sábado, 30 de enero de 2010

117. La tubería.


La vida debería ser más absurda todavía. Hablemos de gente absurda.


- Los Chambers.


Llevo trabajando para los Chambers unas dos semanas y media, parones publicitarios incluidos (cortesía de la lluvia). John es el patriarca, hippie reconvertido en hostelero, como tantos otros. Se mudó a los confines del bosque hace treinta y cinco años, supongo que para no ser descubierto, y ahora tiene cuatro hijos, dos nietos y bastantes problemas respiratorios y cardiovasculares. Su mujer se llama Pam o Pat, y es maestra. Ninguno de los dos se priva a la hora de comer, y detestan limpiar lo que ensucian. Les encantan las novelas y el cine de ciencia ficción. Citando a John: “We are sci-fi people”. Y tanto.


Yo con John no me entiendo. Los desarreglos comunicativos comienzan con la frase “This is what we are going to do…”; a partir de ahí comienza el típico farfulleo australiano del que no suelo salir con éxito (de momento). El léxico del mundo de la construcción es superior a mí. La cosa se pone peor si John tiene que darme instrucciones a distancia. Una vez tuve que arrastrarme entre las vigas de madera que sostienen su casa para cortar una cantidad mareante de cables que ya no iban a ser utilizados.


Tira de ése de ahí.

¿Cuál, John?

El blanco.

¿Cuál de los blancos?

Ése.

No sé a cuál te refieres.

El de la derecha.

¿Tu derecha o la mía?

La tuya… no… ése… ¿no lo ves? El que es más gordo que ése otro.


John tiene mucha maña, pero la edad y el volumen que ha ido adquiriendo su cuerpo le impiden agacharse y hacer todas las tareas sucias de las que yo me ocupo. Por lo general, es un jefe afable muy dado a los piropos: “Eres un chico listo, Sergio” o “No tienes mucha experiencia, pero eres trabajador”… En fin, todo lo que se dice cuando se está pagando de forma discreta a un empleado nada cualificado pero harto voluntarioso. Sin embargo, hace poco que los piropos se le cayeron de la boca. Yo estaba cavando una zanja alrededor de una tubería de agua muy visible. No era como al principio, cuando no sabíamos a qué nos enfrentábamos bajo ese barro misterioso. No. Esta vez la tubería estaba plenamente desenterrada y lista para los fines que John dispusiera. Había que ser muy tonto para partirla en dos. Y he de decir que si hubiese intentado romperla, no me habría salido de forma tan limpia. El agua empezó a dispararse en todas direcciones con una furia pasmosa, y yo lo primero que hice ante tal evento fue rascarme la cabeza. Luego me abalancé contra el chorro, pensando que mi cuerpo podría detenerlo. Error. Llamé a John, primero de forma delicada, luego gritando. Cuando éste se dio por aludido, cerró por fin la llave del agua, lo que no impidió que yo, tan campante, me dirigiera a quitarme el lodo del cuerpo con la manguera.


¡John, esto no funciona!

¡PORQUE ACABAS DE CARGARTE LA TUBERÍA DEL AGUA, IMBÉCIL!


No lo dijo así, pero debería haberlo hecho. En mi defensa diré que estaba muy nervioso. En parte porque esa misma mañana había tapado varios agujeros con cemento, para que no entrasen las ratas en la despensa, y había quedado muy contento con el resultado. Incluso me permití un flirteo con su hija, Lauralee:


¿Lo has hecho antes, Sergio?

Laura… sé cómo tapar un agujero…


Fue una frase desafortunada. Si el delantal de Lauralee se hubiera caído al suelo, dejando al aire su pálida desnudez, cual película educativa de albañiles y amas de casa insatisfechas, no hubiese podido reaccionar. Soy un hombre incompleto.


Varias horas después, bajo una lluvia que no hizo más que empeorar las cosas, John arregló malamente la tubería maltrecha mientras yo extendía un plástico protector sobre su cabeza. Aunque me había dicho que no me preocupase, que eso le podía pasar a cualquiera, tenía el presentimiento de que ese incidente iba a repercutir en mis incursiones por su jardín. ‘Maldición’ pensé, ‘ya no me van a dejar coger el hacha, o el martillo de acero, con lo que me gustan’. Por lo pronto, ni siquiera me ha vuelto a llamar. A todo esto, Lauralee se partía el culo. Esa tarde me condujo de vuelta a casa (yo iba envuelto en toallas para no resfriarme) y, como es habitual en ella, quiso contarme la vivencia de la tubería rota desde su punto de vista, dando miiiiiiiil rodeos y atragantándose por la velocidad de sus palabras.


“…ha sido muy divertido, porque John se pone nervioso con estas cosas y puede llamar a cinco personas a la vez sin saber qué es lo que quiere de cada una de ellas, y cuando me llamó a mí estaba comprando en el supermercado, claro, tardé más de la cuenta porque vi una oferta de dulces y adornos de Navidad por un dólar, cuando antes costaban diecinueve con cuarenta y cinco, qué más da que ya haya pasado la Navidad, ¡un dólar!, y me los compré todos, los bombones de nuez de macadamia, porque me encantan las nueces de macadamia, aunque engorden, mi hermana las toma a menudo y así está, y luego vi unas orejas de reno muy monas que se las voy a poner a mi perro en cuanto llegue a casa, ya verás qué risa, con lo mal que anda el pobre y encima con orejas de luces, y también tenía que comprar jabón para el coche y manteles de plástico para la fiesta del domingo, y cuando salgo al parking, ¿qué veo?, que hay muchos más coches que cuando llegué, pero una barbaridad de coches, se ve que todo el mundo los sacó porque llovía, y ya me ves a mí dando una vuelta horrorosa para poder salir y mientras tanto el móvil sonando, y como lo tenía en el asiento trasero no podía cogerlo a menos que hiciese una flexión…”


BLABLABLABLABLA. Todo esto para decirme que John la había llamado para que comprase una pieza en la ferretería, sin la cual no podía arreglar lo que yo había roto. Así es Lauralee. Se lo perdonas porque esta chica es el tino personificado. Siempre tiene resaca, o le duele el dedo del pie porque se la ha caído una pizarra encima (¿?), o está jodida porque no se acuerda del nombre del perro de “Padre de familia”. Con sus padres habla de todo lo que se le pasa por la cabeza.


Ocho y media de la mañana. Salón de los Chambers.


Lauralee: Ay, papá, estoy borracha de ayer todavía.

John: No me digas.

Lauralee: Si me llegan a parar los de tráfico todavía doy positivo.

John: Por eso no quiero que vendas marihuana desde el coche.

Lauralee: Papá, no soy una puta estúpida.

John: Ya sé que no, amor.


Algunos pensarán que esto es exagerado, o irreal, pero no lo es. La gente de Yungaburra es así. Completan el cuadro la hermana menor de Lauralee, que lleva pamela dentro de casa y que a sus diecisite años viste mantillas y fulares de señora de cincuenta; y Mark, uno de los hermanos mayores, guionista incipiente que me ha pedido mi opinión sobre un proyecto de sitcom comedy acerca de una nave espacial llena de capullos a bordo (me recuerda a la española “Plutón berbenero”, pero es harto improbable que él haya llegado a verla). Sí, los Chambers son, definitivamente, “sci-fi people”. Y yo les he dejado sin agua para todo el fin de semana; a ellos y a sus clientes, que han tenido que marcharse. Yo, si la lío, la lío pero bien.


- Kate, Damian, Matt.


El albergue donde habito se distingue por su buenrollismo nada forzado. ¿O sí es forzado? Repasemos. Para Kate, una moza dicharachera con unos senos que desafían la ley de la gravedad, todo parece sencillo y factible, porque para ella apenas hay problemas en el mundo. Sus expresiones más socorridas son “Fair enough”, “That’s the way!”, “No worries, mate!”, y mi preferida, habitualmente pronunciada cuando se refiere a algún lugar común o a alguna situación típica: “Classic!” Adoro a esta mujer, es cotarro puro. Su celoso novio, Brendan, viene de vez en cuando y me arrincona con sus conversaciones suspicaces.


Así que fuiste al pub el viernes pasado con Kate…

Sí.

¿Qué tal lo pasasteis?

Bien. Estuvo muy bien.

Seguro. Uno se lo pasa muy bien con Kate, ¿a que sí?


Creo que Brendan ya está al tanto de que soy un hombre incompleto, así que dejará de preocuparse por mí y empezará a pasar revista al resto de los varones que pisan este planeta. A Kate le fastidia este aspecto de su novio, lo que no es de extrañar, porque ella tiene mucho tino, y se tira un montón de pedos cuando va borracha, y no es fácil encontrar a una chica con todas estas aptitudes.


Damian y Matt se turnan a la hora de hacer los circuitos turísticos por Yungaburra. Damian (al que conoceréis por las fotografías que os dejé en el post anterior) sonríe mucho. Demasiado. Creo que si la corteza terrestre se resquebrajase y el magma volcánico empezase a corroer sus piernas, seguiría mostrando esa hilera repugnantemente perfecta de dientes blancos. Dejando al margen este detalle, que puede esconder a un ser mucho más oscuro de lo que su higiene bucal sugiere, Damian se ha portado estupendamente conmigo y, no entiendo por qué, le caigo realmente bien. En el otro extremo, viviendo al margen de la sociedad con su perra Macy, tenemos a Matt, al que no hay que confundir con el otro Matt alcohólico del que os hablé en la primera parte de mi disertación sobre el exigente mundo de la droga. Este Matt es un australiano cerrado que vive en su caravana y sueña con la libertad. Le gusta tirarse a todas las turistas con las que ve una mínima posibilidad de roce. Incluso está escribiendo un libro sobre ello, titulado “Confesiones de un guía turístico”.


Matt: Trata de sexo, drogas y rock and roll.

Sergio: Muy bien. Aunque podrías prescindir del rock and roll.

Matt: Tienes razón.


Me dio la brillante idea de probar suerte en el mundo de las editoriales de guías turísticas y libros de viajes, algo que nunca había considerado con la cabeza fría. Veremos qué pasa.




Me despido. Ya sabéis lo que sucede el 2 de febrero. En primer lugar, nominaciones a los Oscar. Nada especialmente interesante. Ya he visto “The hurt locker”, la opción independiente del año. Es una buena película bélica, casi diría que muy buena, pero en mi opinión, la miniserie de siete episodios “Generation Kill” es infinitamente superior (sin condenar a sus personajes resulta menos conservadora que la visión de Kathryn Bigelow). Y cómo no, a eso de las cinco de la mañana (hora española), los ordenadores empezarán a echar humo para descargarse la season premiere de “Lost”, y yo ya tengo forma de verla (no sé si sucederá así con el resto de la temporada) así que nos vemos y debatimos y teorizamos y nos la comemos en el próximo post. Salud.


¡Juliet robó el pan de la casa de San Juan!

¿Quién, yo?

¡Sí, tú!

Yo no he sido.

Entonces, ¿quién ha sido?


Sergio. 30/01/10.

116. Diálogos que se perderán (I).


“John Connor gave me a picture of you once.
I didn’t know why at the time.
It was very old, torn, faded.

You were young, like you are now.

You seemed just a little sad.

I used to always wonder

what you were thinking at that moment.

I memorised every line,
every curve.

I came across time for you, Sarah.

I love you. I always have.”



Michael Biehn (Kyle) a Linda Hamilton (Sarah Connor)
en “The Terminator” (James Cameron, 1984).

115. La única verdad.

El mundo dejó

de hacerse daño.

La lluvia

viene de Marte.

No hay nubes negras

si no existe cielo.

El jardín

se podó solo.

Ayer amaneció

sin ti, como hoy.

La gente de los sueños

no tiene piel.

Hubo una vez,

y luego otra.

Yo nací

sin sexo.

El sol trae alegría

a los que se casan.

Pero la nieve

es una hija de puta.

Marta

es nombre de animal

y de mujer.

Dos juntos

no hacen nada.

La lógica

duerme.

La oscuridad

es la única verdad.


Ismael. 30/01/10.

domingo, 24 de enero de 2010

114. Barro.



Advertencia: hay fotos de bichos que reptan al final del post. Lo digo porque hay amigos de Ismael y míos que son sensibles a estos percales. Cuidaos, estéis en la selva que estéis. Un saludo.

































Sergio. 24/01/10.

113. Los que han sido llamados (Primera parte).



Hola, chatos. Sigo viviendo “en el canguro”, sigo trabajando con los Chambers (aunque con menos regularidad, porque está lloviendo constantemente y la tierra que tengo que excavar se vuelve cenagosa), sigo limpiando retretes y barriendo dormitorios de mochileros, y la vida es bastante hermosa y apacible, de esta guisa. Pero hoy vamos a hablar de otros temas.

El día que estuve desentrañando pollos conocí a Matt y a Ben, dos europeos que también se ganan la vida en Oz. Son gente despierta y afable que entra en la categoría de “mochilero con el que se puede hablar de algo que no sea rutas de viaje y clichés sobre nacionalidades”. También consumen toda la droga que pueden y beben hasta que les tiemblan las piernas. No son muy cautos. En Oz, la sola posesión de marihauna te puede llevar fuera de sus fronteras. Eso no pasa en Canberra, donde el cultivo y el consumo sí son legales. Con los ácidos sucede otra cosa muy curiosa. No te llevan a la cárcel, sino al hospital; es decir, no se te considera un delincuente, sino un suicida, y como tal te administran ayuda psicológica. Estas medidas han sido emprendidas por drogadictos, sin duda.

Durante unos días estuve frecuentando el porche de la casa de Ben, un espacio rústico-setentero con vistas a una bella granja azul. Allí éramos visitados por ranas de ojos rojos y roedores enormes. A las tertulias se unía Lauralee, o Miss Chambers, a la que ya todos deberías conocer y reverenciar. La conversación no iba muy allá, pero hubo algo que nos llamó mucho la atención. Ese algo es Nico.

Nico: los aborígenes australianos tienen una droga mucho más potente que el peyote. Se saca de la corteza de un árbol, y se chupa. El viaje dura diez o quince minutos, pero es mucho más severo que ningún otro. Yo sólo lo probé una vez. No necesito más. No soy muy inteligente. Los chamanes y los políticos de Canberra la toman, pero ellos sí son gente inteligente. Sí la necesitan. Tienen que estar lúcidos de verdad.

Nico tiene un espejo de la droga en sus dientes. Nació en el Pirineo francés, en un pueblo de diez casas habitualmente sellado por la nieve. Ahora vive pintando paredes, talando algún que otro árbol en el norte de Queensland, conduciendo tractores, haciendo casi cualquier tipo de trabajo imaginable. Flaco y rubio como una colmena, Nico es el otro huésped permanente de “On the wallaby”, y cuando no está cerrado en sí mismo o haciendo círculos de tierra en el suelo de su dormitorio, mantiene conversaciones bastante interesantes. Suele adentrarse solo en el bosque, y tiene los suficientes conocimientos como para salir vivo de allí después de dos días. Estoy hablando de un bosque con serpientes y arañas venenosas y bichos de cuento de hadas. ¿Qué hace en la naturaleza? Según él, lo siguiente:

a) Buscar, recoger y consumir hongos alucinógenos. No comercia con ellos.
b) Hablar con las piedras. Las rocas adecuadas te pueden poner en contacto con los muertos.
c) Enfrentarse a las fuerzas del bien y del mal, como quiera que éstas deseen manifestarse. Nos contó que una vez tuvo que pedir perdón al diablo, y éste, en respuesta, le abofeteó.

El bosque tropical en el que vive Nico es una caja de sorpresas pertinentemente iluminada. No sólo alberga una de las mayores despensas de drogas calmantes del planeta (morfina, cocaína, quinina, cafeína, nicotina) sino que el 70% de estas plantas tiene propiedades anti-cancerígenas. Los árboles despliegan con orgullo unas raíces que parecen pitones, y el suelo es mullido y traicionero. No quiero ni imaginarme cómo debe ser una noche de lluvia bajo las ramas de este universo, pero Nico lo vive con la generosidad de quien se ha dejado ir. O de quien ha sido llamado. Porque yo creo que no somos nosotros los que escogemos la droga, sino la droga la que nos escoge a nosotros. Hay quien la vive, la sufre o la desprecia. Ésa, en general, es una división aceptable a la hora de intentar comprender por qué el mundo es como es. Tres tipos de persona (si el conflicto fuera, realmente, entre dos partes, todo se habría terminado hace mucho tiempo; es por eso que casi todas las religiones hablan de una trinidad) y una llamada. Los que la perciben como ruido duermen en el océano. Los que enloquecen al escucharla se creen profetas, pero sólo acaban llegando a artistas. Los que abandonan todo para seguirla caminan vacíos por el bosque.

Ben: Me encantan las drogas. Pero no quiero que el diablo me abofetee.




Ayer vi “Antichrist”, de Lars Von Trier. Bastante peor de lo que imaginaba. Si Charlotte Gainsbourg, a la que no se puede llegar a entender ni compadecer, se hubiera hecho la famosa ablación en un plano general, el impacto hubiera sido mucho mayor que en ese inserto ridículo y desagradable, clítoris de plástico incluido. Nunca había visto a un Von Trier tan torpe, dando rodeos alrededor de una idea que parece demasiado grande para él. La película enferma, cansa y duele. Pero agradezco que se hagan cosas así, porque sin una película fallida no hay una obra maestra, y creo que es bueno amarlas a ambas. “El caos reina”. En lo que respecta a “La cinta blanca”, y contestando a Nabil por su comentario de la última entada, a Haneke le ha llegado la aceptación unánime con una historia que es mucho más accesible y “estética” que las otras. Yo también prefiero “La pianista”. Además, hay secuencias prácticamente recicladas de Bergman, pero con menos tacto. Sin embargo, el sentimiento invisible de la atrocidad sigue estando ahí. Me encantó el momento en que el profesor da un paseo en carromato con su prometida, y ésta empieza a temerle cuando él se desvía del camino. El espectador, arrastrado por una turbiedad cuyo origen no puede explicarse, pasa de la seguridad a la inseguridad en un ejercicio maravilloso de puesta en escena. No tiene la empatía de sus polémicas anteriores, pero “La cinta blanca” sí cuenta con secuencias memorables.

Matt y Ben se han marchado a un paraíso de mochileros llamado Byron Bay, y no creo que vuelvan. Pero ellos tampoco son de los que se pierden, como la célebre porreta que chillaba por las faldas del Himalaya. Nico, una estricta concubina de la droga, detesta el alcohol y vive amarrado a la tierra. A Ismael, que sí sabe lo que es escuchar, le encanta este hombre. A mí me da muchas ideas a la hora de intentar comprender a dos personajes de ficción que tengo en mente, pero también respeto mucho su actitud evasiva y su propensión al silencio. Se esconde.

Me gusta mucho este lugar del mundo. Sólo necesito que las lluvias paren un poco y me dejen trabajar todo lo que pueda. Mientras el viento entra por todas las puertas de este salón de piedra, pienso y lamento mucho haberme puesto algo pedante en los párrafos anteriores. Me gustaría ser menos pedante, y me gustaría ser menos perezoso a la hora de cambiar las cosas que escribo y no me gustan, pero hay cosas que no se pueden cambiar fácilmente y tengo que dejar que el tiempo se haga cargo. Es como intentar aprender los nombres de todas las cosas que existen cuando eso no es posible, y sólo te queda conformarte con lo que aprendes día a día. Por poco que sea, es lo único que tenemos. Salud.

Sergio. 24/01/10.

sábado, 16 de enero de 2010

112. La gallinita nazi, o cómo conocí a Lauralee Chambers.



En anteriores episodios de “Miss Kalashnikov”:

“…el turismo y cualquier otro sucedáneo están muy mal pagados, y la vida en Oz es harto cara como para andar haciendo el canelo detrás de una barra o limpiando mierda de retretes por una simple cama gratis…”

Tendré que tragarme estas palabras estúpidas. Se lo achaco a las malas vibraciones que tuve desde que puse mi pie temeroso en Cairns. Entre las rubias, los rubios, los aborígenes borrachos que me gritaban porque pensaban que les miraba fijamente (desde luego que lo hacía, pero yo soy así, miro), los precios elevadísimos, los escasos medios de transporte y una insospechada reducción de las posibilidades de empleo (la crisis ha llegado a Oz), mi mundo se desvaneció y pasé algunos de los minutos más jodidos que yo recuerde. Menos mal que sólo fueron minutos, y menos mal que me dio por huir de Cairns. Han pasado muchísimas cosas en los últimos días, tantas que parece que llevo viviendo aquí una eternidad, y ahora mismo lo veo todo desde otro ángulo, ése que aprendí a manejar cuando estaba en India y que parecía haber olvidado, no sé si por el jet lag o porque, simplemente, lo bueno siempre se olvida.

La recogida de plátanos estaba un poco paralizada y lo que yo quería era moverme, así que me cogí un autobús muy majo con dirección a las Tablelands, una extensa campiña pseudo-inglesa con muchos terrenos de cultivo y ramalazos de bosque tropical que lo asilvestran todo. No me hice fan inmediatamente. Llegué a Atherton, un buen pueblo para informarse y darse cuenta de que mucha gente antes que tú se propuso exactamente lo mismo, y esa gente lleva bastante tiempo viviendo en la misma madriguera. El ejemplo clásico de mochilero que se dedica a trabajar de temporero es irritante: van y vienen del curro, ven la Fox, se emborrachan en las verandas, descansan sobre una profusión de mierda que desafía la lógica… Yo no me veía viviendo así. A lo mejor soy una Señorita Pepis (nunca entendí de dónde viene este nombre, ¿alguien me lo puede aclarar?) pero es incuestionable que tengo problemas de comunicación, y ese panorama los iba a agravar notablemente. El jefazo de todo aquello, un italo-australiano gordo con mirada oscura, gestionaba los horarios de trabajo de los backpackers y componía una lista de espera para aquellos que, como yo, deseaban recoger mangos / limas / plátanos / cacahuetes... etc, pero que habían llegado demasiado tarde. O no. Porque aquello no era lo mío. No de esa forma. Hay formas gloriosas de desperdiciar tu tiempo, y aquella se llevaba la palma.

Sucedió un domingo en una lavandería. Yo leía la National Geographic mientras mi ropa daba vueltas en un tambor. Una mujer de aliento nicotínico fue tan amable de enseñarme las instalaciones y mostrarme dónde podía encontrar “más revistas para hombres”. Quién me iba a decir que todo eso nos llevaría a hablar de Yungaburra, un pueblo a tan solo doce kilómetros de Atherton. Sentí LA CORAZONADA, porque nada malo podía salir de aquella lavandería ni de aquella señora (su marido era aún mejor, con sombrero de cowboy y acento ininteligible). Salí a la calle y me permití un paseo relajado, algo que me había estado negando desde hacía días. La gente a mi alrededor parecía feliz con sus niños y con sus perros. Una chica detuvo su bicicleta a mi lado y quiso saber algunas cosas inofensivas sobre mí. La llovizna del trópico nos humedecía la ropa. Varios árboles después llegué al albergue. Los backpackers descongelaban su cena mientras veían “Dos hombres y medio”. Me dio mucha alegría saber que Yungaburra sería, con toda seguridad, mil veces mejor que todo aquel entramado que un par de listos se habían montado a costa de los turistas veinteañeros.

Llamé por teléfono al único hostal de bajo presupuesto que hay en Yungaburra, “On the wallaby”, sólo para confirmar mi llegada. (Nota: ‘wallaby’ es sólo uno de los varios tipos de canguro que viven en Oz; la expresión ‘on the wallaby’ se utiliza para aquellos que viajan por la carretera haciendo auto-stop o compartiendo el precio de la gasolina con algún amiguito ocasional). Kate, una de las encargadas del hostal, mujer atractiva donde las haya, me fue a buscar a la parada de autobuses de Atherton. Mi corazonada empezaba a aflorar y a enrojecer los lóbulos de mis orejas. “On the wallaby” es el típico lugar donde quieres detenerte y vivir durante unas cuantas semanas, y Yungaburra es tan encantadora y somnolienta como una siesta dentro de un sueño. Lo primero que hice fue inspeccionar con atención las múltiples fotografías de serpientes que colgaban de las paredes. Eso parecía una terapia de shock, y el ver cómo las pitones de por aquí devoran canguros enteros me hizo más valiente (¿tiene sentido?). Acto seguido pregunté a Kate por un cartelito que me llamó la atención: “SI TUS DOTES DE LIMPIEZA HACEN QUE CENICIENTA SE AVERGÜENCE DE SÍ MISMA, DÍNOSLO Y TE DAREMOS ALOJAMIENTO Y COMIDA GRATIS”. La idea de encontrar trabajo me parecía lejana y dificultosa, pero si al menos podía librarme del engorro de pagar una pensión completa, ¿qué mas quería? Kate no estaba segura de que necesitasen a alguien en plena temporada baja, pero me confió al criterio de su compañero Damian, que llegaría al día siguiente. Mientras tanto, me aventuré por el pueblo y dejé mi número de teléfono en todos los restaurantes (cuatro). Uno de ellos escondía a dos personajes extravagantes, Nick y Gina, un suizo y una italiana que me ofrecieron vivir en una caravana a cambio de pequeños trabajillos. Enseguida comprendí que no serían tan pequeños, pero aunque rehusé la oferta de vivir en un lugar que atraería a cualquier loco con motosierra de los alrededores, sí me uní a la iniciativa de arrancar algo de maleza de su jardín por unos pocos dólares. Esto se acabaría convirtiendo en una excursión a una granja avícola con el propósito de degollar y desplumar unos cuantos pollos. Así es Nick. Gina está, por lo general, más preocupada por dar consejos maritales por teléfono a las mujeres de Yungaburra.

A ver qué nos trae el buscador de imágenes sobre Yungaburra:





Mi día con los pollos fue memorable. Dos granjeros me apadrinaron e hicieron lo posible para no reírse en mis narices. Me acerqué con precaución a la carretilla donde las gallinas descabezadas todavía pataleaban, y pregunté si ya era el momento de meterlas en el caldero de agua hirviendo, a lo que me contestaron: “No, déjalas sufrir un poco más”. Fui obediente, y decapité a una gallinita nazi que había traído mucho dolor y sufrimiento al mundo. Desplumarlas tuvo gracia, pero sacarles los intestinos ya fue la monda. He de decir que Nick me explicó muy bien los pasos que había de seguir, aunque tardé mucho en deshacerme de toda la grasa que tenían pegada al gaznate. Esto ralentizó el proceso, pero la madame de aquella granja era una mujer comprensiva con muchos mangos que regalar, y me dio una buena comida como recompensa por hacer fisting con sus pollos. Al almuerzo se unieron otros lugareños, todos emigrantes italianos. El viento sopló y entró en la cocina donde yo, rodeado de un montón de desconocidos, me alegraba por fin de haber emprendido este viaje a Dios sabe dónde.

Ya no volví a trabajar con Nick y Gina porque, en “On the wallaby”, ese gran hombre de dientes blancos y frente impoluta llamado Damian me dio cobijo y el número de teléfono de otro gran hombre que necesitaba ayuda para construir un cobertizo. El hombre en cuestión es un hostelero que gestiona varias cabañas de lujo en el bosque que rodea el famoso Lago Eacham. Su nombre es John Chambers. Y una de sus hijas, la que me lleva y me trae en coche todos los días, responde al nombre majestuoso (estaréis todos de acuerdo conmigo) de Lauralee Chambers, nacida para protagonizar una saga en una plantación de sandías donde las conspiraciones son tan destructivas como las pasiones. Oh, Lauralee, Lauralee. El día que te vi por primera vez no sabía cómo admirar tus piernas blancas y tu ridícula minifalda vaquera sin ser visto. Eres tú la que harás de mí ese hombre bisexual que siempre quise ser, aunque sólo sea para dar la talla en el momento de tener mi primer hijo con Lady Ela de Castro. Oh, Lauralee. Sabes tanto sobre todo lo que afecta a los granjeros, a los animales en peligro de extinción, a los conductores que beben unas copas de más. Caminas descalza por el bosque sin miedo a que te piquen los bichos, y al posar tus taloncitos sobre la maleza te ajustas al vaivén de la tierra, bum bum bum bum, cadera arriba cadera abajo, y tu pelo negro se desprende durante unos segundos de tu espalda, y es un placer seguirte con la carretilla por el interminable jardín que gobiernas con pereza, linda Lauralee.

John sólo necesitaba un par de manos jóvenes que desalojasen la mierda que el resoplido de un ciclón había desperdigado por su propiedad (vendrá otro a finales de mes, estoy muy excitado con la idea). Una cosa llevó a la otra, y acabé picando suelos y construcciones de cemento muy extrañas. Mi instrumento favorito es un siniestro martillo de acero; con él he pasado momentos agotadores, pero es gratificante descubrir los puntos débiles de la piedra y resquebrajar sus vetas. Ahora John me quiere para varios días, puesto que desea levantar algo mucho más ambicioso y anexionarlo a la cocina de su casa. Mi capataz provisional es la salvaje y turgente Lauralee, y no podía estar más contento. Me pagan en mano todos los días, y salgo de las hectáreas de bosque que gobiernan los Chambers para trabajar de nuevo en el mantenimiento de “On the wallaby”, mi nuevo hogar. Aprendo (y sufro, pero sólo un poquito, lo justo) con mis nuevos conocimientos de jardinería, albañilería y construcción, y hago camas de huéspedes hasta las siete de la tarde. Luego ceno las chuletas y puré de patatas que Damian me prepara en su barbacoa, y caigo rendido tras ver un episodio de “Oz”, la primera apuesta de ficción de la HBO, estrenada en 1997 (el romance carcelario entre los personajes de Tobias Beecher y Chris Keller colorean la dulce soledad de mis noches).




Creo que viviré así hasta primeros de febrero, más o menos. Entre la belleza del bosque, la de Damian, la de Lauralee. Sudando mucho, ensuciando mi ropa, comiendo sándwiches. Tratando de avistar alguna alimaña, como los ornitorrincos que viven a cinco minutos del hostal, o los pequeños canguros que escalan árboles y duermen en sus ramas. O, ya puestos, un cocodrilo o una serpiente venenosa. No llegará la sangre al río.

Viendo la rápida evolución de los últimos días, ya no veo motivo de preocupación o de queja. Las cosas han ido encajándose solas desde el momento en que decidí tomármelo todo con calma. Cuando consiga llegar a mis primeros dos mil dólares, podré moverme al Northern Territory y a la tierra de Arnheim, santuario aborígen que me llama mucho más la atención que el arrecife de coral. Pero no construyo nada a mi alrededor con certezas. Jonh, Damian y Lauralee pueden desaparecer en cualquier momento, y yo deberé volver a la carretera con lo que haya podido ahorrar, mucho o poco. Pero tengo la intuición de que voy a saber hacer mejores balances de la situación, o al menos mostrar menos pánico que el acabé experimentando en mis primeros y “fatídicos” días en Oz. Sentía que había hecho una estupidez al venirme, que lo había planificado mal, que me había informado todavía peor, que esta vez iba a tener que dar marcha atrás. Menos mal que he sacado la brújula (y eso que la llevo a la espalda).

Salud.


—Recuerde —dijo Lampton—. «El Buda se encuentra en el parque.» Y trate de ser feliz.
Pregunté:
—¿Es él que ha regresado? ¿O algún otro?
Una pausa.
—Quiero decir... —empecé.
—Sí, ya sé lo que quiere decir. Pero, usted comprende, el tiempo no es real. Es otra vez él, pero al mismo tiempo no lo es; es otro. Hay muchos Budas, pero sólo existe uno. La clave para comprenderlo es el tiempo... Cuando pone un disco por segunda vez ¿interpretan los músicos la música una segunda vez? Si pone un disco cincuenta veces ¿los músicos interpretan la música cincuenta veces?
—Sólo una —dije.
—Gracias —dijo Lampton, e interrumpió la comunicación.

Philip K. Dick: “Sivainvi” (1980).


Sergio. 16/01/10.

jueves, 7 de enero de 2010

111. El Primer Mundo.



Hola, amigos y amigas, familiares y familiaras, adictas (quedémonos con el femenino) al universo de “Miss Kalashnikov”. Estoy en un bar llamado Serpent. Dicho bar tiene la discutible política de aceptar a mochileros como yo (aunque la mayor parte de ellos no tenga nada que ver conmigo). Me hacino muy gustoso en una alargada mesa desde la cual inicio la segunda temporada de este imprevisible diario de viajes. No creo que ninguno se haya despìstado a estas alturas, pero antes de aterrizar en Oz hice un desvío a mi España natal, donde me reencontré con gente muy añorada, es decir, con LA FAMILIA, en toda la amplitud que para mí tiene ese término. Ahora vuelvo a estar sin ellos, y la misantropía asoma de nuevo las orejas en esas largas horas de compañía conmigo mismo.

LA NAVIDAD.

Conocí a Enol, el bellísimo hijo de Ana y Héctor. Tuve a muchos niños sentados en mis rodillas, lo que evidencia el paso del tiempo. Vi Gran Hermano con mis amigos. Comí langostinos. Vi “Los abrazos rotos” con mis padres y “Celda 211” con mi hermana y mi cuñado, aunque la película española que me ha robado el corazón ha sido “El truco del manco”. Me vestí bien para celebrar el Año Nuevo. Fui incapaz de enseñar a mis chicas cómo se viste correctamente un saree. Creé un grupo musical con mi amiga Bego(ña), llamado “Las Mamas”, con grandes éxitos como “Cubo-hielo”, “Pezón contra pezón”, “Señor, déjate de ir a putas” o “Gramma mia!”. Pasé una noche deliciosamente etílica con Lady Ela de Castro y familia. Jugué a la Wi con Sonia. Vi la cuarta temporada de ‘Dexter’ (la mejor) y esa obra maestra de David Simon y Ed Burns llamada “Generation Kill”. Renové mi fascinación por mi amigo Chua. Me tiré una noche entera hablando con Nabil, que siempre tiene una envidiable facilidad para el ardil y el desconcierto. Mi amigo Civera me preguntó: “¿Y tú de qué vas?” (¡gracias!). Eché una maravillosa siesta con los Manus, Carol, Paco y la pequeña Pastora, a la que todavía le quedaba una semana para nacer. Hablé por teléfono con Víctor. Hablé con mucha gente. Comprobé lo extraño que es entender todo lo que se cuece alrededor de uno, después de un año entero de lenguas sub-asiáticas. Comí bacalao. No me tocó el gordo. Y estuve muy a gustito, en definitiva.

ME FUI UN DOS DE ENERO DESDE SANTANDER CAGAR Y VOLVER…

… el tren prohibitivo que nos llevaba del aeropuerto de Stanted al centro de Londres se detuvo por la típica desconsideración del que decide tirarse a las vías ferroviarias en la madrugada de un sábado. A mi lado, una rubia decía incoherencias mientras su resignado novio hablaba de negocios por teléfono. La rubia parecía algo retrasada, y su tono de voz me recordaba al de Judy Holliday en “Nacida ayer”. Cuando llegué a casa de Cris, una amiga de mi hermana que reside ¡en el centro de Londres! con su novio, era ya muy tarde y el frío había congelado mis dedos. Aborté cualquier idea de tomar una cerveza tardía y me reservé para el día siguiente, jornada percalera donde las haya. Empezó con un curioso circuito por el mercado de Camden, del que Nabil me había hablado maravillas. He de decir que me gustó todo lo que me puede llegar a gustar un lugar donde se compran cosas con dinero. Había un cierto aire satánico en el ambiente, y como colofón, una imagen de un macho cabrío gobernaba el puente que divide las tiendas góticas de las galerías culinarias. Mucho tino. Acto seguido, busqué un cine donde proyectasen “Das weisse band” (‘La cinta blanca’), y lo encontré, aunque me costase doce libras esterlinas. Bueno, si alguien se merece un desemboloso así, ése es Michael Haneke. Mucho más clásica y contenida que otras películas suyas, pero igual de turbia, esta OBRA DE ARTE tiene la rara cualidad de no dar un solo paso en falso durante ciento cincuenta minutos. Tal vez lo mejor sean las interpretaciones, aspecto infravalorado en todas las películas de Haneke. ¡Qué maravilla! ¡Y qué terrible e inmejorable final! Con el cuerpo conmovido, salí a la calle y comprobé lo desolador que es el Primer Mundo. Me aventuré a las terminales de Heathrow sin saber muy bien en cuál de ellas debía pararme y cogí, después de mucho deambular, el avión que me traería a Oz, apelativo cariñoso que utilizaré, como lo hace casi todo el mundo, para referirme a la gran isla, a Australia.




Oz se divide en seis estados gigantescos, una zona capitalina de embajadas internacionales y parloteo diplomático (Canberra) y una isla pequeñita donde reside el Diablo de Tasmania. Yo me encuentro en el noreste tropical, cerca del cabo de York, en el llamado estado de Queensland. Por un lado, tengo un apetecible arrecife coralino que se hará esperar hasta el momento en que mis bolsillos se puedan permitir un día bajo el mar. Por el otro, chicos y chicas de revista pasean con sus cafés helados por las calles larguísimas de una ciudad turístico-comercial, Cairns, que empezó exportando azúcar y acabó siendo el hogar de miles de viajeros en busca de trabajo temporal. En derredor, montañas de naturaleza obscena que me recuerdan a ‘Lost’, como lo hizo el aeropuerto de Sydney. Y todo el conjunto parece un vómito de la prosperidad (si lo comparo con la realidad india), pintarrajeado con casas de huéspedes de arquitectura surreal que me recuerdan a la banalidad que retrata Robert Altman en “Tres mujeres”. No os mentiré: hay pocas cosas que me seduzcan, a priori. Desde el albergue en que me encuentro (duraré poco por aquí) hasta el fiel tópico vacacional que impregna cada esquina de la ciudad, sólo la hospitalidad incuestionable de los australianos me roba alguna sonrisa. Pero eso se debe a que quiero ponerme a trabajar cuanto antes, y con un objetivo tan claro en mente, es difícil que pueda disfrutar de otra cosa. No hay playa de aguas verdes que me haga olvidarme de ello. Y mi carácter me pide pasar desapercibido en una granja, no dejarme ver por los pasillos multicolores de un hostal de surferos. Si no fuera porque a la gente de aquí le encanta ejercitar sus pasiones en las duchas comunes, estaría realmente aburrido.




"Three women", pesadillesca y aterciopelada como un susurro.


Un tal Johnny, rubio turbador con cara de muñeco de plástico, está gestionándome un curro desde su oficina. No parece que vaya a pedirme comisiones por ello. Si todo sale según lo previsto, y no tendría por qué ser así, pasaré mucho tiempo incomunicado; tal vez con un día libre a la semana en el que no estoy seguro de que vaya a tener acceso a Internet. De resultar algo parecido a esto, ni siquiera podría ver ‘Lost’, y aunque os podéis imaginar lo que eso significa, ya me he hecho a la idea de que este blog va a ser muy aburrido, muy inconstante (temporalmente) y no muy atento a la realidad audiovisual, para la que resucitaría a mediados de abril / mayo. Ésas son mis expectativas, ya que el turismo y cualquier otro sucedáneo están muy mal pagados, y la vida en Oz es harto cara como para andar haciendo el canelo detrás de una barra o limpiando mierda de retretes por una simple cama gratis. Para eso, prefiero el campo. ¡Hombre ya!

Un aspecto realmente llamativo es la recolocación de los aborígenes australianos en el estado capitalista de las cosas. Los que no han sabido o no han querido dar el brazo a torcer, se emborrachan bajo las palmeras algo artificiales del centro de la ciudad o en los bares de clientela aborigen, sórdidos y fascinantes, con un aire a taberna del salvaje oeste (habitaciones para huéspedes incluidas). Me interesa mucho esta gente, pero todavía no he tenido tiempo para hacerme coleguita de nadie. En una tienda de comida rápida muy zen que hay por una de las muchas calles idénticas de Cairns, las dependientas son casi todas aborígenes, tienen bigote y pelos en los brazos, y su trato es dulcísimo, como un baño de miel a las seis de la mañana.

La actualidad australiana está siendo muy reveladora, aunque es muy difícil encontrar un periódico que diga algo. Las políticas agrícolas están contra las cuerdas tras la ola de incendios (primero) e inundaciones (después) que han asolado gran parte del sur del país. El enésimo asesinato de un estudiante indio (precedido de otras agresiones racistas similares en el estado de Victoria) ha abierto la caja de los truenos en la diplomacia indo-australiana, por mucho que Paul Rudd se lamente en público. A una niña le picó una medusa; los titulares decían “NIÑA MILAGRO: DEBÍA HABER MUERTO, PERO SE SALVÓ”. Son de traka: acostumbrados a vivir con mambas negras y dingos que raptan bebés, ya no hay quien les quite el fatalismo de encima. Otras noticias hablan de criquet (también es el deporte nacional) y del supuesto mensaje subversivo-violento que desprende “Avatar”, un taquillazo que está escamando a mucha gente.

No tengo mucho más que decir, de momento. El jet lag ha sido monstruoso y me ha dejado un poco gilipollas para toda la semana. Os dejo este cotarro que necesito comentar…




¿Cómo son las parodias de la última cena? Obviemos que en este caso hay trece apóstoles y que se hayan pasado las posturas clásicas de la pintura de Leonardo por el forro. Me encanta la figura céntrica de Locke, que anuncia mucha oscuridad, conflicto y cotarro para esta última temporada. Sawyer está a su derecha, y es que Sawyer siempre ha sido el discípulo amado del calvito. Jin también está muy cerquita de él, no sé muy bien si por algo en especial o por motivos de descarte en la composición escénica (me inclino por esto último). Kate parece que está borracha. Sayid ocupa el lugar de Judas, y Jack el del descreído apóstol Tomás, ése del que ya nos habló Ben en la quinta temporada. Si alguien hubiese apostado por la importancia futura de Lapidus, le hubiésemos apedreado. ¿Y qué me decís de Illana y Claire, los dos entes femeninos más misteriosos de la sexta temporada? Soy tan fan de esta imagen que sólo puedo compartirla y teorizarla con la torpeza que me caracteriza en lo que a ‘Lost’ se refiere. Comentad, pero no dejéis spoilers, que a mí el otro día ya me dijeron una cosa muy peligrosa. ¡Hay que llegar virgen!

Un abrazo tropical. Si sobreviví al salto de los cinco grados bajo cero en la Gran Bretaña al vapor húmedo de los treinta y tres en el norte de Queensland, puedo aventurarme en las plantaciones sin problemas… espero. ¡Salud!

Sergio. 8/1/2010.

110. El desfile.

¡Músculo!
¡Corazón de piedra, amigo mío!

Gafas de sol y vas al desfile
admirado pedazo de carne
en la noche del sherpa te perdono el pelo

¡Amor! Sin ti sólo hay un acceso
lleno de… (¿me atreveré?)… lleno de…

Los niños de los valientes van sin dientes
las hijas de las vecinas son más bonitas
el sol te ha mecido en su cadena

¡Toallas! ¡De piscina!
el pasado es ahora así que no hagas marranadas

La carrera al lago hay que hacerla con cuidado
a quien madruga Dios le ayuda
y hoy tuve un despertar duro como una pirámide

¡Estamos parados! ¡Parados!
¡Haz algo, pronto, haz algo!

Sonrisas rubias (y dientes en fila india)
pegotes nada espontáneos de arena bajo los tobillos
gloria gloria aleluya hosana en el cielo y en la tierra

¡El desfile! ¡Ven al desfile!
Los primeros tendrán premio.


Ismael. 5/01/09.

109. Niña maltrecha.


No me dejaste ver

tu casita de muñecas.

No me serviste pajita,

con lo que me gusta.

No escuchaste mis historias

sobre los viejos tiempos.

Por eso te rompí el brazo.

Ahora estamos a pares.


Niña maltrecha, niña maltrecha.

¿Por qué te haces la estrecha?



Ismael os desea un FELIZ 2010.