sábado, 16 de enero de 2010

112. La gallinita nazi, o cómo conocí a Lauralee Chambers.



En anteriores episodios de “Miss Kalashnikov”:

“…el turismo y cualquier otro sucedáneo están muy mal pagados, y la vida en Oz es harto cara como para andar haciendo el canelo detrás de una barra o limpiando mierda de retretes por una simple cama gratis…”

Tendré que tragarme estas palabras estúpidas. Se lo achaco a las malas vibraciones que tuve desde que puse mi pie temeroso en Cairns. Entre las rubias, los rubios, los aborígenes borrachos que me gritaban porque pensaban que les miraba fijamente (desde luego que lo hacía, pero yo soy así, miro), los precios elevadísimos, los escasos medios de transporte y una insospechada reducción de las posibilidades de empleo (la crisis ha llegado a Oz), mi mundo se desvaneció y pasé algunos de los minutos más jodidos que yo recuerde. Menos mal que sólo fueron minutos, y menos mal que me dio por huir de Cairns. Han pasado muchísimas cosas en los últimos días, tantas que parece que llevo viviendo aquí una eternidad, y ahora mismo lo veo todo desde otro ángulo, ése que aprendí a manejar cuando estaba en India y que parecía haber olvidado, no sé si por el jet lag o porque, simplemente, lo bueno siempre se olvida.

La recogida de plátanos estaba un poco paralizada y lo que yo quería era moverme, así que me cogí un autobús muy majo con dirección a las Tablelands, una extensa campiña pseudo-inglesa con muchos terrenos de cultivo y ramalazos de bosque tropical que lo asilvestran todo. No me hice fan inmediatamente. Llegué a Atherton, un buen pueblo para informarse y darse cuenta de que mucha gente antes que tú se propuso exactamente lo mismo, y esa gente lleva bastante tiempo viviendo en la misma madriguera. El ejemplo clásico de mochilero que se dedica a trabajar de temporero es irritante: van y vienen del curro, ven la Fox, se emborrachan en las verandas, descansan sobre una profusión de mierda que desafía la lógica… Yo no me veía viviendo así. A lo mejor soy una Señorita Pepis (nunca entendí de dónde viene este nombre, ¿alguien me lo puede aclarar?) pero es incuestionable que tengo problemas de comunicación, y ese panorama los iba a agravar notablemente. El jefazo de todo aquello, un italo-australiano gordo con mirada oscura, gestionaba los horarios de trabajo de los backpackers y componía una lista de espera para aquellos que, como yo, deseaban recoger mangos / limas / plátanos / cacahuetes... etc, pero que habían llegado demasiado tarde. O no. Porque aquello no era lo mío. No de esa forma. Hay formas gloriosas de desperdiciar tu tiempo, y aquella se llevaba la palma.

Sucedió un domingo en una lavandería. Yo leía la National Geographic mientras mi ropa daba vueltas en un tambor. Una mujer de aliento nicotínico fue tan amable de enseñarme las instalaciones y mostrarme dónde podía encontrar “más revistas para hombres”. Quién me iba a decir que todo eso nos llevaría a hablar de Yungaburra, un pueblo a tan solo doce kilómetros de Atherton. Sentí LA CORAZONADA, porque nada malo podía salir de aquella lavandería ni de aquella señora (su marido era aún mejor, con sombrero de cowboy y acento ininteligible). Salí a la calle y me permití un paseo relajado, algo que me había estado negando desde hacía días. La gente a mi alrededor parecía feliz con sus niños y con sus perros. Una chica detuvo su bicicleta a mi lado y quiso saber algunas cosas inofensivas sobre mí. La llovizna del trópico nos humedecía la ropa. Varios árboles después llegué al albergue. Los backpackers descongelaban su cena mientras veían “Dos hombres y medio”. Me dio mucha alegría saber que Yungaburra sería, con toda seguridad, mil veces mejor que todo aquel entramado que un par de listos se habían montado a costa de los turistas veinteañeros.

Llamé por teléfono al único hostal de bajo presupuesto que hay en Yungaburra, “On the wallaby”, sólo para confirmar mi llegada. (Nota: ‘wallaby’ es sólo uno de los varios tipos de canguro que viven en Oz; la expresión ‘on the wallaby’ se utiliza para aquellos que viajan por la carretera haciendo auto-stop o compartiendo el precio de la gasolina con algún amiguito ocasional). Kate, una de las encargadas del hostal, mujer atractiva donde las haya, me fue a buscar a la parada de autobuses de Atherton. Mi corazonada empezaba a aflorar y a enrojecer los lóbulos de mis orejas. “On the wallaby” es el típico lugar donde quieres detenerte y vivir durante unas cuantas semanas, y Yungaburra es tan encantadora y somnolienta como una siesta dentro de un sueño. Lo primero que hice fue inspeccionar con atención las múltiples fotografías de serpientes que colgaban de las paredes. Eso parecía una terapia de shock, y el ver cómo las pitones de por aquí devoran canguros enteros me hizo más valiente (¿tiene sentido?). Acto seguido pregunté a Kate por un cartelito que me llamó la atención: “SI TUS DOTES DE LIMPIEZA HACEN QUE CENICIENTA SE AVERGÜENCE DE SÍ MISMA, DÍNOSLO Y TE DAREMOS ALOJAMIENTO Y COMIDA GRATIS”. La idea de encontrar trabajo me parecía lejana y dificultosa, pero si al menos podía librarme del engorro de pagar una pensión completa, ¿qué mas quería? Kate no estaba segura de que necesitasen a alguien en plena temporada baja, pero me confió al criterio de su compañero Damian, que llegaría al día siguiente. Mientras tanto, me aventuré por el pueblo y dejé mi número de teléfono en todos los restaurantes (cuatro). Uno de ellos escondía a dos personajes extravagantes, Nick y Gina, un suizo y una italiana que me ofrecieron vivir en una caravana a cambio de pequeños trabajillos. Enseguida comprendí que no serían tan pequeños, pero aunque rehusé la oferta de vivir en un lugar que atraería a cualquier loco con motosierra de los alrededores, sí me uní a la iniciativa de arrancar algo de maleza de su jardín por unos pocos dólares. Esto se acabaría convirtiendo en una excursión a una granja avícola con el propósito de degollar y desplumar unos cuantos pollos. Así es Nick. Gina está, por lo general, más preocupada por dar consejos maritales por teléfono a las mujeres de Yungaburra.

A ver qué nos trae el buscador de imágenes sobre Yungaburra:





Mi día con los pollos fue memorable. Dos granjeros me apadrinaron e hicieron lo posible para no reírse en mis narices. Me acerqué con precaución a la carretilla donde las gallinas descabezadas todavía pataleaban, y pregunté si ya era el momento de meterlas en el caldero de agua hirviendo, a lo que me contestaron: “No, déjalas sufrir un poco más”. Fui obediente, y decapité a una gallinita nazi que había traído mucho dolor y sufrimiento al mundo. Desplumarlas tuvo gracia, pero sacarles los intestinos ya fue la monda. He de decir que Nick me explicó muy bien los pasos que había de seguir, aunque tardé mucho en deshacerme de toda la grasa que tenían pegada al gaznate. Esto ralentizó el proceso, pero la madame de aquella granja era una mujer comprensiva con muchos mangos que regalar, y me dio una buena comida como recompensa por hacer fisting con sus pollos. Al almuerzo se unieron otros lugareños, todos emigrantes italianos. El viento sopló y entró en la cocina donde yo, rodeado de un montón de desconocidos, me alegraba por fin de haber emprendido este viaje a Dios sabe dónde.

Ya no volví a trabajar con Nick y Gina porque, en “On the wallaby”, ese gran hombre de dientes blancos y frente impoluta llamado Damian me dio cobijo y el número de teléfono de otro gran hombre que necesitaba ayuda para construir un cobertizo. El hombre en cuestión es un hostelero que gestiona varias cabañas de lujo en el bosque que rodea el famoso Lago Eacham. Su nombre es John Chambers. Y una de sus hijas, la que me lleva y me trae en coche todos los días, responde al nombre majestuoso (estaréis todos de acuerdo conmigo) de Lauralee Chambers, nacida para protagonizar una saga en una plantación de sandías donde las conspiraciones son tan destructivas como las pasiones. Oh, Lauralee, Lauralee. El día que te vi por primera vez no sabía cómo admirar tus piernas blancas y tu ridícula minifalda vaquera sin ser visto. Eres tú la que harás de mí ese hombre bisexual que siempre quise ser, aunque sólo sea para dar la talla en el momento de tener mi primer hijo con Lady Ela de Castro. Oh, Lauralee. Sabes tanto sobre todo lo que afecta a los granjeros, a los animales en peligro de extinción, a los conductores que beben unas copas de más. Caminas descalza por el bosque sin miedo a que te piquen los bichos, y al posar tus taloncitos sobre la maleza te ajustas al vaivén de la tierra, bum bum bum bum, cadera arriba cadera abajo, y tu pelo negro se desprende durante unos segundos de tu espalda, y es un placer seguirte con la carretilla por el interminable jardín que gobiernas con pereza, linda Lauralee.

John sólo necesitaba un par de manos jóvenes que desalojasen la mierda que el resoplido de un ciclón había desperdigado por su propiedad (vendrá otro a finales de mes, estoy muy excitado con la idea). Una cosa llevó a la otra, y acabé picando suelos y construcciones de cemento muy extrañas. Mi instrumento favorito es un siniestro martillo de acero; con él he pasado momentos agotadores, pero es gratificante descubrir los puntos débiles de la piedra y resquebrajar sus vetas. Ahora John me quiere para varios días, puesto que desea levantar algo mucho más ambicioso y anexionarlo a la cocina de su casa. Mi capataz provisional es la salvaje y turgente Lauralee, y no podía estar más contento. Me pagan en mano todos los días, y salgo de las hectáreas de bosque que gobiernan los Chambers para trabajar de nuevo en el mantenimiento de “On the wallaby”, mi nuevo hogar. Aprendo (y sufro, pero sólo un poquito, lo justo) con mis nuevos conocimientos de jardinería, albañilería y construcción, y hago camas de huéspedes hasta las siete de la tarde. Luego ceno las chuletas y puré de patatas que Damian me prepara en su barbacoa, y caigo rendido tras ver un episodio de “Oz”, la primera apuesta de ficción de la HBO, estrenada en 1997 (el romance carcelario entre los personajes de Tobias Beecher y Chris Keller colorean la dulce soledad de mis noches).




Creo que viviré así hasta primeros de febrero, más o menos. Entre la belleza del bosque, la de Damian, la de Lauralee. Sudando mucho, ensuciando mi ropa, comiendo sándwiches. Tratando de avistar alguna alimaña, como los ornitorrincos que viven a cinco minutos del hostal, o los pequeños canguros que escalan árboles y duermen en sus ramas. O, ya puestos, un cocodrilo o una serpiente venenosa. No llegará la sangre al río.

Viendo la rápida evolución de los últimos días, ya no veo motivo de preocupación o de queja. Las cosas han ido encajándose solas desde el momento en que decidí tomármelo todo con calma. Cuando consiga llegar a mis primeros dos mil dólares, podré moverme al Northern Territory y a la tierra de Arnheim, santuario aborígen que me llama mucho más la atención que el arrecife de coral. Pero no construyo nada a mi alrededor con certezas. Jonh, Damian y Lauralee pueden desaparecer en cualquier momento, y yo deberé volver a la carretera con lo que haya podido ahorrar, mucho o poco. Pero tengo la intuición de que voy a saber hacer mejores balances de la situación, o al menos mostrar menos pánico que el acabé experimentando en mis primeros y “fatídicos” días en Oz. Sentía que había hecho una estupidez al venirme, que lo había planificado mal, que me había informado todavía peor, que esta vez iba a tener que dar marcha atrás. Menos mal que he sacado la brújula (y eso que la llevo a la espalda).

Salud.


—Recuerde —dijo Lampton—. «El Buda se encuentra en el parque.» Y trate de ser feliz.
Pregunté:
—¿Es él que ha regresado? ¿O algún otro?
Una pausa.
—Quiero decir... —empecé.
—Sí, ya sé lo que quiere decir. Pero, usted comprende, el tiempo no es real. Es otra vez él, pero al mismo tiempo no lo es; es otro. Hay muchos Budas, pero sólo existe uno. La clave para comprenderlo es el tiempo... Cuando pone un disco por segunda vez ¿interpretan los músicos la música una segunda vez? Si pone un disco cincuenta veces ¿los músicos interpretan la música cincuenta veces?
—Sólo una —dije.
—Gracias —dijo Lampton, e interrumpió la comunicación.

Philip K. Dick: “Sivainvi” (1980).


Sergio. 16/01/10.

4 comentarios:

Manuel J. Greciano dijo...

Brevemente

ERES UN CRACK!!!!!!!!!

Maestrando dijo...

..bravo!.. camaleón..

Anónimo dijo...

Asegúrate que los aborígenes odian la carne extranjera....Ja Ja

Besos
Ludy

Anónimo dijo...

ea!

me alegro de que estés bien, y recuerda que el mago de Oz era un impostor, buena persona pero impostor.

Muchos cotarros en la recta final de GH, que ha dado un nuevo giro de guión y se precipita a su desenlace de una forma agridulce que ya te comentaré en un mail.

La cinta blanca una decepción. Si Haneke mola es porque consigue perturbarte durante el total del metraje. Lamentablemente, esta película no me ha creado ningún tipo de sensación. Ni buena ni mala. Me es indiferente. Es fría. Una pena.

El resto de temas te los comento por mail.

Suerte!!!!

Nabil