lunes, 13 de septiembre de 2010

162. Season premiere: “Maradona tiene un gran dolor.”



Abrumado, enfadado, empapado, cansado, cagado, alucinado, solo. Son sólo algunos de los estados físicos y mentales que acabo de atravesar. Como siempre que llego a un país nuevo, me cuesta sentarme y escribir lo que sucede. La cabeza tarda en despejarse y las ideas son pocas y ridículas. Pero ahora que las circunstancias me tienen sin gran cosa que hacer, voy a intentar poner un poco de orden. Sólo se me ocurre empezar chillando: “¡Solución!”, como haría Ana López en mi pellejo. Ah, ¿que no sabéis quién es Ana López?




Ésta es Ana López. La chica de la solución. Ella la tiene, pero no está dispuesta a compartirla contigo.

Vamos a poner las cosas en su sitio. He leído el último post y me horroricé. ¿Cuándo y cómo me volví tan pedante y aburrido? El caso es que esta tercera temporada de ‘Miss Kalashnikov’ va a estar protagonizada por el cotarro, aunque no lo haya y me lo tenga que inventar. Diantres, si yo tuviera que leer cosas como ‘El océano y las rocas’ tendrían que asistirme con estimulantes o pagarme. Pero no hagamos leña del árbol caído. Estoy en Argentina.

La primera vez que oí ese nombre fue, seguramente, cuando alguien se refería a mi abuela. Se llamaba ‘Argentina’, pero yo siempre eliminé el ‘ar-‘ del principio, retrasando así mi conocimiento del país que la daba nombre. ¿O era al revés? Con el paso de los años, descubrí que Argentina era un lugar vasto de Sudamérica donde vivía gente de acento ligeramente irritante. Eso sí, hacían buenas películas y anuncios publicitarios. El detonante de mi presencia aquí fue la Antártida y mi fascinación con el frío y el hielo. Argentina es uno de los pocos lugares, o a efectos prácticos el único, desde el que se puede visitar la gran masa de hielo, y cuando leí este interesante dato me di cuenta de que una visita a Ushuaia y alrededores era inevitable. Por eso estoy aquí.

Han pasado muchas cosas en el último mes que desdibujan un poco estos objetivos tan nobles. No lo puedo evitar, y ya son demasiadas las voces en mi cabeza que me piden que haga otra cosa. No es menos cierto que las voces de mi cabeza son unas hijas de puta y me engañan cuando estoy débil. Durante estos primeros días en Argentina han tenido muchas oportunidades de hacer conmigo lo que han querido. Me explico.

Cogí (¿o debería decir “tomé”?; estoy teniendo muchos problemas acá con eso) un avión de Iberia hasta Montevideo, un avión cargado de uruguayos maleducados y azafatas espantosas. Menos mal que dormí mientras las pantallas de plasma nos torturaban con imágenes de ‘Cartas a Julieta’ o ‘The karate kid’. El segundo avión tardaría cuarenta minutos en llegar a Buenos Aires y me abandonaría a mi suerte en el céntrico Aeroparque Jorge Newbery, desde donde no tardé nada en llegar al albergue. Mi primera impresión de la capital argentina fue una nube densa y naranja sobre casas y edificios, y eso me dio mucha pereza. Esta sensación se iría incrementando progresivamente.

No es que no me guste Buenos Aires. Es que no soporto pasar muchos días en un ciudad que, literalmente, no me apasione. Las ciudades son malignas.

Mientras degustaba una ‘picada’ (tablita de embutidos) vi el partido amistoso que jugaron las selecciones argentina y española. Os podéis imaginar las bromas que tuve que escuchar durante y después del evento. Un comentarista ávido de sangre española decía que Maradona ya no podía ver en directo ningún partido de su selección y se lo tenía que retransmitir un amigo suyo. Según él, “Maradona tiene un gran dolor”.

Mi mayor preocupación al llegar a Buenos Aires fue encontrar un tipo de cambio favorable a mis dólares australianos, lo que se convirtió en una odisea de bancos, casas de cambio especializadas en el robo a mano armada y mucha, mucha gente abarrotando las calles grises del centro financiero. Había manifestaciones, pintadas, indigentes, ricas y borrachas. Con el paso de las horas asumí que perdería bastante dinero; más o menos, el equivalente a un día de trabajo en el mercado de Melbourne. Aun así me acerqué al aeropuerto internacional Ezeiza, en cuyas oficinas de cambio del Banco de la Nación había leído que tenían los tipos más razonables. Pero no. El paseíto, de dos horas de ida y otras dos de vuelta, me llevó por los barrios más miserables de una capital realmente decrépita. Tras conocer esto, no tenía muchas ganas de visitar el barrio de Palermo, ‘el sueño de la clase media’ según la Lonely Planet. Qué horror.

Hay carteles por toda la ciudad que anuncian un gran evento en Luna Park: “Néstor habla a la juventud; la juventud habla a Néstor”. Néstor es el señor Kirchner, aunque yo, todavía no muy puesto en política argentina, lo tomé al principio por un cantautor. El resultado es el mismo. La juventud no necesita hablar. Ya se ha dicho todo. La juventud necesita poner bombas.

Y desde el momento en que decidí salir pitando de Buenos Aires, como ya hiciera en Mumbai y Cairns, todo se puso complicado. Necesitaba cosas: una cocina portátil, elementos fundamentales de cocina como una tabla o un cucharón, y comida. Primera lección: nunca hagas la compra bajo el síndrome del jet-lag. Acabarás comprando vino blanco para el risotto como si la cocina de cámping necesitase ese tipo de lujos. El resultado fue que no podía moverme con la cantidad de productos más o menos inservibles que había adquirido para mi expedición patagónica. Aun así, con mis dos cojones, me despedí de la dicharachera Vera (una de las encargadas del albergue, sin duda lo mejor que me pasó en Buenos Aires junto a la película ‘La pivellina’) y tomé el colectivo hacia la estación de Retiro. Segunda lección: no seas rata y píllate un taxi si vas a moverte con tanto trasto. Los porteños de aquel autobús se acordaron de toda mi familia, estoy seguro. En un momento dado, decidieron que ya era hora de que me bajase, y yo, que soy muy obediente, me bajé. Justo en ese momento se puso a llover. Qué digo llover. DILUVIAR. Semejante lluvia se reserva para los cuentos bíblicos o las películas de catástrofes, no para la vida real. En diez segundos tenía todo empapado. Mi mayor preocupación era el ordenador, así que corrí como pude hasta la estación sin ver siquiera los chaparrones que caían de las cañerías. Así de espesa y monstruosa era esa lluvia del infierno. Me resguardé, por fin, bajo el primer techo que atisbé en muchos metros e hice recuento de los daños. Milagrosamente, el móvil estaba bien. El dinero acabaría secándose. Mi librito de recetas de cocina no acabó bien parado. Y el ordenador estaba intacto. Pero yo era un charco andante, así que hice un último esfuerzo para llegar a las dársenas de autobuses cruzando pequeños pantanos improvisados sobre el asfalto. Buenos Aires está tan preparada para la lluvia como lo puede estar Madrid.

Ya en la estación, me cambié de ropa en los baños bajo la severa mirada de un guarda que no dejaba que nadie mojado entrase en los váteres. No entendí ni entiendo la razón. Lo que originó esa prohibición absurda es que no me atreviese a quitarme el calzoncillo delante de un puñado de desconocidos. Yo, que me debo al nudismo y al exhibicionismo. Me mantuve algo húmedo durante las veinticuatro horas siguientes, pero al menos no agarraría una pulmonía.

El viaje hasta Puerto Madryn, mi primera parada en mi lento periplo a Tierra del Fuego, fue largo y maloliente. Me desperté a eso de las nueve de la mañana con unas ganas terribles de cagar, producto del sándwich de jamon york y queso que me había comido la noche anterior. Pensé, ‘bueno, aguántate, esto no va a ser como cuando paraste un autobús en Nepal’. Bueno, pues iba a ser incluso peor.

Sergio: Oiga, ¿puede abrirme la puerta del baño?
Conductor: Lo siento, está cerrado.
Sergio: ¿Por qué?
Conductor: Me lo cagaron entero. ¿Qué querés hacer vos?
Sergio: Cagar.
Conductor: Lo siento. La siguiente parada está a cuarenta minutos.
Sergio: No puedo esperar cuarenta minutos. Si no fuera una emergencia, no estaría hablando con usted ni distrayéndole de sus quehaceres en esta carretera tan rutinaria. (Dije algo menos, pero bueno…)
Conductor: Entonces, paro el auto y bajás un momento. Allí, detrás del montesito…


Y cagué detrás del montecito, bajo la indiscreta mirada de los pasajeros de un autobús de dos pisos. Tercera lección: come fruta durante el viaje, fruta y sólo fruta.



En Puerto Madryn el pasatiempo es ver ballenas. En concreto, la ballena franca austral, un mamífero que me vuelve loco, aunque no tanto como el cachalote. En pocas horas comenzaré una excursión en soledad por la costa, si es que consigo aligerar el peso (no aprendo de los errores del pasado, no aprendo), y os contaré todo lo que surja de ahí, e incluso lo que no surja. Debería encontrarme con focas y pingüinos por el camino, si tengo suerte.

Sed buenos. Y no os déis por vencidos, como Maradona. Un nuevo Miss Kalashnikov está a punto de nacer.

Sergio. 12/09/10.

6 comentarios:

Maestrando dijo...

..te dejaste el colador en casa!!..
..las palabras tienen mas sabor, sin filtro!..

Elena Garrido dijo...

Lo bueno de empezar con "mal" pie es que la cosa sólo puede mejorar. Suerte.

Anónimo dijo...

Te pesa todo tanto porque nos hemos colado en tu mochila ja ja

Es el precio de viajar con tantos.... Un beso enooooorme

Ludy

Anónimo dijo...

Siempre empieza mal no, raro...y luegoe s maravilloso asi que disfrútalo!!!Un beso grande!

El maricón....(menos mal que se está quitando ya esto....jejej)

Manuel J. Greciano dijo...

Canijo, que sepas que no me das nada de pena...

Te has ahorrado toda la parte cotarrera de machos argentinos, aunque no sé porque me da que debió ser tan decepcionante como Buenos Aires en general ¿o me equivoco?

BESOS

Anónimo dijo...

Felicidadesssss cuchifritín!!!venga mucho ánimo k tú puedes con todo. Celebra cómo tú sabes y k nada te amargue tú día.
Un beso fuerte y mucha suerte
Gra.