sábado, 3 de octubre de 2009

XC. A través del espejo ( III ): Mathew Weiner / Vince Gilligan.



Con una instantánea del gran Michael Emerson recogiendo su merecido (aunque no por la quinta temporada) premio Emmy al mejor actor secundario de drama, abrimos un nuevo capítulo de nuestra saga televisiva, esta vez dedicado a las dos series emitidas por AMC que, casualidades de la vida, también han sido las dos series dramáticas más premiadas del año, dentro de un ajustadísimo reparto de galardones que no ha dejado la sensación de una clara favorita. Se trata de una buena atmósfera de cara al año que viene, en el que ‘Lost’ (esperemos) recogerá los frutos de seis años de ficción casi impecable.

Dicen que Mathew Weiner mostró en su día a David Chase (creador de ‘Los Soprano’) una idea para una serie de ficción, basada en la vida dentro de una agencia de publicidad de Madison Avenue a principios de la década de los sesenta. A Chase le pareció un punto de partida brillante y contrató a Weiner para escribir varios episodios de la quinta y sexta temporada de ‘Los Soprano’. A pesar de que el control creativo de Chase era férreo, ya se podían ver muchas de las cualidades de Weiner en estos capítulos, donde la soltura narrativa iba acompañada de un énfasis inusual en el retrato psicólogico, a menudo anteponiéndolo a la línea de acción. Inmediatamente después del final de esta serie, Weiner se puso a trabajar en la suya propia y consiguió un discreto estreno que, gracias al boca a boca, se acabaría confirmando como la revelación del año: ‘Mad men’. ¿Qué es lo que tiene esta serie, entonces? Lo que a Chase le pareció brillante sobre el papel no es un punto de partida que le haga a uno rasgarse las vestiduras. Y lo que es más curioso, el producto final ni siquiera es una serie que contente a todo el mundo, sino más bien a una selecta minoría que paladea imágenes y sonidos como si fueran vinos de reserva. El éxito de crítica de ‘Mad men’ es tan sorprendente que me pregunto si no tendrá que ver con su ropaje de producto académico, conservador, bonito de ver. A favor de Weiner, hay que decir que su serie no es nada de eso. En su contra, ‘Mad men’ se gusta tanto a sí misma que ya no parece apostar por el factor decisivo de la sorpresa. Y todos sabemos lo mucho que los académicos detestan sorprenderse.

Weiner, guionista acreditado de casi todos los episodios de su serie, ha construido un universo hermético compuesto por las oficinas de Sterling & Cooper y la vivienda suburbial de Donald Draper, un personaje deudor del porte irónico de William Holden. Por estos despachos y habitaciones pululan una serie de personajes ambiciosos e insatisfechos, pero ninguno de ellos hace partícipe al resto de sus traumas internos. Lo que da carácter de ‘nueva ola’ a ‘Mad men’ es su dibujo aislacionista del individuo, su reducción del conflicto a los niveles más básicos y anodinos de comunicación, y su perfecta conexión con el tiempo retratado, a nivel social, económico e intelectual. Mucha gente la comparó en su día con la española ‘Cuéntame…’, aunque no se parecen en nada. La interacción de los personajes con hechos históricos por todos conocidos (la victoria de Kennedy sobre Nixon, la crisis de los misiles de Cuba) es sólo parcialmente relevante, como en la producción de Televisión Española. Mientras que ésta se esfuerza por ser un culebrón bien hecho (y lo consigue), ‘Mad men’ se esfuerza en ser un estado de ánimo, una serie de variables de conducta examinadas con la frialdad de un psiquiatra, una historia que se avergüenza de ser historia, puesto que el énfasis está puesto en la observación minuciosa - minimalista de los personajes. En la práctica, esta noble tendencia se atasca a la hora de poner en juego un desarrollo, para lo cual se necesitan cambios y adaptaciones, más cambios y más adaptaciones… etc. Ahora que la AMC está emitiendo la tercera temporada de la serie, vemos cómo algunas de las personalidades más fascinantes de ‘Mad men’ se quedan atrapadas en tramas que ya creíamos superadas, como le pasa a la pobre Betty Draper, interpretada con maestría por January Jones, o al tremendamente antipático Pete Campbell, y casi diría que también le toca lo suyo a mi protegida, Peggy Olson. De tan mínima que es, casi se podría decir que ya no sucede nada de nada, y que el espectador de ‘Mad men’ sólo ve la serie por el sello de estilo de Mathew Weiner y por su conexión emocional con los personajes, bien sedimentada después de una primera temporada apabullantemente buena.

Betty, Joan y Peggy; ellas son el alma de 'Mad men'.



Además, ‘Mad men’ copia algunos defectos de ‘Los Soprano’, como la presencia de un protagonista indiscutible que acapara casi todas las tramas y planos y líneas de diálogo. Aunque Jon Hamm es todo un figurín y un actor extraordinario, todavía no llega a la complejidad de Tony Soprano, y aun así la omnipresencia de Tony se hacía bastante cargante. Mi opinión personal es que las mujeres de ‘Mad men’ tienen un universo interno mucho más rico y personal, y sus historias son las más interesantes. Sin embargo, todo pasa por el jefazo Draper, al menos de momento. El último episodio emitido dio un ligero volantazo a los acontecimientos y, de seguir así, a lo mejor Weiner consigue salvar también esta temporada, tal y como hizo con la segunda. De momento, es casi de rigor reconocer el mérito de ‘Mad men’ y su peculiar enganche con la audiencia a la que pretende fidelizar. Yo soy bastante fan, pero a veces Weiner me resulta un poco repetitivo y pedante. Si no fuera por esos actores y por esas mujeres, tal vez ya la habría dejado de ver.

Este año, ‘Mad men’ sólo consiguió tres premios Emmy (mejor serie, mejor guión, mejor peluquería), sólo uno más que ‘Breaking bad’ (mejor actor protagonista y mejor montaje, las mismas estatuillas que se llevó el año pasado). La serie de Vince Gilligan, además de ser bastante mejor que la de Weiner, es la auténtica apuesta actual por una ficción de culto, especialmente en el aspecto formal. Al ser más cruda y más directa que su compañera de la AMC, la crítica habla menos de ella, pero es difícil encontrar a alguien que la haya visto y no sea un entusiasta de las aventuras de Walter White y Jesse Pinkman.

Gilligan es un tío que delega bastante más que Weiner y Chase, lo cual puede llegar a enriquecer una serie hasta el punto de dejarla respirar, algo que no siempre sucede en la claustrofóbica ‘Mad men’. Cada episodio de ‘Breaking bad’ es un mundo; sus guionistas y técnicos se centran en un aspecto de la trama y crean una atmósfera acorde, consecuente, irrepetible. El defecto de la serie de Gilligan es también su mayor virtud, y es que el tráfico de drogas ya dejó de ser original en cualquier formato de ficción hace muchos años, a pesar de lo cual ‘Breaking bad’ consigue evitar los sermoneos fáciles para centrarse en la camaradería de dos sujetos improbables y en la deconstrucción de una familia media. No hablé mucho en su día de Skyler, la mujer del protagonista, interpretada con un naturalismo incómodo por Anna Gunn. El personaje menos atractivo de la serie, al menos aparentemente, resulta ser el mejor ejemplo de los logros de Gilligan como narrador: su capacidad para quedarse en la tierra, evitando los arquetipos familiares y enfrentándonos con hombres y mujeres de carne y hueso que no tienen por qué gustarnos ni seducirnos con excentricidades pomposas. Por si fuera poco, ‘Breaking bad’ ha conseguido destrozarnos el corazón con los dos momentos más violentos (emocionalmente hablando) del año: la desesperada escena sexual entre Walter y Skyler que da comienzo a la segunda temporada, y la maravillosa secuencia del tequila en la piscina, de la que no diré mucho más porque es digna de verse y cualquier intento mío por acercarme a ella a través de la escritura sería torpe e inútil. Vince Gilligan es muy grande. No veo la hora de que comience la tercera temporada.

Anna Gunn es la muy cotidiana 'Skyler'.





Para concluir, diré que este año pude ver por primera vez los premios Emmy en un canal indio. La gala es un coñazo que se deja ver sólo por la calidad de las series que concurren a ella. La alfombra roja es todavía peor, una sucesión de zorritas mal vestidas sólo dignificadas por la calva de Terry O’Quinn. Los mejores momentos del show son aquellos en los que unos lanzan puyas veladas a otros y las caras de póker se alternan con las risas nerviosas. Me alegro por Emerson y su Benjamin Linus, por el inefable Bryan Cranston de ‘Breaking bad’ y por el reparto salomónico de premios, del que no se beneficiaron ni ‘House’ ni ‘Dexter’. Me apena que Elisabeth Moss vaya a ser una segundona en estos premios, al igual que Aaron Paul, ambos víctimas de su precocidad, pero los premios son así de ridículos y graciosos. En próximas entregas nos tocará hablar de clásicos, ya que cada vez estamos más cerca de mis dos obras maestras predilectas: ‘Lost’ y ‘The Wire’. Hasta entonces, manteneos fuera del alcance de los niños.

Sergio. 03/10/09.

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