domingo, 30 de enero de 2011

190. Doña Marcelina.



En un humedal que llamea con los colores de la tarde vive Doña Marcelina Montiel, mi última jefa. A ella llegué un día que estaba cansado de no encontrar pegas (trabajos, laburos) mejores, y me monté en la bici para preguntar a las familias de terranientes venidas a menos. Ya dentro de la ‘Comunidad Mauricio Montiel’ una perra se escabulló por debajo de la tranquera carcomida y me lamió los pies y los codos, por ese orden, antes de arrastrar su vientre por el suelo de una forma ridículamente sumisa para tratarse de una perra de campo. No había nadie en la casa de tejuelas de madera, o eso parecía. Al poco, una mujer pequeña, de rostro achinado y pómulos firmes, profusamente maquillados, apareció para chillar a las chivas que pastaban a la entrada. Yo le grité ‘¡Doña Marcelina!’ y ella vino a mí como sabiendo perfectamente quién era y qué hacía allí. Descubrí que había varias tareas por hacer en aquel terreno vergonzosamente amplio: pastizales de chanchos, bosques de colihues y arrayanes, faldas de montañas donde alguna vaca perdida observa lo que pasa en el valle. Un agradable rincón para vivir y morir.

Al día siguiente, Lugrin y yo empezamos a picar leña y luego pasaríamos a la construcción de la cerca que nos ha llevado casi dos semanas terminar, en parte debido a lo costoso que era extraer, transportar, pelar y cortar la materia prima (cañas colihues, principalmente).

A veces hacía mucho calor y mi mente se abotargaba, incluso a la sombra de la murra espinosa y traicionera. Las acciones me parecían repetitivas y me ahogaba en pensamientos insanos. Pero eso sólo sucedía cuando estaba solo. Los días en que Lugrin me acompaña siempre hablamos mucho, de sueños, proyectos, películas, amigos comunes y no comunes, vegetarianismo, comunismo, zapatismo, en definitiva, pasado, futuro. Poco presente en esas horas de trabajo a las que cuestan encontrarle un ritmo y un sentido. Sería hipócrita no reconocerlo.

A veces llovía y teníamos que resguardarnos en la cocina de Doña Marcelina. Allí nos esperaban rondas infinitas de mate dulce (el mejor que he probado, aunque me gusta bastante más el amargo) y mermelada casera. Ha sido un placer conversar con ella y con algunos de los familiares que se dejan caer por allí, resguardados por la calidez inefable de esa cocina. Anécdotas del pasado, de cuando el patriarca Montiel gobernaba todo aquello con mano férrea y cultivaba alimentos con abono orgánico mucho antes de que éste pasase a llamarse ‘abono orgánico’. Leyendas de la zona, como la del niño que se perdió en el bosque un día que fue con su padre y sus hermanos a piñonear (a cosechar los deliciosos piñones de la araucaria) y apareció su ropa a los dos días, colgada de lo alto de un pino; desde entonces, se dice que el volcán Llaima demandaba un sacrificio infantil, y por eso el espectro del niño guarda la zona y se aparece en los saltos del río Truful y en las fotografías de los turistas. Otras leyendas hablan del culebrón de García. El tal García es el hombre con más tierras de toda la comuna de Melipeuco, y se dice del que tiene muchas tierras que ha hecho un pacto con el maligno. Ese pacto podría haberse materializado en una culebra enorme, o culebrón, que para algunos tiene cabeza de perro y vive en un galpón semi-escondido, alimentada de leche. Quien la ha visto (empleados del siniestro García, principalmente) se ha vuelto loco o ha promovido la difusión y transformación de este relato, es decir, una fantasía nacida del rencor campesino. Aunque seguro que hay una culebra por ahí, qué duda cabe.

Con Marcelina también vemos el telediario del mediodía, despropósito fascista aún peor que los engendros que emite la televisión española, y después la novela, una novela brasileña que se llama ‘Vivir la vida’ y que nos tiene enganchados a Lugrin y a mí. La protagonista es una modelo de buen corazón que también tiene algo de filósofa, enamorada de un fotógrafo-escritor que siempre se demora en besarla porque parece drogado, pero casada con el padre de éste, un hombre mucho mayor que ella y con muchos matrimonios a sus espaldas, todos con modelos. Ella le increpa, en un momento dado (y recién salida de la ducha, cómo no): “quieres apartar a todas sus esposas de la pasarela; ¿acaso te has propuesto acabar con la profesión?”. Impagable.

Observo a Marcelina, en la misma silla en la que ha estado sentada prácticamente toda su vida. Es buena para la conversa y una anfitriona excepcional. Nunca se ha casado, dice que debido a una decepción amorosa de su juventud. Sus hermanos, ávidos de la tierra que ella gestiona como puede, la quieren echar de allí porque, según ellos, ‘una soltera no puede estar a cargo de una hacienda’, ‘una soltera no vale nada’. El machismo anacrónico de este país contamina el aire que respiran Marcelina y Susana y Lorena y Margarita. Un machismo heredado de una historia conflictiva con regímenes militares muy recientes y transiciones democráticas de mentira. En algunos aspectos, Chile es espeluznante. La belleza natural de la mitad sur, constantemente saqueada por la empresa privada, apenas contrarrestra lo tenebroso de su psicología.

Ya no hay plata con la que remunerar las pegas que hemos hecho en casa de Doña Marcelina. El intercambio de fuerza de trabajo por alimentos se vio interrumpido por la escasez de éstos últimos y la situación ya no puede sostenerse por más tiempo, aunque el último pago va a ser una cabra por la que tal vez nos saquemos unas cincuenta lucas en el mercado. Ambas partes estamos agradecidas, no obstante: nosotros por haber llegado a conocer otra faceta más del universo campesino mapuche, su hospitalidad, su sutil y complejo código de actuación… sus asados…; ella por nuestra dedicación y por la compañía que le hemos acabado haciendo, una compañía que apenas disimula su júbilo, un vacío de palabras e historias de pronto inflado por el tumulto de lo desconocido, de lo nuevo. Tal vez Marcelina me consiga un laburo en el lamentable sector turístico, peaje de aburrimiento que debo pagar si quiero seguir con mi viaje y con mi aprendizaje. Todo eso está en el aire. Pero lo importante en este país es tener contactos, y ahora, después de un mes de estadía, parece que ya tengo unos cuantos. Que sea lo que tenga que ser.

Me gustaría explayarme más en algunos pensamientos, pero escribir cosas en un espacio comunitario implica muy poca tranquilidad y un constante ir y venir de compañeros, visitas, actividades, por no mencionar el trabajo por hacer (siempre hay trabajo por hacer) que conlleva una dosis considerable de culpabilidad cada vez que me siento a leer o a escribir. Difícil equilibrio éste. Y de la resolución de este conflicto depende todo. Es este equilibrio la tarea más difícil que me va a tocar hacer. Quien haya percibido de qué empieza a ir todo esto, sabrá a qué me refiero.

Salud.

Sergio. 30/01/11.

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