miércoles, 10 de diciembre de 2008

III. El caballo ganador (I).



Uno de mis vicios más inconfesables es el estudio concienzudo de los premios Oscar, esa brillante estrategia comercial revestida con talante crítico que premia a los niños que se portan bien con el mercado (Ron Howard, Steven Spielberg, Robert Zemeckis) mientras denosta por omisión a las voces más interesantes de la cinematografía norteamericana. O, al menos, eso es lo que parece. Es fácil criticar a la Academia por su desapego al discurso no-oficial, básicamente porque hace todo un alarde descarado de ello. Sin embargo, nadie puede hablar de "El apartamento", "El padrino Parte II" o incluso "Million dollar baby" como películas acomodaticias con el sistema y muy poca gente dudaría de su valor cultural. Los Oscar tienen más que ver con la imagen que la sociedad de consumo demanda de sí misma en un momento concreto y en marco cultural apropiado para ese momento. Y esto es el seno de incontables paradojas.

Los actores nominados, purasangres que aglutinan casi por completo toda la fascinación derivada de los Oscar, nos han regalado momentos muy intensos y sueños ingenuos de reconocimiento que acompañan como granos en la espalda a todo aquél con ínfulas de intérprete y/o cineasta. Como ya se sabe, son cinco los llamados a hacer campaña sobre sí mismos, pero sólo un@ sonreirá con cinismo, se levantará de su asiento sintiendo que se merece todo el amor de la tierra y subirá al escenario agarrándose el vientre en gesto de veneración. He ahí el ritual del poder en una de sus más emblemáticas manifestaciones:



"You like me!" gritaba Sally Field al recibir su segundo Oscar en 1984 por 'Places in the heart'. Nunca tan alto y tan claro como en este ejemplar documento del sueño americano. Field argumenta su felicidad de la forma más vehemente posible, interpretando mejor que ninguna otra estrella ese ansia vital del creador de imágenes por arreglar su propia vida de acuerdo al contenido de una película. Gustar a los demás por lo que haces se convierte, en los Oscar, en el núcleo de la representación. Por eso nos gusta tanto. Huérfanos de reconocimiento, nosotros, hijos de la farándula desde que nacemos, no podemos resistirnos a ser, al menos una vez en la vida, los mejores del año, el caballo ganador, y si el precio es salir a un escenario como una mercancía nebulosa y parodiarte a ti mismo para obtener el aplauso unánime del planeta, no hay ningún problema: hemos ensayado toda nuestra vida para ese momento. A menudo pienso que toda la educación inculcada está relacionada directa o indirectamente con el acto de entregarse a un público. Los actores saben mucho de eso, por supuesto. Y nosotros admiramos esa habilidad. Pero resulta muy solitario vivir en un escenario, y por eso pienso que el arte de la representación (es decir, cualquier tipo de arte) está sobrevalorado. El arte también deforma, y de forma irreversible.

Lo que me gusta especialmente de los Oscar son los clips que ofrecen una muestra representativa del trabajo del actor/actriz en cuestión. No siempre se han utilizado, pero cuando se acompaña la lista de nominados con un vídeo ilustrativo de su trabajo, la sensación de estar viendo la razón real de su nominación es palpable e influye en la forma de actuar del intérprete occidental. Aunque uno de los grandes retos es afrontar cada secuencia de una película como si ésta fuera la más importante, es indiscutible que el guión siempre incluye una guinda que el actor rastrea para recrearse y llamar la atención sobre sí mismo. La mayor parte de las veces el guionista la incluye intencionadamente, pero en cualquier película enfocada para la recolección de premios "el clip" siempre acaba apareciendo de una manera u otra, aunque esto es más palpable en las series de televisión norteamericanas. He aquí un ejemplo de "clip" que justificaría por sí solo la concesión inmediata de un Oscar. Es de 'Terms of endearment' (1983), el clásico lacrimógeno de James L. Brooks protagonizado por Shirley Maclaine.



Cómo no, después de ser Madre Coraje, toca recoger un Oscar. En el corazón del cinéfilo Mclaine siempre será la ascensorista ingenua y resquebrajada de 'El apartamento, pero aquel año Elizabeth Taylor fue intervenida quirúrgicamente y la película de su vida parecía mucho más interesante y menos exigente que la de Billy Wilder. Veinte años después, Mclaine recogería un Oscar de compensación, dejando a la estupenda Jane Alexander por el camino, y se entregaría a las fieras con la sorna que la caracteriza en una estupenda intervención (una de las mejores, en mi opinión, sobre todo por el sorprendente y radical final)que YouTube no me deja colgar pero a la que debéis acudir inmediatamente. Os dejo con la bússqueda hasta más entregas.

Sergio.

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