viernes, 30 de julio de 2010

160. Crackigoberrigorompi.



No debo intentar decir nada.
Tan solo
¡CRACKIGOBERRIGOROMPI!



Ismael. 29/07/10.

159. “Fuel”, o el mes de los demonios.



Un generador eléctrico empezó a emitir desastrosas ondas sonoras, roncas, interminables, a eso de las seis menos cuarto de la mañana. Suerte que ya estaba despierto. Había recibido un mensaje de texto una hora antes, uno de esos mensajes que a uno le cuesta creerse y que le hacen sentirse menos solo. La llamada a la oración desde al menos cinco mezquitas distintas prolongó mi vigilia. Escribo esto en la habitación de un hotel baratísimo y hogareño en Hassan, Karnataka. Entra directo en mi lista de hoteles económicos y recomendables en los que tirarse días y noches escribiendo, viendo películas, bebiendo, fumando, tirándose pedos, mirando por la ventana. El retrete es a la turca, pero algún músculo se acabará ejercitando de tanto agacharse a ras del suelo.

Arun y Shafi me llevaron a una ciudad-estado muy curiosa llamada Mahé. Es como una peonza de terreno en la costa de Kerala pero dependiente del estado de Pondicherry, y la bajada de precios en el licor hace que los malayalis lleguen en riadas y se vuelvan a sus casas con botellas escondidas en el pantalón. Ay, el encanto del contrabando. Arun y Shafi me habían hablado de una bella iglesia (no lo es tanto) y de encantadoras playas (ahora totalmente cubiertas por un mar revuelto), pero el verdadero motivo por el que querían ir a Mahé conmigo era para que les comprase vodka. En concreto, un vodka de botella trapezoidal y letras rojas como un infierno pulp, llamado ‘Fuel’. Está bueno no, lo siguiente. Bebimos ‘Fuel’ y comimos curry de pescado en un restaurante oscurísimo (los antros alcohólicos de India no tienen precio) y entre el ardor del picante y el alivio discreto que ofrecía el licor nos tiramos un par de horas muy divertidas. Arun se puso a programar mi próxima visita. Seguramente alquilaré una choza para estudiar malayalam por el día y cocinar cosas ricas por la noche. Sé que mis amigos vendrán a verme un día sí y otro también para gorronear cosas y quedarse a dormir conmigo, que siempre será mucho mejor que dormir con sus madres, abuelas o hermanas. Veremos. No creo que eso suceda hasta una cuarta o una quinta temporada. De cualquier manera, estoy haciendo esfuerzos horribles para dejar de vivir en el pasado o en el futuro.

Y luego de vuelta a Kannur, con una botella enorme de Fuel dentro del vaquero y hasta de mis calzoncillos (a petición de mis traviesos amigos, que no podían arriesgarse a que la policía les pillase ‘a ellos’ con semejante mercancía). Parecía que estaba muy contento de ver a todo el mundo. Las muchachas preferían mirar para otro lado, los muchachos no podían dejar de mirar. El autobús saltaba con cada arruga de la carretera y la botella me machacaba los huevos. ‘Shafi, no creo que pueda aguantar todo el camino con esto dentro’. ‘Sí que puedes. Mira al conductor. Diviértete’. La verdad es que el conductor merecía un reconocimiento por su apabullante habilidad para adelantar camiones cisterna, hacer zigzag con rickshaws y autobuses varios y no matarnos a todos en el acto. India y su salvaje asfalto han parido a los mejores conductores del mundo.

Me olvidé del escozor genital al vaciar nuestra mercancía a orillas del mar Arábigo, bajo la luz de una luna casi llena. De verdad que no hay nada más bonito en el mundo que la luna reflejada en las hojas de palmera. Shafi y Deepak desaparecieron en las dunas tras advertirme de que este mes monzónico es el llamado ‘devil’s month’, momento propicio para encontrarse con ánimas en cualquier rincón del bosque. Qué fascinadas están todas las culturas con la muerte. Arun y yo nos quedamos charlando hasta la medianoche. El mar no estaba demasiado agitado. La luz del faro todavía se adivinaba a pesar de la niebla. Palabras y palabras, algunas más previsibles que otras. Arun hizo un símil muy afortunado entre el mar y la vida, que aunque sea un tópico poético, en su boca sonaba como una idea nueva, en parte meditada a raíz de su soledad, en parte espontánea por esa extraña clarividencia que se le adivina cuando te mira en la oscuridad. ’A veces fría, a veces cálida; a veces rabiosa, a veces en calma’.

Y hasta aquí mi breve visita. Kurien y yo, que de tan solos que estábamos nos habíamos quedado secos en conversación, nos despedimos emocionadamente una vez más, y Padmini se saltó las reglas de la convención al estrecharme la mano cuando me alejaba en el rickshaw de Santhosh. Ese traqueteo de vuelta a la estación de trenes o autobuses… cuántas veces lo he hecho y qué bien recuerdo cada giro en el trayecto, cada letrero, fachada y rostro precipitándose sobre la calle. En ningún lugar del mundo, con la excepción de Pola de Siero, conozco tan bien al sastre, al peluquero, a la oficinista de correos, al dependiente del ultramarinos, a los miembros sonrientes y corruptos del Partido Comunista… a toda la estela de seres humanos que conforman un pueblo con sus altibajos y sus glorias. ¿Cómo puedo no intentar vivir y filmar una historia aquí?

Karnataka me traerá poco a poco de vuelta a Bangalore, y de Bangalore a España, de nuevo por un mes. Debido al aluvión irracional de comentarios que Ismael y yo hemos recibido últimamente en este blog, me veo obligado a explicar que septiembre iniciará una nueva hoja de ruta por Sudamérica, en concreto Argentina. Aunque haya algo parecido a un plan que me orientaría en dirección a Tierra del Fuego, donde intentaría trabajar en uno de esos carísimos cruceros que te llevan a la Antártida, nunca se sabe qué es lo que puede pasar, y desde luego que yo no quiero saberlo hasta que no llegue el momento de esparcirse por el tablero. Argentina es tan ridículamente extensa como India o Australia, así que puedo esparcirme por muchos lugares (parafraseando a uno de mis personajes televisivos favoritos; véase a continuación).



Mi primera parada en Karnataka fue Madikeri, capital administrativa de la región de Kodagu. Montañosa y bella hasta el límite de los adjetivos, el hogar de los kodavas y de muchos refugiados tibetanos duerme en el letargo del monzón. De haberme dejado caer en otro momento del año hubiese hecho senderismo, a salvo del barro y las sanguijuelas del mes de los demonios. Me tocó resguardarme en un cuarto anónimo de hostal y ver al viento y la lluvia hacer círculos con la hierba. Entré en uno de esos habituales bloqueos creativos que te obligan a leer más, y así abrí los ojos a Alan Watts, Hannah Arendt y Tim Winton, con el que todavía sigo admirado y enganchado porque su novela ‘Dirt music’ es extensa como la envidia. Tengo que empezar a leer más libros que no terminen en la página doscientos.

Madikeri, por lo alta que está, las expresiones huidizas de la gente y el diseño de sus hogares (ese feísimo ladrillo gris con tejado rosa), me recordó a Nepal como ningún otro sitio de la geografía india. Por todo eso y porque una ducha fría es difícil de digerir en este clima. Indudablemente, el monzón lo cambia todo. O los demonios.

Cómo no, me resisto poderosamente a seguir una línea recta y, si se dibuja sobre el mapa, mi trayecto a Bangalore parece más bien el perfil de una montaña rusa. La única razón para venir a Hassan era la proximidad de dos templos que estudié hace años. Ambos pertenecen a la época de la dinastía Hoysala y fueron levantados en el siglo XII siguiendo una curiosa planta arquitectónica en forma de estrella. De hecho, la estructura de los templos me fascinó aún más que la afamada escultura de las fachadas. Nada que no os haya contado antes: bailarinas en posturas irresistibles, dioses en decenas de avatares distintos, horror vacui, simbología desconcertante. Sin embargo, hay algo en las obras de los Hoysala que no me espanta. (Nota: siento una especie de repulsa por la saturación ornamental del arte indio; obviamente, no de TODO el arte indio, pues ya os hablé de muchos ejemplos, como Ajanta, que son en sí mismos la perfección de la representación, pero sí noté desencanto tras la visita a templos exuberantes que debían haberme arrebatado y, en cambio, sólo me provocaron confusión y mareo, como en Khajuraho). Puede que sea la proporción de sus ángulos puntiagudos, la atmósfera diáfana y amable de sus interiores o tal vez las imágenes femeninas más extraordinarias que he visto nunca en piedra… todo ello sumado a una mejor comprensión de la mitología, que siempre ayuda.

En Belur, donde se erige Channekeshava en honor a Vishnu, contraté a un guía local. Después de alguna pelea conmigo mismo al respecto, ya que nunca hago visitas guiadas, decidí probar por primera vez y contribuir con ello al turismo de la zona. Mal que me pese, no siempre ejerzo un turismo responsable, aunque tampoco sea un turista en el sentido estricto de la palabra. Aunque no necesito saber todos los nombres de Brahma, hay muchas cosas interesantes que se te pueden pasar por alto. Eso sí, los guías indios son chillones e indescifrables, en el mejor de los casos, así que, como todo en este país, lo mejor es tomárselo con sentido del humor y dejarse seducir. En el fondo, estaba harto de pensar que lo entendía todo cuando realmente no entiendo ni la mitad de lo que veo. Pero no siempre puedes pagar doscientas rupias para que te lo expliquen, bien o mal (la intención es lo que cuenta, y un indio siempre va a dar lo mejor de sí). Halebid, donde duerme plácidamente el otro templo Hoysala del distrito, es menos visitado y aún más hermoso. He sentido una conexión instantánea con estos edificios. Me han hecho sonreír y pensar y poco más se le puede pedir a una obra de arte.





Ayer por la noche, antes del mensaje de texto, la llamada a la oración, el ruido del generador, me preparé para una sesión de cine que llevaba muchos años evitando: ‘Irreversible’ de Gaspar Noé. No entiendo cómo los conceptos de ‘tortura’ y ‘violencia’ son tan importantes para mí y para las historias que me gustaría contar, y aún así me resisto a hacer una documentación seria al respecto. Muchos sabréis qué es lo que tiene ‘Irreversible’ de escandaloso y difícil de ver. Me preparé mentalmente (es curioso el miedo que tengo a darle al play con según qué películas), di vueltas y vueltas a la cuerda en mis manos y tras cinco minutos me di cuenta de que el sonido estaba desfasado. ¿Excusa perfecta para dejarlo todo y permanecer a salvo del trauma? No lo sé, pero no se puede ver algo en esas condiciones. Tanta preparación y tanta hostia para nada. Llegados a este punto de no retorno, he de ver esta película nada más llegar a España o no podré quitármela de la cabeza.

Mi recomendación veraniega se llama ‘Bad Boy Bubby’, es una película australiana dirigida por Rolf de Heer en 1993 y preferiría no tener que decir nada más para que os sorprenda (y lo hará, sin duda) desde el primer minuto. Si la hubiera pillado con once o doce años en una de esas sesiones de madrugada rarunas de La 2 me hubiera conmocionado seriamente. Entra dentro de la categoría reservada para estomágos fuertes. Tanto la interpretación de Nicholas Hope (magistral) como el escaso miedo al ridículo de sus creadores la convierten en lo que, lamentablemente, es: una obra interesantísima destinada a ser escondida del gran público por lo inclasificable y molesta que resulta. Los australianos han creado cosas realmente perversas.




Última parada en Mysore para hacer la montaña rusa completa. Salud, gasolina, demonios y lugares, muchos lugares.


Sergio. 29/07/10.

lunes, 26 de julio de 2010

158. Diálogos que se perderán (III).



“I feel like I know her,
but sometimes my arms bend back”.



Laura Palmer, en respuesta a la pregunta: ‘Are you Laura Palmer?’.

Puro zen.

miércoles, 21 de julio de 2010

157. Tiempo.



Sucede una cosa cuando estás bajo las aguas del monzón, y es que tu mente va despacio y las horas se suceden idénticas bajo un cielo de seda. Estoy en Kannur, sólo por unos días. Los pájaros se vuelven locos bajo mi ventana y Shafi pinta las paredes de un cuarto próximo al mío. Ahora no llueve, pero lloverá por la tarde. Mi ropa lleva dos días tendida y sigue húmeda. Padmini hace el mejor chicken byriani de toda India. Cómodamente triste e incolora se manifiesta la vida en un mes necesario: fuera, el agua; dentro, la historia.


Nada ha cambiado demasiado y esa sensación de intemporalidad, que ya me había asaltado en Madrid cuando volví de India por primera vez, estrecha considerablemente dos vivencias distanciadas, pero sólo en apariencia. Nunca me he ido de Kannur. Hay sitios a los que ya no voy porque sé dónde están y lo que hay allí. Aunque alguien con muy poco gusto ha edificado un muro sobre nuestro club, hay más clubs esparcidos por el bosque (casas abandonadas, canchas de headball, partes traseras de tiendas de snacks). La mar es de color marrón y no podría estar más furiosa ni aun bajo la tempestad. Viento y charcos en el camino que no tiene sentido vadear. Nadie se ha olvidado de Teto y los saludos de mis conocidos, de mis amigos, son mecánicos, programados por una costumbre ya ininterrumpida.


How is Vila?

How is Loli?

How is Anuka?

How is Begoña?

How is Andrés?




Empecemos por Kurien. Tras llegar a la estación de Kannur, dejé mis maletas en consigna porque no esperaba que Costa Malabari estuviese abierto durante el monzón y tenía que buscar otro alojamiento disponible desde el que poder visitar a mis amigos. Así es como encontré a mi conductor de rickshaw favorito, Santhosh, en la populosa esquina del templo de Adi Kadalayi. Él me dijo que Kurien andaba por ahí haciendo recados, lo que simplificó mucho mi plan para las próximas dos semanas (tenía pensado bajar a Kochi sólo para verle a él). Kurien hizo acto de presencia en su motocicleta y me abrazó y sonrió con esa enigmática e imperturbable sonrisa suya. ‘Estás muy delgado’. Acto seguido me encomendó a la que es más o menos mi residencia habitual (aunque no por mucho tiempo, porque le sale caro tenerme aquí; cuando vuelva a iniciar mi curso de malayalam, y será por un tiempo indefinido, tendré que alquilar una casa), donde la maravillosa Padmini me recibió con algo más de efusividad que la última vez. Comí y vi a uno de mis buenos amigos, Shafi, subido a una de las vigas del techo. Está repintando gran parte del antiguo telar que Costa Malabari es. Lo acompaña un joven tan hermoso que tienes que pellizcarte para creértelo. Eso sucede, por lo general, con toda la gente que vive aquí: sea o no una apreciación subjetiva, no se puede ser más guapo.


Kurien es el eterno misterio. Cálido y generoso como el buen anfitrión indio que es, también es un personaje circunspecto que va y viene con una espontaneidad difícil de definir (¿para qué habría de hacerlo?). A menudo te encuentras con la sensación de que hay que hacerle la pregunta correcta para iniciar una conversación con él, aunque otras veces las palabras se suceden solas. Le encanta hablar del pasado con una dosis justa de nostalgia, reconociendo que hubo una edad de oro en Kerala para la vida familiar y el desarrollo cultural. Sus veranos con sus doce primos, pastoreando en el bosque hasta el atardecer y bañándose en la laguna con una pastilla de jabón compartida, me traen el salpicar de ese agua y el aroma de ese arrozal. Noches en las verandas donde se comía y se bailaba y se daba caudal a una energía infantil que alguien o algo se ha empeñado en destruir en casi cualquier parte del mundo. Del theyyam a la comida a los libros o a los incidentes con los turistas, nuestros temas de conversación son fluidos y variados y a veces se apodera de nosotros el silencio y Kurien empieza a fumar sus cigarrillos y a toser. Me preocupa su estado de salud, pero no hay nada que pueda hacer al respecto. Él bromea (relativamente) diciendo que ningún hombre de su familia pasó de los cincuenta y tantos. Kurien tiene cincuenta y ocho.


Padmini ya me acepta como un ente familiar y procura hacerme zumo con las frutas de la pasión que crecen en el jardín trasero. Hasta me enseñó su casa particular cuando me afanaba en no hacer perder a mi equipo de headball (el nuevo deporte de moda en Adi Kadalayi). Espero hacerme entender. No es que sea una persona cerrada, es que es una mujer india de edad madura sin apenas conocimiento de inglés y las barreras que todos esos factores implican hacen de nuestra relación lo que es: básica, sencilla, terriblemente cotidiana (sobre todo desde que me pide que no llegue tarde a casa, entre otras sugerencias adorables). Sus eructos, además, son los mejores del mundo.


Kiran tiene un trabajo en Bangalore como soldador y le veré justo antes de marcharme. Después de mis lamentables últimos encuentros con él, parece que las cosas le van un poco mejor. Su hermano Arun sigue siendo mi gran cómplice, el único con el que guardo contacto telefónico cuando no estoy aquí. Su novia de toda la vida (secreta, por supuesto; para más información sobre la susodicha, vean Post nº103: ‘Palabras en el libro de las palabras’) se ha casado con otro hombre por obligaciones familiares y eso ha devastado a Arun, aunque seguro que ha habido días peores que los que vive ahora. Por un lado, se resiste a pensar en otra persona y habla de ella como si todavía fuese su novia, como si nada hubiera pasado. ‘One life, one love’, dice en la nocturnidad de nuestros encuentros, ingenuo o no, ligeramente ebrio, y en absoluto triste. (Nota: el concepto occidental de ‘tristeza’ no tiene lugar en las culturas asiáticas y lo que se percibe como indiferencia no lo es tanto; por decirlo de algún modo, todo es uno, no hay nada que ganar y perder y los sucesos de la vida son tan relativos y efímeros como la vida misma). A veces percibo el rostro de Arun sobre la luz de la pantalla de su móvil, o brevemente tras la llama de la cerilla que encenderá nuestros Gold Flake. Es un joven despierto, cariñoso, conservador, tímido, insoportablemente bello. Su hermana Priya (a la que llamé Pranath el año pasado, confundiéndola con el nombre de su marido, ¡ayayay!) ha tenido mellizos, y con el padre de los mismos trabajando en el Golfo, el padre de la propia Priya alcoholizado en cualquier parte del estado y Kiran en Bangalore, Arun es la única presencia masculina en la casa. Hice mi visita de rigor para presentar mis respetos, comer mango, identificar mi cara blanquita en el álbum de bodas de Priya y asombrarme nuevamente por los distintos episodios que el tiempo organiza en su discurrir.


Shafi, Amjath, Shahanas, Deepak, Samir… todos siguen aquí con sus ‘programs’ (planes nocturnos que suelen incluir ingestión de frutos secos, alcohol y canciones), sus trabajos pobremente remunerados, sus dientes blancos. De Shahanas no hablé el año pasado porque él acababa de volver de Dubai y todavía no nos conocíamos mucho. Esta vez me presentó a su familia, incrédulos cuando el pobre Shan les decía que tenía un amigo europeo. Su tía me preguntó que por qué soy tan blanco, yo le contesté que soy así, sin más, ella no se quedó satisfecha y quiso saber si me echaba muchas cremas para tener la piel tan blanca, y yo me di cuenta de que me estaba tomando el pelo, pero sólo tras varios minutos de estupefacción.


Hay una rara intimidad, no obstante, cuando estoy a solas con los extraordinarios Arun, Shafi y Amjath. Ellos tres hacen de mi vida en este rincón del mundo todo lo familiar y ordinaria que a veces olvido que es. No tengo qué decir lo valioso que esto me parece.


Caen hojas de palmeras al suelo, el clima invita a la recreación en el sueño (tengo sueños fabulosos, como ése en el que Kurien nos invita a mí y a mis amigos astures a comer cecina y jamón en un recinto cerrado mientras, afuera, un tigre inmóvil y gigantesco asusta a un buen número de domingueros), las horas pasan lentas, un significado pesado en todas ellas, una naturaleza incógnita en la bella y ya indiscutiblemente familiar Kerala.


Sólo quedan tres post para la esperadísima season finale de Miss Kalashnikov. ¿Te los vas a perder, tunante?




Cuando un pez nada, sigue nadando y el agua no se acaba. Cuando un pájaro vuela, sigue volando y el cielo no se acaba. Desde las épocas más remotas jamás un pez se salió del agua nadando, ni un pájaro salió del cielo volando. Pero cuando un pez necesita un poco de agua, se limita a usar ese poco; y cuando necesita mucha, usa mucha. Así las puntas de sus cabezas están siempre en el borde externo (de su espacio). Si un pájaro vuela más allá de ese borde, muere, y lo mismo ocurre con el pez. Con el agua el pez hace su vida, y el pájaro la hace con el cielo. Pero esta vida es hecha por el pájaro y por el pez. Al mismo tiempo, el pájaro y el pez son hechos por la vida. Así hay el pez, el agua, y la vida, y todos se crean recíprocamente.

Sin embargo, si hubiera un pájaro que quisiera examinar primero el tamaño del cielo, o un pez que primero quisiera examinar la extensión del agua, y luego tratara de volar o de nadar, nunca podrían moverse en el aire o en el agua.


Dogen. 'Shobogenzo'.

156. Vida y muerte de Ismael.



Antes de viajar escribí una cosa que empezaba con
‘Soy Ismael, estudié tal y cual, hice tal y cual, conseguí tal y cual, fracasé en tal y cual’
todo muy inspirado y con la esperanza de conseguir catarsis, claridad.
Pero no hay catarsis en la vida.
A veces la tristeza muda los contornos de los árboles y pone otros
pero eso se olvida o degenera y luego muere contigo.
Eso no es catarsis, es vida manifestándose como se manifiesta la lluvia.
Ni siquiera hay catarsis en el sexo que no pueda ser comparada con el redoble accidental de una silla contra la mesa o el cierre de un cajón.
No conseguí aprender nada de mí mismo
sólo asustarme por algo que ni siquiera había sucedido al margen del sueño.
Para que me entendáis, hay una propensión en mí a usar la imaginación para contar historias.
Esas historias cogen cuerpo de la nada porque no hay nada que contar.
Haciendo espectáculo de mí mismo, vacío fácil y comprensible para el artista, y poniendo en escena lo que nunca tendría el valor de decirle a mi amigo a mi amante a mi padre a Dios
(cuando ni siquiera hay nada que decir)
descubrí lo fácil que es construir mundos con las palabras correctas y recibir a cambio más palabras que como condones retienen el entusiasmo.
Creí ser bueno. Creí en la importancia de eso.
Y cometiendo crímenes llegué al momento de la huída y como esa huída debía justificarse la justifiqué con más palabras que empezaban tal que
‘Soy Ismael, jugué a tal y cual, rompí el corazón de tal y cual, traicioné la confianza de tal y cual’,
y con la catarsis frustrada huí y hoy no observo nada de lo que ha pasado con dulzura, no puedo.
Porque en el fondo ése ha sido el problema.
Que contar historias te induce a contarte a ti mismo.
Que contarse a uno mismo es hacerse inexistente.
Y todo lo que no existe tiene objetivos muy claros.
Confundí catarsis con objetivo.
Mi objetivo era trascender.
Y a pesar de escribir esto por los motivos equivocados
a veces, por suerte, también vivo.


Ismael. 18/07/10.

155. Foro Social Europeo.



Cuando iba a la universidad

me lié con un místico y nos fuimos a París con más místicos como él.

En el autobús se fumaban porros

no uno o dos TANTOS que el conductor tuvo que parar y amenazar con una llamada a la policía que nunca hubiera tenido lugar

(no obstante, y para no llevarnos a engaños sobre la verdadera naturaleza de un místico, nadie quiso ver ‘El tercer hombre’).

En París se celebraba el ‘Foro Social Europeo’. Ni idea de qué iba eso.

Discutí con una gallega muy vehemente.

‘Yo he venido a París por el Foro Social’.

‘Yo no. Yo he venido a pasear por París’.

En el Foro Social de marras sentaban cátedra Ken Loach y otra gente que tendría mucho que decir al respecto de cosas que no me importaban lo más mínimo.

No quería política, quería belleza.

E inteligencia.

Y una fusión de estos dos atributos que me hiciese follar de continuo.

Me olvidé del místico, que por otra parte también se quería olvidar de mí, y vi hojas de colores otoñales, imágenes en las que todavía no alcanzaba a ver el engaño.

La gente habla y luego muere.

Otro grupo de místicos, apiñados en un colegio mayor cerca del Pompidou,

bebían y fumaban porros y una muchacha de Majadahonda de piel oscura y blanda como un palillo de hachís se jactaba de salir de casa únicamente para pillar más porros.

Foro Social Europeo.

Nunca he sabido gran cosa de política, ni he tenido una mente especialmente equipada para el pensamiento crítico.

En París hubo un desfile.

Todos los místicos ocuparon calles de pasado ilustre y yo me aburrí mucho y busqué amor en otra calle donde un vasco y su amante me pagaron varias copas.

Dormí en el metro.

El viaje de vuelta fue silencioso y París, todo lo odiosa que yo fui con ella.

Te he dado tanto odio, París. Por dos veces más te vomitaría la ignorancia de mí mismo.

Y en cuanto a política

(querido místico; ¿esperabas una lágrima por no tener conciencia política?)

sólo sé que el acto noble y el genocidio son

lo mismo

y nada de eso significa o importa nada.



Ismael. 17/07/10.

miércoles, 14 de julio de 2010

154. Las rocas.




Me encanta cómo me destrozo con el paso de los días los meses los años.

Hampi me dejó un recuerdo imborrable de rocas que nadie sabe cómo acabaron en ese lugar y en esa posición. Te hacen pensar en un dios que las distribuye con un criterio estético irreprochable o con gracia o con locura. Rocas como dedos sin uña. Textura suave y rugosa al mismo tiempo, como el caparazón aceitoso de una tortuga. Me tumbé bajo la sombra de una roca con nombres y apellidos y escuché (qué poco escucho) el canto incomprensible de los pájaros y las campanas de las vacas y el sonido silencioso de las ruinas y las huertas y el cielo y la tierra. Pensé en las rocas vivas de Australia, en las rocas vivas de India y en las rocas vivas de cualquier parte del mundo. Me fascinan tanto que a menudo marcan el camino y el compás y yo me entrego a su contemplación con una reverencia pasmosa. Se me ocurren pasatiempos más estúpidos.





Hice un recorrido en autobús similar al perímetro de un trapecio para llegar a Badami, antaño la capitual de los Chalukyas. Me sorprendió que nadie se dirigiese a mí en cuanto bajé del autobús. Eso está siendo una constante en Gokarna, desde donde escribo estas letras. No es habitual despertar la indiferencia en un país como India, y si por un lado se agradece, por el otro se echa de menos la atención y la sonrisa, falsa o genuina, eso da igual. Badami daba la impresión de estar muy ocupada con lo suyo, y la verdad es que no le faltan problemas que atender. Si el pueblo tiene más encanto del que podía imaginar, también está sumido en los niveles de mierda más apabullantes que he encontrado hasta el momento. Cerdos y cerdas roñosos se retuercen en aguas fecales a pocos centímetros de niños que arrastran su culo desnudo por todo tipo de inmundicias. Las casas son humildes y adorables y en su interior se agolpan cabras y aparejos domésticos bajo una luz tan bien filtrada que parece un ejercicio de claroscuro. Todo sucede afuera, no obstante, delante de tus ojos, de los ojos de cualquiera. La vida se desmorona y se renueva. Las rocas, nuevamente, gobiernan el pueblo desde las alturas, agrupadas en riscos naranjas tan imponentes como los dioses que seguramente les dieron forma, hartos de su soledad o de su impotencia o de ambas cosas. Ruinas de templos. Basura quemándose. Bares donde hombres que no saben beber o beben de una forma distinta a la mía se entregan a varias fantasías bajo un ventilador, tras una cortina roja que ni oculta ni quiere ocultar sus privacidades. Vida contaminada enajenada resignada. Y vio Dios que todo ello estaba bien, y al séptimo día descansó.

Por una carreterilla entre arrozales arrebatados de luz me dirigí a Aihole, que se pronuncia aijolí, y que tiene casi más templos que casas. Podría ser el pueblo más miserable que haya visto en India, y eso ya es decir mucho. La razón para visitar Aihole es algo irracional y proviene de mis clases con Carmen García-Ormaechea; me encantaba la forma en que decía ‘el templo de Durga en Aihole’, aunque me perdí la clase en la que vieron esas diapositivas y por tanto la importancia artística del templo de cuestión. Pero me gusta Durga, diosa tan relacionada a la violencia (y al concepto de tortura que tanto me obsesiona) como a la maternidad, y siempre tuve una corazonada con este sitio. El templo es fantástico, qué duda cabe. Las parejas de amantes esculpidas en el pórtico entran en el ránking de lo más impúdico y gracioso que he visto en iconografía hindú. Pero mi día en Aihole fue un tanto pesadillesco, y los niños están absolutamente corruptos con la cantinela del ‘one pen, one rupee, one chocolate’, y la suma de gente que te toma por gilipollas es tan agotadora que te olvidas momentáneamente de la ternura y la paciencia (tal vez una forma más de paternalismo; ni siquiera la mejor o la menos mentirosa de todas ellas). En el momento más soporífero del día, leyendo bajo la sombra de una ruina, fui ese extranjero del que me reía el año pasado, el típico que no quiere ser molestado por el país que visita mientras intenta extraer conocimiento y verdad de las páginas de su libro. Siempre andamos en círculos. Es bueno darse cuenta.



Durga, repartiendo leches en su templo en Aihole.



Subiendo unas escaleras hacia un templo jainí espanté a la serpiente más grande que vi nunca. Gorda y grande y seguramente negra (¿una cobra?, no lo sé ni lo sabré). Tardó siglos en desaparecer entre los matorrales de tan larga que era. Ya había estado a punto de pisar una en Hampi. Con las que vi en Australia y con el amor que he empezado a profesar a lagartos e iguanas, éste está siendo mi año de los reptiles.

Tras Badami y Aihole decidí parar de ver cosas. Ahora mismo me dedico a lo que vine a hacer aquí durante este mes monzónico de julio: ver a mis amigos, reconectar con la gente a la que me gustaría filmar en un futuro no muy lejano y volver a escribir a diario. Mañana estaré en Kerala degustando un poco o un mucho de whisky barato y comentando la victoria de España en el Mundial con los muchachitos de Adi Kadalayi y Thottada, si los desprendimientos de ROCA que chafaron la línea ferroviaria de la costa arábiga no siguen dando problemas. Es probable que Kurien no ande por allí porque su casa cierra durante el monzón, pero en ese caso me acercaré a Kochi. No puedo no verle.

El autobús morrallero que me sacaba de la Karnataka profunda me hizo recrearme en mis pensamientos favoritos, es decir, en mis historias de ficción y en mi capacidad o mi falta de ella para afrontar las mismas. Me gustaría no tener prisa porque ya he visto lo bien que se resuelven las cosas cuando se adopta un ritmo calmado. De cualquier manera, siempre es más fácil decirlo que hacerlo. De momento, hago lo que puedo para no tener muchos frentes abiertos y centrarme en lo (poco) que realmente tengo que contar. El autobús se deslizó por laderas apenas asfaltadas y el verde insultante de los Ghats Occidentales me golpeó una vez más. Miré dentro del bosque, que viene a ser como mirar dentro del océano, e intenté no encontrar ansiedad allí. Lejos de la meseta del Deccan la atmósfera se volvía más tropical húmeda dormilona como el sueño de la araña ante su tela vacía. Kumta ya me recordaba a Kerala y Gokarna, famosa en el mundo entero como la hermana pequeña de Goa, podría ser cualquier pueblo de mi estado indio predilecto de no ser por su carácter cómicamente hostil. El lugar perfecto para empezar a escribir. Las ideas se han desordenado poderosamente, pero es lo que tiene empezar después de varios meses de parón. La generosa cantidad de agua, visible e invisible, que empaña el ambiente e impide a las ropas secarse en menos de tres días, no ayuda mucho a la hora de pensar pero te regala una especie de fiebre lúcida. Todos aquí parecen bastante poseídos por ella.

Las playas llenas de botellas de plástico y sustancias negras no identificadas componen el perfecto escenario apocalíptico, con perros sangrantes y vacas solitarias gobernando una costa en baja temporada. Hay pena, aburrimiento, olvido y muy poco viento. He leído episodios del Bhagavadgita en los acantalidos de este paraíso tropical que han querido dibujar sobre un rígido y algo reaccionario centro de peregrinaje hindú. No entiendo mucho las palabras de Krishna, o mejor dicho, las entiendo demasiado bien y aún así me parecen más contradictorias y menos apasionantes de lo que esperaba. Sigo buscando pasadizos, imágenes y palabras en la religión. Busca y encontrarás. Aunque no sea lo que buscabas.



Krishna le muestra a Arjuna la forma universal,
pero eso no aclara mucho las cosas.



Y ya me callo.


“Announcing your plans is a good way to hear God laugh”


Al Swearengen, “Deadwood”.


Sergio / Ismael. 14/07/10.

domingo, 11 de julio de 2010

153. Singapur, Bangalore, Hampi; la geografía del cambio



Aterricé en Singapur a las nueve y media de la noche de un miércoles, y por no saber no sabía siquiera dónde estaba Singapur exactamente. Miré un mapa. La puntita de una península al sur de Tailandia, separada de Malasia por un estrecho de aguas marrones. Muy bien, me dije, vamos a ver de qué va esto. La primera impresión siempre te la da el transporte público. Sólo a juzgar por el funcionamiento del cercanías, se veía que Singapur era próspera y avanzada. Lamentablemente, eso no se traduce en las tres cosas que todo lugar (y por añadidura, toda persona) debería poseer: el tino, el cotarro y el ardil. Eso que a India no le cuesta nada escupirte y de lo que Singapur, en un terreno infinitamente más pequeño, carece monstruosamente. Porque la pseudo-dictadura de Singapur es el agujero más feo y deprimente en el que he caído hasta el momento. Influyó el hecho de que mi corazón estaba resentido al abandonar Australia. Pero había cosas que no tenían perdón de Dios. Como éstas.







Frente a la arquitectura del suicidio, algunas casas descontextualizadas y brillantes en la Chinatown menos Chinatown que he visto nunca. Poco más. Cogí el tren para hacer un círculo por la isla y atisbar la frontera con Malasia. Filas infinitas de colores industriales. De vez en cuando, un poco de bosque tropical; al fin y al cabo, Singapur queda a pocos grados de la línea del Ecuador. Pero no hay nada salvaje ni exótico en esta ciudad, ni siquiera en la comida, un barullo de cocinas orientales del que debo destacar un pastel malayo de color amarillo y textura de esponja. También comí una cosa que parecía un ojo sin pupila, todo blanco y venoso. A lo mejor era un ojo de un animal desconocido para mí. No tenía sabor, ni el caldo en el que flotaba mejoraba el asunto. Podrían haberme puesto agua de fregona y me lo hubiera tragado igualmente.


A veces venía el monzón y tenía que esconderme bajo casetas de columpios o en portales cubiertos con atmósfera apocalíptica. Pero no podía estar allí eternamente, y la lluvia no quería parar. Así que me mojé. Goterones de agua templada caían sobre mí y sobre el tráfico siniestro que corría en paralelo a mi caminata. No sabía adónde iba. Los cambios horarios y el estado de transición me hacían no desear nada. Aunque sí estaba muy cachondo. Pero eso me sucede siempre que cojo vuelos y cambio de país. Se me pasa con los días.


Harto de la indiferencia y de los ronquidos de un compañero de cuarto (pronto diría adiós a los dormitorios comunales), me fui corriendo a una terminal del aeropuerto que se llama ‘Terminal Barata’, y tras esperar mucho y pasar por unos controles de aduana en los que me enteré que el tráfico de drogas en Singapur es castigado con la muerte, tomé rumbo a Bangalore. Oh, mi querida y añorada India. El vuelo corrió por cuenta de la muy económica pero incompetente Tiger Airways. Viendo los precios de la comida en el avión, intenté controlar mi apetito y leer un poco. Lástima que mi lectura fuese ‘The road’, de Cormac McCarthy. Obviamente, me entró más hambre todavía. Y sed. Me habían robado el agua en el control de equipaje, así que probé a beber directamente del lavabo. Asqueroso. Volví a mi asiento pero el estómago me rugía, así que me bajé los pantalones y pedí un biryani que tardaría cuarenta minutos de reloj en prepararse, cuando todo lo que hay que hacer es meterlo en un microondas. Entremedias, la azafata venía y me decía ‘¿tienes hambre?’, con una sonrisa que quería ser cordial, espero. Diez malditos dólares por eso. Odio cuando me pongo tiquismiquis con el dinero, aunque si no lo hiciera hace mucho que me habría venido abajo.


Y de vuelta a India.


De vuelta a los sinsabores, los engaños, los dilemas, las contradicciones, el color, el cansancio, el calor, las tropecientas mil veces al día en las que me enamoro de alguien o de algo…


Bangalore no es mi ciudad preferida. Un paseo en rickshaw hace ahora siete meses me dio una impresión del lugar que no ha diferido mucho en mi nueva visita (habrá una tercera, cuando coja un nuevo avión de vuelta a España y la segunda temporada de ‘Miss Kalashnikov’ concluya en un apoteósico e inesperado clímax). Llegué a medianoche sin reserva de hotel ni nada, aunque no fue por no intentarlo. El caso es que muchos hosteleros cogen el teléfono cuando les apetece, que no suele ser muy a menudo. Debí llamar a la hora de la siesta o cuando estaban viendo el culebrón. Tantée varios lugares en SC Road sabiendo que me la iban a intentar meter doblada a la primera de cambio con habitaciones deluxe que, sorprendentemente, eran las únicas que quedaban libres, y cositas por el estilo. En las recepciones se agolpaban indios que también querían dormir bajo techo y su competencia era demasiado dura. Ladridos de perros rabiosos. Miradas sorprendidas o narcotizadas de mendigos. La noche era un tanto inclemente pero al final encontré un cuarto que además tenía tele por cable, con lo que el día no pudo terminar mejor: partido de España-Paraguay en directo y la primera vez desde que empezó el año que dormía en una habitación para mí solo. Fue un gustazo poder desnudarme e ir y volver al baño en pelotas y hacerlo todo en pelotas, que es una de las cosas que me hacen más feliz.


Al día siguiente intentaría gestionar lo más rápido posible mi salida de allí. Y cómo no, lo primero que hice tras el desayuno fue algo bastante obvio: ir al mercado. Las comparaciones entre mi lugar de trabajo en Melbourne y esto no tendrían ningún sentido. Compré almendras, un cortauñas - navaja la mar de útil y una fruta que no pronuncio correctamente (‘chikku’, creo) pero que es pequeñita y fea como una patata y que sabe a gloria. Cebollas rosas, pepinos como cuernos de vacas, plátanos, cocos, flores de colores violentísimos engarzados en collares por mujeres laboriosas, conos púrpuras de talco ceremonial, vasijas, espinacas y un intenso y estimulante olor a mierda. Fue tan cálido como un beso en la frente cuando estás enfermo, y me dio la energía para olvidar lo que había pasado en los últimos meses y empezar a andar lo que serán los próximos.




No recordaba lo mucho que me cargan las maratones turísticas y las visitas a los templos, sobre todo cuando éstos se encuentran plagados de visitantes indios que te hacen fotos y el cuestionario completo sobre tu persona. Pero necesitaba ir a Hampi por mi amor a las rocas (de ello hablaremos en el próximo episodio) y porque estuve muy cerca de hacerlo el año pasado y ahora tenía una oportunidad de recrearme holgadamente antes de bajar a Kerala. Así que me metí en un autobús nocturno donde me pidieron mi billete como una docena de veces y, a las pocas horas, amanecía en un valle verde y naranja, brillante bajo la luz de este sol ceniciento de julio.


Hampi es un pueblo realmente pequeño, construido en las ruinas de un antiguo bazar y rodeado de aún más ruinas. Hace quinientos años la actual Hampi fue el centro del imperio hindú Vijayanagar, del que se escribieron cosas casi milagrosas en su día. Por mucha imaginación que le echasen los cronistas de la época, Vijayanagar fue poderosa y seguramente rivalizaba en hermosura con el impresionante enclave natural que escogieron para su edificación. Los sultanatos del Deccán arrasaron con todo y mataron a mucha gente y a día de hoy el reflejo de Vijayanagar es tan mortecino que me hacía pensar en cómo serán nuestras propias ruinas dentro de no tantos años. Las ruinas siempre dan mucho que pensar. Sobre todo cuando cabras y vacas encuentran su sustento y su meadero en ellas, cuando los murciélagos duermen y cagan sobre las cabezas maltrechas de Shiva y sus consortes, y cuando ni siquiera los lugareños se cortan un pelo a la hora de alternar entre las pilares de lo que deberían proteger. O tal vez no. ¿No tienen, acaso, otras cosas mejores de las que preocuparse? ¿Quién soy yo para juzgarles por destrozar lo que no podría estar ya más destrozado?


Decenas y decenas de templos descabezados, bellos como la locura más lúcida, duermen y se mantienen en el sueño y ni las rocas que las vigilan ni nadie puede entenderlas ni descifrar su pasado. Me encantaría viajar en el tiempo. De verdad.


El templo de Vitthala, dedicado a Krishna, es un recinto de altares y mandapas que me dejó boquiabierto, aunque ya sabía que sería así. En los frisos y las columnas se describen dos aspectos fundamentales de la vida de los hindúes de Vijayanagar: a) el tino que tenían y b) lo bien que se lo pasaban. Bailes graciosísimos y mujeres entregadas al amor que meten la mano por debajo del taparrabos de su amante. El templo principal tiene columnas musicales que sólo el guarda de turno (y ni siquiera él) puede hacer sonar. Se me escapa cómo alguien puede construir algo así, y me divierto imaginando las fiestas que se debían pegar todos juntos, haciendo sonar el edificio con sus propias manos. De noche, a la luz de las antorchas y con la música dulcificando el valle. Seguramente lo hacían a costa del sufrimiento de mucha gente, como todo lo que genera placer y seguridad, pero sólo podía pensar en el ingenio de esa construcción y en risas de hombres y mujeres en danza, engullidas por el tiempo.


En breves, hablaremos de rocas en Hampi y Badami, de los infortunios y curiosidades de la vida en India y de alguna banalidad más previa a mi breve retorno a Kerala. Salud.


Sergio. 11/07/10.