miércoles, 31 de diciembre de 2008

VII. Fin de año. Perspectiva desde la salita.

Espero que alguien me diga qué se hace ahora
- pendiente de la tela que desaparece -.

Termina el día,
como no podía ser de otra forma.
No queda nada dorado en el cielo,
ni una franja rosa pálida cínica casi muerta.
El otro día sí había algo hermoso
en el cielo.
Hoy no.

Mi madre hace la cena, aquí al lado.
El teléfono móvil suena,
un mensaje de texto me invita a sonreír
(no hay nada más triste).
Bueno, lo de Gaza es más triste.

Termina el año, parece.
Sólo sé que quiero ser amado, sacudido,
pero no mucho.
Lo justo.

Mi padre hace algo.
Siempre está haciendo algo.
Ruidos de langostino a la plancha,
pasillo tembloroso,
tela estampada de flores,
fin de algo, y podría decir
que nada
ni remotamente parecido
después.
Lo incierto, y nada más.
La familia, y poco más.
La imagen, sobre mi cabeza, la imagen
y el desvanecimiento.

Termina una porción de vida y,
de momento,
comienza otra.
Se ve venir, pero no del todo.
Más imágenes, bailes
en la casa deshabitada,
terminaciones nerviosas,
caras frente al espejo y una máquina
vieja que afeita.

Mi hermana viene a por turrón.
Le cuelga un vestido del brazo.
Pronto tendré que ducharme y ser
buena persona.
Hoy corrí cinco kilómetros
y fui buena persona.

Terminaré diciendo que sería un
tonto
si no reconociera que tengo
miedo de casi todo.
Poco más que un miedo
y
un porcentaje muy pequeño de ilusión
de vida,
a veces.
Lo reconozco.
Aun así, soy
tonto,
y por lo menos lo parezco.
Espero.
No soportaría defraudar ahora mismo.
Especialmente ahora.

Necesito AYUDA
para invocar
una lágrima elegante por la tela que desaparece.
No pido nada
más.


Ismael.

VI. Bill, el vampiro.



Yo ya era un enamorado de la ficción televisiva norteamericana desde antes de ‘True blood’. No sé si me tocará hablar de placeres como ‘Lost’, ‘Mad men’, ‘Six feet under’ y, en menor medida, ‘Dexter’ o ‘In treatment’ (aunque supongo que sí). El caso es que no hace ni cuatro días que cometí el craso error de ver el episodio piloto de la nueva serie de Alan Ball, y no hay nada mejor para hipotecar tu tiempo en las ya de por sí hipotecadas fechas navideñas que comenzar a ver una serie de episodios no-conclusivos que, para colmo, está muy bien. Así, durante las últimas setenta y dos horas he vivido en el gótico pueblecito de Bon Temps, Louisiana, y he sentido los orgasmos y las miserias de un puñado de personajes insatisfechos, soeces y, a menudo, brillantes. Vayamos por partes.


True blood’ no es ‘Six feet under’ (posiblemente la Capilla Sixtina de la ficción televisiva) y tampoco tiene demasiadas ganas de parecérsele. Ése es, en mi opinión, el primer acierto de Alan Ball, que se apoya en unos best-sellers de Charlaine Harris (a la que no tengo el honor de conocer) para crear una historia con una marcada identidad de género. El tema vampírico siempre me ha interesado desde que era niño y leía con avidez las aventuras de Rüdiger Von Schlotterstein y su familia en la famosa serie de ‘El pequeño vampiro’, publicada por la línea juvenil de Alfaguara. ‘True blood’ recorre lugares comunes de esta fascinante mitología aunque su visión de la magia es mucho más amplia; de hecho, el vampirismo se ve sometido a una intención revisionista que, sin duda, es uno de los puntos fuertes del guión. La situación planteada es la siguiente: los seres humanos llevan dos años asumiendo la existencia de los vampiros y conviviendo con ellos en mitad de la consecuente lucha por los derechos civiles de estas criaturas de la noche, perfectamente reflejada en los omnipresentes debates televisivos que aparecen en la serie desde los primeros cinco minutos. Para asegurar esta difícil convivencia, se les ofrece a los vampiros un sustento alternativo en forma de una sangre sintética importada de Japón, ‘Trublood’. Lo que podría derivar en un tratamiento fantástico es, contra todo pronóstico, una construcción bastante realista y coherente de este supuesto. El desconocimiento y la superstición de la inmensa mayoría de los personajes da pie a las mejores tramas además de hacerlas más creíbles. Ahí es donde Alan Ball da en la diana, porque ‘True blood’ no es una serie de terror y amour fou entre una virgen y un vampiro sino un descarado y despiadado retrato de la intolerancia sexual en la América profunda. Sin duda alguna, son los momentos más cercanos a la crítica social los que engrandecen este culebrón sureño a la altura de culto, si bien todavía le queda mucho recorrido.


Todos tememos u odiamos lo que no somos capaces de probar o conocer. De esta forma llegaron a convivir tremendas paradojas como la del odio racial cruzado con el vox populi de que los negros follan mejor y la tienen más grande. La homofobia también despierta, a su vez, el recelo hacia una actividad sexual muy superior en número y, posiblemente, en calidad. En ‘True blood’, los vampiros no sólo son excelentes amantes sino que una sola gota de su sangre asegura una apertura total de los sentidos y un sexo desaforado (lo mismo que una ingestión de hongos o una orgía de popper, pero con más encanto). Evidentemente, la doble moral no tarda en florecer en personajes tan divertidos como el del fibrado tontolculo Jason Stackhouse (Ryan Kwanten), por no hablar de la multitud de seres episódicos que recrean el clima retrógrado del villorrio. Ball y sus guionistas tiran a matar con el retrato breve de un político que se manifiesta en contra de los vampiros y los gays mientras que, en su vida privada, consume sangre de los primeros y practica sexo con los segundos. La sensibilidad homosexual, ya presente en ‘Six feet under’, es muy recurrente en esta serie desde los títulos de crédito, en los que una pintada que reza ‘GOD HATES FANGS’ (en alusión a los vampiros) es fácilmente intercambiable por ‘GOD HATES FAGS’ (‘Dios odia a los maricas’). No hay duda alguna de lo que Ball quiere contar con ‘True blood’. Es más, en el octavo episodio de esta primera y única temporada, el ilustre creador hace un retrato muy honesto de un vampiro homosexual en horas bajas (un magistral Stephen Root) que regala su sangre al chapero Lafayette (Nelsan Ellis) a cambio de sexo con él. Imposible no emocionarse con estas secuencias al son de ‘Eternal flame’ en las que Eddie, el vampiro en cuestión, le dice a Lafayette: “siempre espero la llegada de los lunes. Primero, ‘Heroes’. Después, tú”.


Cada episodio de ‘True blood’ termina con un cliffhanger (punto álgido de la trama que te hace desear ver el siguiente episodio con una intensidad más o menos variable). Parece que ‘Lost’ tiene la exclusiva en lo que se refiere a finales de infarto y a finales de temporada, ya que, efectivamente, tampoco ‘True blood’ tiene unos últimos minutos a la altura. Sin embargo, hay episodios como el magnífico ‘Sparks fly out’ o ‘Plaisir d’amour’ que te dejan casi sin habla de una manera hábil y sorprendente. Es en éste último en el que descubrimos el secreto del, por otra parte, anodino personaje de Sam Merlotte (Sam Trammel, en la foto de arriba). No hablaré de él, no soy tan cretino. El caso es que los guionistas destapan la caja de los truenos con este viraje argumental, y espero que eso sea un buen material para las temporadas venideras. ‘True blood’ necesita menos concesiones al cliché pseudo-romántico, como el que lidera Sookie Stackhouse (Anna Paquin) con su debate incomprensible entre Sam y el vampiro Bill (bellísimo Stephen Moyer) y más fusión gozosa entre el mundo de la magia y el contexto socio-político actual. Es la carencia de esto último y el clima forzado de terror adolescente lo que devalúa la serie en los dos últimos episodios emitidos hasta la fecha.

Por último, me gustaría hablar del polémico personaje de Sookie y posicionarme, de momento, a favor de la interpretación de Anna Paquin. En primer lugar, porque se trata de una buena actriz y hace sobrada muestra de ello a lo largo de la primera temporada. En segundo lugar, porque ella no es enteramente responsable de las lagunas del guión que interpreta, al menos en lo referente a la extraña construcción de su personaje. En tercer lugar, porque no creo que Sookie esté pensada como una rubia explosiva de incuestionable atractivo sexual. Para eso ya tenemos al resto de personajes, que rezuman sexo, sudor y sangre. Creo que su personaje plantea un equilibrio fundamental entre el integrismo y el deseo, y su capacidad telepática da pie a situaciones muy fructíferas. El caso es que resulta difícil creer que su sola persona desencadene tanto amor, peligro y violencia en la gente que está a su alrededor, y no porque su interpretación no sea esforzada, a pesar de caer en el exceso en algún momento no muy indicado. Creo que las tramas amorosas de Sookie deberían limitarse a su relación intensa con Bill, porque es su indecisión ante la pasión incondicional de un personaje mucho más carismático que ella lo que la hace tan irritante a veces. Y es una pena, porque esa historia de amor, además de ser el núcleo de ‘True blood’, es altamente erótica e imaginativa.


Os dejo con el tema principal de la serie, cortesía de Jace Everett. Y espero que os animéis a ver ‘True blood’ (y, por supuesto, todas las series que mencioné al principio del post), aunque sólo sea por ver a un vampiro hacer gala de patriotismo sureño… O para que vamos a negarlo, aunque sólo sea por ver a Stephen Moyer (arriba). Merece la pena.

Sergio.


viernes, 26 de diciembre de 2008

V. Por qué el Festival de Cine de Gijón es grande; una pequeñísima consideración acerca del riesgo y el clasicismo.

El festival internacional de cine de Gijón lleva varios años siendo el más estimulante de todos los que se celebran en España. Sin necesidad de ser plataforma del cine español (con el correspondiente peaje a pagar en forma de películas de escaso interés, como el caso del, por otra parte, necesario festival de cine de Donosti), en Gijón se proyectan cosas inconcebibles en cualquier otro evento de estas características, aproximándose a la convivencia ideal de la narrativa con la abstracción o, dicho de otra forma, sacando el cine más extremista y exigente de las salas de los museos para devolverlo a la sala de cine, aunque sea en sesiones únicas y habitualmente abarrotadas, con el alto grado de elitismo que eso conlleva. Se agradece el intento. Un servidor ha descubierto a grandes autores gracias a la inteligente programación de Fran Gayo, José Luis Cienfuegos y sus colaboradores.



Por ejemplo, el hallazgo que supuso para mí la proyección en Sección Oficial, hace ahora dos años, de ‘La línea recta’ (2006), de José María de Orbe, la mejor película española en mucho, mucho tiempo. Su inclusión en el festival respondía a un criterio insobornable de calidad que no admitía concesión alguna con un público que, de seguro, renegaría de la negrura de su relato: ninguna película como ésta para ilustrar la apatía de la sociedad de consumo. De hecho, resulta escalofriante verla a día de hoy como premonición de los tiempos que nos esperan y que ya empezamos a vivir. ‘La línea recta’, historia de una joven (sensacional Aína Calpe, en la foto de arriba) que no parece sentir absolutamente nada por su entorno ni por la gente que lo habita y que malvive repartiendo publicidad por los portales de Barcelona, me vino inmediatamente a la cabeza mientras veía la última obra maestra de Kelly Reichardt, ‘Wendy and Lucy’ (2008), presentada en la última edición del festival y premiada por la crítica de Toronto como mejor película del año (muy merecidamente). En ésta última, una sorprendente Michelle Williams, no tan lacónica como Aína Calpe, malvive y roba comida para su perra sin tan siquiera atisbar las tristes y enervantes consecuencias que eso va a conllevar en las siguientes cuarenta y ocho horas. Id a verla en cuanto se estrene. Es una película modesta, con un ritmo prodigioso y una dirección apenas visible (salvo en el fantástico travelling inicial), que no juega a sermonear a la audiencia ni tampoco cae en el tópico de la desesperación. Os dejo un tráiler, horrendo por la cantidad de críticas elogiosas que empañan las imágenes, aunque reconozco que sólo el prestigio crítico puede salvar del ostracismo a una película tan pequeña y necesaria.


La pasada edición del festival de cine de Gijón, celebrada durante la última semana de noviembre, trajo alguna otra muestra de buen cine independiente americano (‘Ballast’, de Lance Hammer, es un ejemplo; no así la reiterativa y grandilocuente ‘Afterschool’, de Antonio Campos), pero algunas de las frutas más sabrosas se encuentran en los márgenes. Cameron Jamie, artista obsesionado con la vivencia espontánea de la violencia, me hizo sudar con una muestra de tres cortometrajes entre los que se encontraban algunas de las imágenes más impactantes que he visto nunca. ‘Kranky Klaus’, documento excepcional sobre una atávica costumbre austríaca en la que unos hombres y mujeres, disfrazados de renos demoníacos, asustan, vejan y golpean a los vecinos de una comunidad, desató mi risa nerviosa durante los larguísimos veinticinco minutos de duración. Me hice fan incondicional de este hombre. Sabe lo que quiere y va a por ello. Se mete en el ojo del huracán y no pretende más que conocerse a sí mismo mediante la exploración de lo irracional. Hay muy poca información sobre Cameron Jamie en Internet y, a día de hoy, no deja de ser carne de museo, pero merece la pena seguirle la pista. Lo mismo sucede con Peter Tscherkassky (hablando de austríacos). En una de las dos sesiones que el festival le dedicó, una de las asistentes mencionó que sus películas parecían activar partes del cerebro que, habitualmente, permanecen dormidas. No me pareció una forma equivocada de definir el cine de este artesano paciente, mórbido y monumental. Juzgad vosotros mismos.



También conocí, gracias a las generosas secciones paralelas, el cine del catalán Albert Serra. Un día antes de la inauguración del festival me asomé a ‘Honor de cavallería’ (2006), su particular visión de la relación entre Quijote y Sancho, emocionante, onírica y también algo gratuita. ‘El cant des ocells’, su última película, es mucho mejor, más divertida, fotografiada en un blanco y negro asombroso que recuerda descaradamente a Pasolini. Se trata de la historia del trayecto de los Reyes Magos al hogar de María y José, donde entregan sus dones al niño Jesús para, acto seguido, volverse por donde han venido.



Estas imágenes no dan una idea muy exacta del tipo de cine de Serra pero sí del diálogo que éste establece con el paisaje. Sin dejar de ser apabullantemente estético, el discurrir de los personajes a través de una naturaleza ominosa es de todo menos forzado. Son frecuentes los planos en los que se prescinde de acompañamiento sonoro, como ése en el que la Virgen María juega con un cabritillo. La imagen se revela en toda su pureza para convertirse, ni más ni menos, que en tiempo y felicidad. Aunque si algo define ‘El cant des ocells’ y, por añadidura, el cine de Serra, es su trabajo con los actores (no profesionales), cuyo resultado queda plasmado en un naturalismo casi primitivo, germen de situaciones tremendamente cómicas y, a menudo, desarmantes y hermosas. Él mismo habló de ello durante el coloquio posterior al pase de su película, y algún avezado seguidor de este kamikaze lo grabó para deleite de los que intentamos aprender del arte de la dirección de actores.



Como se puede ver, Serra es un tipo peculiar y está encantado de haberse conocido y encantado de las diferencias que le separan del resto del mundo y del resto de directores españoles. Comparto con él su opinión de que todos los directores españoles son muy malos. También pienso que se trata de una reflexión muy facilona, o más bien una no-reflexión, o, mejor dicho, una mera voluntad polémica. Pero hacen falta este tipo de voluntades, como hacen falta festivales y eventos cinematográficos en los que haya espacio para un mundo más allá de la narración. Por cierto, que el ganador de este año fue Lisandro Alonso con su película ‘Liverpool’. No creo que se quede sin estrenar, al menos en Madrid o Barcelona. Carlos Losilla hablaba de la naturaleza homérica de esta película-viaje, callada y penetrante como todas las de este autor argentino pero cortada, esta vez, por un patrón más clásico. Los enamorados del silencio y del vacío, tengan o no éstos una justificación, encontrarán poco interesante esta obra en comparación con otras películas todavía menos historiadas y, por lo tanto, ‘más puras’ (me río de estas visiones tan superficiales). El caso es que, tanto ‘Liverpool’ como ’35 shots of rum’ de Claire Denis (premio especial del Jurado), son las películas más clásicas y más hermosas de todas las presentadas a concurso en la pasada edición. El riesgo, a veces, camina por esos imprevisibles derroteros. Y acierta.

Sergio.

IV. Conversaciones con mi ahijada.

Llevo unos cuantos días aborreciendo la escritura. Por eso no me he prodigado mucho por “Miss Kalashnikov”, ni tampoco me he atrevido a darle una forma más concreta a este blog. Tan poco acostumbrado como estoy a las nuevas tecnologías y a este tipo de redacción, espero que el tiempo y el ensayo hagan de estas páginas algo un poco más sólido, dentro del caos premeditado.

En estas fechas tan destacadas, la vorágine familiar te incita a socializar y te proporciona una excusa perfecta para no ejercitarte en tus vicios, aunque éstos estén siempre presentes. Lo bueno de las Navidades es tener la oportunidad de verlas a través de los ojos expectantes de un niño. Si tienes la suerte de compartirlas con un primo pequeño y con una ahijada de ocho años, como es mi caso, ten por seguro que obtendrás algunas de las conversaciones más inteligentes del año. Tengo la suerte de ser el padrino de Sonia, una feroz y atenta niña gijonesa que parece conocerme mejor que nadie a pesar de que nos vemos muy de vez en cuando. Sus observaciones acerca de la familia, la muerte, los distintos tipos de dolor y demás delicias existenciales dejarían inconsciente a más de un intelectual. Por un lado, temo la desembocadura adolescente de tanta genialidad. Por el otro, veo en ella la energía y el optimismo del que yo tantas veces adolezco.

Por norma general, después de una primera parte de divagaciones profundas en las que acabo hablando de las tretas urdidas por los poderosos para acallar las voces disidentes, llega el desvarío físico. Sonia es una incansable deportista con mucha violencia contenida, y nada le gusta más que intentar derribarme, inmovilizarme… etc. Es algo que todo niño desea hacer para suplir su necesidad de contacto físico con un adulto. Yo, que apenas hago tres largos en una piscina sin ahogarme, me vuelvo un charco de sudor sin que ella refleje ningún tipo de agotamiento. La verdad es que me gustaría mucho que fuese una gran futbolista o una prestigiosa judoka o, en su defecto, una percusionista chiflada o una terrorista. Será lo que ella quiera, sin duda, pero la verdad es que tiene el mundo en sus manos. Esa percepción se va reduciendo con el paso del tiempo, y es el tesoro envidiable de la infancia: la generosa aceptación de las reglas del juego antes de que éstas se vuelvan en tu contra.

Os dejo con un christmas de Miguel Brieva sobre la niñez. Felices fiestas a quienes les guste este tipo de chorradas. Y aunque Ismael tarde unos días en publicar más entradas, tengo entendido que está redactando un poemario titulado ‘Sángrame, rómpeme, chúpame, y tírame por la ventana’ que os hará vibrar de placer. Salud.

Sergio.

miércoles, 10 de diciembre de 2008

III. El caballo ganador (I).



Uno de mis vicios más inconfesables es el estudio concienzudo de los premios Oscar, esa brillante estrategia comercial revestida con talante crítico que premia a los niños que se portan bien con el mercado (Ron Howard, Steven Spielberg, Robert Zemeckis) mientras denosta por omisión a las voces más interesantes de la cinematografía norteamericana. O, al menos, eso es lo que parece. Es fácil criticar a la Academia por su desapego al discurso no-oficial, básicamente porque hace todo un alarde descarado de ello. Sin embargo, nadie puede hablar de "El apartamento", "El padrino Parte II" o incluso "Million dollar baby" como películas acomodaticias con el sistema y muy poca gente dudaría de su valor cultural. Los Oscar tienen más que ver con la imagen que la sociedad de consumo demanda de sí misma en un momento concreto y en marco cultural apropiado para ese momento. Y esto es el seno de incontables paradojas.

Los actores nominados, purasangres que aglutinan casi por completo toda la fascinación derivada de los Oscar, nos han regalado momentos muy intensos y sueños ingenuos de reconocimiento que acompañan como granos en la espalda a todo aquél con ínfulas de intérprete y/o cineasta. Como ya se sabe, son cinco los llamados a hacer campaña sobre sí mismos, pero sólo un@ sonreirá con cinismo, se levantará de su asiento sintiendo que se merece todo el amor de la tierra y subirá al escenario agarrándose el vientre en gesto de veneración. He ahí el ritual del poder en una de sus más emblemáticas manifestaciones:



"You like me!" gritaba Sally Field al recibir su segundo Oscar en 1984 por 'Places in the heart'. Nunca tan alto y tan claro como en este ejemplar documento del sueño americano. Field argumenta su felicidad de la forma más vehemente posible, interpretando mejor que ninguna otra estrella ese ansia vital del creador de imágenes por arreglar su propia vida de acuerdo al contenido de una película. Gustar a los demás por lo que haces se convierte, en los Oscar, en el núcleo de la representación. Por eso nos gusta tanto. Huérfanos de reconocimiento, nosotros, hijos de la farándula desde que nacemos, no podemos resistirnos a ser, al menos una vez en la vida, los mejores del año, el caballo ganador, y si el precio es salir a un escenario como una mercancía nebulosa y parodiarte a ti mismo para obtener el aplauso unánime del planeta, no hay ningún problema: hemos ensayado toda nuestra vida para ese momento. A menudo pienso que toda la educación inculcada está relacionada directa o indirectamente con el acto de entregarse a un público. Los actores saben mucho de eso, por supuesto. Y nosotros admiramos esa habilidad. Pero resulta muy solitario vivir en un escenario, y por eso pienso que el arte de la representación (es decir, cualquier tipo de arte) está sobrevalorado. El arte también deforma, y de forma irreversible.

Lo que me gusta especialmente de los Oscar son los clips que ofrecen una muestra representativa del trabajo del actor/actriz en cuestión. No siempre se han utilizado, pero cuando se acompaña la lista de nominados con un vídeo ilustrativo de su trabajo, la sensación de estar viendo la razón real de su nominación es palpable e influye en la forma de actuar del intérprete occidental. Aunque uno de los grandes retos es afrontar cada secuencia de una película como si ésta fuera la más importante, es indiscutible que el guión siempre incluye una guinda que el actor rastrea para recrearse y llamar la atención sobre sí mismo. La mayor parte de las veces el guionista la incluye intencionadamente, pero en cualquier película enfocada para la recolección de premios "el clip" siempre acaba apareciendo de una manera u otra, aunque esto es más palpable en las series de televisión norteamericanas. He aquí un ejemplo de "clip" que justificaría por sí solo la concesión inmediata de un Oscar. Es de 'Terms of endearment' (1983), el clásico lacrimógeno de James L. Brooks protagonizado por Shirley Maclaine.



Cómo no, después de ser Madre Coraje, toca recoger un Oscar. En el corazón del cinéfilo Mclaine siempre será la ascensorista ingenua y resquebrajada de 'El apartamento, pero aquel año Elizabeth Taylor fue intervenida quirúrgicamente y la película de su vida parecía mucho más interesante y menos exigente que la de Billy Wilder. Veinte años después, Mclaine recogería un Oscar de compensación, dejando a la estupenda Jane Alexander por el camino, y se entregaría a las fieras con la sorna que la caracteriza en una estupenda intervención (una de las mejores, en mi opinión, sobre todo por el sorprendente y radical final)que YouTube no me deja colgar pero a la que debéis acudir inmediatamente. Os dejo con la bússqueda hasta más entregas.

Sergio.

lunes, 8 de diciembre de 2008

II. Miedo y Maravilla (parte 1). Ismael se presenta.

¿Por qué estoy vivo?

Bien podría no estarlo.


La gente que vive en mi cuello es muy clara al respecto

dicen ‘no te queda mucho’, o

‘hasta las escaleras tienen prisa por ascender y cuando se encuentran con el cielo,

nada más,

un brusco fin en la altura insípida que no tiene nada de verdad,

ni nada pleno (es más, falta oxígeno).’


¿Por qué estoy vivo?

¿Por qué, a pesar de no sentirme vivo, estoy vivo?


Nos hablan de una carrera,

nos meten prisa,

nos obligan a mirar rostros horribles o bellos, da igual, pero mirarlos es necesario,

desnudar sus facciones como quien pela una gamba,

vemos utilidad en todo ello, al fin,

mientras nuestros familiares sacrifican miembros, uno a uno, hasta que se quedan en una pelota lisa de color gripe perfecta estructura redonda del sistema

y ves ‘FIN’ y

por qué no soportas la idea de la muerte si lo más habitual es desmembrar a tu padre con una sólida canción de futuro,

si lo lógico es que tú acabes girando en ese mismo pasillo,

leyendo las mismas frases descongeladas de tu legado reconvertido en cara amable de la civilización,

si cuando follas no haces más que jugar a la muerte pero sin pasarte, eso sí.


¿Por qué estoy vivo?

¿Acaso con el amor basta?


Una vez tuve un romance maravilloso,

tan espléndido que a lo mejor ha aumentado por sí solo las cifras de producción de alguna multinacional del amor, quién sabe,

pero, ¿eso me justifica?,

es decir, ¿eso me hace imprescindible?,

y yo no sé si todos conocerán el amor o será algo que soñamos en conjunto

lo mismo que soñamos en aumentos

picos

elevaciones

alturas

y el sueño consciente y compartido se devalúa y se extingue

y a la vida, tal vez, nuestro amor le sea indiferente,

o tal vez el amor sea un ansia de trascendencia pálida que termina antes de que la vida termine con nosotros.


¿Por qué estoy vivo?

Me pregunto, ante la muerte de los otros.


Mueren hordas de anónimos mientras como, defeco, me rasco y me desplazo por las vías habilitadas.

Quinientas mil personas.

Dos millones (suena a menos gente, suena a exterminio bien ejecutado y prontamente olvidado).

¿Por qué yo, de este lado de la valla,

por qué yo sin plomo,

por qué yo libre y aceptado,

por qué yo excéntrico a menudo sonriente más o menos aseado?

Y somos tan capaces de vivir con la muerte de los otros al lado y nos ejercitamos tanto en la ignorancia y tomamos tantas drogas para ser tan lúcidos y levantamos tantos trofeos cuando jodemos que si no somos una muerte en reserva no me explico,

cuál es la diferencia,

entre el que muere espantosamente esparcido por el delirio de la tierra y el que captura esa desaparición con la mirada y la transforma en amor, armamento, discurso, utopía, arte.


¿Por qué estoy vivo?

En serio, ¿qué se supone que tengo que hacer con todo esto?


Pues está claro: tener un hijo y plantar un árbol.

Viajar a la India.

Sentir que cambio el rumbo de las cosas con un voto, una palabra, una dirección.

La vida, a veces, también puede sorprenderte con un buen polvo.

Y el buen asalariado, si no sufre de alzheimer, si no se ve inmerso en la locura de la religión o de la guerra desde que nace, puede escribir unas memorias preciosas.

Dime que sí.


El olvido tendrá nuestro rostro.


Ismael. 8/12/2008.




domingo, 7 de diciembre de 2008

I. El banquete. Primeros y básicos apuntes sobre el "theyyam".


Seguro que en algún momento de nuestra vida alguien nos dice que vacunarse cuando se está acatarrado es una solemne gilipollez (más aún si te estás vacunando de la rabia, como era mi caso). Pues bien, sufriendo las consecuencias de mi tontuna, me aproveché de lo estimulantes que pueden llegar a ser los sueños en los estados febriles creados por una vacuna. No soy una persona que retenga todas y cada una de las imágenes que se amontonan en mi subconsciente, a no ser que éstas tengan carácter marcadamente violento, como la vez en que soñé cómo me torturaban unos dementes después de descubrir el misterio de la isla de 'Perdidos' (misterio que, por supuesto, olvidé al despertarme). Éste, no obstante, es uno de esos casos con lagunas insondables. Lo que puedo rescatar del sueño es que yo estaba en un hotel deshabitado y podía hacer más o menos lo que me salía de las pelotas: subir, bajar, tocar timbres, fumar en las escaleras, rozarme contra el estucado de las paredes... No sé quién me acompañaba en estas felonías, pero seguro que era gente de mi familia. De pronto, descubrí en el hall una especie de oficina de la Guardia Civil ocupada por religiosas con tricornio y rosario. A una de estas esposas de Dios se le cayó el rosario al suelo mientras cruzaba el hall en dirección a un lugar del que no puedo revelar datos, ya que la monja tenía los ojos perdidos en el infinito, si es que tenía ojos. El caso es que yo no existía para ella, así que agarré el rosario y me senté en un banco que tenía más que ver con la sala de espera de un tren que con el hall de un hotel, pero ya sabemos cómo se comportan los espacios durante el sueño. Allí ubicado, me puse a comer las cuentas del rosario. He de aclarar que no sabían a nada, ni siquiera me recordaban a los collares de regaliz, que se comían como supongo que se debe de comer un rosario, en el caso de que exista efectivamente tal actividad. Mientras tanto, se amontonaban en mi mano residuos plásticos del rosario en cuestión. Mucho después, tras unos cuantos viajes por distintos universos y gasolineras, me desperté. Estaba emocionado con el potencial significado del sueño, aunque me cueste reconocer que en el fondo todo eso me parecen chorradas. Eso no impide que yo, muchas veces, haya emprendido muchas cosas a partir de sueños; es más, escribí la obra de teatro "Vacaciones" a partir de un sueño en tres partes en el que acababa siendo violado por un cuchillo.

Esto no viene a cuento de nada, como la mayoría de las cosas que irán apareciendo en este diario. El caso es que el próximo nueve de enero me voy a Kerala (India), a iniciarme en el ritual del "theyyam", y cualquier cosa que me llame la atención en esta cuenta atrás en la que se ha convertido mi vida merece una mención, por si acaso pudiera establecer conexiones felices o infelices en un futuro. También es posible que salgan a relucir recuerdos y narraciones extravagantes que respondan sólo a una obsesión por: a) no olvidar; y b) entender mejor la vida, por lo menos hasta que me dé cuenta de que esforzarse por entender algo no conduce a nada, pero todavía estoy en mis veinte y me parece una buena edad para querer entender.

El "theyyam" es una forma de teatro popular oriunda del estado de Kerala, en el sur de la India. En los alrededor de Kannur, casi cada noche desde octubre hasta mayo se escenifican las bendiciones, enseñanzas y aventuras de un dios hindú en un campo sagrado. Lo interesante es que el "theyyam" implica una posesión del cuerpo del actor por parte del dios. El intérprete, previo ayuno y meditación, entra en trance a través del elaborado proceso de maquillaje y transfiguración hasta convertirse (también a los ojos de los asistentes) en el dios al que se rinde homenaje (o que demanda el homenaje). Todo un contacto con el arte escenográfico de nuestros antepasados y con el atavismo religioso, del que todavía se sabe muy poco. Veremos si la ingestión de rosarios supone un buen punto de partida.

Sergio. 07/12/2008.