miércoles, 16 de septiembre de 2009

LXXXIV. A través del espejo ( I ): Alan Ball.



Bajo este título que homenajea al que posiblemente sea el mejor episodio televisivo de la década (no hay que recordarlo, el final de la tercera temporada de ‘Lost’), y a las puertas de los premios Emmy que, como ya he dicho, acogen las mejores apuestas audiovisuales del año, me propongo escribir una serie de ‘post’ sobre la victoria definitiva de la pequeña pantalla a través de sus creadores más importantes. Creo que ya es un secreto a voces eso de que ‘en América se hace mejor televisión que cine’. Lo que muchos no quieren reconocer todavía es que la escritura de guiones vive una época de renacimiento insólita en los canales de pago norteamericanos (y también en algunos entes públicos), y que el cine, en general, está quedándose bastante por detrás. Hay notables excepciones, pero si la cosa sigue así, es posible que también Michael Haneke se entregue de lleno a la televisión, algo que podría suponer la aparición de un nuevo ‘Twin Peaks’ menos sobrenatural y más bestia.

No se puede abarcar todo. Este verano he visto muchos episodios televisivos, el complemente perfecto a una jornada laboral rutinaria, pero no los suficientes como para posicionarme con criterio. Reconozco grandes lagunas llamadas ‘Deadwood’, ‘Battlestar Galactica’ o ‘The Shield’, entre muchas otras series de culto, incluyendo clásicos que nunca he visto como ‘Doctor en Alaska’. Sin embargo, las revelaciones casi religiosas que he presenciado me permiten orientar y recolocar mis gustos y hacer una de esas listas que tanto me gustan.

1. The Wire. Por ser el mejor producto audiovisual de los últimos diez años, películas incluidas.
2. Lost. Compartiría el primer puesto, ya que nada tiene que ver una serie con la otra. De hecho, como ya explicaré, son dos visiones distintas del espectáculo.
3. Six feet under (A dos metros bajo tierra). Una decisión muy emocional.
4. Los Soprano. Es irregular y pedante, como lo era a veces ‘Six feet under’, pero es difícil hacer mejor televisión.
5. Twin Peaks. Fenómeno irrepetible, padre de todos los desmanes, conjuga tanta genialidad y tanta bazofia que no puede estar ni más arriba ni más abajo.
6. Los Simpson. Es tópico, pero las nuevas series de animación políticamente incorrectas no le llegan a la suela de los talones. ¿Quién no conoce a todos y cada uno de los personajes del microcosmos ‘Springfield’? Sería absurdo ignorarlo.
7. Breaking bad. Emocionalmente violenta, imprevisible y fascinante.
8. Mad men. El Antonioni de las series. A los devotos del ‘cine de autor’ les puede enamorar. A los que les va más el rollo ‘Heroes’, seguro que les aburre. A mí me encanta, pero cada vez le tengo más reservas.
9. Pepa y Pepe. Por poner una española, y por Isabel Ordaz.
10. Las chicas de oro. La mejor y más extraña comedia de todos los tiempos retrata las aventuras de cuatro viejas solteras compartiendo casa en Miami. Desternillante y maravillosamente interpretada. ‘Sexo en Nueva York’ es un plagio inconfesado de esta obra maestra.

No incluyo obras que desconozco, evidentemente, entre las que se encuentran pioneras como ‘El prisionero’, ‘El fugitivo’, ‘The twilight zone’ o ‘Alfred Hitchcock presenta’. Da comienzo, así, este serial sobre las series que manifiesta una de mis ocupaciones actuales, es decir, la escritura de una historia para la televisión.

En los albores de este blog escribí una cosa sobre True blood que expresaba mi entusiasmo por esa historia de amor y horror tan dicharachera. El hombre detrás de todo aquello era Alan Ball, guionista de ‘American Beauty’, estandarte del activismo político más patente dentro de la industria televisiva, niño mimado de la HBO y padre de la mítica 'Six feet under’. Cuando toma las riendas de una historia, es habitual ver grandes personajes femeninos, numerosas referencias a la (homo)sexualidad, críticas no demasiado constructivas del conservadurismo norteamericano, y mucho humor negro. A su favor está lo más importante: que es un excelente narrador. En su contra: que su estilo es mucho más tosco y menos contenido de lo que parece. Cuando decidió vender un episodio piloto en el que el personaje más atormentado y atrayente era homosexual y, encima, amenazaba con ser el protagonista absoluto (David Fisher; luego veríamos que no sería así), el señor Ball rompió muchos tabúes en la ficción televisiva, ya curtida en genialidad pero todavía muy poco dada a mostrar que otra vivencia de la sexualidad era posible. Muchos espectadores que no se veían nunca reflejados en las historias que se les contaban se sintieron entusiasmados con ‘Six feet under’. Yo también. Así nació mi historia de amor con la tele yanqui, paralela a mi traslado a Madrid cuando cumplí los dieciocho. Y, pese a todas sus imperfecciones (que las tiene), amo esta serie y recordaré siempre cada uno de los buenos y amargos momentos que me hizo vivir.





Dos imágenes promocionales muy traqueras de 'Six feet under'.



Los Fisher son una familia disfuncional (cómo no) dedicada al macabro oficio de embalsamar muertos y preparar funerales. Se trata de una excusa inmejorable para abordar las distintas maneras de manejar el dolor, o lo que es lo mismo, los distintos caminos a la hora de contar una historia, ya que las historias no son más que un puñado de personajes con expectativas frustradas que sufren más o menos en función del género. Nate es el protagonista, un buen enganche para el espectador medio, pero tal vez un tipo menos atrayente que el resto de miembros de la familia, entre los que encontramos a una madre chalada, una adolescente con ganas de probarlo todo y un homosexual de moral rígida. Tal vez el menos interesante de todos sea Federico, un empleado del negocio familiar que sirve como contrapunto ante tanta excentricidad. La joya de la corona es Brenda, la siempre controvertida novia del protagonista, odiada y amada por los distintos sectores de la audiencia. Todos ellos agotarán sus armas de destrucción masiva hasta llegar exhaustos a una de las conclusiones más célebres de la televisión reciente. Entre medias, cinco temporadas desiguales. La primera todavía estaba por madurar, pero enganchó porque era muy divertida y terrible al mismo tiempo. La segunda fue una apoteosis de lo que la televisión es capaz de ofrecer. La tercera desplegó una vuelta de tuerca insospechada que dio nueva vida a la serie cuando ésta más lo necesitaba. La cuarta no encontró la manera de avanzar sin manierismos. La quinta se reservaba varios ases debajo de la manga, pero ya tenía un halo de decadencia difícil de ignorar.



David Fisher, retratado por su hermana Claire para la causa.


Si contamos con que ésta es una serie de personajes, con pocas concesiones a la galería en forma de incógnitas sin resolver, podemos decir que su desarrollo e interés creciente es prodigioso. Muchas personas distintas pueden sentirse plenamente identificadas con los conflictos que plantea ‘Six feet under’; los más célebres vienen de la mano de las dos parejas Nate-Brenda y David-Keith, cuyos dramas nos sumergen en territorios conocidos y temidos por todos nosotros (miedo al compromiso, a la desilusión, a la pérdida). La línea argumental estrella de la primera temporada fue la homosexualidad de un cristiano amargado como David, cuya culminación se daba en la confesión maravillosa que le hace a su madre y en la reacción de ésta. Sin embargo, la sorpresa y fascinación de la segunda temporada tiene nombre y apellidos: Brenda Chenowith. ¿Quién no ha sentido escalofríos con su escalada de auto-destrucción ninfomaníaca? Si hablamos de retratos femeninos descarnados, éste se lleva la palma. ‘Six feet under’ siempre ha sido buena en tocar botones que nadie había pulsado antes, por vergüenza, por miedo al ridículo, por desconocimiento. Ahora llegaba el turno de hablar de la vaguedad existencial y la depresión crónica de la generación de los porros, y Alan Ball lo hizo de forma admirable, creando personajes irrepetibles como la madre de todas las madres, Ruth Fisher (sobrecogedora Frances Conroy), la patética Claire o la nunca suficientemente elogiada Brenda (y su monstruosa progenitora). Horas y horas de traka pura.




Las dos parejas emocionalmente pasadas de rosca de la serie.



El problema con ‘Six feet under’, y que a mí me llevo mucho tiempo ver, fue la indigestión de drama, o la gratuidad de la misma. La crítica norteamerica, siempre reacia a la hora de encumbrar esta serie (mucho mejor recibida en Europa), atacó su morbosidad y la forma en la que los personajes se hacían cada vez más odiosos. Yo nunca tuve esa sensación, pero sí creo que Alan Ball y sus guionistas abusaron de la fórmula hasta toparse con situaciones excesivas. Como ejemplo, el arranque de la quinta y última temporada. Una de las señas de identidad de la serie era retratar, en los primeros minutos de cada episodio, la forma en la que moría el que sería el futuro cadáver recibido y tratado por los Fisher. Se dieron secuencias memorables gracias a este pequeño ejercicio de guión. Sin embargo, la muerte del primer capítulo de la quinta me produjo una desazón obscena. Se trataba de la historia de una mujer que, desde el despacho de su psicóloga, trataba de reconducir su vida y superar todos y cada uno de sus traumas; la veíamos hablar con sus familiares, beneficiarse de la superación de sus miedos; cuando llega al último paso, su pareja la mata accidentalmente de una forma que ni siquiera puede ser descrita como ‘gore’, porque el término se queda corto. ¿Por qué? Ni siquiera las escenas más crudas de ‘The Wire’ o ‘Los Soprano’ se regodean tanto en la mediocridad de la vida humana (y si lo hacen, es por algún motivo narrativo bien justificado). ‘Six feet under’ no supo conformarse con tocar la fibra sensible, sino que la arrancó, la pisoteó y la cocinó sin aceite. Y lo peor de todo, sin un objetivo claro. Las desgracias empezaron a llover sobre los personajes como las plagas de Egipto. Y vale que la vida no nos debe nada, como se encarga de decirle Ruth a su a menudo agilipollada hija, pero ninguna vida se nutre única y exclusivamente de lo mismo, día tras día, hora tras hora. No hay vida sin cambio. Y Alan Ball no supo muy bien cómo cambiar y reactivar a sus apreciadas criaturas. ¿Qué es lo que pasó? Que sufrimos como cabrones con todos ellos, mientras echábamos de menos algunos de los capítulos edificantes de las temporadas pasadas, en los que todavía una sonrisa era posible.

Eso no quiere decir que no hubiese calidad. Estamos hablando de una de las mejores series de todos los tiempos, y el equipo de guionistas y realizadores, si bien tenían mucha pretensión artística en vena, también tenían un oficio que ya quisiera para sí cualquiera. Ahí tenemos el abrazo entre madre e hijo cuando a Nate le quedan unas pocas horas antes de someterse a una cirugía que podría costarle la vida (pocas escenas igualan el poder de emoción de este momento mágico). O la discusión monumental entre Nate y Brenda (quien haya visto la serie sabe a qué discusión me refiero; aquello marcó un antes y un después). O el capítulo en que a David, de repente, le empiezan a pasar un montón de cosas desagradables y todo lo demás deja de importar; sólo queremos que sobreviva. O, por tratar de algo que me movió profundamente, la frase que le suelta la tía Sarah a Claire cuando a ésta le deniegan una beca: “Maybe you are not an artist”. Patricia Clarkson nunca ha estado mejor como en ese momento de descarnada verdad en el que Claire tiene que contestar a la pregunta del millón, y seguir adelante con su vida. Todavía la quinta temporada tenía secuencias incendiarias como ésta. ‘Six feet under’, a pesar de algunos errores lógicos y humanos, nunca dejó de ser la serie en la que muchos nos miramos para buscar consuelo, sabiduría y, por qué no decirlo, también algo de atención. Porque muchas veces las grandes obras maestras también nos escuchan a nosotros.


¿Quién no ha visto a su propia madre en la gloriosa Ruth Fisher?



Alan Ball se embarcó, después de dirigir y escribir el último episodio de la serie (ni de lejos el mejor, aunque sus últimos minutos sean magníficos), en una historia vampírica de la que había mucho que extraer, y al menos eso hizo en la primera temporada (ver post número VI: ‘El vampiro Bill’). La segunda acaba de terminar en Estados Unidos, y se trata de un despropósito inusual en el señor Ball, una bacanal de tramas a medio pulir que dejan en muy mal lugar a una serie que prometió mucho más de lo que acabó dando. Todavía tiene un gran potencial, pero no sé si seré capaz de interesarme por él en un futuro. Lástima por True blood. He ahí una imagen del complicado rol de Marianne en la season finale (interpretada con mucho tino por la gran Michelle Forbes).




En la próxima entrega, David Lynch y su casa del terror. Hasta entonces, salud.


Sergio. 16/09/09.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

FELICIDADEEEEEEEEEEEEEEEEEESSSSSSSSSSSSS SERGIIIII!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!
entré en un ciber solo para felicitarte!!!!!!!
no todo el mundo puede celebrar su cumple en la india! disfrutalo!!!
un besazooooo

Anónimo dijo...

Llego un día tarde......ups!!!no me lo tengas en cuenta,más vale tarde que nunca.Munches felicidades,exprímelo todo a tope como ya ti sabes mi amol...jajja. Ahora dejasteisme sola en la pola.... cómo lo noto, échase de menos que os metais conmigo. Un beso muy grande pichi.

Gra.

Anónimo dijo...

Como cofundadora del Club de Fans de Brenda y tras leer esta tesina (que todos sabemos que es una tesis chiquitina) solo puedo decir que el que no ame a Brenda, tiene pelos en el corazón.

Te escribí, espero que lo haya leído.

Un beso enormus.

Ela