lunes, 27 de septiembre de 2010

166. ¿Por qué viajo?



No sé si era Tecnología de los Medios Audiovisuales o Análisis de la imagen u otra noble asignatura echada a perder por algún necio aburrido de la Complutense. Yo estudiaba en la biblioteca de Geografía e Historia, y de cuando en cuando lanzaba una mirada a la estantería. Había un volumen o varios sobre la India. Poco importaba que fueran aspectos del terreno, historia de su caída o palabras melosas sobre su arte y cultura. Quería ir allí. Y por entonces, la idea era clara como lo eran las ganas de terminar de estudiar aquella tontería que por poco me había hecho odiar lo que siempre había amado tanto.

Dos años después me pregunto “¿Por qué viajo?”. Me lo pregunto mirando el canal de Beagle, una lengua de agua oscura que te lleva al fin del mundo, a la Antártida, a las formas supuestamente intocadas, a los pingüinos, la maravilla, las bases científicas, Dios, las estrellas australes, el último paraíso de la Tierra. ¿Por qué viajo? Antes no había respuesta a esta pregunta porque la pregunta en sí misma no la demandaba. Tal vez era demasiado obvio que había que viajar. Pero siempre que se viaja así, es decir, sin ideas precisas de cuándo volver o de si se va a volver siquiera, es que se está huyendo de algo. Por inofensivo que sea. Si no, no habría razón alguna para moverse, y está claro que muchos sedentarios alcanzan una sabiduría más plena que el más inquieto de los nómadas.

Puesto que ya no huyo de nada, ahora sólo viajo. ¿Y por qué? ¿Qué hay en la Antártida, qué hay en la monstruosa extensión de Argentina y América y el mundo que me atrae tanto como para seguir lejos de mi casa? (Nótese que ‘casa’ no es necesariamente lo que uno mejor conoce; sé más de los árboles que crecen en el bosque andino patagónico que de la flora astur, y eso por poner un ejemplo facilón).

La Oficina Antártica es un pequeño cobertizo pegado al muelle aduanero de Ushuaia. Casi siempre está cerrada, sobre todo en esta época del año. Las caras amables que te reciben al otro lado del mostrador ya están más que entrenadas para desilusionar. “Ninguna de las empresas que organizan cruceros a la Antártida tiene sede aquí. Y por ‘aquí’ no quiero decir Ushuaia, sino Argentina”. Algo que no me hubiera venido mal investigar de antemano de no ser porque nunca pensé que conseguir un trabajo en un barco iba a ser tan fácil como preguntar en la oficina de turno. Sabía que necesitaba un contacto. En cuanto lo hice (un pescador llamado Pancho), me cayó encima toda la burocracia y todo el papeleo. Pasar las pruebas de navegación y cubrir todos los requerimientos me llevaría varios meses o un año. Por el contrario, si optaba por entrar en un barco de la mano del sector hostelero, necesitaría tener permiso legal para trabajar con una empresa norteamericana o canadiense, porque los chilenos sólo contratan nacionales y los argentinos no tienen mucho más que ese puerto.

La cosa se complicaba considerablemente. Y los gastos crecían y crecían en el plomizo fin del mundo. Los picos nevados estaban bien, los largos paseos en bosques de lengas y ñires, la contemplación de los curiosos parásitos que les crecen a éstos, llamados por los locales ‘farolillos chinos’… Todo eso me hacía esperar sin demasiada ansiedad.




En otro albergue de la ciudad, Charlotte (la francesa con la que había celebrado mi cumpleaños), hacía cosas parecidas a las mías. Ella tampoco tiene visado de trabajo y su español no es tan bueno como para que esta condición sea pasada por alto. Algunas noches hablábamos de esto y de lo otro mientras grupúsculos de turistas porteños se movían como sonámbulos por los corredores del edificio. Aunque estaba como las maracas de Machín, teníamos cierta conexión. Esto duró el tiempo que les llevó a los papás de Charlotte darle mil quinientos euros para un crucero de cuatro días hasta el Cabo de Hornos. Al fin y al cabo, la vida sólo es una, ¿o no?, le dijeron ellos por teléfono justo después de volver a inflar su cuenta bancaria. Dejé de sentir lástima por ella, evidentemente, y no nos volvimos a ver más. Me daba igual que fuera al Cabo de Hornos o a dar la vuelta a todo el continente helado. Mucho menos que recibiese una ayuda que yo no dudé en aceptar cuando empecé a viajar. Lo que me jodía es que se hubiera hecho pasar por alguien que no era. Y para mí la forma de ver estas cosas ha cambiado mucho en dos años.

Peti, la dueña del albergue fueguino en el que me hospedaba, tenía otros planes para mí que no tenían nada que ver con la Antártida. Todo empezó el día que les ayudé a cerrar una reserva por teléfono porque nadie allí hablaba buen inglés. Peti se me acercó al oído y me susurró que no estaba contenta con la chica que trabajaba para ellos y que yo podía ocupar su lugar. La chica en cuestión, si bien era cortita e incluso un poco holgazana, necesitaba ese trabajo si quería formar una familia con su novio, un profesor de instituto. Los sueldos de los profesores argentinos no son muy boyantes, desde luego. Que Peti me hiciese cómplice directo de esa estrategia me pareció algo muy incómodo. Por un lado, Charlotte me decía que la vida era cruel (un discurso muy gastado) y que si necesitaba currar no podía dejar pasar algo así de fácil. Por el otro, mi intuición me decía que no iba a ser feliz allí, limpiando mierda de porteños y viendo los barcos salir desde el canal de Beagle sin mí como tripulante. Aunque todo esto eran excusas. Lo que pasaba es que no me fiaba ni de Peti ni de nadie que prometiese mucho y de tan malas formas.

Así es como decidí marcharme de Ushuaia y de Tierra del Fuego. Rio Grande, la otra localidad importante de la isla, es un lugar ideal para morirse del asco si no encuentras trabajo. No tenía ganas de lucharlo demasiado. La naturaleza crudamente hermosa de esas latitudes me regaló imágenes increíbles (nieve azul resplandeciente bajo la luna, picos que parecían flotar en los aires, increíbles paseos por un bosque blanco bañado por el sol de invierno), pero no iba a ser mi hogar argentino. Sin dramas. A veces, existe dentro de uno ese pequeño conocimiento de que algo no va a salir bien. Si encima estás gastando cada vez más y más plata, lo mejor es largarse y empezar de cero en otra parte.

Y volvemos así a la pregunta del millón. ¿Por qué viajo?

Para estar solo, por supuesto. Estar solo es muy cómodo.

Para conocerme bien a mí mismo. Uno primero se conoce, luego se quiere, y luego ya viene todo rodado. O debería.

Para llegar a situaciones a partir de las cuales no quedan más cojones que aprender. Aprender y aprender.

Para reconciliarme con un mundo que no es sencillo amar. Mucho menos a día de hoy.

Pero ya está. Y si esto es todo, si esto es realmente todo lo que hay (que no es poco) no hay ninguna razón para seguir viajando así. O mejor dicho, toda esta práctica utópica se puede hacer en cualquier parte del mundo. No me sirve como excusa. A veces, tengo la sensación de repetirme mientras viajo. De que mi búsqueda de lo que coño sea que esté buscando es infinita y poco tiene que ver con tomar decisiones en un momento dado y empezar a construir cosas. Se caerán, pero hay que intentar construir cosas. A mí, por lo menos, eso me hace mucho bien.

Ya que no viajo para olvidar que una vez fracasé en dos cosas que me importaban mucho, y ya que los estímulos sensoriales del viaje podrían ser eternos y no conducir a nada, reniego de la Antártida. Mi sueño no es dejarme la piel con tal de ir allá. Mi sueño tiene mucho más que ver con hacer películas.

Sigo en la Patagonia, de momento. Quedan muchas cosas que hacer en Argentina, pero éste y otros descubrimientos de los que hablaremos aquí (o no) han dado ya sentido a este viaje. No el último, evidentemente, pero sí el fin de un ciclo que ha sido tremendamente generoso conmigo.





Sergio. 27/09/10.

4 comentarios:

Maestrando dijo...

..mucha pregunta retórica.. mucha respuesta.. muchas posibilidades; asique; muchas palabras, sobran. Baste con éstas..
Abrazos

Joako dijo...

Justo hoy he leído por ahí: "A quienes me preguntan la razón de mis viajes les contesto que sé bien de qué huyo pero ignoro lo que busco"
Michel Eyquem de Montaigne

Saludos!

Unknown dijo...

Para hacer lo que hiciste hace ya un año y pico se necesitan muchos huevos; supongo que los mismos que hacen falta para deshacer lo andado y volver.

Anónimo dijo...

Discrepo en una cosa, no estas solo, en este mundo y en tus circunstancias no estaras solo nunca, aunque viajes a Marte....

Ludy