viernes, 26 de diciembre de 2008

V. Por qué el Festival de Cine de Gijón es grande; una pequeñísima consideración acerca del riesgo y el clasicismo.

El festival internacional de cine de Gijón lleva varios años siendo el más estimulante de todos los que se celebran en España. Sin necesidad de ser plataforma del cine español (con el correspondiente peaje a pagar en forma de películas de escaso interés, como el caso del, por otra parte, necesario festival de cine de Donosti), en Gijón se proyectan cosas inconcebibles en cualquier otro evento de estas características, aproximándose a la convivencia ideal de la narrativa con la abstracción o, dicho de otra forma, sacando el cine más extremista y exigente de las salas de los museos para devolverlo a la sala de cine, aunque sea en sesiones únicas y habitualmente abarrotadas, con el alto grado de elitismo que eso conlleva. Se agradece el intento. Un servidor ha descubierto a grandes autores gracias a la inteligente programación de Fran Gayo, José Luis Cienfuegos y sus colaboradores.



Por ejemplo, el hallazgo que supuso para mí la proyección en Sección Oficial, hace ahora dos años, de ‘La línea recta’ (2006), de José María de Orbe, la mejor película española en mucho, mucho tiempo. Su inclusión en el festival respondía a un criterio insobornable de calidad que no admitía concesión alguna con un público que, de seguro, renegaría de la negrura de su relato: ninguna película como ésta para ilustrar la apatía de la sociedad de consumo. De hecho, resulta escalofriante verla a día de hoy como premonición de los tiempos que nos esperan y que ya empezamos a vivir. ‘La línea recta’, historia de una joven (sensacional Aína Calpe, en la foto de arriba) que no parece sentir absolutamente nada por su entorno ni por la gente que lo habita y que malvive repartiendo publicidad por los portales de Barcelona, me vino inmediatamente a la cabeza mientras veía la última obra maestra de Kelly Reichardt, ‘Wendy and Lucy’ (2008), presentada en la última edición del festival y premiada por la crítica de Toronto como mejor película del año (muy merecidamente). En ésta última, una sorprendente Michelle Williams, no tan lacónica como Aína Calpe, malvive y roba comida para su perra sin tan siquiera atisbar las tristes y enervantes consecuencias que eso va a conllevar en las siguientes cuarenta y ocho horas. Id a verla en cuanto se estrene. Es una película modesta, con un ritmo prodigioso y una dirección apenas visible (salvo en el fantástico travelling inicial), que no juega a sermonear a la audiencia ni tampoco cae en el tópico de la desesperación. Os dejo un tráiler, horrendo por la cantidad de críticas elogiosas que empañan las imágenes, aunque reconozco que sólo el prestigio crítico puede salvar del ostracismo a una película tan pequeña y necesaria.


La pasada edición del festival de cine de Gijón, celebrada durante la última semana de noviembre, trajo alguna otra muestra de buen cine independiente americano (‘Ballast’, de Lance Hammer, es un ejemplo; no así la reiterativa y grandilocuente ‘Afterschool’, de Antonio Campos), pero algunas de las frutas más sabrosas se encuentran en los márgenes. Cameron Jamie, artista obsesionado con la vivencia espontánea de la violencia, me hizo sudar con una muestra de tres cortometrajes entre los que se encontraban algunas de las imágenes más impactantes que he visto nunca. ‘Kranky Klaus’, documento excepcional sobre una atávica costumbre austríaca en la que unos hombres y mujeres, disfrazados de renos demoníacos, asustan, vejan y golpean a los vecinos de una comunidad, desató mi risa nerviosa durante los larguísimos veinticinco minutos de duración. Me hice fan incondicional de este hombre. Sabe lo que quiere y va a por ello. Se mete en el ojo del huracán y no pretende más que conocerse a sí mismo mediante la exploración de lo irracional. Hay muy poca información sobre Cameron Jamie en Internet y, a día de hoy, no deja de ser carne de museo, pero merece la pena seguirle la pista. Lo mismo sucede con Peter Tscherkassky (hablando de austríacos). En una de las dos sesiones que el festival le dedicó, una de las asistentes mencionó que sus películas parecían activar partes del cerebro que, habitualmente, permanecen dormidas. No me pareció una forma equivocada de definir el cine de este artesano paciente, mórbido y monumental. Juzgad vosotros mismos.



También conocí, gracias a las generosas secciones paralelas, el cine del catalán Albert Serra. Un día antes de la inauguración del festival me asomé a ‘Honor de cavallería’ (2006), su particular visión de la relación entre Quijote y Sancho, emocionante, onírica y también algo gratuita. ‘El cant des ocells’, su última película, es mucho mejor, más divertida, fotografiada en un blanco y negro asombroso que recuerda descaradamente a Pasolini. Se trata de la historia del trayecto de los Reyes Magos al hogar de María y José, donde entregan sus dones al niño Jesús para, acto seguido, volverse por donde han venido.



Estas imágenes no dan una idea muy exacta del tipo de cine de Serra pero sí del diálogo que éste establece con el paisaje. Sin dejar de ser apabullantemente estético, el discurrir de los personajes a través de una naturaleza ominosa es de todo menos forzado. Son frecuentes los planos en los que se prescinde de acompañamiento sonoro, como ése en el que la Virgen María juega con un cabritillo. La imagen se revela en toda su pureza para convertirse, ni más ni menos, que en tiempo y felicidad. Aunque si algo define ‘El cant des ocells’ y, por añadidura, el cine de Serra, es su trabajo con los actores (no profesionales), cuyo resultado queda plasmado en un naturalismo casi primitivo, germen de situaciones tremendamente cómicas y, a menudo, desarmantes y hermosas. Él mismo habló de ello durante el coloquio posterior al pase de su película, y algún avezado seguidor de este kamikaze lo grabó para deleite de los que intentamos aprender del arte de la dirección de actores.



Como se puede ver, Serra es un tipo peculiar y está encantado de haberse conocido y encantado de las diferencias que le separan del resto del mundo y del resto de directores españoles. Comparto con él su opinión de que todos los directores españoles son muy malos. También pienso que se trata de una reflexión muy facilona, o más bien una no-reflexión, o, mejor dicho, una mera voluntad polémica. Pero hacen falta este tipo de voluntades, como hacen falta festivales y eventos cinematográficos en los que haya espacio para un mundo más allá de la narración. Por cierto, que el ganador de este año fue Lisandro Alonso con su película ‘Liverpool’. No creo que se quede sin estrenar, al menos en Madrid o Barcelona. Carlos Losilla hablaba de la naturaleza homérica de esta película-viaje, callada y penetrante como todas las de este autor argentino pero cortada, esta vez, por un patrón más clásico. Los enamorados del silencio y del vacío, tengan o no éstos una justificación, encontrarán poco interesante esta obra en comparación con otras películas todavía menos historiadas y, por lo tanto, ‘más puras’ (me río de estas visiones tan superficiales). El caso es que, tanto ‘Liverpool’ como ’35 shots of rum’ de Claire Denis (premio especial del Jurado), son las películas más clásicas y más hermosas de todas las presentadas a concurso en la pasada edición. El riesgo, a veces, camina por esos imprevisibles derroteros. Y acierta.

Sergio.

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