domingo, 25 de octubre de 2009

IC. Trevor (II).



Interrumpí cruelmente mi relato, y a él vuelvo.

Me aterra el potencial religioso que descubro en mí. Nunca lo hubiera imaginado, en tanto que he despotricado infantilmente de Dios y de la religión en mis años de universidad. Ahora dejo que todo me seduzca de una forma casi mística, tal vez influido por los siguientes factores:

a) La soledad.
b) La casi total ausencia de sexo, que lleva al ser humano a sublimar otro tipo de placeres incomprendidos.
c) William Blake, Emanuel Swedenborg, Jorge Luis Borges.
d) Este país tan condenadamente fascinante (y religioso).

¿Recordáis a Christine, la señora británica que me interrogó sobre mi guión cuando vivía en Kerala? Podéis revisitarla si usáis la utilísima barra de enlaces en el margen derecho de la página que estáis leyendo. Aquello sucedió en febrero, y el post que le dediqué a tan insigne mujer se llamaba “Kiss the joy as it flies”, en relación a la frase enigmática que Christine me dedicó cuando yo le narraba lo contento que me sentía en aquel momento. Todavía no conocía a William Blake, más allá de algunas citas extraídas de su obra. Sabía que había sido un visionario místico durante la Revolución Francesa, como el impresionante Swedenborg (algo anterior a él), que estuvo en el cielo y el infierno y volvió para contarlo, y que paseó por Londres con el mismísimo Jesucristo. Pues bien, caminando por el College St. de Calcuta, un centro universitario lleno de puestos de libros y algún que otro cine porno, encontré una selección de poemas de William Blake, con uno de ellos destacado en la portada:

“He who binds to himself a joy
does the winged life destroy.
But he who kisses the joy as it flies
lives in Eternity’s sunrise”.


Nada sabía entonces del guiño que me estaba lanzando Christine, y que ocho meses después he podido decodificar. Cuando descubrí ese verso, mientras extendía al tendero un billete de cien rupias por el libro, me sentí acompañado por una ráfaga de energía inusual, como si alguien estuviese dirigiendo mis pasos, y el mundo se detuvo durante cinco segundos. Ya tuve esa sensación una vez, en Cabo de Gata, cuando les dije a mis amigos Manu, Bárcena y X: ‘siento que alguien camina por mí’. Adoro enlazar hechos distantes en el espacio y en el tiempo, y descubrir que unas pequeñas palabras descontextualizadas (‘kiss the joy as it flies’) guardaban un significado muy distinto al que yo le había atribuido. ¿Es muy extravagante pensar que el sufrimiento es tan hermoso como la felicidad, en tanto que existe? No sé, pero creo eso es lo que trataba de decirme Christine a través de Blake. El aura imponente de esta señora, que parecía haber hecho un pacto con alguien de otro mundo, engrandece aún más esta anécdota que recuperé y redondeé en Calcuta, como quien encuentra un juguete de su infancia y aprende una cosa más de sí mismo y de la vida que le toca vivir.

Una de las maravillosas pinturas de Blake, "Abraham e Isaac".


Hice otras cosas en Calcuta, aparte de perderme, rezar a Kali y a Siva, comer pescado y ver los últimos capítulos de ‘The Wire’. También fui al cinematográfico Indian Museum a ver la reconstrucción de la puerta de Bharhut, que data del siglo II antes de Cristo, y que contiene unas esculturas budistas insoportablemente bellas. Entre muchas de sus imágenes, destacan las mujeres danzando y los medallones en los que se representa a varios indígenas comiendo plantas o metiéndoselas por el ombligo. Hoy en día, la posesión de esas plantas es considerada un delito. ¿Y todavía hay gente que pone en duda la involución de la raza humana?

La famosa escena del sueño de la reina Maya, en Bharhut.


Como me gustan mucho los tigres, y no quería pasar Diwali en una gran ciudad como Calcuta, aproveché la oportunidad para escaparme a los Sunderbans, la mayor reserva de felinos a rayas del planeta. En realidad, Sunderbans es más conocido por ser la mayor jungla de manglares que existe, y la única candidata de India a formar parte de las nuevas siete maravillas del mundo. ¿Es tan maravilloso este lugar? Pues sí que lo es, aunque mi visita fue un poco accidentada. Para comenzar a narrarla, tengo que partir del momento en el que abandoné el roñoso Hotel Maria para unirme a la supuesta troupe que iba a ir conmigo a la jungla (de la que, a causa de la malaria, quedamos sólo un americano y yo). Me di cuenta de que no iba a ver más a Trevor, porque cuando volviese de los Sunderbans no iba a pasar mi última noche en Calcuta en aquel patio triste que compartíamos, sino en el Hotel Broadway, sin duda la mejor pensión que he visto en este país, y mira que me he pateado pensiones de todos los colores. En el Broadway, la habitación individual no cuesta tres euros, cuesta ocho. Pero el infinito encanto que resulta de esos cinco euros de diferencia justifica una noche, o incluso dos o tres. Por si fuera poco, el oscuro y anacrónico Bar Broadway, en la planta baja del hotel, es el mejor antro del mundo, un local perfecto para una fiesta de fin de rodaje, una orgía, una matanza, o las tres cosas a la vez. Sus ventiladores ominosos siembran la atmósfera de un recogimiento alcohólico muy poco habitual, lo que se viene llamando ‘elegancia’, y a precios muy razonables. No tardé mucho en averiguar cómo podía rematar mis extrañas miradas con Trevor, que además de bailar pasodoble, también es científico. Después de pagar mi cuenta en recepción, escribí una nota para él y se la pasé por debajo de la puerta de su dormitorio. En ella le invitaba, inocentemente, a tomarse una cerveza conmigo en el Bar Broadway si volvía de los Sunderbans con vida. Cualquier ser humano con dos dedos de frente reconocería las implicaciones de esta invitación. Es por eso por lo que estaba convencido, al menos al noventa por cien, de que Trevor no acudiría a la cita; por eso y también por frases como ésta: “Estaré el lunes en el ‘Bar Broadway’, a partir de las seis y hasta bastante tarde…’ En fin. Cuántas películas he visto.

Pronto llegaremos a ese lunes. Entretanto, Alex (el americano) y yo partimos a Sunderbans con nuestro guía de diecisiete años, Ajay, al que sólo puedo definir como el ser humano más bello que camina actualmente sobre la tierra. Los tres íbamos a pasar bastante tiempo juntos, así que me propuse hacer un esfuerzo comunicativo. Siempre que me propongo algo así, acabo escaldado. Esta vez no fue para menos. A Alex, joven blanquísimo y atractivo de muy publicitada heterosexualidad, le encanta un tipo de conversación en la que yo no estoy muy ducho, aunque no puedo ocultar que me encantaría dominarla.

Alex: ¿No eructas nunca?
Sergio: No. No puedo. A veces me sale solo, pero no puedo forzar un eructo.
Alex: Qué pena. Pero te tiras pedos, ¿verdad?
Sergio: Sí, eso sí.
Alex: Genial.


Alex: La verdad es que no tengo ningún problema en follarme a quien quiera.
(Hubiera incluido esta pedazo de frase en la sección de ‘Citas célebres’, pero cualquier lector descuidado podría atribuírmela a mí).

Alex: ¿Has tenido sexo alguna vez, Ajay?
Ajay: No.
Alex: Pues es lo mejor del mundo. No hay mejor forma de estar conectado a una persona. Así que ya sabes… en cuanto tengas la oportunidad… aprovéchala.
Ajay: Sí… jeje… vale…
Alex: Eres un gran chico, Ajay. No vas a tener problema con las chicas.
Ajay: Pero, ¿por qué la mayor parte de los tíos con novia quieren estar con otras mujeres al mismo tiempo?
Alex: No lo sé…
Sergio: Somos difíciles de satisfacer.


Esto da una idea general de por dónde iban los tiros con nosotros tres. Alex debió pensar que yo era un capullo, mientras que yo admiro su estupidez e ingenuidad. Ajay, sin duda, era el más cabal de los tres, y espero que su vastísima cultura y su aguda percepción de la sociedad en la que vive le lleven muy lejos. Es un chico dulce, hambriento de experiencias, encantador de serpientes como sólo un indio puede llegar a ser (no en vano le mordió una cobra cuando era pequeño y sobrevivió a ello).

Nuestra primera noche en el pueblo que sirve de entrada a la jungla coincidía con la festividad hindú de Diwali, que consiste, básicamente, en tirar petardos y cohetes ensordecedores. El gobierno ha prohibido usar los que sobrepasan los noventa decibelios, pero eso se lo pasan todos por el forro, más aún en un pueblo. Después de la metralla y de iluminarlo todo mágicamente con velas, la sociedad de festejos organizó una sesión de Bollywood en el mismo descampado donde la diosa Kali reposaba en su altar. La película en cuestión nos mostraba cómo una india desconsiderada pasaba por completo de hacer puja y se acostaba con su perro doberman en actitud libidinosa. Cómo no, Kali se enfurecía, como hacían bien en indicarnos unos zooms hacia su rostro acompañados de diabólicos tambores. Vamos, una joyita. Cuando pensé que la belleza de aquel trocito de la Bengala rural no podía ser más espectacular, Ajay nos llevó a cenar curry de cangrejo a un patio familiar mientras yo acariciaba el vientre de una cabra embarazada. Luego bailamos en la azotea del albergue al son de una música popular. El cantante, que también tocaba una especie de acordeón indio, pegaba unos gritos inenarrables que me hicieron moverme como un poseso. No exagero. Al día siguiente descubrí, ya en el barco que nos llevaba por los manglares, que no podía moverme de lo agarrotados que estaban los músculos de mi espalda. Alex mencionó de soslayo mi pésima condición física y mis bailes estúpidos. Yo no tenía el ingenio suficiente para mencionar de soslayo su pésimo sentido del humor, pero le perdono porque me hizo fumar un poco de su pipa de la paz para mitigar el dolor. Gracias a eso me levanté y recompuse mi cuerpo, ya que de lo contrario no hubiese podido disfrutar de una selva apasionante y de una fauna huidiza.

Los Sunderbans son extraños y algo decepcionantes, en función de las expectativas de cada uno. Al turista normal no le dejan penetrar en muchas áreas protegidas, y es casi imposible avistar un tigre, algo con lo que nadie debería contar. Sin embargo, los árboles y sus intrincadas raíces parecen sacados de otra dimensión, y caminar por el barro es una experiencia maravillosa, sobre todo cuando te hundes hasta las rodillas y piensas que la tierra va a comerte. El mejor momento fue el crepúsculo. Alex y yo tomamos un té mientras la noche se apoderaba del delta del Ganges, y Ajay nos ofreció algunas de sus tiernas palabras, como dibujos en el silencio. Lentamente volvimos al pueblo de arrozales, encendimos nuestras lámparas de aceite y caminamos como sonámbulos entre los estanques de lotos. Al día siguiente, dos carromatos, un rickshaw, dos barcas y un tren nos llevarían de vuelta a Calcuta en un trayecto agotador e hipnótico de cinco horas. Entre medias, en una de las estrechas carreterillas de la zona, un anciano hizo volcar su carro, con él debajo. El golpe fue violentísimo y el pobre hombre yacía inmóvil en el asfalto. Nuestro conductor no se detuvo, tal vez porque ya lo habían hecho otros, y tal vez porque, como nos dijo Ajay, haciendo honor de la típica y sabia frialdad india: “I think his life is finished”. Nunca lo sabremos del todo. Me sobrecogió, sin duda, ver a la muerte tan rápida, tan implacable, tan cerca. Más sorprendente aún es comprobar lo pronto que un incidente así se olvida, se desgasta en la mente, y cómo la vida sigue sin él. Nadie se lleva las manos a la cabeza por una muerte más en un país tan superpoblado como India, y menos en una zona tan habituada a la tragedia como los Sunderbans, cuyos habitantes sufrieron un ciclón imprevisto hace tan sólo cinco meses. La muerte les habla en el lenguaje de la vida, y así es como ha dejado de existir.



Destellos de los Sunderbans (la tercera foto es un imposible,
pero estos bichos son tan hermosos...).


Dejé a Ajay, dejé a Alex. Es increíble la de rostros de despedida que acumulo, y lo mucho que me acompañan. Llevé mis trastos al Hotel Broadway, me duché, me afeité cuidadosamente, me embadurné de desodorante, me vestí bien y bajé al bar a tomar unos snacks y a ponerme pedo, ya que Trevor no iba a acudir a semejante cita, pero yo tampoco iba a ser capaz de moverme de allí hasta que los camareros me echasen. Recuerdo alzar la mirada de la mesa cada vez que oía a alguien entrar en el bar. Me gustaba soñar la imagen en la que Trevor, contra todo pronóstico, aparecía en el umbral. Ya no sólo deseaba lo que desea un varón de mi edad y circunstancia, sino una pequeña oportunidad para hablar con alguien de una forma menos superflua. No he hablado de mí mismo con casi nadie, unas veces por prudencia, pero a menudo también por miedo, todavía por miedo. Es una sensación muy opresiva que encuentra su aliado en la escritura de este blog, y a estas alturas poco me importa hablar de aspectos de mí que al lector habitual tal vez le sorprendan. Quien bien me conoce, sabe que soy un exhibicionista, y no me avergüenzo.

A las siete y cinco minutos, Trevor entró en el Bar Broadway. Tardé tanto en hacerle una seña con la mano que casi se da la vuelta, al no intuirme en ninguna de las mesas (ya he dicho que el bar es oscuro, como un local clandestino en plena Ley Seca). Lo primero que hizo nuestro canadiense favorito fue disculparse por la tardanza, a lo que siguió una larga conversación que disfruté con una locura bien disimulada, o eso creo. Bebimos cerveza, hablamos del tiempo, del país en el que estábamos, del país del que veníamos, del futuro, del presente. Descubrí datos reveladores, como que la novia de Trevor también es bailarina, pero tiene una pareja profesional distinta; también descubrí que hay islas del norte de Canadá que son puro hielo, que el bosque de Charlevoix está muy cerca de Montreal, y que encajo muy bien las decepciones. Sin embargo, no podía parar de pensar: “HE CAME! HE CAME!” (normalmente pienso y hablo conmigo mismo en inglés, menos cuando escribo). Y entre tanto énfasis callado, nos dieron las nueve y media, y Trevor me preguntó si había tenido alguna novia india, y yo le contesté con algo que llevaba mucho tiempo queriendo decir: “I’m not much into girls”. No recuerdo muy bien qué dije después porque la lengua iba más rápido que mi cabeza, pero no fue descortés; es más, debió ser bastante ocurrente, porque Trevor sonrió mucho. Le acompañé a la salida del hotel y nos estrechamos la mano. La brisa discreta de Calcuta circuló entre los dientes delanteros de Trevor para posarse luego en los míos. “Ven a verme a Montreal en tu camino a Charlevoix”. Recogí otra mirada de despedida más, con la única diferencia de que esta vez era la suya, y fui muy feliz, porque durante más de dos horas le amé todo lo que pude. Acto seguido, subí a mi dormitorio, todavía palpitando en mi cabeza “HE CAME! HE CAME!” y sin darme cuenta de adónde quería ir ni qué quería hacer con lo que me quedaba de noche, volví a bajar al bar, me senté en la barra y me emborraché. Tres siglos más tarde, justo cuando iban a cerrar, me incorporé con dignidad, volé hacia mi cama y dormí en la gloria.

Sergio. 24/10/09.

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