jueves, 30 de septiembre de 2010

168. El lahuán solitario, el arrayán partido.



En anteriores episodios de ‘Miss Kalashnikov’:

- Si no vienes conmigo haré de tu vida un infierno, Micaela. Empezando por tu peinado.
- Ese niño no era tuyo. Nunca lo ha sido. ¡Es el hijo de Satán!
- No podemos quedarnos aquí por más tiempo. Llueve odio sobre nuestras cabezas.
- ¡Bebo porque me gusta! ¿Me oyes? ¡Prefiero el vino blanco de mesa a estar más de un minuto contigo, Rafael!
- Me has tocado como un barco toca un iceberg… oh minita mía…
- Sigo en la Patagonia, de momento…



Hola, cariños. ¿Solución?


La chica de la solución sigue siendo la madrina
de la tercera temporada de 'Miss Kalashnikov'.


Abandoné la ciudad más austral del mundo y la isla que la cobijaba para encontrar el que de momento se ha convertido en mi lugar favoritísimo de Patagonia. Está en la base de los Andes, como casi todo lo que me da a mí que tiene tino por estos lares, se llama Parque Nacional de Los Alerces y limita, al sureste, con una pequeña y serena ciudad llamada Esquel y, al norte, con los fantásticos Cholila, Lago Puelo y El Bolsón, donde me hallo ahora mismo. Entremos en materia.

En mi búsqueda de una residencia temporal y un trabajo con ardil pensé que me iría bien probar en la antigua Meca argentina de los hippies (muy bien reflejada en la película ‘Salamandra’ de Pablo Agüero). ¿Por qué venían los hippies a El Bolsón, y por qué vienen los neo-hippies a día de hoy? No por las drogas, pillines. Sucede que además de la artesanía y los trapitos y la buena onda hay por aquí un terreno magníficamente aprovechado para el cultivo ecológico y una proliferación interesante de centros educativos alternativos donde las maestras susurran como si fueran hadas de cuento, así como refugios montañeses donde hombres de barba infinita miran por la ventana, beben mate y escuchan a José Larralde (o la combativa emisoria de radio local, siempre protegiendo los glaciares o cualquier reserva acuífera). No sé si os sonará bien. A mí me fascina.




Un fotograma de 'Salamandra' (Argentina, 2008).



Tras llegar a Esquel puse mi tienda de campaña en el jardín de un tío que todavía no había abierto sus instalaciones pero al que no le importaba cobijarme por una noche. Tampoco quiso cobrarme, todo un detalle. Hablamos de varias cosas: mochileros, millonarios que compran mitades enteras de países como Chile, enfermedades… A la mañana siguiente empaqué mis cosas de nuevo y, haciendo caso omiso a la mujer infernal de la Oficina de Turismo de Esquel, me interné en el Parque de los Alerces y comprobé que nada de lo que me había dicho aquella tipa era cierto. Había muchos senderos abiertos sin los cuales mi vida habría sido mucho menos colorida e interesante.

Una cuña publicitaria.

Transportes Esquel está llevado por un matrimonio de la zona con un tino descomunal. Mientras él conduce como puede por la carretera de ripio, ella ofrece caramelos, café y conversación a los viajeros amodorrados de su mini-bus. Con un poco de suerte, paran el carro y te sacan de dudas sobre los tipos de árbol que encuentras en tu camino, o te muestran la ajada cabaña de Butch Cassidy y Sundance Kid a orillas del Río Blanco. Agradecí mucho toda la información que me brindaron: itinerarios, campings gratuitos y muchísima sorna. Ella, en concreto, es fabulosa en este aspecto.

A veces hay que meter una cuña así.

Butch Cassidy, Ethel Pace y Sundance Kid.


Mi obsesión actual parece ser la botánica. Tengo un pasatiempo predilecto que consiste en pasear por el bosque y decir en voz alta el nombre de las plantas que me encuentro. Parezco un gilipollas. Aquí van mis favoritas del bosque andino-patagónico.



El alerce (en mapuche, lahuán, que significa ‘abuelo’) es la conífera más longeva del mundo. Su corteza es fantástica: agrietada y con textura resbaladiza, anaranjada, altísima. Sólo pude ver un lahuán solitario porque no pillé el barco que te lleva hasta un alerzal recóndito en el que viven ejemplares de tres mil años.




El arrayán tiene mogollón de tino. Corteza canela y fría al tener unos vasos circulatorios muy anchos. Crece mucho en las orillas de los ríos y lagos patagónicos. Y parece una jirafa.




Las hayas australes (‘Nothofagus’) son las reinas del bosque y el monte. Arriba del todo crecen las lengas, de las que me estoy perdiendo las hojas porque ahora mudan. El coihue puede llegar a proporciones gigantescas y está por todas partes. Pero el ñire, con sus elegantes farolillos amarillos, es la cosa más carnavalesca / fantasmagórica de todo el paisaje, sobre todo cuando el suelo está nevado. Los ñires del cerro Piltriquitrón son uno de los espectáculos visuales más bonitos en esta época del año, a mil quinientos metros de altura, cerca de un refugio maravilloso donde he vuelto a tener esa sensación de “casa en el fin del mundo” tras mi viaje al desierto de Gujarat, India.

Acampé a orillas de un lago desde el que se veían (y se reflejaban en sus aguas) unos picos nevados con glaciar en medio. Lo más bonito de todo es que ni me había hecho expectativas del lugar ni había ido buscando esos lugares a propósito. Todo se abría a la vista con un descaro y una belleza imposibles. La escarcha en la tela de la tienda, los tés en el interior de la misma, las pisadas de los zorros por la noche, el agua fría en la cara por la mañana y los dedos pálidos y el cielo estrellado austral… Realmente bonito.

Y dejo ya de aburriros con la flora para referiros que están surgiendo unos temas interesantes en El Bolsón. No sé si trabajaré en unos cultivos orgánicos que hay cerca de aquí, en mitad de la montaña. No sé si podré colar como refugiero en las cabañas del bosque. No sé si podré siquiera encontrar alojamiento gratuito a cambio de trabajo. Que las cosas pinten bien en un principio no dice nada de su evolución posterior. No quiero emocionarme mucho, pero la gente es simpática y el lugar no podría estimularme más (a pocas horas tienes unas vistas espectaculares de la Cordillera de los Andes). Así espero despejar algunas preocupaciones que haya podido generar el post “¿Por qué viajo?”; en él lidiaba con un tema tan complicado que acabé incluso cambiando la imagen del blog (con un nuevo apéndice de razones por las que la monarquía merece la pena). El viaje continúa hasta que tenga algo más de plata y capacidad de maniobra, y todo lo que dije acerca del fin de un ciclo sigue pareciéndome cierto. Por eso vamos a disfrutar lo que dure esto.

Próximamente, en ‘Miss Kalashnikov’:

- ¡No pongas ‘Mecano’! ¡Por favor, no pongas ‘Mecano’!.
- Siempre supe que eras un androide.
- Mi naturaleza es amar. Por eso tengo unos atributos tan amatorios, Selena.
- Quien no lo coma todo ve esta noche a la estricta Yolanda.


Sergio. 30/09/10.

martes, 28 de septiembre de 2010

167. Oh, they'll mix.





Hace tiempo que quiero compartir con vosotros este manual de instrucciones para fumarse un porro, cortesía de Milos Forman y Jean Claude Carrière, entre otros. A Carrière lo quiero mucho por su libro "Práctica del guión cinematográfico". De hecho, amo tanto ese libro que guardo en sus páginas una foto muy bonita de mi madre y unas hojitas de coihue porque sé que nunca lo voy a perder.

"Taking off" (USA, 1971) viene a ser un remake de muchos de los temas que Forman ya había tratado en su mucho más interesante filmografía checoslovaca. No deja de ser por ello una de las mejores comedias que he visto nunca, con los grandes Lynn Carlin y Buck Henry y una actuación alucinante de The Ike and Tina Turner Revue. Espero que os guste esta escena. La veo mil veces y siempre me meo de la risa con esas señoronas fumándose petas.

lunes, 27 de septiembre de 2010

166. ¿Por qué viajo?



No sé si era Tecnología de los Medios Audiovisuales o Análisis de la imagen u otra noble asignatura echada a perder por algún necio aburrido de la Complutense. Yo estudiaba en la biblioteca de Geografía e Historia, y de cuando en cuando lanzaba una mirada a la estantería. Había un volumen o varios sobre la India. Poco importaba que fueran aspectos del terreno, historia de su caída o palabras melosas sobre su arte y cultura. Quería ir allí. Y por entonces, la idea era clara como lo eran las ganas de terminar de estudiar aquella tontería que por poco me había hecho odiar lo que siempre había amado tanto.

Dos años después me pregunto “¿Por qué viajo?”. Me lo pregunto mirando el canal de Beagle, una lengua de agua oscura que te lleva al fin del mundo, a la Antártida, a las formas supuestamente intocadas, a los pingüinos, la maravilla, las bases científicas, Dios, las estrellas australes, el último paraíso de la Tierra. ¿Por qué viajo? Antes no había respuesta a esta pregunta porque la pregunta en sí misma no la demandaba. Tal vez era demasiado obvio que había que viajar. Pero siempre que se viaja así, es decir, sin ideas precisas de cuándo volver o de si se va a volver siquiera, es que se está huyendo de algo. Por inofensivo que sea. Si no, no habría razón alguna para moverse, y está claro que muchos sedentarios alcanzan una sabiduría más plena que el más inquieto de los nómadas.

Puesto que ya no huyo de nada, ahora sólo viajo. ¿Y por qué? ¿Qué hay en la Antártida, qué hay en la monstruosa extensión de Argentina y América y el mundo que me atrae tanto como para seguir lejos de mi casa? (Nótese que ‘casa’ no es necesariamente lo que uno mejor conoce; sé más de los árboles que crecen en el bosque andino patagónico que de la flora astur, y eso por poner un ejemplo facilón).

La Oficina Antártica es un pequeño cobertizo pegado al muelle aduanero de Ushuaia. Casi siempre está cerrada, sobre todo en esta época del año. Las caras amables que te reciben al otro lado del mostrador ya están más que entrenadas para desilusionar. “Ninguna de las empresas que organizan cruceros a la Antártida tiene sede aquí. Y por ‘aquí’ no quiero decir Ushuaia, sino Argentina”. Algo que no me hubiera venido mal investigar de antemano de no ser porque nunca pensé que conseguir un trabajo en un barco iba a ser tan fácil como preguntar en la oficina de turno. Sabía que necesitaba un contacto. En cuanto lo hice (un pescador llamado Pancho), me cayó encima toda la burocracia y todo el papeleo. Pasar las pruebas de navegación y cubrir todos los requerimientos me llevaría varios meses o un año. Por el contrario, si optaba por entrar en un barco de la mano del sector hostelero, necesitaría tener permiso legal para trabajar con una empresa norteamericana o canadiense, porque los chilenos sólo contratan nacionales y los argentinos no tienen mucho más que ese puerto.

La cosa se complicaba considerablemente. Y los gastos crecían y crecían en el plomizo fin del mundo. Los picos nevados estaban bien, los largos paseos en bosques de lengas y ñires, la contemplación de los curiosos parásitos que les crecen a éstos, llamados por los locales ‘farolillos chinos’… Todo eso me hacía esperar sin demasiada ansiedad.




En otro albergue de la ciudad, Charlotte (la francesa con la que había celebrado mi cumpleaños), hacía cosas parecidas a las mías. Ella tampoco tiene visado de trabajo y su español no es tan bueno como para que esta condición sea pasada por alto. Algunas noches hablábamos de esto y de lo otro mientras grupúsculos de turistas porteños se movían como sonámbulos por los corredores del edificio. Aunque estaba como las maracas de Machín, teníamos cierta conexión. Esto duró el tiempo que les llevó a los papás de Charlotte darle mil quinientos euros para un crucero de cuatro días hasta el Cabo de Hornos. Al fin y al cabo, la vida sólo es una, ¿o no?, le dijeron ellos por teléfono justo después de volver a inflar su cuenta bancaria. Dejé de sentir lástima por ella, evidentemente, y no nos volvimos a ver más. Me daba igual que fuera al Cabo de Hornos o a dar la vuelta a todo el continente helado. Mucho menos que recibiese una ayuda que yo no dudé en aceptar cuando empecé a viajar. Lo que me jodía es que se hubiera hecho pasar por alguien que no era. Y para mí la forma de ver estas cosas ha cambiado mucho en dos años.

Peti, la dueña del albergue fueguino en el que me hospedaba, tenía otros planes para mí que no tenían nada que ver con la Antártida. Todo empezó el día que les ayudé a cerrar una reserva por teléfono porque nadie allí hablaba buen inglés. Peti se me acercó al oído y me susurró que no estaba contenta con la chica que trabajaba para ellos y que yo podía ocupar su lugar. La chica en cuestión, si bien era cortita e incluso un poco holgazana, necesitaba ese trabajo si quería formar una familia con su novio, un profesor de instituto. Los sueldos de los profesores argentinos no son muy boyantes, desde luego. Que Peti me hiciese cómplice directo de esa estrategia me pareció algo muy incómodo. Por un lado, Charlotte me decía que la vida era cruel (un discurso muy gastado) y que si necesitaba currar no podía dejar pasar algo así de fácil. Por el otro, mi intuición me decía que no iba a ser feliz allí, limpiando mierda de porteños y viendo los barcos salir desde el canal de Beagle sin mí como tripulante. Aunque todo esto eran excusas. Lo que pasaba es que no me fiaba ni de Peti ni de nadie que prometiese mucho y de tan malas formas.

Así es como decidí marcharme de Ushuaia y de Tierra del Fuego. Rio Grande, la otra localidad importante de la isla, es un lugar ideal para morirse del asco si no encuentras trabajo. No tenía ganas de lucharlo demasiado. La naturaleza crudamente hermosa de esas latitudes me regaló imágenes increíbles (nieve azul resplandeciente bajo la luna, picos que parecían flotar en los aires, increíbles paseos por un bosque blanco bañado por el sol de invierno), pero no iba a ser mi hogar argentino. Sin dramas. A veces, existe dentro de uno ese pequeño conocimiento de que algo no va a salir bien. Si encima estás gastando cada vez más y más plata, lo mejor es largarse y empezar de cero en otra parte.

Y volvemos así a la pregunta del millón. ¿Por qué viajo?

Para estar solo, por supuesto. Estar solo es muy cómodo.

Para conocerme bien a mí mismo. Uno primero se conoce, luego se quiere, y luego ya viene todo rodado. O debería.

Para llegar a situaciones a partir de las cuales no quedan más cojones que aprender. Aprender y aprender.

Para reconciliarme con un mundo que no es sencillo amar. Mucho menos a día de hoy.

Pero ya está. Y si esto es todo, si esto es realmente todo lo que hay (que no es poco) no hay ninguna razón para seguir viajando así. O mejor dicho, toda esta práctica utópica se puede hacer en cualquier parte del mundo. No me sirve como excusa. A veces, tengo la sensación de repetirme mientras viajo. De que mi búsqueda de lo que coño sea que esté buscando es infinita y poco tiene que ver con tomar decisiones en un momento dado y empezar a construir cosas. Se caerán, pero hay que intentar construir cosas. A mí, por lo menos, eso me hace mucho bien.

Ya que no viajo para olvidar que una vez fracasé en dos cosas que me importaban mucho, y ya que los estímulos sensoriales del viaje podrían ser eternos y no conducir a nada, reniego de la Antártida. Mi sueño no es dejarme la piel con tal de ir allá. Mi sueño tiene mucho más que ver con hacer películas.

Sigo en la Patagonia, de momento. Quedan muchas cosas que hacer en Argentina, pero éste y otros descubrimientos de los que hablaremos aquí (o no) han dado ya sentido a este viaje. No el último, evidentemente, pero sí el fin de un ciclo que ha sido tremendamente generoso conmigo.





Sergio. 27/09/10.

domingo, 19 de septiembre de 2010

165. La América del libro.


Oh, queridos petreles. Qué de ítems tengo que contaros, y yo que me había propuesto escribir capítulos de dos o tres párrafos. Antes de nada, contestaré a Manu que en ‘Miss Kalashnikov’ no se habla de machos argentinos ni de machos de otras nacionalidades porque éste es un blog familiar y no puedo hacer partícipes a sus lectores de mis adicciones al sexo y al crack. Asimismo, gracias por vuestras felicitaciones, ya que he tenido un cumpleaños demencial que me dispongo a relatar tras unas palabras dedicadas a la fauna y a otras cosas bonitas.

En Puerto Madryn esperé durante el tiempo suficiente para ver a una ballena saltar fuera del agua. La verdad es que es imposible mirar al mar sin ver dos o tres ballenas, pero casi siempre sacan el lomo o el morro con una discreción inaceptable para el turista fotógrafo. Tuve suerte y las vi muy bien sin necesidad de tomar un barco y pagar sus tarifas. También vi cormoranes de pecho blanco y lobos marinos de un solo pelo, de los cuales aprendí que no son focas, sino otarios. Toma revelación. El camino que me llevó a la cala donde chillaban monstruosamente era tan bonito y desolador como un desierto daliniano. A un lado, el mar más azul que he visto nunca. En el cielo, nubes petrificadas con formas absurdas. Imposible que fueran casuales. En un momento dado, un guanaco (que viene a ser como el canguro patagónico) se acercó a mí y me olió el culo. La luz era plateada y exasperantemente bonita.



Acampar con tanto frío conlleva un sueño ligero y pesadillas sorprendentes. En una de ellas mi amiga Bego me dejaba usar la casa de un familiar suyo (¡creo que en Nava!) para hacer cosas malas de las que no se habla en este blog. Acabamos hablando Bego, su madre, el Quebrantahuesos y yo en un ambiente muy tenso. Y en Nava. Me desperté enroscado en mi saco de dormir. Tenía que coger… no, no digas ‘coger’… tenía que agarrar mis cosas raudo y veloz para tomar el colectivo hacia Camarones. Lo perdí. Así que me dije, “¡maldición, baja de una puta vez a Tierra del Fuego que, al fin y al cabo, ésa era tu excusa!”.

A la una y media del mediodía del quince de septiembre inicié un viaje de autobús de treinta y pico horas con destino a Ushuaia. Es decir, me iba a pasar todo el día siguiente, mi cumpleaños, a bordo de un colectivo maloliente (porque a esas alturas del viaje ya todo el mundo se habría quitado las zapatillas). El principio no estuvo mal. Nos pusieron una película en la que Anne Hathaway y Kate Hudson se peleaban porque no querían casarse en el mismo día. O algo parecido. Luego se subió un chileno insoportable que olía como el alcantarillado de Calcuta y decidió sentarse a mi lado porque le había dado un cigarrillo en la parada de Comodoro Rivadavia, y eso debió hacerme simpático a sus ojos. Qué pronto le iba a hacer cambiar de opinión.

El chileno: Yo viví en el País Vasco. Allí me llamaban ‘El señor Chocolate’. Jeje.
Sergio: Jeje.
El chileno: También me perdí haciendo la ruta del bacalao. Jeje.
Sergio: Vaya.
El chileno: Pero nunca probé el caballo. Yo soy un artista. ¿Quieres cerveza?
Sergio: No.
El chileno: Luego trabajé para Pescanova.

Sergio quiere morirse en este momento. Le gustaría saber cómo acaba la película de Kate Hudson y Anne Hathaway, pero el chileno no le deja concentrarse. Habla y habla y habla y huele y huele y huele.

El chileno: Sós muy aburrido, ché.
Sergio: Sí, lo soy.
El chileno: Me cambio de sitio.
Sergio: Muy bien.
El chileno: Ah. Y vos no vas a conocer la América real. Lo tuyo es la América del libro.

La gente a la que le gusta escucharse es realmente atrevida.

Menos mal que en Rio Gallegos conocería a Reinaldo, un argentino de Tucumán la mar de majo con el que por fin me inicié en el ritual del mate. O el matesito, como prefiero llamarlo. Ya amanecía y en el autobús éramos los que más tino teníamos, con nuestro matesito y los cotarros sexuales de Reinaldo pregonados a viva voz. Qué fácil es enterarse en cinco minutos de la vida íntima de un argentino. Este tema me está refiriendo un montón, así como la obsesión nacional con el amor y el psicoanálisis.

Se nos sumaría mucha gente. Entre ellos, Charlotte, una francesa muy chalada con la que me emborraché al llegar a Ushuaia. Pero no hablemos de eso todavía. Tras cruzar el estrecho de Magallanes y rejuvenecer diez años a fuerza de exponer nuestros rostros al viento, vendrían las oficinas de inmigración. Entrar en Chile, salir de Chile. En una cola particularmente cansina, una pareja septuagenaria (ella argentina, él neoyorquino) me cantó el ‘Happy birthday’ hasta que un oficial les pidió que guardasen silencio. Soplé la llama de un mechero para entrar, oficialmente, a tener veintiséis tacos. Mientras tanto, el viento levantaba el polvo del desierto a un cielo sin nubes. Todo el norte de la Isla Grande de Tierra del Fuego es una llanura amarilla desoladora que podría destrozarte el corazón. Más abajo, el paisaje se vuelve montañoso, alpino. Ríos azules marinos de resplandor alcalino surcan páramos y valles nevados. Belleza psicotrópica.



Tengo a Reinaldo cerca, en otro pueblo de la isla, y me anima la idea de poder volver a verle si las cosas no salen bien en Ushuaia. No está fácil el tema de los barcos, más que nada porque la temporada no comienza hasta dentro de cuatro semanas y esperar en un lugar como Ushuaia, la ciudad más austral del mundo, es harto caro. No obstante, me hospedo en un sitio muy familiar donde he vuelto a toparme con raciones severas de hospitalidad argentina. Ayer cené con dos familias y un guarda de prisiones porteño y me lo pasé bárbaro. Ya empiezo a decir cosas como ‘me recagué de la risa’. Todos se recagan de la risa con mis boludeces, sobre todo las que conciernen al VERBO, ese VERBO.

Sergio: Tengo que coger el autobús.
Vera: Bueno, cada uno se coge lo que puede, pero un autobús… sós un poco extremo, flaco…


O la Concha.

Sergio: Claro que es un nombre de mujer. Yo conocí a un par de Conchas.
Peti: ¡Menos mal!


Peti es la dueña del albergue, una señora muy dicharachera a la que le encanta el vino y cuando quiere ser servida levanta su vaso y se pone a temblar.

Me dispuse a escribir episodios cortos y eso es lo que voy a hacer. Contaría decenas de anécdotas pero soy consciente de que la lectura en Internet es rápida por definición y… bueno… también estoy un poco cansado, que esto de llegar al fin del mundo agota un poco. A ver si puedo hacerme con las Antárticas. Si no, otra alternativa habrá. Y las que me cruzan la cabeza son muy estimulantes (al fin y al cabo, en Sudamérica estamos, que todavía no me lo creo, ché). Pero no pararé hasta agotar todas y cada una de las posibilidades que me puedan llevar al continente helado.

Me acaban de dar ánimos tras una cordial sesión de whisky. Afuera nieva. Viva la intimidad instantánea con desconocidos, y viva el viaje.


Sergio. 19/09/10.

sábado, 18 de septiembre de 2010

164. (Algunos de) Los amigos de ‘Miss Kalashnikov’.



Muchos sabréis que no tengo cámara de fotos ni intención alguna de hacerme con ella. Eso hace de este blog una aventura muy poco ilustrada, que no ilustrativa. Pero a veces salen a la luz pequeñas joyas, producto de no recordar cuándo había una cámara presente y bajo qué circunstancias. Agradezco a mis amigos que compartan conmigo estas imágenes, y con ello espero hacerme perdonar por no dar casi nunca ninguna a cambio.

















163. Ismael ha muerto; larga vida a Ismael.


Me di cuenta
poco a poco
de que no me necesitas.
No pediste que me fuera
pero tampoco quieres que vuelva.
Existo
como bien podría no existir.
No hago más que forzar en voz alta un sueño que te atribuyo.

Ismael ha muerto.
Larga vida a Ismael.


Ismael. 9/9/10.

*Con esto concluyen las publicaciones de Ismael en ‘Miss Kalashnikov’.

lunes, 13 de septiembre de 2010

162. Season premiere: “Maradona tiene un gran dolor.”



Abrumado, enfadado, empapado, cansado, cagado, alucinado, solo. Son sólo algunos de los estados físicos y mentales que acabo de atravesar. Como siempre que llego a un país nuevo, me cuesta sentarme y escribir lo que sucede. La cabeza tarda en despejarse y las ideas son pocas y ridículas. Pero ahora que las circunstancias me tienen sin gran cosa que hacer, voy a intentar poner un poco de orden. Sólo se me ocurre empezar chillando: “¡Solución!”, como haría Ana López en mi pellejo. Ah, ¿que no sabéis quién es Ana López?




Ésta es Ana López. La chica de la solución. Ella la tiene, pero no está dispuesta a compartirla contigo.

Vamos a poner las cosas en su sitio. He leído el último post y me horroricé. ¿Cuándo y cómo me volví tan pedante y aburrido? El caso es que esta tercera temporada de ‘Miss Kalashnikov’ va a estar protagonizada por el cotarro, aunque no lo haya y me lo tenga que inventar. Diantres, si yo tuviera que leer cosas como ‘El océano y las rocas’ tendrían que asistirme con estimulantes o pagarme. Pero no hagamos leña del árbol caído. Estoy en Argentina.

La primera vez que oí ese nombre fue, seguramente, cuando alguien se refería a mi abuela. Se llamaba ‘Argentina’, pero yo siempre eliminé el ‘ar-‘ del principio, retrasando así mi conocimiento del país que la daba nombre. ¿O era al revés? Con el paso de los años, descubrí que Argentina era un lugar vasto de Sudamérica donde vivía gente de acento ligeramente irritante. Eso sí, hacían buenas películas y anuncios publicitarios. El detonante de mi presencia aquí fue la Antártida y mi fascinación con el frío y el hielo. Argentina es uno de los pocos lugares, o a efectos prácticos el único, desde el que se puede visitar la gran masa de hielo, y cuando leí este interesante dato me di cuenta de que una visita a Ushuaia y alrededores era inevitable. Por eso estoy aquí.

Han pasado muchas cosas en el último mes que desdibujan un poco estos objetivos tan nobles. No lo puedo evitar, y ya son demasiadas las voces en mi cabeza que me piden que haga otra cosa. No es menos cierto que las voces de mi cabeza son unas hijas de puta y me engañan cuando estoy débil. Durante estos primeros días en Argentina han tenido muchas oportunidades de hacer conmigo lo que han querido. Me explico.

Cogí (¿o debería decir “tomé”?; estoy teniendo muchos problemas acá con eso) un avión de Iberia hasta Montevideo, un avión cargado de uruguayos maleducados y azafatas espantosas. Menos mal que dormí mientras las pantallas de plasma nos torturaban con imágenes de ‘Cartas a Julieta’ o ‘The karate kid’. El segundo avión tardaría cuarenta minutos en llegar a Buenos Aires y me abandonaría a mi suerte en el céntrico Aeroparque Jorge Newbery, desde donde no tardé nada en llegar al albergue. Mi primera impresión de la capital argentina fue una nube densa y naranja sobre casas y edificios, y eso me dio mucha pereza. Esta sensación se iría incrementando progresivamente.

No es que no me guste Buenos Aires. Es que no soporto pasar muchos días en un ciudad que, literalmente, no me apasione. Las ciudades son malignas.

Mientras degustaba una ‘picada’ (tablita de embutidos) vi el partido amistoso que jugaron las selecciones argentina y española. Os podéis imaginar las bromas que tuve que escuchar durante y después del evento. Un comentarista ávido de sangre española decía que Maradona ya no podía ver en directo ningún partido de su selección y se lo tenía que retransmitir un amigo suyo. Según él, “Maradona tiene un gran dolor”.

Mi mayor preocupación al llegar a Buenos Aires fue encontrar un tipo de cambio favorable a mis dólares australianos, lo que se convirtió en una odisea de bancos, casas de cambio especializadas en el robo a mano armada y mucha, mucha gente abarrotando las calles grises del centro financiero. Había manifestaciones, pintadas, indigentes, ricas y borrachas. Con el paso de las horas asumí que perdería bastante dinero; más o menos, el equivalente a un día de trabajo en el mercado de Melbourne. Aun así me acerqué al aeropuerto internacional Ezeiza, en cuyas oficinas de cambio del Banco de la Nación había leído que tenían los tipos más razonables. Pero no. El paseíto, de dos horas de ida y otras dos de vuelta, me llevó por los barrios más miserables de una capital realmente decrépita. Tras conocer esto, no tenía muchas ganas de visitar el barrio de Palermo, ‘el sueño de la clase media’ según la Lonely Planet. Qué horror.

Hay carteles por toda la ciudad que anuncian un gran evento en Luna Park: “Néstor habla a la juventud; la juventud habla a Néstor”. Néstor es el señor Kirchner, aunque yo, todavía no muy puesto en política argentina, lo tomé al principio por un cantautor. El resultado es el mismo. La juventud no necesita hablar. Ya se ha dicho todo. La juventud necesita poner bombas.

Y desde el momento en que decidí salir pitando de Buenos Aires, como ya hiciera en Mumbai y Cairns, todo se puso complicado. Necesitaba cosas: una cocina portátil, elementos fundamentales de cocina como una tabla o un cucharón, y comida. Primera lección: nunca hagas la compra bajo el síndrome del jet-lag. Acabarás comprando vino blanco para el risotto como si la cocina de cámping necesitase ese tipo de lujos. El resultado fue que no podía moverme con la cantidad de productos más o menos inservibles que había adquirido para mi expedición patagónica. Aun así, con mis dos cojones, me despedí de la dicharachera Vera (una de las encargadas del albergue, sin duda lo mejor que me pasó en Buenos Aires junto a la película ‘La pivellina’) y tomé el colectivo hacia la estación de Retiro. Segunda lección: no seas rata y píllate un taxi si vas a moverte con tanto trasto. Los porteños de aquel autobús se acordaron de toda mi familia, estoy seguro. En un momento dado, decidieron que ya era hora de que me bajase, y yo, que soy muy obediente, me bajé. Justo en ese momento se puso a llover. Qué digo llover. DILUVIAR. Semejante lluvia se reserva para los cuentos bíblicos o las películas de catástrofes, no para la vida real. En diez segundos tenía todo empapado. Mi mayor preocupación era el ordenador, así que corrí como pude hasta la estación sin ver siquiera los chaparrones que caían de las cañerías. Así de espesa y monstruosa era esa lluvia del infierno. Me resguardé, por fin, bajo el primer techo que atisbé en muchos metros e hice recuento de los daños. Milagrosamente, el móvil estaba bien. El dinero acabaría secándose. Mi librito de recetas de cocina no acabó bien parado. Y el ordenador estaba intacto. Pero yo era un charco andante, así que hice un último esfuerzo para llegar a las dársenas de autobuses cruzando pequeños pantanos improvisados sobre el asfalto. Buenos Aires está tan preparada para la lluvia como lo puede estar Madrid.

Ya en la estación, me cambié de ropa en los baños bajo la severa mirada de un guarda que no dejaba que nadie mojado entrase en los váteres. No entendí ni entiendo la razón. Lo que originó esa prohibición absurda es que no me atreviese a quitarme el calzoncillo delante de un puñado de desconocidos. Yo, que me debo al nudismo y al exhibicionismo. Me mantuve algo húmedo durante las veinticuatro horas siguientes, pero al menos no agarraría una pulmonía.

El viaje hasta Puerto Madryn, mi primera parada en mi lento periplo a Tierra del Fuego, fue largo y maloliente. Me desperté a eso de las nueve de la mañana con unas ganas terribles de cagar, producto del sándwich de jamon york y queso que me había comido la noche anterior. Pensé, ‘bueno, aguántate, esto no va a ser como cuando paraste un autobús en Nepal’. Bueno, pues iba a ser incluso peor.

Sergio: Oiga, ¿puede abrirme la puerta del baño?
Conductor: Lo siento, está cerrado.
Sergio: ¿Por qué?
Conductor: Me lo cagaron entero. ¿Qué querés hacer vos?
Sergio: Cagar.
Conductor: Lo siento. La siguiente parada está a cuarenta minutos.
Sergio: No puedo esperar cuarenta minutos. Si no fuera una emergencia, no estaría hablando con usted ni distrayéndole de sus quehaceres en esta carretera tan rutinaria. (Dije algo menos, pero bueno…)
Conductor: Entonces, paro el auto y bajás un momento. Allí, detrás del montesito…


Y cagué detrás del montecito, bajo la indiscreta mirada de los pasajeros de un autobús de dos pisos. Tercera lección: come fruta durante el viaje, fruta y sólo fruta.



En Puerto Madryn el pasatiempo es ver ballenas. En concreto, la ballena franca austral, un mamífero que me vuelve loco, aunque no tanto como el cachalote. En pocas horas comenzaré una excursión en soledad por la costa, si es que consigo aligerar el peso (no aprendo de los errores del pasado, no aprendo), y os contaré todo lo que surja de ahí, e incluso lo que no surja. Debería encontrarme con focas y pingüinos por el camino, si tengo suerte.

Sed buenos. Y no os déis por vencidos, como Maradona. Un nuevo Miss Kalashnikov está a punto de nacer.

Sergio. 12/09/10.