lunes, 28 de septiembre de 2009

LXXXIX. Frío.


El curso terminó, al menos para mí. Así pues, me dispongo a narrar el porqué del frío en el que me veo sumido con todo el tino del que pueda disponer en estos momentos, que es mucho, porque la verdad es que últimamente me asusto de mi propio tino. Hombre ya.


Administré bien mi energía para salir de Delhi y, algunas horas después, ya estaba en Rishikesh, un lugar bastante menos hippie de lo que pensaba (tal vez porque todavía no estamos en temporada alta). El río Ganges, o la Madre Ganga, nace un poco más al norte de este pueblo sagradísimo lleno de vacas y peregrinos muy genuinos con gafas de sol. Al parecer, a Ganga no le molesta que los turistas hagan rafting en sus aguas. A mí no me interesan mucho las lanchas desde que vi ‘Río salvaje’, con Meryl Streep y Kevin Bacon, así que me dediqué a pasear y a oler la marihuana silvestre. Bueno, uno puede pasear entre los dos puentes que componen Rishikesh, y poco más. Si no te interesa el yoga, ni el reiki, ni un montón de cosas más que se pronuncian igual que reiki, estás un poco vendido en este pueblo.


Me alojé por primera vez en un ashram, que viene a ser un centro de meditación donde alinear tus chakras y mortificar tu cuerpo en celdas espartanas. Es difícil encontrar uno que no pretenda hacer negocio contigo, y éste no era una excepción, pero ya me he vuelto muy firme en lo que a temas monetarios se refiere así que me dejan en paz enseguida. En este ashram con vistas a la gris-azulada Ganga coincidí por segunda vez con las polesas de las que ya os hablé: Cris, Pili, Eva y Rocío. Mucho cotarro. Venían cargadas con cuatro sitares y una guitarra, más equipaje. No quiero imaginarme cómo se habrán desenvuelto con semejante percal en Delhi. En Rishikesh todo es mucho más fácil, así que enseguida nos pusimos a comer y a beber té con toda la tranquilidad del mundo (tan tranquilos que juntamos comida y cena). A la noche, vimos la ‘Ganga Aarti’, el alegre ritual en honor de la diosa que se celebra todos los días a las siete, mientras familias y santones hacen navegar sus velas corriente abajo (ver foto arriba). He de decir que mi cuerpo ha manifestado una subida considerable de testosterona, así que estuve más bien haciendo ‘punto diez’, lo cual no deja de ser ridículo, porque ¿quién hace ‘punto diez’ en un templo lleno de monjes, beatas arrobadas y turistas concienzados con el hinduismo? Un bobo como yo, sin duda. Pero el cuerpo es el cuerpo, y todo lo que surge de él es sabio (¿también todo lo que entra?; lo estoy pensando).


Después de mi segunda noche en Rishikesh, en la que vi el rostro de un demonio en la pared de una de las celdas del ashram (casi no duermo del susto), emprendí uno de los viajes más cansinos de mi vida en dirección al inhóspito norte. Para ello, tenía que salir de Dehra Dun, capital de Uttaranchal, para llegar, catorce horas después (que serían dieciséis) a Manali, gran centro turístico del norte de Himachal Pradesh, ya en plenos Himalayas. Lo que no sabía es que íbamos a hacer una parada intermedia en Chandigarh, lo cual pilla muy a desmano. Todavía hacía mucho calor por estos lares, así que el trayecto en autobús (nunca subestimes la decadencia del transporte público indio; siempre puede ser más destartalado de lo que te piensas) fue un tanto infernal, sucio y malo para los riñones. Si pasamos página rápidamente, nos encontraremos con que yo y un par de militares con sus respectivas kalashnikov nos tuvimos que cambiar de auto a las cuatro de la mañana, para llegar a Manali dos horas después. Ahora ya podía sentir el frío de la aurora, el humo benigno saliendo de las tazas de chai caliente, los gorros con orejeras y los ojos achinados de los autóctonos. Había llegado al norte, por fin.


Manali no es tan interesante como las colinas de los alrededores, así que no perdí mucho tiempo entre sus edificios impersonales y sus agencias de viajes. Me alojé en Vashisht, un pueblo con un interés que crece a partir de una primera impresión no muy buena (las tiendas de recuerdos siempre tiran para atrás, pero, ¿de qué va a vivir si no esta gente?). La casa de huéspedes fue una bendición, a pesar de dormir en el suelo y tener el baño en el quinto pino. La encargada me miraba siempre con mucha curiosidad y tuvo varias oportunidades para reírse de mí. La verdad es que hacía tiempo que no me sentía tan patoso para orientarme y organizar mis días, así que me fui directamente a los baños públicos para encontrar mi sentido común. El agua hirviente de estas termas de piedra es maravillosa para el cuerpo, si bien la mente tiene muchas oportunidades de distracción. Me recordó a los baños turcos, pero con más tino. Aquí posas tu calzoncillo mojado en el suelo y dejas que el chorro baje del surtidor de la pared hacia tu espalda húmeda. Te das buenas friegas y te enjabonas el sexo con discreción. Luego te aclaras y te vuelves a remojar en la piscina principal, que no es más que un cubículo de agua demoledoramente caliente. Lo mejor es que puedes ver las estrellas desde allí, y cotarrear con los aldeanos, si éstos se dejan o tienen ganas. Luego sales a la calle, respiras el aire frío (¡sí, aire frío, frío!) y amas a todo el mundo con tu sonrisa.


Supuestamente, a las pocas horas de llegar a Vashisht debía haber cogido un jeep en dirección a Leh, la capital de Ladakh. Pero me dormí. En mi defensa, diré que el jeep salía a las dos de la mañana. Pero es una defensa débil; la verdad es que estaba atontando y cansado. Tuve que pedir muchas disculpas al agente que me gestionó el billete y pagarlo otra vez, pero considerando lo mucho que me habría podido rayar con este percance estúpido, la verdad es que lo gestioné bastante bien, y mi segundo día en Vashisht tuvo tino porque seguí probando productos de la tierra que alteran la conciencia, seguí bañándome con niños y hombres de barriga imponente y seguí subiendo y bajando laderas hermosísimas mientras intentaba adivinar el final para una historia que tengo en mente. A la noche, la patrona me puso una peli de Godard en el cine particular que tiene en la planta baja de su casa. Así pude ver ‘Deux ou trois choses que je sais d’elle’, una película fascinante que compondría un buen díptico con ‘Bambi’. Cuando suceden este tipo de cosas inesperadas, lo único que puedes hacer es respirar muy hondo, como si con eso pudieras comprar la incorruptibilidad de un recuerdo.


'Deux ou trois choses que je sais d'elle'.


Esa noche ya no me dormiría. A eso de la una y media, una voz femenina empezó a chillar ‘Help me!’, como si la estuvieran asesinando. No sabía muy bien qué hacer, hasta que otros huéspedes salieron del albergue y se pusieron a disertar sobre la procedencia de los gritos, algo tan inútil como lo que había estado haciendo yo. Los gritos pararon. Si había que salvar a alguien, ya era demasiado tarde. Cuál sería mi sorpresa cuando una joven salió de la oscuridad y se sentó en las mismas escaleras en las que yo esperaba el jeep a Leh, junto a otro joven británico, Adam, un tímido ex – militar de ojos azules. La joven nos miró a los dos y luego al agente de viajes que, dentro de su tienda, hablaba por teléfono con nuestro conductor. Le pidió usar Internet. Acto seguido, se sacó un super porro del bolsillo y empezó a decirnos que nadie la había ayudado cuando se había torcido el tobillo en la ladera. Nos enseñó las piernas: ni una sola magulladura. Luego empezó a confundir unas realidades con otras hasta alejarse definitivamente de nuestro mundo. Sentí una mezcla de pena y envidia. No sentí pena de su viaje, evidentemente, sino de la gente que podría echarla de menos mientras ella, y esto es lo que activa mi envidia, se entrega por completo a otras sensaciones, a otros senderos de la vida que normalmente nunca se nos ocurre cruzar. Sé que nunca podría aprender las doctrinas de esta caída libre porque soy sensible al sufrimiento que eso podría ocasionar en la gente que me quiere. Lo que no quiere decir que mis actos fueran malos, ni mucho menos; serían una confirmación más de lo exigente que es la vida cuando quieres, REALMENTE, aprender de ella.


Tomemos aire. El trayecto a Leh. Me decidí a hacerlo por los comentarios efusivos de la Lonely Planet, que pasan un poco desapercibidos entre tanto adjetivo extremo y tantas recomendaciones acerca del mal de altura. Efectivamente, es difícil recorrer unos paisajes tan espectaculares como los de este viaje al corazón del sueño. En primer lugar, hay que decir que para llegar a Leh por tierra tienes que cruzar los puertos de montaña más altos del mundo, a cinco mil quinientos metros de altitud. Dicho lo cual, el lector se puede imaginar las diferencias de presión atmosférica, migrañas y fascinación que un viaje de veinticuatro horas puede deparar en el visitante. Los picos nevados y la flora colorida dan paso, poco a poco, a glaciares lejanos que circundan un gran desierto altísimo, surcado por formaciones rocosas indescriptibles, inexplicables. En mi libro de cabecera ’50 lugares insólitos’ se habla del valle de Hunza, al norte de Pakistán, un paraje cuyas fotografías se parecían mucho a la bella aridez de esta fracción anaranjada del Himalaya. Si nunca voy a Hunza, me quedo tan a gusto con este sustituto. A pesar de los dolores de cabeza intensos y casi asegurados que experimentaréis, no hay que dejar escapar esta oportunidad de cruzar la Gran Cordillera a motor, sobre todo si tenéis un conductor suicida al que le guste acercar las ruedas al borde de los desfiladeros. La vivencia de los dhabas (restaurantes) esparcidos por las cimas gélidas de montañas como el Rohtang La (literalmente, ‘montón de cadáveres’) y Taglang La, es impagable, desde las tiendas de lona en las que tumbarse y beber chai hasta el aspecto apátrida e impenetrable de los lugareños. Algunas lugareñas son muy jóvenes y cotarreras y hacen muchas bromas con los camioneros, bromas que seguramente se transformarán en otra cosa cuando llegue la noche y el frío ordene al hombre un contacto con la tercera fase.


Taglang La, verlo para creerlo.


Y después de muchas horas de extravagancia natural, de ésta que te hace sentir realmente insignificante, llegamos a Leh. Me uní a Adam en la búsqueda de una casa de huéspedes donde dormir, y eso es lo que he estado haciendo hasta ahora. No he visto casi nada del centro budista por antonomasia de India, además del único enclave del país bañado por el río Indo. De eso hablaremos en breve. Sólo decir que casi no queda un turista por estas calles a causa del FRÍO. Que la maravillosa patrona me prepara calderos de agua caliente por las mañanas y me mete albaricoques en la boca. Que Adam no tiene tanta fe en el contacto casual-visceral como yo, pero al menos es un chico tímido y callado. Y que, mientras sobrevivo a esta belleza sin volverme del todo loco, os echo de menos.


Sergio. 28/09/09.

LXXXVIII. Citas célebres ( II ).

“Yo estuve una vez en Ladakh, y el desierto
se llenó de colores, el aire tenía muchas
músicas y máscaras de guerra
y la gente digna se enfadaba consigo misma”.


Una joven muuuuuy fumada, a las 2 a.m.,
mientras esperaba mi jeep con dirección a Ladakh.

LXXXVII. Nunca encuentro el momento adecuado para fumar.

Sólo la pared podía ser tan engañosa.
Noche de mar Báltico sin tanta precisión geográfica.
Aquí hace frío, y las piernas de un drogadicto de ojos achinados se deslizan por un barro helado que no existe.

Matemos el ojo del cielo con un cuarto de hora de aburrimiento.
Los cuervos pasan medio día pensando en cómo cazar su lagarto, yo paso medio día viendo los movimientos del cuervo por un lado, por el otro los del lagarto, y luego la soberbia inclinación de costumbre.
Noches deslocalizadas como ésta viajan despacio.

El desagüe del cuarto de baño está atascado con tierra negra.
Es lo que es, que te lo digan las hadas madrinas de los que mienten en inglés.
Un valle más ha quedado dividido en partículas de memoria, todas útiles como conejos.
De momento, veo la historia de la prostituta filósofa en Technicolor, y canto con impermeable el silencio de la noche.


Ismael. 27/09/09.

LXXXVI: A través del espejo ( II ): David Lynch.


Una maestra pasa lista. Los alumnos, desganados, todavía ligeramente dormidos, contestan con un monosílabo. Nadie advierte la aparición de un hombre de uniforme que pregunta, como recién salido de una premonición en un sueño, por un tal Bobby Briggs. Unos susurros al oído de la maestra. Un grito en el patio. Un pupitre vacío. Una mirada inequívoca: ‘There will be an announcement from the principal’. Y la inolvidable Lara Flynn Boyle rompe el silencio paranormal de esa clase con unos sollozos que ya forman parte de la historia del arte. Es imposible describir la que posiblemente sea la mejor secuencia jamás filmada para televisión. Se corresponde a los primeros minutos del episodio piloto de ‘Twin Peaks’, ése que conmovió a público y críticos ‘serios’ por igual (hasta José Luis Garci dijo que el principio de la serie era la perfección cinematográfica).


La gente se enganchó a ‘Twin Peaks’ para averiguar quién había matado a Laura Palmer. Yo, que a mis diecinueve años no recordaba lo que había visto con seis (entre bambalinas; era demasiado pequeño para tanta intensidad paranormal), volví a encarar esta serie mítica con la virginidad intacta. Ciertamente, la identidad del asesino es uno de los puntos fuertes de la historia, y su revelación permanece como (en palabras de mi amigo Guillermo) “la secuencia más violenta de la historia de la televisión”. Luego llegaría ‘Los Soprano’ y la violencia televisiva sería reformulada, pero hasta entonces una cosa tan espantosa nunca había sido filmada para la pequeña pantalla. Muchos recordaréis el clímax de aquel episodio, construido a base de pequeñas y mágicas apariciones, como la de Lady Leño: ‘We don’t know where or how, but tonight there will be owls at the Roadhouse’ (‘No sabemos dónde ni cómo, pero esta noche habrá búhos en el Roadhouse’). A lo que Cooper, la interpretación lynchiana del detective de los relatos de misterio, contesta: ‘Something is happening, isn’t it, Margaret?’. Por supuesto, algo está sucediendo. El espectador lo huele desde los primeros minutos; sabe que ése no será un episodio más. Minutos después, Cooper, Truman y Lady Leño entran en el Roadhouse, donde otros ilustres habitantes de Twin Peaks debaten sobre sus chorradas y beben cervecita fresca. Julee Cruise canta con su voz de duende bipolar. Y el resto, ya lo sabéis. Los que no, ya estáis tardando en verlo.


It is happening again…

It is happening again…


La dimensión onírica de la vida es lo que uno espera ver cada vez que se pone una película de David Lynch, ese fascinante gurú de la perversidad de la imagen que ahora acaba de abrir un instituto de magia y parapsicología a las afueras de Berlín. ‘Twin Peaks’ nos ha regalado el espacio onírico por excelencia, ‘La habitación roja’, de la que se ha hablado mucho y se ha hecho mucha parodia, buena y mala. Aunque funciona más como un complemento místico de la serie y no como una arteria principal de su narración, la verdad es que se ha convertido en lo más célebre y casi en lo mejor de ‘Twin Peaks’ (después de Sarah Palmer), y ese universo de cortinas infinitas y geometría feroz debería haber sido dibujado con más persistencia. Recordemos que ‘la habitación roja’ sólo se manifiesta a través de los sueños proféticos de Cooper, a pesar de que algunos de sus habitantes se aparezcan en las visiones recurrentes que sufre la familia de Laura Palmer, en especial la muy traquera y ochentera Maddy.


Por las razones que fueran, la subtrama sobrenatural no tendría mucha continuidad, y sólo haría acto de presencia cuando Lynch se encargaba de escribir y dirigir episodios sueltos, sobre todo a raíz de la desigual y fascinante segunda temporada. No siempre los mejores capítulos de las series vienen firmados por sus creadores, pero el caso de ‘Twin Peaks’ difiere bastante, ya que los episodios lynchianos empiezan siendo los más interesantes para acabar convirtiéndose en los únicos salvables en un cúmulo de despropósitos culebronescos. De ahí que la serie no acabe de ofrecer nunca una mitología coherente. Una vez solucionada la parte que concernía a Laura Palmer (en contra de la voluntad de Lynch y Mark Frost), el espacio onírico rebautizado como ‘Logia Negra’ no volvería a cobrar protagonismo hasta el histórico capítulo final que, cómo no, deja muchas preguntas al aire. Algunas de ellas serían contestadas en la película ‘Twin Peaks: fire walk with me’, una maravilla altamente infravalorada. Otros misterios nunca serán revelados, ni falta que hace. A pesar de todos sus traspiés, y de un desarrollo irregular en el que la serie no acababa de ser ni una cosa ni otra, ‘Twin Peaks’ arroja a nuestros ojos una fábula sobre la corrupción del bien, la fragilidad de la vida humana y la existencia de otros mundos que desmontan nuestra visión civilizada del cielo y de la tierra.



Hablo de ‘Twin Peaks’ porque los sueños de ‘Six feet under’ o ‘Los Soprano’ no existirían sin ella, por no hablar del grueso de la producción televisiva de los noventa, acaparada por la exitosa ‘Expediente X’. También por su nivel de madurez a la hora de desmitificar a su víctima adolescente, una cocainómana-ninfómana-esquizoide Laura Palmer vestida con pieles de cordero. Y, cómo no, por el atractivo universal de su historia y por la temática de las dimensiones paralelas. Al principio, yo interpretaba los sucesos de ‘Twin Peaks’ desde el punto de vista psicoanalítico. Guillermo, por aquel entonces mi compañero de piso, se burlaba de mí diciendo que Lynch aborrecería cualquier tipo de explicación científica, y tenía mucha razón. De hecho, cuando la serie quiere encajar en una especie de interpretación policial es cuando pierde gran parte de su encanto. Bob, Mike, el gigante, el enano, el camarero octogenario, son entes que, por momentos, chocan con nuestro plano físico y lo hacen resplandecer. Aunque creo que están siempre muy justificados en la trama, lo de menos es su justificación: son como ángeles y demonios que no hablan nuestra lengua ni participan en nuestras construcciones mentales, a pesar de que todos soñarían con abrirse a la ‘nueva realidad’ que representan. Mucha gente opina que una batalla invisible se está librando, y en ella se enfrentan los entes que desean liberar al ser humano de su ignorancia contra aquellos que no dejan que esto ocurra. Una batalla parecida es la que se fragua en los bosques misteriosos de Twin Peaks, allá donde los sicomoros forman una media luna y las cortinas rojas del otro mundo se reflejan sobre los estanques helados.


Sergio. 28/09/09.

sábado, 19 de septiembre de 2009

LXXXV. Todo lo que un hombre necesita.



Hace tres días cumplí veinticinco años. Lo que hasta entonces no me había preocupado mucho, empezó a rondar por mi cabeza de forma enfermiza: hacia dónde se dirige la vida de uno, qué hay de verdad y de mentira en las concepciones que uno tiene de sí mismo, y demás majaderías para volverse loco. Es probable que todo ello se haya visto estimulado por una fiebre sorpresiva que me asaltó de noche, justo cuando un apagón devolvió la magia a la ciudad (y no el desconcierto, porque a las doce de la noche no hay gente, ni coches, ni nada de nada; hasta el caos parece regulado por unas franjas horarias). Súmese a todo eso una previsible soledad y el lector de este blog se podrá imaginar cómo un cumpleaños singular (el del primer cuarto de siglo) se convirtió en un día algo insípido. Los aniversarios, estés donde estés, casi siempre lo son.

Lo más parecido a una celebración fueron mis dos comidas en compañía de mis alumnos favoritos. En la primera, los encantadores Sachin y Sandeep me llevaron (o mejor dicho, les llevé yo a ellos; para algo sigo siendo un maestro de la orientación) a Karim’s, un restaurante legendario, aunque su aspecto cutre no lo demuestre. Se esconde tras un callejón, en uno de los laterales de la Jama Masjid, y en sus salones se sirve una receta de carne que, supuestamente, es la misma que se preparaba en los fogones reales del mismísimo Aurangzeb (el último y más controvertido / estúpido emperador mogol, por el que tengo predilección). Todo estaba delicioso. A veces me empalaga el sabor dulzón de todo, pero lo que importa son los primeros bocados, no los últimos. Soy fan de que me pongan rodajas de cebolla crudas como entrante. Y soy fan de Sachin y Sandeep, cómo no, dos personajes de los que cualquiera se enamoraría locamente. El carisma de un alto porcentaje de la población india es infinito.

Al día siguiente, volví a comer fuera con ellos. Esta vez se nos unieron dos chicas muy cotarreras de las que ya os hablé: Priyanka y Devashri. La pizza vegetariana de Pizza Hut no tenía tanto tino como el cordero en salsa de Karim’s, pero Sachin me sorprendió con unas pastillitas violetas para hacer la digestión (era muy improbable que aquello se tratase de éxtasis) y Priyanka se sacó del bolso ¡una maceta con rosas! mientras chapurreaba en español ‘feliz cumpleaños’. Disimulé mi emoción lo mejor que pude, que para algo soy su profesor. Pero no pude evitar explicarles que aquello era muy importante para mí, puesto que no conocía prácticamente a nadie en la ciudad y ese tipo de detalles me hacían sentirme menos aislado. Mis chicos giraron la cabeza a la manera india y sonrieron como si fueran a comerse el mundo. Yo giré la cabeza también y me metí en el metro, tan contento con mis flores. ¿He dicho alguna vez que me encantan las flores? Pues sí. Me gusta contemplarlas hasta cuando están secas y sin vida. ¡Qué rabia no haber podido regalar flores este año a mi madre y a mi hermana por su santo!

Al día siguiente sería mi cumpleaños, pero no me apetecía hacer nada especial si no iba a compartirlo con nadie, y no quería molestar a mis alumnos, que bastante ocupados estarían preparando su exposición oral sobre una ciudad india, exposición que a la postre les saldría un poco como el culo, la verdad. Mis caseros fueron los primeros en felicitarme. Los tuve alrededor mío todo el día, subiendo y bajando escaleras, haciendo cosas raras, y cómo no, en mi delirio de protagonismo, pensé que me habrían comprado la tarta que me prometieron, o que me estarían haciendo algo especial. Qué va. En algunos aspectos, parezco nuevo. No tienen mala intención, pero nunca te esperes de los indios que vayan a hacer algo de acuerdo a sus propias palabras. En general, espera tan solo lo inesperado. Visto el panorama, me fui a comer un thali a un restaurante callejero algo tremebundo de ese extrarradio mío que tanto me gusta, y hablé con desconocidos por eso de socializar un poco, ya que tampoco era plan de andar todo el día como un ermitaño. Para mi sorpresa, la hermana de los chicos con los que me puse a hablar (una moza muy hermosa, dicho sea de paso) también cumplía años. Lástima que la pobre no abriese mucho la boca. En este país, es casi imposible hablar cordialmente con una mujer casada.

Y luego vinieron las fiebres. Esta vez fueron amables. El apogeo me pilló en la última clase con mis chicos favoritos, ésa en las que les hago mi Gran Hermano particular (sin intriga alguna, porque nunca suspendo a nadie). Con menos ardil del habitual, tuve que zanjar un debate apasionante para volver a casa y sudar como un gorrino. El debate lo abrió Aman, interesado en saber qué tipo de trabajo podría desempeñar en España. Yo le dijo que, tal y como están las cosas, ninguno. Les hablé de la crisis por encima, para que no se hagan una idea equivocada de lo que pueden encontrar en España si deciden hacer algo parecido a lo que estoy haciendo yo en India. Aman dijo que él no quería trabajar de camarero, o en nada relacionado con el turismo. El pobre Aman es muy señorito. El resto de alumnos se lanzaron en contra de él, y justo cuando mejor me lo estaba pasando, empecé a sentirme muy mareado y cansado. Esa misma noche, después de que mis caseros me pusieran toallitas heladas en la frente para bajarme la fiebre (les acabé perdonando el desplante de la tarta), leí una postal que me había escrito Priyanka a modo de despedida. Sus palabras fueron, de alguna manera, el mejor regalo de cumpleaños que podría haber recibido. Lo único malo es que no las escribió en español. Leyéndolas, se evaporaron al instante todas las ideas derrotistas de soledad, vacío y cansancio. Recordé que, hace poco más de dos meses, me prometí a mí mismo ser el mejor profesor posible para estos chicos, haciendo práctica de los versos que citaba Alan Moore en el décimo capítulo de ‘From Hell’. Los reproduzco de memoria; no me acuerdo de su autor, ni sé si son exactos del todo o no:

Si yo fuera sastre,
sería el mejor sastre del mundo.
Y si fuera calderero,
nadie haría calderos mejores que los míos.



Lo dicho, cito de memoria. Queda la esencia. Alan Moore comparaba estos versos con el afán de perfeccionismo espiritual de Jack el Destripador, creando unas páginas sobrecogedoras. Yo me apoderé de ellas para verle el lado positivo a una ocupación que no tenía mucho que ver conmigo, en un principio. Ya que iba a pasar unos cuantos meses dando clase, necesitaba pensar que podía ser una influencia positiva para la gente con la que me tocase convivir, y no un trabajador resignado en busca de ahorros suficientes para largarse a otro sitio. No hay nada pernicioso en querer ser ‘el mejor sastre del mundo’. Priyanka ha dado sentido a un verano sedentario, ligeramente monótono. Me ha hecho ver que mis clases han significado algo, al menos para ella. Que, efectivamente, he podido darle toda la energía que me niego a mí mismo constantemente.

Ya estoy sano. Esta fiebre fue una mariconadita de nada. Hoy es domingo, y la festividad en honor a la diosa Durga comienza. Mike y yo hemos estado rezando con las bellísimas mujeres de la familia Tyagi en su altar doméstico, y nos han dejado zarandear el plato de las ofrendas delante de la imagen de Durga. Hay que andarse con ojo en este país; cuando menos te lo esperas, la vida se te viene encima.

Y sí, para qué negarlo, me he sentido muy solo en este cumpleaños. ¿Quién no echa de menos que le dén un abrazo de vez en cuando? Pensando en eso de los abrazos, ya entrada la noche, valoré por un momento la idea de ir en su busca. Al fin y al cabo, en un caso desesperado, sabría perfectamente dónde ir a buscarlos. Pero para ello tendría que soportar toneladas de mal gusto. Y al fin y al cabo, tal y como dice Sterling Hayden en ‘Johnny Guitar’: “todo lo que necesita un hombre es una taza de café y un cigarrillo”. Yo diría aún menos.

Sergio. 20/09/09.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

LXXXIV. A través del espejo ( I ): Alan Ball.



Bajo este título que homenajea al que posiblemente sea el mejor episodio televisivo de la década (no hay que recordarlo, el final de la tercera temporada de ‘Lost’), y a las puertas de los premios Emmy que, como ya he dicho, acogen las mejores apuestas audiovisuales del año, me propongo escribir una serie de ‘post’ sobre la victoria definitiva de la pequeña pantalla a través de sus creadores más importantes. Creo que ya es un secreto a voces eso de que ‘en América se hace mejor televisión que cine’. Lo que muchos no quieren reconocer todavía es que la escritura de guiones vive una época de renacimiento insólita en los canales de pago norteamericanos (y también en algunos entes públicos), y que el cine, en general, está quedándose bastante por detrás. Hay notables excepciones, pero si la cosa sigue así, es posible que también Michael Haneke se entregue de lleno a la televisión, algo que podría suponer la aparición de un nuevo ‘Twin Peaks’ menos sobrenatural y más bestia.

No se puede abarcar todo. Este verano he visto muchos episodios televisivos, el complemente perfecto a una jornada laboral rutinaria, pero no los suficientes como para posicionarme con criterio. Reconozco grandes lagunas llamadas ‘Deadwood’, ‘Battlestar Galactica’ o ‘The Shield’, entre muchas otras series de culto, incluyendo clásicos que nunca he visto como ‘Doctor en Alaska’. Sin embargo, las revelaciones casi religiosas que he presenciado me permiten orientar y recolocar mis gustos y hacer una de esas listas que tanto me gustan.

1. The Wire. Por ser el mejor producto audiovisual de los últimos diez años, películas incluidas.
2. Lost. Compartiría el primer puesto, ya que nada tiene que ver una serie con la otra. De hecho, como ya explicaré, son dos visiones distintas del espectáculo.
3. Six feet under (A dos metros bajo tierra). Una decisión muy emocional.
4. Los Soprano. Es irregular y pedante, como lo era a veces ‘Six feet under’, pero es difícil hacer mejor televisión.
5. Twin Peaks. Fenómeno irrepetible, padre de todos los desmanes, conjuga tanta genialidad y tanta bazofia que no puede estar ni más arriba ni más abajo.
6. Los Simpson. Es tópico, pero las nuevas series de animación políticamente incorrectas no le llegan a la suela de los talones. ¿Quién no conoce a todos y cada uno de los personajes del microcosmos ‘Springfield’? Sería absurdo ignorarlo.
7. Breaking bad. Emocionalmente violenta, imprevisible y fascinante.
8. Mad men. El Antonioni de las series. A los devotos del ‘cine de autor’ les puede enamorar. A los que les va más el rollo ‘Heroes’, seguro que les aburre. A mí me encanta, pero cada vez le tengo más reservas.
9. Pepa y Pepe. Por poner una española, y por Isabel Ordaz.
10. Las chicas de oro. La mejor y más extraña comedia de todos los tiempos retrata las aventuras de cuatro viejas solteras compartiendo casa en Miami. Desternillante y maravillosamente interpretada. ‘Sexo en Nueva York’ es un plagio inconfesado de esta obra maestra.

No incluyo obras que desconozco, evidentemente, entre las que se encuentran pioneras como ‘El prisionero’, ‘El fugitivo’, ‘The twilight zone’ o ‘Alfred Hitchcock presenta’. Da comienzo, así, este serial sobre las series que manifiesta una de mis ocupaciones actuales, es decir, la escritura de una historia para la televisión.

En los albores de este blog escribí una cosa sobre True blood que expresaba mi entusiasmo por esa historia de amor y horror tan dicharachera. El hombre detrás de todo aquello era Alan Ball, guionista de ‘American Beauty’, estandarte del activismo político más patente dentro de la industria televisiva, niño mimado de la HBO y padre de la mítica 'Six feet under’. Cuando toma las riendas de una historia, es habitual ver grandes personajes femeninos, numerosas referencias a la (homo)sexualidad, críticas no demasiado constructivas del conservadurismo norteamericano, y mucho humor negro. A su favor está lo más importante: que es un excelente narrador. En su contra: que su estilo es mucho más tosco y menos contenido de lo que parece. Cuando decidió vender un episodio piloto en el que el personaje más atormentado y atrayente era homosexual y, encima, amenazaba con ser el protagonista absoluto (David Fisher; luego veríamos que no sería así), el señor Ball rompió muchos tabúes en la ficción televisiva, ya curtida en genialidad pero todavía muy poco dada a mostrar que otra vivencia de la sexualidad era posible. Muchos espectadores que no se veían nunca reflejados en las historias que se les contaban se sintieron entusiasmados con ‘Six feet under’. Yo también. Así nació mi historia de amor con la tele yanqui, paralela a mi traslado a Madrid cuando cumplí los dieciocho. Y, pese a todas sus imperfecciones (que las tiene), amo esta serie y recordaré siempre cada uno de los buenos y amargos momentos que me hizo vivir.





Dos imágenes promocionales muy traqueras de 'Six feet under'.



Los Fisher son una familia disfuncional (cómo no) dedicada al macabro oficio de embalsamar muertos y preparar funerales. Se trata de una excusa inmejorable para abordar las distintas maneras de manejar el dolor, o lo que es lo mismo, los distintos caminos a la hora de contar una historia, ya que las historias no son más que un puñado de personajes con expectativas frustradas que sufren más o menos en función del género. Nate es el protagonista, un buen enganche para el espectador medio, pero tal vez un tipo menos atrayente que el resto de miembros de la familia, entre los que encontramos a una madre chalada, una adolescente con ganas de probarlo todo y un homosexual de moral rígida. Tal vez el menos interesante de todos sea Federico, un empleado del negocio familiar que sirve como contrapunto ante tanta excentricidad. La joya de la corona es Brenda, la siempre controvertida novia del protagonista, odiada y amada por los distintos sectores de la audiencia. Todos ellos agotarán sus armas de destrucción masiva hasta llegar exhaustos a una de las conclusiones más célebres de la televisión reciente. Entre medias, cinco temporadas desiguales. La primera todavía estaba por madurar, pero enganchó porque era muy divertida y terrible al mismo tiempo. La segunda fue una apoteosis de lo que la televisión es capaz de ofrecer. La tercera desplegó una vuelta de tuerca insospechada que dio nueva vida a la serie cuando ésta más lo necesitaba. La cuarta no encontró la manera de avanzar sin manierismos. La quinta se reservaba varios ases debajo de la manga, pero ya tenía un halo de decadencia difícil de ignorar.



David Fisher, retratado por su hermana Claire para la causa.


Si contamos con que ésta es una serie de personajes, con pocas concesiones a la galería en forma de incógnitas sin resolver, podemos decir que su desarrollo e interés creciente es prodigioso. Muchas personas distintas pueden sentirse plenamente identificadas con los conflictos que plantea ‘Six feet under’; los más célebres vienen de la mano de las dos parejas Nate-Brenda y David-Keith, cuyos dramas nos sumergen en territorios conocidos y temidos por todos nosotros (miedo al compromiso, a la desilusión, a la pérdida). La línea argumental estrella de la primera temporada fue la homosexualidad de un cristiano amargado como David, cuya culminación se daba en la confesión maravillosa que le hace a su madre y en la reacción de ésta. Sin embargo, la sorpresa y fascinación de la segunda temporada tiene nombre y apellidos: Brenda Chenowith. ¿Quién no ha sentido escalofríos con su escalada de auto-destrucción ninfomaníaca? Si hablamos de retratos femeninos descarnados, éste se lleva la palma. ‘Six feet under’ siempre ha sido buena en tocar botones que nadie había pulsado antes, por vergüenza, por miedo al ridículo, por desconocimiento. Ahora llegaba el turno de hablar de la vaguedad existencial y la depresión crónica de la generación de los porros, y Alan Ball lo hizo de forma admirable, creando personajes irrepetibles como la madre de todas las madres, Ruth Fisher (sobrecogedora Frances Conroy), la patética Claire o la nunca suficientemente elogiada Brenda (y su monstruosa progenitora). Horas y horas de traka pura.




Las dos parejas emocionalmente pasadas de rosca de la serie.



El problema con ‘Six feet under’, y que a mí me llevo mucho tiempo ver, fue la indigestión de drama, o la gratuidad de la misma. La crítica norteamerica, siempre reacia a la hora de encumbrar esta serie (mucho mejor recibida en Europa), atacó su morbosidad y la forma en la que los personajes se hacían cada vez más odiosos. Yo nunca tuve esa sensación, pero sí creo que Alan Ball y sus guionistas abusaron de la fórmula hasta toparse con situaciones excesivas. Como ejemplo, el arranque de la quinta y última temporada. Una de las señas de identidad de la serie era retratar, en los primeros minutos de cada episodio, la forma en la que moría el que sería el futuro cadáver recibido y tratado por los Fisher. Se dieron secuencias memorables gracias a este pequeño ejercicio de guión. Sin embargo, la muerte del primer capítulo de la quinta me produjo una desazón obscena. Se trataba de la historia de una mujer que, desde el despacho de su psicóloga, trataba de reconducir su vida y superar todos y cada uno de sus traumas; la veíamos hablar con sus familiares, beneficiarse de la superación de sus miedos; cuando llega al último paso, su pareja la mata accidentalmente de una forma que ni siquiera puede ser descrita como ‘gore’, porque el término se queda corto. ¿Por qué? Ni siquiera las escenas más crudas de ‘The Wire’ o ‘Los Soprano’ se regodean tanto en la mediocridad de la vida humana (y si lo hacen, es por algún motivo narrativo bien justificado). ‘Six feet under’ no supo conformarse con tocar la fibra sensible, sino que la arrancó, la pisoteó y la cocinó sin aceite. Y lo peor de todo, sin un objetivo claro. Las desgracias empezaron a llover sobre los personajes como las plagas de Egipto. Y vale que la vida no nos debe nada, como se encarga de decirle Ruth a su a menudo agilipollada hija, pero ninguna vida se nutre única y exclusivamente de lo mismo, día tras día, hora tras hora. No hay vida sin cambio. Y Alan Ball no supo muy bien cómo cambiar y reactivar a sus apreciadas criaturas. ¿Qué es lo que pasó? Que sufrimos como cabrones con todos ellos, mientras echábamos de menos algunos de los capítulos edificantes de las temporadas pasadas, en los que todavía una sonrisa era posible.

Eso no quiere decir que no hubiese calidad. Estamos hablando de una de las mejores series de todos los tiempos, y el equipo de guionistas y realizadores, si bien tenían mucha pretensión artística en vena, también tenían un oficio que ya quisiera para sí cualquiera. Ahí tenemos el abrazo entre madre e hijo cuando a Nate le quedan unas pocas horas antes de someterse a una cirugía que podría costarle la vida (pocas escenas igualan el poder de emoción de este momento mágico). O la discusión monumental entre Nate y Brenda (quien haya visto la serie sabe a qué discusión me refiero; aquello marcó un antes y un después). O el capítulo en que a David, de repente, le empiezan a pasar un montón de cosas desagradables y todo lo demás deja de importar; sólo queremos que sobreviva. O, por tratar de algo que me movió profundamente, la frase que le suelta la tía Sarah a Claire cuando a ésta le deniegan una beca: “Maybe you are not an artist”. Patricia Clarkson nunca ha estado mejor como en ese momento de descarnada verdad en el que Claire tiene que contestar a la pregunta del millón, y seguir adelante con su vida. Todavía la quinta temporada tenía secuencias incendiarias como ésta. ‘Six feet under’, a pesar de algunos errores lógicos y humanos, nunca dejó de ser la serie en la que muchos nos miramos para buscar consuelo, sabiduría y, por qué no decirlo, también algo de atención. Porque muchas veces las grandes obras maestras también nos escuchan a nosotros.


¿Quién no ha visto a su propia madre en la gloriosa Ruth Fisher?



Alan Ball se embarcó, después de dirigir y escribir el último episodio de la serie (ni de lejos el mejor, aunque sus últimos minutos sean magníficos), en una historia vampírica de la que había mucho que extraer, y al menos eso hizo en la primera temporada (ver post número VI: ‘El vampiro Bill’). La segunda acaba de terminar en Estados Unidos, y se trata de un despropósito inusual en el señor Ball, una bacanal de tramas a medio pulir que dejan en muy mal lugar a una serie que prometió mucho más de lo que acabó dando. Todavía tiene un gran potencial, pero no sé si seré capaz de interesarme por él en un futuro. Lástima por True blood. He ahí una imagen del complicado rol de Marianne en la season finale (interpretada con mucho tino por la gran Michelle Forbes).




En la próxima entrega, David Lynch y su casa del terror. Hasta entonces, salud.


Sergio. 16/09/09.

viernes, 11 de septiembre de 2009

LXXXIII. Ocho meses contigo.



El día se ha cubierto de nubes negras y ha sido todo noche, una fantasmagoría húmeda. Tuve que pedir un paraguas a una de las muchas mujeres que viven en mi casa, pero la pobre no pudo encontrar más que una bolsa de plástico para la cabeza y un chubasquero de cuero inmenso. Me sentí bellamente abrigado y, en cierta manera, abrazado. Los charcos marrones de la calle también se abrazaron a mis pies. No es la primera vez que siento el monzón, pero hoy lo he disfrutado con una calma relativamente nueva, débase al frío insospechado que me despertó muy de mañana, o a la dulzura bienvenida de algunas miradas, hipnotizadas con mi atuendo de lluvia. Llegué a clase con la cabeza en remojo, me hice un café y corregí redacciones maravillosas sobre las playas de Sevilla y las Fallas de Tenerife. La clase posterior tampoco estuvo mal. Aman, mi chico diez, falló dos preguntas de cinco en un ejercicio de comprensión lectora, y a punto estuvo de ponerse a llorar. Lo que en otro momento hubiese desatado mi burla / crueldad, hoy me ha parecido emotivo. Es casi milagroso verles hablar tan bien después de dos meses. Conocedores como son de mi fascinación por los sellos de la civilización del Indo, la encantadora Priyanka me regaló, con motivo del día del profesor, una réplica de escayola para llevar a modo de collar. Sachin y Sandeep me trajeron dulces. Y, mientras tanto, llovía. Llovía sobre los páramos del norte de India. Llovía sobre los riachuelos grises, hogar de cerdas de aspecto radioactivo y ubres negras. Llovía sobre las cabezas verdes, amarillas y violetas, sobre los techos de trapo de los autobuses públicos, sobre la red de azoteas ámbar que dibujan el techo de Delhi. Llovía sobre mí y, por decirlo de algún modo manido, dentro de mí. Y a pesar de haber estado triste / enfadado / decepcionado durante algunos días, ya no podía seguir con esa tónica. La lluvia, y las lágrimas que acompañan al visionado de ‘Ballad of a soldier’ me lavaron del todo. Ahora todo es cuestión de mirar hacia adelante.




Han sido ocho meses curiosos, qué duda cabe. Nada ha sido premeditado, ni siquiera intuido, tanto para lo bueno como para lo malo. Son incontables los momentos en los que me he encontrado sonriendo ante lo que creía que era algo irrepetible. Sin embargo, mi gran mancha es que no he estado muy a la altura de mis expectativas creativas, con alguna que otra excepción. Me pregunto cómo vive la gente que no tiene expectativas sobre nada. Eso debe ser la felicidad.

El primer mes. Quise hacerlo todo, enseguida. Recuerdo la silueta de una niña, peinándose al alba en un tejado céntrico de Mumbai, uno de esos a la sombra de un laberinto indescifrable de cables, y recuerdo los cuervos, y el olor, y mis ganas de ver cosas, y el miedo, y la desazón. Recuerdo la intranquilidad que me produjo ver a un norteamericano visiblemente ebrio (de lo que fuera) en el ferry que nos llevaba a la isla de Elefanta. Y los primeros, luminosos días en Kerala, seguidos de una decepción singular, la del árido mundo del theyyam. Hice de embajador de la causa durante algún tiempo, y empecé a experimentar con vértigo el vaivén de turistas y el tedio de no saber si del lugar que has escogido germinarán historias o no. Siempre he tenido un miedo patológico a perder el tiempo, cuando en realidad el tiempo no es algo que se pierda. Hay que poseer algo para poder perderlo.

El segundo mes. Hice amigos, y éstos me llevaron a las grutas de la experiencia, y hubo muchos momentos de refrescante felicidad. Por el contrario, mi vida de puertas para adentro se vio truncada por muchas dudas, muchas líneas abiertas inconclusas. ¿Cómo hablar de un ritual de posesión hindú? No se me ocurrió mejor forma que (ab)usar de curas, iconografía cristiana y todos esos ramalazos místicos que siempre me han fascinado desde que observé con asombro una diapositiva de Abraham observando su descendencia en el firmamento. Gran error de base, en el que persistí hasta terminar el primer borrador del guión que pretendía escribir. Mis experiencias con el theyyam eran superficiales y, pese a visitar Kochi y perderme con gusto por la campiña de Kannur, no acabé de introducirme en ningún sitio. Sólo observé con la complacencia de los zopencos. Fue un buen momento para aprender malayalam, aprender a pescar, aprender a andar en bicicleta, aprender a vivir un poco más fuera de mí. No lo conseguí.

El tercer mes. Un poco como el anterior, de no ser porque conocí a Pradeep, y con él experimenté la alucinación de la fe. Desde entonces, soy un poco más creyente. Este descubrimiento en forma de ser humano despistado, arisco y tocado por la divinidad, me llevó a concluir el guión pero también me ha llevado, seis meses después, a darme cuenta de que la historia que estaba buscando era él y sólo él. No había que cruzarlo con nada más. Ahora lo sé, y cuando retome ‘Theyyam’, será para entregarme a Pradeep y a su mundo, con la paciencia y la certeza de que todo saldrá de una observación y un respeto más comprometidos. También acabé en Trivandrum y me maravillé con un cine insólito en una sala de visionados más insólita aún. Hizo mucho calor. Los turistas empezaron a ser atronadores y pedían a gritos un exterminio eficaz. El ejercicio físico y las horas de gimnasio me separaron un poco de Kiran, que prefería beber brandy hasta caerse redondo, noche tras noche, semana tras semana, hasta el final de los tiempos.

El cuarto mes. Kurien había sido como mi padre indio y, tras unos últimos días extraños, algo desquiciados, abandoné las alas protectoras de mi jungla adoptiva y me fui a la búsqueda de empleo. Sabía que lo que había escrito era muy mejorable, pero no podía dedicarle más tiempo. Sucedieron muchas cosas, unas buenas y otras menos buenas. Recuerdo lo mucho que deseaba enamorarme de nuevo. Por suerte, eso sólo duró unas pocas noches. La India te proporciona muchas alternativas al amor romántico, hasta casi el punto de devaluarlo por completo. Fue un mes de bodas, despedidas, trenes y películas. La superficie rosácea de los backwaters fue una agradable despedida antes de volver al norte, del que ya no he podido salir.

El quinto mes me arrebató brevemente la cordura. Mientras enfebrecí y me cagué con ridícula insistencia, vi el final de la quinta temporada de ‘Lost’, vagué por las oficinas de seres incomprensibles dedicados a la aún más incomprensible industria cinematográfica de Mumbai, y acabé huyendo al desierto, donde recibí algo de paz y de estrellas. La paz no duraría mucho. El calor rajastaní volvió a jugar con ella. Pero hete aquí que las semillas de mi futuro trabajo en el Instituto Cervantes habían empezado a germinar y yo todavía tardaría un tiempo en darme cuenta, porque había que subirse a Nepal, sí o sí. Muchos autobuses y mucha arena. Entre medias, una población desheredada, malviviendo en las turbias montañas de sal del Pequeño Rann de Kutchch. Y mucha vivencia del horror. Me di cuenta de que lo peor del horror es percibirlo como tal. Las sonrisas nepalís y la fulminante, indescriptible belleza de las faldas del Himalaya fueron una bendición para mis sentidos (nunca podré recompensar tanta amabilidad) y un bálsamo para una mente ya podrida de callejones sin salida.

El sexto mes. Kathmandu podría haber sido muchas cosas, pero fue una habitación de hotel y un buen montón de cine pirata. Bebí muchos brebajes para dejar de cagar tres veces por hora y me tragué vídeos conmemorativos de Michael Jackson con unos amiguitos suizos en paralelas circunstancias (más de lo que me gusta admitir). Volví a sentirme un poco solo. En eso, la ciudad no fue muy buena conmigo. Hasta los perros callejeros eran más insociables que de costumbre. Me lo pasé mucho mejor de lo que pensaba en la embajada india y volví a Delhi, renovado, optimista. Agarré mi nuevo y deseado empleo por los cuernos y me zambullí en el mundo inmobiliario de una ciudad que nunca pensé que llegaría a venerar. Sin embargo, ha sido generosa conmigo. Me ha dado una casa, y una rutina, y algo de confianza en mí mismo. También me ha insensibilizado como si de una inyección potente de morfina se tratase.

El séptimo mes. Apenas tuve tiempo para pensar qué estaba haciendo, sólo tuve tiempo para hacerlo. No es una mala sensación. No fue un mal mes.

El octavo mes. Empecé a tener tiempo para pensar qué estaba haciendo. Fue una mala sensación, aderezada con visionados casi obsesivos de Los Soprano y The Wire. Conseguí un dinero que necesitaba. Cociné mi propia comida y bebí agua de la nevera. Pero, en algún resquicio de mi interior, había tocado fondo. Lo sabía.

Ahora me preparo para marcharme otra vez. No sé exactamente qué día, pero será a finales de este mes o a principios del siguiente. Antes de eso, romperé el hechizo de Delhi e intentaré que un autobús o un tren me lleven unos kilómetros más allá de esta nube marrón. El frío norte, ése que se aproxima sensiblemente al Tíbet y al aislamiento con el que tantas veces juego en mi imaginación… Tal vez. Estoy pensando en ir, también, a Rishikesh, la Meca hippie por antonomasia, en compañía del hermano mayor de Sam, con el que ya alterné en una noche de ‘arte, vino y conversación’, cortesía de mi alumna Shweta, la artista. De sus cuadros sólo diré que no eran los peores; para colmo, eran los mejor situados, circunstancia feliz que se tradujo en una venta por razón de ciento sesenta mil rupias, dinero con el que se podría mantener a todo un barrio de Delhi durante un mes. La noche de ‘arte, vino y conversación’ (tal y como rezaba la invitación dorada, que me recordaba a los boletos premiados en las tabletas de chocolate de Willy Wonka) se celebró en la tercera planta de un hotel de cinco estrellas. Así es el arte. El primo de Shweta, mala copia del playboy latino, acababa de llegar de Marbella y se sorprendió mucho al ver a un español en semejante país tercemundista. ‘¿Qué haces aquí? ¿Por qué no vuelves a España?’ Yo quise contestarle con una duda apremiante acerca de cuánto le habían costado esos labios que llevaba puestos, pero me contuve. A pesar del arte y de la conversación, también había vino. En eso el hermano de Sam anduvo muy fino. En eso y en otras muchas cosas. Me lo voy a pasar muy bien con él en Rishikesh.




Arriba, uno de los cuadros de Shweta. Abajo, Shweta en persona,
o 'Queen of art', como ustedes gusten, en la prensa 'guay' de Delhi.


No sé si abandonaré (temporalmente) India en noviembre o en diciembre. Todo depende de cuánto tarde en hacer un peregrinaje de rigor a Varanasi y a Calcuta. El caso es que, a la espera de que la embajada de turno decida si soy un buen chico o un mal chico (es decir, si tengo los bolsillos bien repletos o no), mi siguiente destino será Australia, donde espero trabajar más, y mejor, y por más tiempo, aunque no será tan gratificante como esta pequeña clase de ojos atentos bajo la lluvia. En próximos episodios, cotarros menos sentimentaloides y mejor escritos. Salud.

Sergio. 11/09/09.