lunes, 31 de mayo de 2010

143. Eat shit.



Pulverizando las malas hierbas en un jardín suburbial, como casi todos los miércoles bajo este cielo inconstante. Troncos de bambú, erectos y verdes como los plátanos de Queensland. Amo los bambúes, aunque hace poco aprendí que son hierbas, y no árboles; o, al menos, todavía se las cataloga como hierbas, no sé si erróneamente o no. Matthew sabe mucho de esas cosas. Yo no sé nada, pero nadie se lleva las manos a la cabeza por eso. No en este país.

La dueña de los bambúes, una vieja hiperactiva en una casa mastodóntica, no paraba de darme instrucciones. Su mirada resplandecía con el temor de quien no acostumbra a tratar con inmigrantes. Es por eso que hablaba muy despacio, paternalismo inconsciente: “¿Tienes alguna relación con Matthew?”. El ruido de la sierra contra la madera muerta. “Sí, somos amigos”. “Amigos, ¿eh? Ya veo…” y se escondió cual comadreja en algún lugar, tras la cortina de ladrillos rojos, seguramente una esquina desde la que poder ver el bambú tras el cristal, una bonita ilusión selvática para una tarde de miércoles.

Matthew y yo tenemos un ‘elephant in the room’. El otro día lidiamos con él, pero eso no lo ha hecho desaparecer. El elefante ha crecido y ahora es de color rosa.



Saltando de los jardines ricos al sorbo de cerveza de la clase obrera, ésa que le hace perder los papeles a Michael Fassbender en “Fish Tank” (Andrea Arnold, UK, 2009, peliculón que recomiendo encarecidamente), mis largas jornadas en el mercado me sirven para atisbar un pedazo de vida fascinante en la gran Melbourne. Casi todos los que trabajan en la sección de alimentos orgánicos son miembros de alguna banda de hardcore punk. Yo, en mi ignorancia o comodidad, prefiero llamarlo ruido. Tuve la suerte de ser invitado a una larga noche de conciertos en el Noise Bar, institución underground tras la estación ferroviaria de Brunswick. (Nota: Brunswick es el último reducto de autenticidad en la vida cultural de Melbourne; para una ciudad que ha evolucionado meteóricamente del barriobajerismo a la portada de una revista de tendencias, Brunswick se vive como un barco que no ha terminado de naufragar; surcado por la arteria multicultural de Sydney Road, en sus calles hay olores sin etiqueta, mucha chaqueta de cuero y viejos griegos sin dientes). La noche prometía desde el momento en que Wayne y Snooze, mis dos grandes aliados en el mercado, confirmaron su asistencia. Me lo paso terriblemente bien con estos dos, sobre todo a partir de la segunda cerveza. De Wayne ya hablé un poco, y me temo que sus incomprendidas virtudes físicas nublan mi juicio. Snooze debe andar por los cuarenta y tiene una gran nariz, una boca desastrosa, un orgulloso y elegante vello facial y una boina azul, todo lo antinatural que un azul puede llegar a ser. Tiene una novia que se llama Evie y que se gana la vida metiendo pestilencias químicas en botellas de cerveza. Hay una perra en esta historia, una perra pequeña y alargada que persigue ratas por el mercado cuando éste ha lanzado ya sus lonas sobre las mesas de fruta. Snooze es una mujer extraordinaria, generosa, cálida. Me defiende ante clientes, compañeros de trabajo y jefa, diciendo que yo soy ‘alright’ y el resto no. Aunque no sé muy bien qué le ha hecho llegar a esa conclusión, yo también siento que Snooze es mil veces más humana y admirable que el mundo en el que vive. Su voz inconfundible y su chaqueta de los Beagles (un grupo que toca versiones de los Beatles y los Eagles, de ahí el curradísimo nombre, y en el que ella toca la batería y el bajo, no sé si las dos cosas a la vez o por turnos), son impresiones que me llevaré conmigo cuando deje atrás este fascinante país.

Pero volvamos al Noise Bar. En principio me resistía a pagar los diez dólares del concierto, sobre todo teniendo cerveza y grata compañía en el salón delantero del pub. Sin embargo, los chillidos procedentes del escenario eran demasiado bonitos como para ignorarlos. Punkies y moteras guiaban mis pasos en una noche lunática. Mujeres pelirrojas en irresistibles camisetas blancas me guiñaban el ojo; yo les devolvía el guiño de la mejor manera que sé: bajando el párpado y elevando el labio superior en un mismo movimiento de cabeza, una imagen un poco patética. Mi primera sorpresa fue descubrir en la batería a la chica que trabaja frente a Garden Organics. Es morena, andrógina y guapísima. Grita muy bien. Entre grupo y grupo (algo más melódicos de lo que me hubiera gustado, pero muy interesantes en general) una maestra de ceremonias que parecía haberse equivocado de evento hacía chistes sin gracia. Menos mal que a eso de la medianoche se quitó la ropa (toda) y se puso a hacer una performance muy lenta e incómoda en la que comía y vomitaba espaguetis de lata a un mismo tiempo. Impagable. Cuando abandonó la escena, todo tomate y trocitos nauseabundos de pasta recorriendo su vientre y su coño afeitado, pudimos verle el culo, tatuado con las letras negras EAT SHIT, a palabra por nalga. La gente se volvió loca con este detalle. Ya comenté que los de Melbourne están muy preocupados por su alimentación. Por si este relato escabroso fuera poco, el siguiente número musical fue una explosión de country y ropa interior con una mujer haciendo striptease mientras hacía girar cinco aros de colores en su cadera. Alguien por ahí gritaba algo vulgar, y Snooze sonreía felizmente mientras se ajustaba los botones de su camisa de camionera.




Yo también era muy feliz con estos cotarros, como os podéis imaginar, y bebí cerveza y escuché ruido y aplaudí a mujeres desnudas con estrellas de la bandera australiana incrustadas en los pezones, todo ello hasta altas horas de la noche. El Señor X, gran amigo y seguidor de este blog, hubiera estado encantado en este antro.

Consciente de que tengo que empezar a publicar cosas más cortas y accesibles, y obligado por el calendario de trabajo a escribir cada vez menos, me temo que esta dulce narración se va a terminar aquí. Ya siento mis párpados engullendo el teclado de camino al sueño. Hala.




Sergio. 31/05/10.

142. La buena genética (cotarros del 1x01 de ‘El gran día de los feos’).



España, 2010.
Director: David Tesouro.
Guión: Nabil Chabaan, David Tesouro, basado en una idea original de Nabil Chabaan.
Intérpretes: Alberto Ferreiro, Emma Hidalgo, Álex Furth, Irene Muñoz, Aloma Romero, Tania Balastegui, Gustavo Galindo, Esteban Álvarez, Jaime Hoyos, Héctor González.



Yo siempre quise ser guapo. No para deleitarme frente al espejo, sino para follar con gente guapa. Cuando vi que aquéllo no era lo mío, me esforcé en ser inteligente. Hoy por hoy, lo más probable es que sea tonto y feo, dos atributos que nunca me habían llamado la atención. ‘El gran día de los feos’, webserie de reciente estreno en la convocatoria de episodios piloto de Nikodemo.tv, resucita el anhelo estético de una generación de mirones, la nuestra, y nos pregunta al oído qué es lo que queremos ser. ¿Guapos e inteligentes, como la mayor parte de la gente feliz? Si tu respuesta es afirmativa, es muy probable que la fórmula preparada por Nabil Chabaan y David Tesouro te explote en la cara y te abra llagas en las mejillas.

La historia transcurre en el futuro, como tantas historias que desean hablar sobre el presente. Una niñata con una diadema divertidísima se abre paso entre los escombros de lo que podría haber sido un núcleo urbano. Uno se pregunta qué motivo la obliga a seguir andando en tacones, teniendo en cuenta que a) todo el que podría llegar a admirarlos está muerto, y b) lo más probable es que ella no tarde en estarlo también. La respuesta a esta duda no tardará en hacerse evidente: la niñata (a partir de ahora, Sheila) es bastante cortita. Tiene veinticinco años y todavía no ha aprobado Historia Universal de Bachillerato (una Historia Universal muy peculiar, eso sí; Napoleón Bonaparte nunca entraría en ella, porque era bajo, feo y narigudo; Paulina Rubio, no obstante, tendría todo un temario para ella sola, y seguramente sería la pregunta a examen más temida en el acceso a la universidad). Por si fuera poco, Sheila también es un poco zorra y traiciona a sus amigas a la primera de cambio. Semejante personaje, escoltado por una colección de pijas, una estrella del techno rayante y moderno y un aparato militar fascista, es la diana a la que van dirigidos todos los dardos del guión de ‘El gran día de los feos’. Nos lo cuentan desde la primera secuencia, cuya estoica recreación de nuestros sueños apocalípticos hace que envidiemos su falta de medios. Está claro que éstos no dificultan en absoluto la lectura del mensaje. Es más, le dan una apariencia artificial que tiene mucho o todo que ver con la historia que se nos cuenta.

Un enano sin nombre, al que espero no tener que verle nunca en una habitación roja, se carga a Sheila. O no. Porque tras su grito de socorro nos vamos a negro, y de ahí al título (magnífico diseño gráfico), y de ahí saltamos en el tiempo y empezamos a ver cómo empezó todo: Sheila, las ruinas, los muertos, el enano y, sobre todo, la diadema. Esa diadema. Ojalá sea fundamental en el devenir de la serie.

Y ahora viene la mejor parte de ‘El gran día de los feos’. Precisamente la parte que peor le funciona a todo el que pretende sacarse un contexto socio-político de la chistera para justificar todas las licencias de su trama de ciencia ficción. Dos locutores de radio dan los buenos días a una civilización de subnormales muy parecida a la nuestra. Ahí está el primer acierto: la cercanía. Para tratarse del año 2056, lo que vemos es muy parecido al Pozuelo que todos queremos y admiramos. Sólo un acertado vestuario que sugiere futurismo sin apenas mostrarlo, y que no dibuja demasiadas pretensiones más allá de la acentuación de un ridículo esnobista. Por ello y por las referencias al ‘Blue Velvet’ lynchiano, esta secuencia es la más precisa y mejor escrita del episodio, y también la que está mejor visualizada. El cuerpo me pedía un número musical, pero entiendo que siete minutos no dan para tanto. Me conformo con las niñas en patines y con la deliciosa arquitectura suburbial.

A todo esto, ya empezamos a saber a qué nos enfrentamos: una sociedad obsesionada con la estética (de nuevo la cercanía), un tal Mijaíl I El Agraciado, al que podemos imaginarnos como un caudillo totalitarista tras la mención a su reinado de veinticinco años, y una tal Belinda Ross, a la postre el personaje que más he echado en falta y al que más deseo seguir. Vale que tenemos un video-clip muy jugoso de la reina del trash-pop, pero es que esta chica es mucho. Exijo un gran futuro para ella.

De la desastrada e incómoda apariencia de Sheila al principio del episodio pasamos a la tumbona, la pamela y el margarita (de un color azul celeste que no había visto nunca; cosas del futurismo). Está claro que para ella y sus amigas Vicky y Macu, que no le van a la zaga en eso del encefalograma plano, el pasado fue una feliz burbuja. De la parte más dialogada del capítulo me quedo con los pequeños detalles, casi todos focalizados en el interesante rol de Macu, mi chica favorita. Ella representa el miedo a no encajar y a ser separada de la escena social a la que desearía pertenecer. Ni Vicky ni Sheila parecen tan vulnerables como para cuestionar su lugar en la cumbre, pero Macu es puro esfuerzo, todo pretensión y victimismo. Soy fan de Macu. En ella se reúnen las contradicciones más notables del capítulo, porque ella es más culpable de la sociedad que habita de lo que Sheila y Vicky nunca podrán ser. Al fin y al cabo, ellas actúan por ignorancia y por instinto; no son capaces de ver más de un mundo. Pero Macu es la impostora, y por ello su personaje ofrece una radiografía más amplia del fascismo estético que le toca vivir. De no ser por ella, Sheila no intentaría ligarse a un joven con estrabismo, y su mención iracunda a ‘los callejones’ donde viven los feos no nos dejaría con la miel en los labios. Los personajes que viven entre dos mundos siempre son los motores de la acción.

De izquierda a derecha, Irene Muñoz (Sheila, magnífica sonrisa),
Tania Balastegui (Macu) y Aloma Romero (Vicky).

En una escena particularmente buena, tanto por los diálogos como por la interpretación de Álex Furth y Héctor González, descubrimos nuevas facetas del mundo que está a punto de ser destruido, en parte gracias a frases tan hilarantes como ‘Esta es una inspección estética rutinaria…’ o ‘Tienes buena genética, muchacho’. El tono de voz y las maneras del inspector nos recuerdan que la psique española ha heredado un paternalismo agresivo de sus años más oscuros, y que éste podría rebrotar en cualquier momento. Mención aparte merece el detalle de las gafas de sol reconvertidas en elemento del crimen, y la estampida de un nutrido grupo de guapos devastados por el germen de la fealdad. Se anuncia una poderosa mala leche en los capítulos venideros.

Quiero ver más (lo repito) a Belinda, al terriblemente reconocible inspector, a Míjail I y a la familia de Macu. Quiero ver un gore más bestia, sin tantas palabras que lo justifiquen. Quiero política y drama. ‘El gran día de los feos’ da para mucho, y si todos los elementos que ahora funcionan con desenfado y humildad son pulidos al máximo, podemos considerar esta webserie como un estupendo ejemplo de lo que Internet puede ofrecer al medio audiovisual (condenado a cambiar sus parámetros de difusión o a morirse del asco).

Amarás a Belinda (Emma Hidalgo) sobre todas las cosas,
porque ella es guapa y tú no.

Busquen, damas y caballeros, ‘I will sing in english’, el temazo de Los Koplovitz que acompaña al lanzamiento de ‘El gran día de los feos’; retengan en su memoria a Emma Hidalgo, una mujer que ha nacido para el papel que interpreta y para muchos más que estarán por venir; mírense en el espejo y odien lo que vean en él reflejado (sin afán de superación no somos nada); y si estas palabras les han hecho descubrir la historia de Nabil Chabaan y David Tesouro, espero que apoyen la continuación de sus tramas. Imagínense lo que podemos aprender (y disfrutar) de un holocausto de guapos…


Sergio. 31/05/10.


domingo, 23 de mayo de 2010

141. La oración y las verduras.



Era domingo de descanso y cogí un tren con dirección a Belgrave para pasar el día en el bosque. El día se convirtió en unas pocas horas; el resto del tiempo fue rehén del transporte público. Dandenong, que suena a onomatopeya de campanas, es un parque natural con algunos de los eucaliptos más altos del mundo. Caminar bajo sus copas convierte a la naturaleza en algo críptico, insonoro, casi cínico. Miré las lianas colgantes y el musgo esponjoso de algunas cortezas. Andy Goldsworthy dice que en sus paseos por el campo ve más muerte y decadencia que tranquilidad de corte bucólica. Creo que mi percepción está muy cercana a la suya.

Yo amo a Goldsworthy por todas estas cosas:

















El arte de Goldsworthy está condenado a no perdurar.


Después de la introducción, en la que dejo entrever que a veces también salgo de Melbourne para entretenerme en soledad, ahí van varias de cal y varias de arena.


1) El concierto de la lógica.

Penny ha observado que me desentiendo muy a menudo de la lógica. Llegó a esa conclusión tras ver mi pelea con unas pinzas metálicas. Luego continuó con toda una teoría sobre mis manos y lo que hago con ellas. Sostiene que las utilizo de una forma que puede parecer ortopédica o forzada, como si quisiese resolverlo todo con un escorzo, pero que a mí me funciona. El mero acto de remover las patatas en aceite me pide una flexión vertical del codo derecho que no ayuda en nada a la creación de la potencial tortilla. Pero no deja de ser mi reacción natural. El hecho de no entender estructuras muy elementales, claramente vinculado a mi fracaso en el equilibrio y en el seguimiento de líneas rectas, puede arrojar luz sobre el hecho de que a) sea lerdo, o b) tienda a interpretar el mundo en que me gustaría vivir en vez del mundo en el que vivo.

Paralelo al descubrimiento de que mis manos tocan cosas que no existen, también me vi a mí mismo escogiendo un lugar. Entre todos los posibles. Allí construiré algo que se acabará cayendo. Eso tampoco es lógico.


2) ‘Scorpio Rising’ needs you.

Hace unas pocas semanas alquilé la filmografía completa de Kenneth Anger, el legendario autor de algunos de los mejores minutos del underground estadounidense. Aunque fue seguidor de la secta religiosa de Aleister Crowley y llevaba el nombre de Lucifer tatuado en el pecho, eso no le convertía, estrictamente, en un satánico. Más bien en un devoto del paganismo. Pantalones vaqueros ajustados, violencia, música y prácticas ocultistas son piezas fundamentales de su cine. Lo peor que alguien puede hacer con Kenneth Anger es tomárselo en serio.

‘Scorpio rising’ estuvo a punto de traumatizarme. Posible influencia en el Blue Velvet de David Lynch, este cortometraje circuló impunemente en las salas de arte y ensayo durante el año 1964 y comprime lo mejor de su universo en veintiocho coloridos, neumáticos, dolorosos, aplastantes minutos. Siento no poder postearlo en su integridad porque algunas de las partes que encontré no tienen sonido, y los clips sin sonido pierden mucho encanto (aunque no todo).











3) Números en las mandarinas.

El frío penetrante de las siete de la mañana nos coloca a la clienta y a mí en un estado de congelación compartido. Nos miramos con consternación, dejamos que el vaho ascienda de nuestros rostros a un cielo sorprendentemente invernal e intentamos que el trámite de pesar alimentos sea lo más rápido y divertido posible. Dedos rojos y plátanos verdes. Cincuenta y dos dólares con cuarenta y cinco. No tengo monedas de cinco céntimos. Paso por detrás del culo omnipresente de Karen o del delantal de flores de Marie, y rebusco en otras cajas registradoras. Luego corto un apio en dos, mejor que una calabaza en dos. Las bolsas de mandarinas Imperial nos han llegado con alguna que otra parcialmente cubierta de moho. Me deshago de la oveja negra, o de la oveja muerta, y las vendo sueltas a cinco con noventa el kilo. Tomo un café y me soplo las palmas de las manos (nunca pensé que tendría tanto frío en este país). Suena el teléfono, pero nunca entiendo lo que dicen al otro lado de la línea así que me meto en la cámara refrigeradora. ¿Dónde están los nabos?

Tuve una conversación fascinante con una mujer de mediana edad. Tal vez llevaba gafas de sol. Era rubia, y vestía un abrigo blanco. Creo que se llevó a su casa un calabacín y un tomate, muy mal escogidos. Mientras me extendía el billete, dijo en voz baja pero firme

Deja de perseguirnos a mí y a mi familia

y por un momento pensé que a lo mejor había estado persiguiendo a alguien sin darme cuenta. Cuando decidí que no podía ser posible, masajée un par de monedas de dólar en mi mano, estupefacto, e intervine con un cortés

Excuse me?
Dame mi cambio y no hagas como que no me has oído.

Eso hice. La mujer se dio la vuelta y desapareció en la tienda de enfrente con su cambio, su tomate y su calabacín. Miedo y lástima (dos sentimientos nada recomendables). Casi tan lunática como la vieja que nos dibuja números en las mandarinas (las Imperial no, las otras).


4) Una pieza difícil.

Patrick White es el único Premio Nobel de Literatura australiano, y un escritor al que da tanto placer leer que es casi ridículo. Sus relatos cortos son bastante accesibles para mi nivel de inglés, y he decidido postear ‘The screaming potato’, no tanto un relato sino una reflexión despeinada y brillante.

Salud.


It has been said she peels an economical potato. Seven children she had to bring up after he defected. I have seen her holding a skinned potato perhaps admiring its artistry or wondering wheter to gouge the eyes. Perhaps she should leave them. A certain amount of flesh would disappear with the gouging.

This was long time ago. We have all done a fair bit of gouging since them, in the name of morality and justice. As I stand waiting for the WALK sign, the screams of the punished and the avengers flicker along Casthlereagh.

Again on the escalators, whether up or down (don´t touch the rail, God knows what you´ll catch) the screams bump and waver, swell, fade completely before the momentum of a life we´re supposed to be living, perhaps some of us actually are.

I would like to believe in the myth that we grow wiser with age. In a sense my disbelief is wisdom. Those of a middle generation, if charitable or sentimental, subscribe to the wisdom myth, while the callous see us as dispensable objects, like broken furniture or dead flowers. For the young we scarcely exist unless we are unavoidable members of the same family, farting, slobbering, perpetually mislaying teeth and bifocals. Some may Christian Science their disgust if they see death as a handout, then if the act is delayed, remember the gouging they have suffered in the past.

Some of us become vegans to atone for the soft cruelties we’ve inflicted on our fellow animals: parents, children, lovers, friends, though our eyes continue to conceal knives ready for strangers we pass in the street if they don’t recognise our right of way.

Prayer and vegies ought to help towards atonement. But don’t. There is the chopping to be done. Memories rise to the surface as we hear the whimper of a frivolous lettuce, the hoarse-voiced protest of slivered parsnip, screaming of the naked potato in its pot of tumbled water. So how can an altruist demonstrate his sincerity? Could we perhaps exist on air till the day we are returned to earth, the bed in which potatoes faintly stir as they prepare sightless eyes for birth?

O Lord, dispel our dreams, of murders we did not commit – or did we?

Patrick White.
“The screaming potato”.


lunes, 17 de mayo de 2010

140. Reconstrucción.


I.

el dedo bajo el grifo
una canción de Simon y Garfunkel para la uña partida
me dijo que todo iría bien
no hay vendas en el cuarto de baño
tuvo que acabar diciendo adiós como todos los días bajo el neumático del autobús con toda esa presión en los oídos y el calor del día disipado
en la mano tocó una letra sin onomástica
agua disuelta en sangre se pegó a la madera del suelo
una mañana de césped cortado en Brighton
y tú me dijiste que todo iría bien mientras me preparabas para el flujo de sangre y marihuana con docenas de chicas sin pechos recordando ayer domingo
duele como Etiopía en sueños
ahora día de la boca circular te has ido y dulcemente se apagan las luces en un prototipo de piedra pegado al inicio de la semana
me excita y lo sabes
que te chupes los dedos con mi sangre

II.

de un lado de la calle traían regalos envueltos en papel de periódico, el rostro de la joven mercenaria surcado por una goma de plástico
supe que venían en mi dirección porque en un día como éste sufrí el sabor de almendras del primer beso
ahora me miro las manos y son piezas despojadas de anhelo
en el día de la boca circular contigo y sólo contigo quédate
haz presión

III.

sobre mi dedo
un día después y tú punto de sangre desaparecido
no quiero hablar de dinero ni de las carencias emocionales de la generación de tu hija a la que vi abrazar al Buda por photoshop
me han pedido reposo
en el día de ayer fue fácil continuar pero hoy hay una hora tras otra en el día de hoy no has existido más que en un hilo telefónico
y lo dicho sin importancia carne caída y alarma
como jóvenes evitando a sus suegras bajo avenidas invertidas levitantes crisol de posibilidades
tú dejas de leer o tú dices lo que te hace sentir más alejado de la muerte
y cierras el grifo porque hay sequía
en un coro de dedos engangrenados te amo siempre y por los siglos de los siglos el dolor ya no es mi promesa


Ismael. 18/05/10.

lunes, 10 de mayo de 2010

139. Un rey feliz.


Breve párrafo de excitación.


Hoy me levanté en casa de Matthew. A veces, si tenemos que empezar a trabajar temprano, me quedo a dormir en su sofá, bien arropado con una colcha marrón y un ejército de cojines. La luz roja de la cocina americana se encendió a las seis. Abrí los ojos. Había soñado mucho y me encantó despertarme. De noche todavía, con el somnoliento y sonriente señor Shaw preparando té rojo y porridge, me sentí todavía en el sueño, inexplicablemente feliz y seguro. Luego fuimos a hacer mantenimiento al jardín de una tía japonesa que vive en el exclusivo barrio de Hawthorne. Nos tiramos toda la mañana recogiendo hierbas y plantando magnolias. Los dedos permanentemente negros de tierra y otros productos que no sé nombrar en español. La japonesa tenía un juego de campanas colgantes que sonaba con el viento. Pensé en lo mucho que me gustaría levantar una casa con mis propias manos y vivir en ella. Después de tomar una sopa (la japonesa nos invitó a comer dentro de su casa, al lado de un horroroso sofá rosa; no es habitual que el cliente te abra las puertas de su territorio así como así, pero esta mujer tenía ganas de hablar; la gente que abarrota las estanterías con fotos y más fotos suele ser gente habladora), Matthew me dejó a orillas del río Yarra para que cogiera el tranvía. Iba a ser una jornada corta. El cielo era otoñal y frío y perfecto. Las hojas, rojas.


No sé si acierto a describir lo maravilloso que es Melbourne porque tampoco cuento nada que sugiera excepcionalidad. Pero nunca olvidaré este martes por la mañana.


Sergio. 11/05/10.

sábado, 8 de mayo de 2010

138. My lucky penny.




Un hombre se me acercó mientras desfloraba plátanos con parsimonia.

¿Te he dado ya tu ‘lucky penny’?
No sé qué es eso…
Todos aquí tienen su ‘lucky penny’. Toma.


Antes de los dólares, en Oz se manejaban ‘pennies’ con la reina Victoria en una cara y un canguro saltarín en la otra. El hombre me extendió una moneda acuñada en 1962, un bellísimo ‘penny’ que he devaluado al meterlo accidentalmente en la lavadora. El truco de este regalo consistía en adivinar el significado de las iniciales KG, apenas visibles sobre la cola del canguro plateado. Si averiguaba su origen, conseguiría otro lucky penny distinto. Cada uno de mis compañeros de trabajo en Garden Organics (la sección del mercado en la que vivo tres días a la semana) tiene ya una gran colección de monedas arcaicas. Yo acabo de empezar la mía.

El mercado de frutas y verduras es un lugar anestesiante en el que por fin me muevo con bastante familiaridad. No puedo dar consejos culinarios pero sí puedo empatizar con la señora que llora al ver lo bonitos que están los pepinos del Líbano en temporada. Me encanta llevar las verduras ‘al hospital’ cuando están malas. Disfruto de mis sumas y restas sobre la bolsa de papel marrón, pequeño oasis de abstracción en el mostrador. Me sorprende la gente, siempre. Me atraen las diferencias de precio entre los tomates Shane y los Victoria y los Roma; al fin y al cabo, todos pasan a valer tres dólares el kilo en cuanto la piel se les arruga y las pulpas se reblandecen. No hay nada más democrático que la enfermedad y la muerte.

Wayne, alto y calvo pero sembrado de pelo en otros tramos de su indestructible cuerpo, es un maravilloso compañero de trabajo. No tengo mucho de qué hablar con él, ni con casi nadie, pero confío en que el lenguaje no verbal sea suficiente. Me gusta Wayne porque me invitó a degustar curry en su casa cuando nadie me hablaba todavía, tras sólo dos días de trabajo en el mercado. Su acento es británico, pero su energía y sus labios y sus ojos y su forma de despedazar peras con los dientes son totalmente australianas. Jody, su novia, fuma muchos porros en el jardín de su casa y llama ‘love’ a todo el mundo (pronunciado ‘luv’). Son dos aussies de manual en los suburbios de una Melbourne cosmopolita. No tendría ningún problema en observarlos y escucharlos durante horas y horas.

Orígenes del Queen Victoria Market.

Yo podría haber dispuesto mejor estas calabazas,
pero entiendo que los sábados son días muy puñeteros.


Garden Organics, con sus amas de casa multiétnicas, sus locuras cotidianas y sus rastros de tierra entre las uñas, da sólo para un cincuenta por ciento del trabajo semanal. El resto del tiempo lo paso con un minero / mecánico reconvertido en jardinero, Matthew Shaw. El señor Shaw ha sido alguien importante a la hora de construir una estabilidad económica en esta ciudad. Me llamó cuando ya no me esperaba más oportunidades y gracias a él he cubierto muchos huecos de tiempo. Tal vez demasiados, porque ya no me queda ninguno. Ésa es una de las razones por las que Ismael y yo no estamos escribiendo mucho. Las otras razones siguen siendo la perplejidad constante de este ritmo de vida y una rutina interesante pero difícil de poner en palabras.

A las órdenes del hiperactivo señor Shaw hago lo que viene siendo mi especialidad australiana, es decir, pequeños oficios de albañilería. Lo que diferencia a mi jefe de otros jefes que he tenido anteriormente es que éste es muy marica (recordad, queridos lectores, que yo puedo usar el término ‘marica’; vosotros, no). Matthew tiene una actitud bastante masculina cuando se desenvuelve en un mundo tan habitualmente homófobo como el suyo, pero su otro yo es, como bien describe la lengua inglesa, muy ‘camp’. No fue difícil percibir esa dualidad desde el primer día que me recogió en la estación de tren de Balaclava, al sur de Melbourne. Se volvió loco intentando adivinar mi sexualidad, algo que, como comprenderéis, me divirtió enormemente. Luego empezó a hacer comentarios desternillantes, como ‘Deberías traer ropa más ajustada al trabajo’ o ‘You look hot in those pants’. No sé si esto es acoso laboral o no, pero sí sé que es un baño de ego cojonudo. Uno dobla la espalda sobre el pavimento que tiene que delinear con mucha más gracia si sabe que su jefe le está mirando el culo con lascivia desde el otro lado del jardín.

Con Matthew tengo la oportunidad de rondar los jardines e incluso el interior de las casas de algunas familias ricas. No puedo quedarme parado e investigar todo lo que me gustaría, pero cada lugar te habla elocuentemente de la gente que lo habita. Hay jardines oscuros y recogidos, abusos desproporcionados de grava, decisiones florales muy discutibles, concepciones espaciales horrorosas, piscinas llenas de hojas amarillas. No hace falta mucho para captar el ánimo que vive en cada casa. Sin embargo, suelo estar más atento a la integridad de mis manos y de mi espalda. Y con un ritmo bastante acelerado de baldosas, arena, raíces y cemento, los días pasan al lado del señor Shaw, que me paga en dinero negro y “especias”, y viajo en su utilitario por suburbios abominables, relucientes bajo un sol artifical.

Sergio: Se está poniendo muy frío.
Matthew: ¿De verdad?
Sergio: Por la noche, después de cenar, tengo que cubrirme con mantas para no quedarme tieso en el salón.
Matthew: Tú lo que necesitas es un hombre que te caliente.


Viví durante unas semanas en casa de un filósofo, el doctor Jeremy Moss (estoy conociendo a gente con nombres magníficos). Jeremy es amigo de Penny y da clases en la Universidad de Melbourne, además de coordinar investigaciones sobre justicial social, distribución de la riqueza y economía de la globalización. Es un tío majo, algo distante, con un jardín de rosas, magnolias y pimientos del que tuve que hacerme cargo mientras él se iba a dar sus conferencias internacionales. La sana costumbre del house sitting es una cosa muy australiana que puede haber nacido, o eso intuyo, del aberrante precio de la vivienda en este país. A día de hoy, casi todo el mundo vive en alquiler con una mentalidad de larzo plazo, y en cuanto una casa se queda vacía por unas semanas o unos meses, no tarda en ser ocupada por un inquilino temporal. Cuando haces house sitting tienes el privilegio de observar la vida de alguien a través de sus objetos y la distribución de los mismos, y desarrollas un respeto muy potente por un lugar ajeno. Al menos, eso es lo que sentí al vivir en casa de Jeremy, un hogar antiguo, frío, de techos altos y suelo enmoquetado, rodeado de una vegetación que se encendía con la luz de la última luna llena. Eché bastante de menos a Penny y a Michael mientras vivía allí, en las oscuras callejas residenciales de Brunswick, un barrio que huele a té marroquí y en el que algún armenio enfadado se lía a destrozar escaparates de la competencia a las dos de la mañana (los veo hacerlo porque algún sábado que otro me levanto a esas horas insanas).

Ahora he vuelto con mi lucky Penny y con Michael, ya que Jeremy se puso malo en India y ahora tiene una infección sanguínea o algo así de feo. Se me acabó el house sitting. Sólo espero que tan insigne filósofo se anime, tras su recuperación de salud, a llevarme a ver el fútbol australiano del que tanto he oído hablar. Hay un partido indispensable el próximo día veintiuno, Collingwood (algo así como el Real Madrid de los barrios de Melbourne) versus Geelong, y estamos intentando conseguir entradas para gritar palabras malditas. Lo peor que le puedes llamar a alguien es ‘cunt’, precisamente una de las palabras más atractivas de decir. Su pronunciación es muy gutural, con un punto nada desdeñable de erotismo. Cuando la cruzas con ‘fuck’ para componer un bello ‘shut up you fucking cunt’, el inglés barriobajero se convierte en melodía.

Mi tercera asignación laboral, algo que hago más por compromiso personal que por dinero, ya que mis tarifas son ridículas, es una tutoría de lengua española a una chica muy muy pava de Sri Lanka. A menudo me invento cosas extrañas, como cuando le dije que a los españoles les encanta describir los labios de la gente. Ella se lo cree y le sirve para aprender más palabras y expresiones, así que todos contentos.

Este mes crepuscular de mayo, gélido y resplandeciente con el sol y el viento otoñales, será una variación de los temas que apunté anteriormente. Tendré poco tiempo para la recreación o el onanismo espiritual, y tal vez no me prodigue mucho por aquí, pero sólo será temporalmente. Porque a finales de junio habrá un giro drástico de acontecimientos, y las semanas volverán a ser únicas e inestables. Entretanto, un evento tan ferozmente importante como el último episodio de ‘Lost’, que contará con una cobertura especial desde aquí, y para el que ya he organizado un cotarro con Penny y Michael. Ellos no entienden nada de la serie, pero les divierte mucho verme saltar en el sofá con la emoción de los últimos acontecimientos. Para no estar realmente interesados, observan las imágenes con mucho silencio (y estupefacción). No creen que sea especialmente buena, pero entienden el debate y la fascinación que produce.

¿El plano más hermoso de la sexta temporada?

Vivo en el mejor de los momentos posibles. No siento que tenga nada especial que contar, pero tampoco veo qué hay de malo en ello.

Dos regalos: Keith Carradine cantando ‘I’m easy’ en la impresionante “Nashville” (Robert Altman, USA, 1975) y un espectacular archivo televisivo de la tele australiana en el que The Seekers interpretan una de las canciones más alegres que he escuchado nunca, ‘Georgy girl’. Salud.









Sergio. 09/05/10.