardado de la primera temporada) y a Kima, la protagonista femenina que, en un mundo de hombres devoradores, le toca hacer de lesbiana. Este cuarteto (contaminado por muchísimos más personajes) tiene su esplendor en el primer tramo de la serie, y sólo Freamon y MacNulty mantendrán un cierto status protagónico, sin duda merecido, sobre todo para el primero. Sus mejores momentos policiales son aquellos en los que se ponen pedo y tienen resaca al día siguiente. Hay borracheras antológicas. El teniente Daniels casi nunca participa de ellas, pero a mí es el tipo de uniforme que más me estimula, más que nada porque soy fan de Lance Reddick, el actorazo que le da vida (al que muchos recordaréis por ser el negro que visita a Locke y a Hurley en ‘Lost’).


MacNulty y Bodie, uno de los ‘corner boys’ más antológicos.



Los chicos malos son Stringer Bell, Avon Barksdale y Marlo Stanfield, unos negros muy, muy peligrosos, interpretados con fuerza, ingenio, contención y maestría. Pero ellos sólo son los jefes. Casi más interesantes que ellos (y ya es difícil) son los peones, los ‘corner boys’, los que ponen el producto en el mercado y los que tienen que caer para que la cúpula nunca se desmorone. Hablar de ellos sería como cruzar un campo minado, ya que no quiero insinuar nada que puede empañar el disfrute de todo aquél que no haya visto la serie. Sólo diré que muchos de los ‘corner boys’ no son siquiera intérpretes, sino chavales de la calle con una terrible fotogenia y un talento natural que socava la pantalla. A partir de la cuarta temporada conocemos al relevo, unos niños de instituto que se desenvuelven en este mundo por proximidad, por obligación, por deseos personales. Su retrato es uno de los hallazgos más milagrosos de la serie, y aunque algunos tienen más importancia en el futuro que otros, Simon y Burns adoran a todas sus criaturas y siempre saben recordarnos qué fue de ellos en el momento preciso, sin escatimar en el hiperrealismo de sentimentalismo nulo que tan bien controlan. Uno de estos chicos se llama Duquan, y su historia, dentro de que es un arco argumental menor para el conjunto de la serie, es la más desgarradora que he visto nunca. Su final sólo es comparable a conclusiones como la de ‘El árbol de los zuecos’ o ‘Subarna Rekha’. Vuelvo a reproducir las imágenes en mi mente, y me reafirmo: no se ha filmado, para mí, nada tan devastador. Se me pone la piel de gallina al recordarlo.



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Duquan me ha hecho emocionarme y preocuparme
de una forma insólita.



Y como no sólo de realismo vive el hombre, el gran icono de ‘The Wire’ acabó siendo su personaje más romántico, más inverosímil: Omar Little, el Robin Hood negro que roba a los narcotraficantes para vivir plácidamente con el novio que le toque y, por qué no decirlo, para tocar los cojones. Omar Little es el personaje favorito del presidente norteamericano y último premio Nobel de la Paz (ni siquiera me pronunciaré al respecto), Barack Obama, según declaraciones suyas o de su redactor personal. No es para menos, Omar mola un huevo, como su actor, Michael K. Williams. Incluso en su increíble y agónico “salto” de la quinta temporada, único momento en que la serie se adentra en el terreno fantástico. Si alguien se merecía esta salida de tono, era Omar.




- En fin…


Maldito el día en que me interesé por ‘The Wire’. No paré hasta vérmela entera, y ahora echo de menos esa sensación de empezar cada capítulo con una cita extraída del episodio, y las sesenta horas de serie me parecen pocas. Otro aspecto insólito es que cuesta escoger un capítulo favorito, porque todos sirven para algo y no consiguen destacar, dada la excepcionalidad de cada uno de ellos. Sin embargo, creo que el último episodio, de hora y media de duración, es posiblemente el mejor, y no sólo de la serie, sino el mejor, en general. En lo que respecta a temporadas, es difícil no decantarse por el inmejorable manejo de la cuarta entrega, desarrollada parcialmente en las aulas de un instituto, y por su brutal resolución en el magnífico ‘Final grades’.


‘The buys’, ‘Cleaning up’, ‘All prologue’, ‘Middle ground’, ‘30’… son sólo algunas de las más grandes horas de televisión que se puedan concebir. Si las habéis visto, comentad con ardor, y si no las habéis visto, no sabéis lo que os estáis perdiendo. Termino con dos citas de la primera temporada, tan astutas como honestas. Salud.


“I f you never play, you never lose.”


“The king stays the king.”



Sergio. 16/10/09.