domingo, 30 de enero de 2011

190. Doña Marcelina.



En un humedal que llamea con los colores de la tarde vive Doña Marcelina Montiel, mi última jefa. A ella llegué un día que estaba cansado de no encontrar pegas (trabajos, laburos) mejores, y me monté en la bici para preguntar a las familias de terranientes venidas a menos. Ya dentro de la ‘Comunidad Mauricio Montiel’ una perra se escabulló por debajo de la tranquera carcomida y me lamió los pies y los codos, por ese orden, antes de arrastrar su vientre por el suelo de una forma ridículamente sumisa para tratarse de una perra de campo. No había nadie en la casa de tejuelas de madera, o eso parecía. Al poco, una mujer pequeña, de rostro achinado y pómulos firmes, profusamente maquillados, apareció para chillar a las chivas que pastaban a la entrada. Yo le grité ‘¡Doña Marcelina!’ y ella vino a mí como sabiendo perfectamente quién era y qué hacía allí. Descubrí que había varias tareas por hacer en aquel terreno vergonzosamente amplio: pastizales de chanchos, bosques de colihues y arrayanes, faldas de montañas donde alguna vaca perdida observa lo que pasa en el valle. Un agradable rincón para vivir y morir.

Al día siguiente, Lugrin y yo empezamos a picar leña y luego pasaríamos a la construcción de la cerca que nos ha llevado casi dos semanas terminar, en parte debido a lo costoso que era extraer, transportar, pelar y cortar la materia prima (cañas colihues, principalmente).

A veces hacía mucho calor y mi mente se abotargaba, incluso a la sombra de la murra espinosa y traicionera. Las acciones me parecían repetitivas y me ahogaba en pensamientos insanos. Pero eso sólo sucedía cuando estaba solo. Los días en que Lugrin me acompaña siempre hablamos mucho, de sueños, proyectos, películas, amigos comunes y no comunes, vegetarianismo, comunismo, zapatismo, en definitiva, pasado, futuro. Poco presente en esas horas de trabajo a las que cuestan encontrarle un ritmo y un sentido. Sería hipócrita no reconocerlo.

A veces llovía y teníamos que resguardarnos en la cocina de Doña Marcelina. Allí nos esperaban rondas infinitas de mate dulce (el mejor que he probado, aunque me gusta bastante más el amargo) y mermelada casera. Ha sido un placer conversar con ella y con algunos de los familiares que se dejan caer por allí, resguardados por la calidez inefable de esa cocina. Anécdotas del pasado, de cuando el patriarca Montiel gobernaba todo aquello con mano férrea y cultivaba alimentos con abono orgánico mucho antes de que éste pasase a llamarse ‘abono orgánico’. Leyendas de la zona, como la del niño que se perdió en el bosque un día que fue con su padre y sus hermanos a piñonear (a cosechar los deliciosos piñones de la araucaria) y apareció su ropa a los dos días, colgada de lo alto de un pino; desde entonces, se dice que el volcán Llaima demandaba un sacrificio infantil, y por eso el espectro del niño guarda la zona y se aparece en los saltos del río Truful y en las fotografías de los turistas. Otras leyendas hablan del culebrón de García. El tal García es el hombre con más tierras de toda la comuna de Melipeuco, y se dice del que tiene muchas tierras que ha hecho un pacto con el maligno. Ese pacto podría haberse materializado en una culebra enorme, o culebrón, que para algunos tiene cabeza de perro y vive en un galpón semi-escondido, alimentada de leche. Quien la ha visto (empleados del siniestro García, principalmente) se ha vuelto loco o ha promovido la difusión y transformación de este relato, es decir, una fantasía nacida del rencor campesino. Aunque seguro que hay una culebra por ahí, qué duda cabe.

Con Marcelina también vemos el telediario del mediodía, despropósito fascista aún peor que los engendros que emite la televisión española, y después la novela, una novela brasileña que se llama ‘Vivir la vida’ y que nos tiene enganchados a Lugrin y a mí. La protagonista es una modelo de buen corazón que también tiene algo de filósofa, enamorada de un fotógrafo-escritor que siempre se demora en besarla porque parece drogado, pero casada con el padre de éste, un hombre mucho mayor que ella y con muchos matrimonios a sus espaldas, todos con modelos. Ella le increpa, en un momento dado (y recién salida de la ducha, cómo no): “quieres apartar a todas sus esposas de la pasarela; ¿acaso te has propuesto acabar con la profesión?”. Impagable.

Observo a Marcelina, en la misma silla en la que ha estado sentada prácticamente toda su vida. Es buena para la conversa y una anfitriona excepcional. Nunca se ha casado, dice que debido a una decepción amorosa de su juventud. Sus hermanos, ávidos de la tierra que ella gestiona como puede, la quieren echar de allí porque, según ellos, ‘una soltera no puede estar a cargo de una hacienda’, ‘una soltera no vale nada’. El machismo anacrónico de este país contamina el aire que respiran Marcelina y Susana y Lorena y Margarita. Un machismo heredado de una historia conflictiva con regímenes militares muy recientes y transiciones democráticas de mentira. En algunos aspectos, Chile es espeluznante. La belleza natural de la mitad sur, constantemente saqueada por la empresa privada, apenas contrarrestra lo tenebroso de su psicología.

Ya no hay plata con la que remunerar las pegas que hemos hecho en casa de Doña Marcelina. El intercambio de fuerza de trabajo por alimentos se vio interrumpido por la escasez de éstos últimos y la situación ya no puede sostenerse por más tiempo, aunque el último pago va a ser una cabra por la que tal vez nos saquemos unas cincuenta lucas en el mercado. Ambas partes estamos agradecidas, no obstante: nosotros por haber llegado a conocer otra faceta más del universo campesino mapuche, su hospitalidad, su sutil y complejo código de actuación… sus asados…; ella por nuestra dedicación y por la compañía que le hemos acabado haciendo, una compañía que apenas disimula su júbilo, un vacío de palabras e historias de pronto inflado por el tumulto de lo desconocido, de lo nuevo. Tal vez Marcelina me consiga un laburo en el lamentable sector turístico, peaje de aburrimiento que debo pagar si quiero seguir con mi viaje y con mi aprendizaje. Todo eso está en el aire. Pero lo importante en este país es tener contactos, y ahora, después de un mes de estadía, parece que ya tengo unos cuantos. Que sea lo que tenga que ser.

Me gustaría explayarme más en algunos pensamientos, pero escribir cosas en un espacio comunitario implica muy poca tranquilidad y un constante ir y venir de compañeros, visitas, actividades, por no mencionar el trabajo por hacer (siempre hay trabajo por hacer) que conlleva una dosis considerable de culpabilidad cada vez que me siento a leer o a escribir. Difícil equilibrio éste. Y de la resolución de este conflicto depende todo. Es este equilibrio la tarea más difícil que me va a tocar hacer. Quien haya percibido de qué empieza a ir todo esto, sabrá a qué me refiero.

Salud.

Sergio. 30/01/11.

viernes, 28 de enero de 2011

189. Amanita Muscaria (Parte I).



Se dice de la amanita que su contenido activo, el muscimole, o el ácido iboténico transformado en muscimole, se elimina íntegramente a través de la orina sin metabolizarse en el organismo. De ahí que el pis del chamán fuese néctar de los dioses, y que los campesinos siberianos se congregasen a la salida de los palacios cada vez que había celebración, a la espera de que los señores saliesen a mear, para así beberse el líquido mágico que les haría “entender” un poco más, o un poco menos… en cualquier caso, entrar en el éxtasis que a todos nos gustaría que fuera nuestra vida.

Debo al libro “Hierbas y plantas curativas” de Jorge Fernández Chiti un montón de información valiosa y neutral sobre los hongos habladores y las plantas mágicas, así como recetas y usos de tantas otras hierbas. Durante un tiempo se convirtió en nuestra lectura de cabecera durante el desayuno y después de la cena, y ahora recurro a él cada vez que tengo una duda o para solucionar algún trastorno de la forma más natural, eficaz y barata posible. Sus dibujos no ayudan precisamente a identificar plantas en una caminata de campo, algo para lo que se necesita un buen guía y años de experiencia en la materia. No obstante, siempre hay que empezar por algún lado. Dedico este post al libro de Chiti, a los alucinógenos que la naturaleza nos ha legado y cuyo uso queda prescrito desde los primeros himnos védicos, y al conocimiento prohibido, causante de tanta muerte prematura, tanto horror, tanta tortura degenerada a lo largo de los siglos.

La amanita pudo haber penetrado en América a través del estrecho de Bering, siendo originaria de Siberia y de la India. Su cúpula rojiza con motitas blancas es harto conocida, decorando el sotobosque de muchas ilustraciones infantiles, videojuegos y series animadas como Los Pitufos. Chiti opina que…

“El arquitecto catalán Gaudí, por ejemplo, constituye un caso típico de vida creativa consagrada al consumo de Amanita, clave de su obra, toda la cual es un canto al hongo alucinógeno (cúpulas, frentes y cruces están visiblemente inspirados en la Amanita, que por entonces crecía y se conseguía en la región de Cataluña: de allí los paseos ‘campestres’).”





Hay opiniones muy diversas en torno a la amanita y al igual que algunos detestan sus efectos y los consideran perjudiciales y/o intoxicantes, otros alaban su capacidad de fusionar al hombre con la realidad total. No en vano fue de uso común para los mayas y tantos otros pobladores originarios (crece aquí en la Chile mapuche, en bosques húmedos de pinos y alerces; en Europa se la puede encontrar bajo hayas y abedules). Este hongo se ha de desecar al sol y al aire para poder comerse y es esencial salivarlo muy bien. Tampoco se le debe quitar la corteza, porque en ella se encuentran los alcaloides que producirán animación, macropsia (los objetos se aparecen más grandes de lo que son en un estado de percepción no alterado), euforia y sedación contemplativa. Se ingiere el hongo entero, tanto la cúpula como el talo.

Alguien llamó “madre de todas las hierbas” al ajenjo. La absintina, que es su principio activo, da amargor al vermouth y al bitter y, disuelta en alcohol y consumida en grandes cantidades, produce alucinaciones (es el licor que hacía escapar de la realidad a los poetas románticos del siglo XIX). Es fácil llegar a la sobredosis, por eso es recomendada la dosis mínima posible si se la quiere ingerir como aperitivo (muy buena para los anoréxicos). Otros usos terapéuticos van desde el “estómago caído” hasta las lombrices pasando por el mal olor bucal. Ramas de ajenjo colgadas del techo alejan los mosquitos y las chinches, y también funcionan como contraveneno si se han ingerido imprudentemente hongos venenosos. Se puede preparar un vino de ajenjo para antes de los almuerzos muy fácilmente:

“Dejar en maceración durante quince días un puñado grande (cuatro dedos) de hojas desecadas de ajenjo en un litro de un vino blanco de buena calidad. Al cabo, se filtra haciendo pasar el licor por un papel de filtro colocado en un embudo. Tómese media copita de las pequeñas o una cucharadita de té.”

El opio se extrae de la adormidera, cuya flor es muy parecida a la de la amapola. Ambas se distinguen por las semillas, que son ovoidales y de color blanco en la adormidera. Soy fan de que Homero aluda a ella en ‘La Odisea’ como la planta que “hace olvidar todos los males”. Si se efectúa un tajo oblicuo en una cápsula fresca, estando ésta todavía verde y antes de que se hayan caído los pétalos, se puede recoger un látex gota a gota (con el dedo) que se recomienda depositar en un frasco de boca ancha. Eso el opio. Entre los alcaloides que contiene los más conocidos son la morfina (en porcentajes de hasta el veinte por ciento), la codeína, la papaverina y la narcotina. Se dice que hasta hace poco muchas madres en Europa daban a sus niños hojas de adormidera cuando éstos no podían conciliar el sueño. “Santo remedio” dice Chiti “ya que en las hojas existe escasa cantidad de narcótico, pero suficiente para sedar, relajar los músculos e inducir un sueño tranquilo”.

Nada mejor para los trabajos intelectuales que una infusión con semillas de anís, porque produce una estimulación leve y mejora la concentración. Si te gusta el sabor, claro, porque a mí siempre me pareció un poco repelente (siempre me comí caramelos de anís por educación, no por gusto). En la Edad Media se la llamaba ‘torna maritos’ porque hacía volver al marido de la mujer que había sido abandonada.

Atención al arroz:

“Cereal originario de la antigua China, cultivado por lo menos desde seis mil años atrás. Ha sido la base de la alimentación oriental y es el fundamento de la macrobiótica zen. Es el alimento más equilibrado que existe, y debería constituir la base nutricia humana. Un buen promedio de dieta saludable es: 50 por ciento de arroz integral; 20 por ciento de vegetales; 10 por ciento de sopas; 10 por ciento de animal (pescado); 10 por ciento de frutas y ensaladas. […] En la cáscara y fibras se halla la mayor parte de sus vitaminas y sales minerales (por eso se debe usar el integral). El arroz blanco, tal como se lo utiliza en Occidente, pierde lastimosamente casi la mitad de sus contenidos nutricios.”

Ayahuasca significa, en quechua, liana del alma, y se trata efectivamente de una enredadera que crece en torno a otros árboles, en las selvas amazónicas y cordilleranas que van desde Colombia hasta el norte de Bolivia y Paraguay. También conocida como Caapi o Yajé. Se separa la corteza del tronco, que es donde reside la harmina, su principio activo, y hay distintos tipos de liana para distintos tipos de efecto, todos pautados por el ritual religioso del que forma parte su consumo, ya que la vivencia de la ayahuasca ES COMUNITARIA, NO INDIVIDUAL. Regalo de los dioses, sin lugar a dudas. El chamán prepara una decocción tras machacar la corteza en un mortero y el iniciado (lamentablemente, nunca la iniciada), en su edad adolescente, ingiere a sorbitos el preparado, que ha de ser amargo y espeso y servido en una vasija de terracota. Esta experiencia condicionará su vida adulta, haciéndole ver cosas pertenecientes a esa otra realidad que nos es vetada por los límites que imponemos y que también les han sido impuestos a nuestra voluntad: viajes a mundos desconocidos, conversaciones con antepasados o voces ocultas en la naturaleza, transformaciones en felino, ave o reptil, experiencias con colores (fundamentalmente el azul). El efecto de la ayahuasca se manifiesta a los dos minutos de ingerir la decocción y produce un sueño tras el cual el indígena dejará constancia de sus experiencias a través del arte. Unos la toman sola y otros prefieren potenciar su efecto con otras plantas, fundamentalmente el tabaco. La ayahuasca es la planta psicotrópica por excelencia, además de un poderoso anticancerígeno (y, ¡oh paradoja!, una buena cura contra la drogodependencia), fuertemente contextualizada en un lugar, en unas comunidades indígenas y en unos ritos milenarios, fuera de los cuales su vivencia pierde todo sentido. Y pensar que hay gente que la compra por Internet y la consume en sus apartamentos de Nueva York, Londres o Berlín para acceder al mundo de los seres elementales sin ensuciarse los pies ni las manos…





“Al que toma beleño, no le faltará el sueño” canta el dicho español. Sobre la más antigua de las solanáceas, usada ya en Babilonia y en el antiguo Egipto hace cuatro mil años, Chiti dice:

“Lo específico de la sensación que causa la ingestión del Beleño es la liviandad, lo que se denomina “levitación”, y pasó a la fantasía popular como analogía con viajes sobre escobas, vuelos por los aires, bilocación, escape del alma mientras se duerme (para hacer fechorías, sobre todo eróticas…). Condenadas estas fantasías por la Iglesia, sin embargo ésta bien las potabilizó cuando pudo, atribuyendo a sus santos la capacidad de levitarse cuando estaban en éxtasis (Teresa de Jesús, por ejemplo).”

Todas las partes de la planta (incluso las semillas) son activas, portadoras de, entre otros alcaloides, la escopolamina, que parece ser la causante de las alucinaciones que produce. Beleño era lo que inhalaban las pitonisas del oráculo de Delfos para entrar en trance y hablar en nombre de los dioses. Después de una larga y triste época de persecución de mujeres por ingesta y aplicaciones externas (es un podersoso analgésico), hoy día se usa en la fabricación de cigarrillos antiasmáticos y se la receta contra todo tipo de temblores y mal de Parkinson.

El peligro inherente en las solanáceas es que una ingestión mínima de escopolamina, de décimas de miligramo, puede provocar parálisis generalizada del sistema nervioso central. Así murieron muchos niños en Europa al comerse los dulces frutos de la belladona, mítica planta muy parecida en sus usos médicos al beleño y al estramonio, y también famoso afrodisíaco. También con la fruta las mujeres se daban fricciones debajo de los ojos para parecer más hermosas (de ahí el nombre), lo que en realidad se debe a que la belladona, como la mandrágora, produce midriasis, es decir, ditalación de las pupilas (muy útil en operaciones quirúrgicas del ojo).





Sería bastante estúpido automedicarse con alguna de estas solanáceas, a pesar de la fascinación que producen la raíz antropomorfa de la mandrágora, sus múltiples leyendas de erotismo y horror medievales y tantos otros productos del imaginario colectivo en general y de la Inquisición en particular. Una lástima, porque un poco más de conocimiento sobre las mismas, más allá de la seducción pop de sus propiedades psicoactivas (en la Edad Media se llegó a identificar a la Virgen María con la “Santa mandrágora” y a asociar ambas entidades en pinturas de la época) podría habernos hecho la vida más fácil y llevadera. Al respecto de la mandrágora:

“Debemos remontarnos a Dioscórides, quien hace casi dos mil años se refirió a su modo de empleo. Afirma el sabio botánico griego que se usa sólo la corteza de la raíz verde o fresca de la mandrágora, la que se debe machacar muy bien hasta extraerle su jugo. […] Asegura, además, que cociendo raíces de mandrágora en vino, si se da un vaso al paciente, éste no sentirá dolores ‘cuando haya que cortarlo o cauterizarlo, no sentirá el tormento…’ […] Inocentes plantas que, bajo control especializado, podrían traer momentos de consuelo, sedación o anestesia al ser humano, bastante sufriente por cierto, son censuradas, prohibidas y desconocida su información. Es que el sistema necesita de tontos crédulos para poder sostenerse a sus espaldas, y que sólo se dediquen a trabajar para su explotación.”

El gran Chiti muestra sus colores políticos, y hace bien. Hasta un libro de hierbas medicinales puede ser también una invitación a la resistencia contra el monstruo.

El cactus de San Pedro o huachuma es una planta típica de los Andes y crece a bastante altitud (entre los 1800 y los 2700 metros), debido mayormente a la expansión de los colonizadores europeos, que obligaron a los pobladores originarios de Sudamérica a cultivar este cactus en lugares a salvo de su censura cristianizante. Los indígenas acabaron llamándolo ‘San Pedro’ a modo de burla y de defensa, ya que este santo es el que guarda las llaves del cielo, o lo que es lo mismo, del “paraíso” de la suprarrealidad bidimensional. El más sagrado está formado por cuatro costillas (símbolo cósmico andino milenario), pero es muy raro ver uno y los más habituales constan de seis o de ocho. Es harto hermoso este cactus. Harto. Florece de noche, que viene a ser el momento del día en que se recomienda la ingesta de la planta desecada para obtener el efecto óptimo.

Como el peyote, su principio activo es la mezcalina, entre otros alcaloides en porcentajes mínimos. Tal vez lo más atrayente de sus alucinaciones sensoriales sea que no se queda en una contemplación colorida del ego sino en un portal de conocimiento tan válido com cualquier otro, a través del cual se pueden curar dolencias para las que la medicina occidental no ha encontrado cura (puesto que la medicina occidental está interesada en la eliminación del síntoma, no de la enfermedad). Por si fuera poco, una vez el afortunado iniciado empieza a “ver” y a “entender” ese conocimiento es capaz de compartirlo con los demás y curar a otros. Bellísima práctica holística / comunitaria que se sirve de un regalo de la naturaleza para aliviar y fortalecer la vivencia en este mundo. La ceremonia chamánica que envuelve al San Pedro no es ninguna reunión de ebrios chalados que buscan una justificación divina en el consumo de una droga. Es una práctica ritual para ejercitar la mente y sanar el cuerpo, independientemente del uso que le dén subversivos de toda condición, y que se puede llegar a entender por el secretismo estricto que rodea una ceremonia de curación con San Pedro.

Crece en Valparaíso, por lo que he sabido, y por todo el norte de Argentina, Bolivia, Perú y Ecuador. O sea, que el San Pedro habrá de toparse en mi camino, espero. Chiti dice que se vende en los mercados ya desecado y que, tras cortarlo en rebanadas de medio a un centímetro de grosor, se prepara el cactus en una decocción de seis a siete horas a la que se va añadiendo agua a medida que se evapora la anterior. Sentado, concentrado, se bebe el líquido resultante a pequeños sorbos y, tras un primer estado de somnolencia (típico en el consumo de cualquier hongo alucinógeno), parece ser que la “visión” comienza a abrirse.





Lo mismo se puede decir del peyote, cuyo culto está mucho más extendido hoy día por la histeria antropológica que desató su descubrimiento en Estados Unidos (el peyote crece principalmente en Sierra Madre, México, pero también al sureste de la geografía gringa y en Canadá). Se sabe más de este cactus, se ha escrito más, se ha peregrinado más en su busca desde que lo hiciera Carlos Castañeda, y por ello intuyo que sea más susceptible a un misticismo de pacotilla. No obstante, ya era objeto de veneración desde antes de los aztecas, cuando el uso curativo y la genuina exploración personal acerca del comportamiento del cosmos eran los motores de la experiencia alucinógena. Parece ser que los efectos del peyote son menos extra-corporales que los de la ayahuasca y se centran más en la interpretación profunda de los estímulos sensoriales que hacen acto de presencia. Es curioso cómo algunas de las alucinaciones prototípicas asociadas al peyote (el ser humano visto como un huevo de cuyo ombligo salen cuerdas brillantes que lo unen con todo lo que existe) tiene mucho que ver con otras visiones místicas de comunidades radicalmente alejadas de Norteamérica. Hablo, por ejemplo, de los aborígenes australianos (donde, en casa de uno de ellos, vi un cuadro de un hombre con su ombligo como núcleo de fuerza) o del baile ritual africano. Nada fraterniza todas estas culturas distantes como el mensaje universal transmitido por las plantas.

El peyote es un cactus achaparrado con varias cabezas agrupadas, los “botones de mezcal”, que se ingieren crudos y secos ya que no pierden ninguna de sus propiedades tras la cosecha. Los indios tarahumaras las muelen en mortero, pero todo eso acaba dependiendo del ritual, de la tribu y del chamán en cuestión.

“Para los indios mexicanos el peyote es el Poder, que sirve tanto para curar enfermedades, como para ver, saber y prever (adivinar). La curación, al parecer, se opera al ensancharse el campo de la “visión”, lo que otorga el Poder de manipular las fuerzas necesarias para contrarrestar el mal o daño cuyo efecto siempre es la enfermedad. Según ellos, no existen enfermedades puramente físicas, sino espirituales. Restableciendo la circulación energética psicofísica, se restituye la salud. Esto es medicina holística, legado del Oriente y de nuestros indios al mundo de la moderna medicina occidental, racionalista y cientificista, orientada a servir al negocio de la industria farmacéutica. De allí que los conocimientos médicos aparentemente sean muchos, pero los enfermos y las enfermedades se multipliquen cada vez más.”

En la segunda parte nos las veremos con el cáñamo y la coca, además de muchas curiosidades sobre el té, el café y el mate, algo sobre el ácido lisérgico y los hongos Teonanácatl y (como dicen en las propagandas cuando ya no tienen nada más que decir) mucho, mucho más.

Salud.

Sergio.

domingo, 16 de enero de 2011

187. Sobre la escuela que nos parió.



Extraído de ‘La sociedad descolarizada’ de Iván Illich.


“La sabiduría institucional nos dice que los niños necesitan la escuela. La sabiduría institucional nos dice que los niños aprenden en la escuela. Pero esa sabiduría institucional es en sí el producto de escuelas… […]”

“Por definición los niños son alumnos. La demanda por el medio ambiente escolar crea un mercado ilimitado para los profesores titulados. La escuela es una institución construida sobre el axioma de que el aprendizaje es el resultado de la enseñanza. Y la sabiduría institucional continúa aceptando este axioma, pese a las pruebas abrumadoras en sentido contrario. Todos hemos aprendido la mayor parte de lo que sabemos fuera de la escuela. Los alumnos hacen la mayor parte de su aprendizaje sin sus maestros y, a menudo, a pesar de éstos. Toda persona aprende a vivir fuera de la escuela. Aprendemos a hablar, a pensar, a amar, a sentir, a jugar, a blasfemar, a politiquear y a trabajar sin la interferencia de un profesor. Ni siquiera los niños que están día y noche bajo la tutela de un maestro constituyen excepciones a la regla. Los profesores han quedado mal parados en sus intentos de aumentar el aprendizaje entre los pobres. A los padres pobres que quieren que sus hijos vayan a la escuela no les preocupa tanto lo que aprendan como el cerificado y el dinero que obtendrán. Y los padres de clase media confían sus hijos a un profesor para evitar que aprendan aquello que los pobres aprenden en la calle. Las investigaciones sobre educación están demostrando cada día más que los niños aprenden aquello que sus maestros pretenden enseñarlos, no de éstos, sino de sus iguales, de las tiras cómicas, de la simple observación al pasar y, sobre todo, del sólo hecho de participar en el ritual de la escuela. Las más de las veces los maestros obstruyen el aprendizaje de materias de estudio conforme se dan en la escuela. La mitad de la gente en nuestro mundo jamás ha estado en una escuela. No se han topado con profesores y están privados del privilegio de llegar a ser desertores escolares. No obstante, aprenden eficazmente el mensaje que la escuela enseña: que deben tener escuela y más y más escuela. La escuela les instruye acerca de su propia inferioridad mediante el cobrador de impuestos que les hace pagar por ella, mediante el demagogo que les suscita las esperanzas de tenerla, o bien mediante sus niños cuando éstos se ven enviciados por ella. De modo que a los pobres se les quita su respeto por sí mismos al suscribirse a un credo que concede la salvación sólo a través de la escuela. La iglesia les da al menos la posibilidad de arrepentirse en la hora de su meurte. La escuela les deja con la esperanza (una esperanza falsificada) de que su nietos la conseguirán.”

“La escuela inicia asimismo el Mito del Consumo Sin Fin. La escuela nos enseña que la instrucción produce aprendizaje. La existencia de las escuelas produce la demanda de escolaridad. Una vez que hemos aprendido a necesitar la escuela, todas nuestras actividades tienden a tomar la forma de relaciones de clientes respecto de otras instituciones especializadas. En la escuela se nos enseña que el resultado de la asistencia es un aprendizaje valioso; que el valor del aprendizaje aumenta con el monto de la información de entrada y, finalmente, que este valor puede medirse y documentarse mediante grados y diplomas.”

“La Nueva Iglesia Mundial es la industria del conocimiento, proveedora de opio y banco de trabajo durante un número creciente de años de la vida de un individuo. La desescolarización es por consiguiente fundamental para cualquier movimiento de liberación del hombre.”

“Un movimiento de liberación que se inicie en la escuela y, sin embargo, esté fundado en maestros y alumnos como explotados y explotadores simultáneamente, podría anticiparse a las estrategias revolucionarias del futuro, pues un programa radical de desescolarización podría adiestrar a la juventud en el nuevo estilo de revolución necesaria para desafiar a un sistema social que exhibe una ‘salud’, una ‘riqueza’ y una ‘seguridad’ obligatorias. Los riesgos de una rebelión contra la escuela son imprevisibles, pero no son tan horribles como los de una revolución que se inicie en cualquier otra institución principal. La escuela no está todavía organizada para defenderse con tanta eficacia como una nación-Estado, o incluso como una gran sociedad anónima. La liberación de la opresión de las escuelas podría ser incruenta.”





“El planteamiento de nuevas instituciones educativas no debiera comenzar por las metas administrativas de un rector director, ni por las metas pedagógicas de un educador profesional, ni por las metas de aprendizaje de una clase hipotética de personas. No debe iniciarse con la pregunta: “¿Qué debiera aprender alguien?”, sino con la pregunta: “¿Con qué tipos de cosas y personas podrían querer ponerse en contacto los que buscan aprender a fin de aprender?”

Los recursos educativos suelen rotularse según las metas curriculares de los educadores. Propongo hacer lo contrario, y rotular cuatro enfoques diferentes que permitan al estudiante conseguir el acceso a cualquier recurso educativo que pueda ayudarle a definir y lograr sus propias metas:

1.Servicios de referencia respecto de Objetos Educativos. Que faciliten el acceso a cosas o procesos usados para el aprendizaje formal. Algunas de estas cosas pueden reservarse para ese fin, almacenadas en bibliotecas, agencias de alquiler, laboratorios y salas de exposición, tales como museos y teatros; otras pueden estar en uso cotidiano en fábricas, aeropuertos o puestas en granjas, pero a disposición de estudiantes como aprendices o en horas de descanso.
2. Servicios de habilidades. Que permitan a unas personas hacer una lista de sus habilidades, las condicioens según las cuales están dispuestas a servir de modelos a otros que quieran aprender esas habilidades y las direcciones en que se les puede hallar.
3. Servicio de búsqueda de Compañero. Una red de comunicaciones que permita a las personas describir la actividad de aprendizaje a la que desean dedicarse, con la esperanza de hallar un compañero para la búsqueda.
4. Servicios de referencia respecto de Educadores Independientes, los cuales pueden figurar en un catálogo que indique las direcciones y las descripciones – hechas por ellos mismos – de profesionales, paraprofesionales e independientes, conjuntamente con las condiciones de acceso a sus servicios. Tales educadores, como veremos, podrían elegirse mediante encuestas o consultando a sus clientes anteriores.”

“De generación en generación nos hemos esforzado por llegar a la educación de un mundo mejor y, para hacerlo, hemos desarrollado sin cesar la escolaridad. Comenzamos a percibir que este esfuerzo por desarrollar la educación pública mediante una escolaridad obligatoria está a punto de perder su legitimidad desde el punto de vista social, pedagógico y económico.”

186. Hoy el tino lo tiene… Miracleman.



Al principio esta sección se ocupaba sólo de hallazgos audiovisuales. En realidad, al principio ni siquiera se llamaba ‘Hoy el tino lo tiene…’, expresión bastante chapucera que, a falta de otra mejor, por lo menos nos habla de algo familiar, el tino, el cotarro, el ardil, esos atributos sin los cuales la vida no sería más que un tallo machacado contra el piso y desprovisto de pétalos.

Por eso hoy abrimos las ventanas y damos la bienvenida al cómic, género al que me aficioné gracias a David, que me hizo leer sagas enteras y memorables como el Daredevil de Frank Miller, el Sandman de Neil Gaiman, el Preacher de Garth Ennis (ésta un poco menos memorable que las anteriores) y la práctica totalidad de la obra de Alan Moore, al que he mencionado una y otra vez en este blog y al que le debemos, entre otras cosas mucho más famosas, la rotunda y maravillosa ‘Miracleman’.

Su primer atractivo es su secretismo. Daba la casualidad (feliz, felicísima) de que David tenía en su poder todos los episodios de ‘Miracleman’, coleccionados religiosamente cuando fueron publicados en España a finales de los ochenta y encuadernados por su padre para una mejor conservación. Eso ya es, de por sí, bastante extraordinario, porque es casi imposible acceder de otro modo a este cómic, dado que su reedición está vetada por el dueño legal de sus derechos de reproducción, el señor Todd McFarlane, también famoso por guionizar cómics y por hacerse archirrico, o moderamente rico, o más rico que nosotros, que para el caso es lo mismo, con unas figuritas góticas de Caperucita y de la Alicia de Carroll que despiertan la admiración de muchos fanáticos de los muñecos, tal vez a la espera de que un día (o una noche) cobren vida y les expliquen el sentido del universo. McFarlane no nos interesa más que como vórtice que atrae a todas las fuerzas censoras que existen en este mundo totalitario y frágil y que privan conscientemente al mundo de una obra de arte increíblemente compleja y, lo que es más importante, liberadora en su sentido más amplio del término. Puede que no sea más que una tapadera de las editoriales, que han consentido en difundir el contenido revolucionario de ‘V de Vendetta’ con tal de que ‘Miracleman’ no vea la luz y caiga hasta en el olvido de un coleccionista. (Nota: acabo de leer, aunque no sé si es una noticia o un rumor, que Marvel ha adquirido finalmente los derechos de la obra).

¿Es tan peligroso el contenido de ‘Miracleman’? Sí, bastante. Y ahí está su segundo y más notable atractivo: la capacidad de no sólo alterar de forma definitiva la noción de superhéroe (mucho más profundamente que en la famosa ‘Watchmen’) sino de plantear con ello, y de una forma increíblemente precisa, una utopía social liderada por superhombres y supermujeres que funciona, a mi modo de ver, como uno de los manifiestos anarquistas más atrevidos e inteligentes que se hayan publicado nunca (más aún considerando el medio en el que ‘Miracleman’ es concebido). Lo que sucede en ‘V de Vendetta’ se mueve en un contexto de terrorismo anti-sistema y, por tanto, es un blanco más fácil tanto para los elogios como para las críticas. ‘Miracleman’ no. Porque su tomo tercero y último, ‘Olimpo’, (el mejor de la saga con mucha diferencia y tal vez al que realmente me refiero cuando hablo de los logros de este cómic) se atreve a ordenar la sociedad después del holocausto, después de la destrucción total del sistema. Es sorprendente cómo lo que se cuenta no sólo no cae en el ridículo, sino que abre compuertas secretas de la mente a través de ideas que parecían haber estado ahí siempre y que nunca antes les habíamos prestado atención. Bueno, ése es el rol del artista, qué duda cabe. Entretener está muy bien, pero ensanchar y liberar la mente ya es lo más de lo más. Alan Moore nunca se ha quedado corto en este aspecto.




La historia de ‘Miracleman’ parte de una breve (y menor, por qué no decirlo) saga de los años cincuenta, Marvelman, que sería retomada por Moore en clave deconstructivista. Así es como el superhéroe Michael Moran descubre que todos sus recuerdos como defensor de la justicia no fueron más que implantes que un científico (nazi, cómo no, de acuerdo a un proyecto llamado, cómo no, “Zaratustra”) le introdujo en el cerebro. La cosa se complica mucho más. Pero para una aproximación al núcleo de la historia, baste saber que el superhéroe, de acuerdo a Alan Moore y a esta obra en concreto, es una desintegración del individuo en un inquilino humano (Moran) y un doble cuasi-divino (Miracleman) cuyo cuerpo y poderes habitan en otra dimensión espacio-temporal (cortesía de una tecnología alienígena muy sofisticada), es decir, el sueño de eternidad y control ilimitado sobre el cosmos que surgió de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial disfrazado de inofensivos tebeos. Gracias a esto surge la utopía que se nos cuenta en ‘Olimpo’, confusa utopía de regusto opresor que desbarata el optimismo de la consigna “libertad para todos” por una reflexión amarga sobre la felicidad y el conocimiento.

Inolvidables son las viñetas de página entera dedicadas al dinero, a las drogas, a la violencia, parte de una especie de campaña política puesta en marcha por Miracleman que, bien mirada, no es campaña de nada, porque nadie es preguntado por lo que quiere realmente. ¿Querríamos componer entre todos una sociedad de dioses, de superhombres y supermujeres sin limitaciones? Mucha gente diría que sí sin dudarlo, pero hay trampa. Hay trampa en la gozosa resignación de Margaret Thatcher cuando Miracleman le dice que ya no hay lugar en el planeta para su modelo de neo-liberalismo económico. Hay trampa en la recuperación clínica de Charles Manson. Hay trampa en un ying sin yang.







No sólo de Moore vive ‘Miracleman’, sino también del dibujo de John Totleben para ‘Olimpo’, uno de mis artistas favoritos y que en la destrucción apocalíptica de Londres a manos de la némesis de Miracleman (antaño compañero suyo) rompe tabúes de visceralidad y códigos de realismo gráfico y nos regala esto.





El mundo que habita este cómic es inagotable. Muchas referencias culturales y una voluntad afiladísima de reflexión política (son los años en los que Moore amenazaba con abandonar una “Gran Bretaña fascista”) hacen cada vez más vigente esta historia que todos deberían leer en algún momento de sus vidas. Como tantas otras cosas, supongo. Pero a mí hoy me toca defender esto.

Hala.


lunes, 10 de enero de 2011

185. Hay que reírse: historia de un día e historia de un año.



El día del que vamos a hablar empezó con un ligero ahogo, una presión de la caja torácica que terminó en un estornudo – coz de burro de ésos que resecan la garganta, a estas alturas del despertar ya sedienta de café u otro estimulante, preferiblemente café, pero a falta de éste no es mala sustituta la menta, el mate, la melisa, el té y la salvia, buenas plantas a ingerir en la, para algunos, lenta transición entre el sueño y la vigilia. La mañana del día del que vamos a hablar tomé café. Un rancio café en polvo.

Luego me puse a escribir algo para ‘Miss Kalashnikov’, o cualquier otra cosa. Tal vez no escribí nada. Tal vez leí algo como esto


“[…] En el interior del hombre que está sentado escribiendo ´no hay nada’. Nada que sea él, quiero decir. Cuánto mejor haría ese pobre hombre dedicándose a la lectura. La lectura es placer y alegría de estar vivo o tristeza de estar vivo y sobre todo es conocimiento y preguntas. La escritura, en cambio, suele ser vacío. En las entrañas del hombre que escribe ‘no hay nada’[…]”.


o cualquier otra descripción magistral de la insignificancia surgida de la imaginación de Roberto Bolaño, autor de ‘2666’, el mejor de los libros posibles.

A eso del mediodía me di cuenta de que nos hacían falta verduras, así que hice recuento de dinero y salí en busca de una verdulería barata. A medida que iba llegando a la tienda de mi elección (elección que, por otra parte, no se fundaba en nada) vi a una jovencita con muchas curvas que hacía algo con una manguera, posiblemente regar un pasto de ésos que a algunos tenderos les gusta hacer crecer frente a sus comercios a pesar de que en él no crezcan más que hojas de escaso encanto y manzanillas deslucidas. Me acerqué más. La joven me miraba y sonreía mucho. Demasiado, aunque esto es difícil de argumentar. Me detuve a su lado porque tanto la verdulería como un señor arrugado del que ya no tengo memoria estaban situados a su espalda. El señor arrugado era el dueño de la verdulería y también el padre de la jovencita con la manguera, como no tardaría en descubrir. Ambos me atendieron excesivamente, como todos los comerciantes chilenos. Pronto el señor pasó a hacer otras cosas, sin dejar de comentar en voz alta lo mucho que le quedaba a su hija por hacer. La joven no hacía caso. Pesaba tomates, papas, zapallos y cebollas sin apear la sonrisa. Pronto me di cuenta (su padre ya lo había hecho mucho antes que yo) que me estaba tirando una onda, algo que nunca me suelo esperar de una chica porque confío en su sexto sentido, en ese no sé qué capaz de transmitir por ondas telepáticas que yo soy un hombre incompleto.

-¿De dónde es usted?
-De España.
-Uy, de España… Allí hay muchos castillos antiguos, ¿verdad? ¿Cuántos castillos hay?
-No sé. Muchos.

Me dijo que estudiaba historia y que un profesor suyo había conseguido una beca para ir a estudiar seis meses a España. Yo le pregunté si era muy difícil conseguir una beca de ésas. Si hubiese tenido interés real en seducirla no podría haber hecho un comentario más estúpido, como ella no tardó en apreciar.

-Uy, hay que estudiar mucho para eso…

Luego hablamos, mientras rebuscaba monedas en mi riñonera, de que los chilenos eran descendientes de españoles, o mejor dicho, fue ella la que habló de eso, con una alegría inesperada, a lo que yo le dije que nuestros antepasados habían iniciado quinientos años de horror y desgracia en su país y en su continente, a lo que ella no me dijo nada, sólo sonrió, y estuvo bien que fuera así, porque ya era mi segundo comentario estúpido desde que había entrado allí.

-¿Cómo se llama usted?
-Sergio
– dije con voz impostada. Luego me di cuenta de que la educación me pedía hacer la misma pregunta - ¿Y tú?
-Constanza –
dijo muy lentamente. – Es un nombre muy antiguo.

El escote de Constanza dejaba poco lugar para la imaginación. Me fui con mis verduras, orgulloso de mi flirteo, y el padre de Constanza siguió ordenando cosas a su hija como si con eso pudiese contener la turgencia de sus pechos.

El día del que estamos hablando me pilló pensando en muchas cosas inútiles. A medida que caminaba por calles con luces y sombras serenas, casi podría decir anestesiantes, a medida que veía gatos apareándose sobre una verja (con lo difícil que les debía resultar mantener el equilibrio) y avanzaba bajo cerezos de frutos hinchados, provocativos, pensaba y pensaba en el pasado, en realidades alternativas que no son más que fotocopias mal hechas del pasado, en frases que parecían colgadas de una rama o del tendido eléctrico y que poco sentido tienen más allá del interés psicoanalítico, tal vez, y, finalmente, en palabras como ‘tortura’, ‘fuck’, ‘manuscrito’, ‘excusa’, ‘voluntad’, que tal vez aisladas o juntas signifiquen algo. Es increíble la de tiempo que dedicamos a la nada, al desvarío del pensamiento, a la inacción más escandalosa.

Comí algo con mis nuevos compañeros de El Triwe, espacio comunitario que intenta autogestionarse sin caer en las trampas frecuentes de la autogestión progresista, que son el malhumor, la desesperación o la repetición estricta de las coordenadas capitalistas bajo un techo comunista.

El día del que ya llevamos un buen rato hablando, y que no parece tener nada de especial, fui a visitar a una familia mapuche en su parcela de la cordillera. En la camioneta íbamos Lugrin, la Lore, La Cote y yo. Paramos a mitad de camino para auxiliar a un amigo del pueblo al que se le había pinchado una rueda. Ya que no había mucho en lo que pudiera ayudar, me entretuve viendo una explanada de rocas volcánicas como alaridos verticales y grises, al menos hasta que alguien sintonizó una radio y sonó cumbia, la machacona y aburrida cumbia, y esperé hasta que nos fuéramos de allí.

Ya en casa de Carlitos, el cabeza de la familia mapuche que nos recibía, tomamos mate y un viejo con sólo los dos dientes delanteros y gorra de visera me preguntó mi nombre.

-Sergio- le dije.
-Sergio el bailarín-
dijo él, y todos se pusieron a reír al unísono, tanto que también yo tuve que reír, aunque no sabía de qué. (Días después me enteraría de que ‘Sergio el bailarín’ es el título de una cumbia paraguaya muy famosa).
- Tengo varios hijos – continuó el viejo, al que me costaba un triunfo entenderle-. Uno de ellos murió el año pasado. Volcó su camioneta. Otra hija se me casó con un cabro [joven] de por acá. No tiene trabajo. Él sólo quiere comérsela y pegarla.

Rió. Carcajeó. Yo no sabía si reírme con él o no. Opté por reírme, porque la Lore reía y Lugrin reía y todos reían con ganas.

-Hay que reírse- sentenció el viejo, y luego ya no dijo nada más.

El día del que ya no quiero hablar más es sólo uno de los muchos días del año pasado, uno de los últimos días, para ser más exactos. Fue inevitable echar la vista atrás, pasando por Londres, la vastedad inconmensurable de Australia, Singapur, India, España, Argentina y ahora Chile. Un crisol de lugares que evocan por sí solos estados de ánimo, miradas, segundos recuperables a través de la memoria y segundos olvidados, irrecuperables, inexistentes.

No haré balance del año porque quiero dejar de pensar en años, en meses, en tiempo.

Hay que reírse.