miércoles, 31 de diciembre de 2008

VI. Bill, el vampiro.



Yo ya era un enamorado de la ficción televisiva norteamericana desde antes de ‘True blood’. No sé si me tocará hablar de placeres como ‘Lost’, ‘Mad men’, ‘Six feet under’ y, en menor medida, ‘Dexter’ o ‘In treatment’ (aunque supongo que sí). El caso es que no hace ni cuatro días que cometí el craso error de ver el episodio piloto de la nueva serie de Alan Ball, y no hay nada mejor para hipotecar tu tiempo en las ya de por sí hipotecadas fechas navideñas que comenzar a ver una serie de episodios no-conclusivos que, para colmo, está muy bien. Así, durante las últimas setenta y dos horas he vivido en el gótico pueblecito de Bon Temps, Louisiana, y he sentido los orgasmos y las miserias de un puñado de personajes insatisfechos, soeces y, a menudo, brillantes. Vayamos por partes.


True blood’ no es ‘Six feet under’ (posiblemente la Capilla Sixtina de la ficción televisiva) y tampoco tiene demasiadas ganas de parecérsele. Ése es, en mi opinión, el primer acierto de Alan Ball, que se apoya en unos best-sellers de Charlaine Harris (a la que no tengo el honor de conocer) para crear una historia con una marcada identidad de género. El tema vampírico siempre me ha interesado desde que era niño y leía con avidez las aventuras de Rüdiger Von Schlotterstein y su familia en la famosa serie de ‘El pequeño vampiro’, publicada por la línea juvenil de Alfaguara. ‘True blood’ recorre lugares comunes de esta fascinante mitología aunque su visión de la magia es mucho más amplia; de hecho, el vampirismo se ve sometido a una intención revisionista que, sin duda, es uno de los puntos fuertes del guión. La situación planteada es la siguiente: los seres humanos llevan dos años asumiendo la existencia de los vampiros y conviviendo con ellos en mitad de la consecuente lucha por los derechos civiles de estas criaturas de la noche, perfectamente reflejada en los omnipresentes debates televisivos que aparecen en la serie desde los primeros cinco minutos. Para asegurar esta difícil convivencia, se les ofrece a los vampiros un sustento alternativo en forma de una sangre sintética importada de Japón, ‘Trublood’. Lo que podría derivar en un tratamiento fantástico es, contra todo pronóstico, una construcción bastante realista y coherente de este supuesto. El desconocimiento y la superstición de la inmensa mayoría de los personajes da pie a las mejores tramas además de hacerlas más creíbles. Ahí es donde Alan Ball da en la diana, porque ‘True blood’ no es una serie de terror y amour fou entre una virgen y un vampiro sino un descarado y despiadado retrato de la intolerancia sexual en la América profunda. Sin duda alguna, son los momentos más cercanos a la crítica social los que engrandecen este culebrón sureño a la altura de culto, si bien todavía le queda mucho recorrido.


Todos tememos u odiamos lo que no somos capaces de probar o conocer. De esta forma llegaron a convivir tremendas paradojas como la del odio racial cruzado con el vox populi de que los negros follan mejor y la tienen más grande. La homofobia también despierta, a su vez, el recelo hacia una actividad sexual muy superior en número y, posiblemente, en calidad. En ‘True blood’, los vampiros no sólo son excelentes amantes sino que una sola gota de su sangre asegura una apertura total de los sentidos y un sexo desaforado (lo mismo que una ingestión de hongos o una orgía de popper, pero con más encanto). Evidentemente, la doble moral no tarda en florecer en personajes tan divertidos como el del fibrado tontolculo Jason Stackhouse (Ryan Kwanten), por no hablar de la multitud de seres episódicos que recrean el clima retrógrado del villorrio. Ball y sus guionistas tiran a matar con el retrato breve de un político que se manifiesta en contra de los vampiros y los gays mientras que, en su vida privada, consume sangre de los primeros y practica sexo con los segundos. La sensibilidad homosexual, ya presente en ‘Six feet under’, es muy recurrente en esta serie desde los títulos de crédito, en los que una pintada que reza ‘GOD HATES FANGS’ (en alusión a los vampiros) es fácilmente intercambiable por ‘GOD HATES FAGS’ (‘Dios odia a los maricas’). No hay duda alguna de lo que Ball quiere contar con ‘True blood’. Es más, en el octavo episodio de esta primera y única temporada, el ilustre creador hace un retrato muy honesto de un vampiro homosexual en horas bajas (un magistral Stephen Root) que regala su sangre al chapero Lafayette (Nelsan Ellis) a cambio de sexo con él. Imposible no emocionarse con estas secuencias al son de ‘Eternal flame’ en las que Eddie, el vampiro en cuestión, le dice a Lafayette: “siempre espero la llegada de los lunes. Primero, ‘Heroes’. Después, tú”.


Cada episodio de ‘True blood’ termina con un cliffhanger (punto álgido de la trama que te hace desear ver el siguiente episodio con una intensidad más o menos variable). Parece que ‘Lost’ tiene la exclusiva en lo que se refiere a finales de infarto y a finales de temporada, ya que, efectivamente, tampoco ‘True blood’ tiene unos últimos minutos a la altura. Sin embargo, hay episodios como el magnífico ‘Sparks fly out’ o ‘Plaisir d’amour’ que te dejan casi sin habla de una manera hábil y sorprendente. Es en éste último en el que descubrimos el secreto del, por otra parte, anodino personaje de Sam Merlotte (Sam Trammel, en la foto de arriba). No hablaré de él, no soy tan cretino. El caso es que los guionistas destapan la caja de los truenos con este viraje argumental, y espero que eso sea un buen material para las temporadas venideras. ‘True blood’ necesita menos concesiones al cliché pseudo-romántico, como el que lidera Sookie Stackhouse (Anna Paquin) con su debate incomprensible entre Sam y el vampiro Bill (bellísimo Stephen Moyer) y más fusión gozosa entre el mundo de la magia y el contexto socio-político actual. Es la carencia de esto último y el clima forzado de terror adolescente lo que devalúa la serie en los dos últimos episodios emitidos hasta la fecha.

Por último, me gustaría hablar del polémico personaje de Sookie y posicionarme, de momento, a favor de la interpretación de Anna Paquin. En primer lugar, porque se trata de una buena actriz y hace sobrada muestra de ello a lo largo de la primera temporada. En segundo lugar, porque ella no es enteramente responsable de las lagunas del guión que interpreta, al menos en lo referente a la extraña construcción de su personaje. En tercer lugar, porque no creo que Sookie esté pensada como una rubia explosiva de incuestionable atractivo sexual. Para eso ya tenemos al resto de personajes, que rezuman sexo, sudor y sangre. Creo que su personaje plantea un equilibrio fundamental entre el integrismo y el deseo, y su capacidad telepática da pie a situaciones muy fructíferas. El caso es que resulta difícil creer que su sola persona desencadene tanto amor, peligro y violencia en la gente que está a su alrededor, y no porque su interpretación no sea esforzada, a pesar de caer en el exceso en algún momento no muy indicado. Creo que las tramas amorosas de Sookie deberían limitarse a su relación intensa con Bill, porque es su indecisión ante la pasión incondicional de un personaje mucho más carismático que ella lo que la hace tan irritante a veces. Y es una pena, porque esa historia de amor, además de ser el núcleo de ‘True blood’, es altamente erótica e imaginativa.


Os dejo con el tema principal de la serie, cortesía de Jace Everett. Y espero que os animéis a ver ‘True blood’ (y, por supuesto, todas las series que mencioné al principio del post), aunque sólo sea por ver a un vampiro hacer gala de patriotismo sureño… O para que vamos a negarlo, aunque sólo sea por ver a Stephen Moyer (arriba). Merece la pena.

Sergio.


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