miércoles, 14 de julio de 2010

154. Las rocas.




Me encanta cómo me destrozo con el paso de los días los meses los años.

Hampi me dejó un recuerdo imborrable de rocas que nadie sabe cómo acabaron en ese lugar y en esa posición. Te hacen pensar en un dios que las distribuye con un criterio estético irreprochable o con gracia o con locura. Rocas como dedos sin uña. Textura suave y rugosa al mismo tiempo, como el caparazón aceitoso de una tortuga. Me tumbé bajo la sombra de una roca con nombres y apellidos y escuché (qué poco escucho) el canto incomprensible de los pájaros y las campanas de las vacas y el sonido silencioso de las ruinas y las huertas y el cielo y la tierra. Pensé en las rocas vivas de Australia, en las rocas vivas de India y en las rocas vivas de cualquier parte del mundo. Me fascinan tanto que a menudo marcan el camino y el compás y yo me entrego a su contemplación con una reverencia pasmosa. Se me ocurren pasatiempos más estúpidos.





Hice un recorrido en autobús similar al perímetro de un trapecio para llegar a Badami, antaño la capitual de los Chalukyas. Me sorprendió que nadie se dirigiese a mí en cuanto bajé del autobús. Eso está siendo una constante en Gokarna, desde donde escribo estas letras. No es habitual despertar la indiferencia en un país como India, y si por un lado se agradece, por el otro se echa de menos la atención y la sonrisa, falsa o genuina, eso da igual. Badami daba la impresión de estar muy ocupada con lo suyo, y la verdad es que no le faltan problemas que atender. Si el pueblo tiene más encanto del que podía imaginar, también está sumido en los niveles de mierda más apabullantes que he encontrado hasta el momento. Cerdos y cerdas roñosos se retuercen en aguas fecales a pocos centímetros de niños que arrastran su culo desnudo por todo tipo de inmundicias. Las casas son humildes y adorables y en su interior se agolpan cabras y aparejos domésticos bajo una luz tan bien filtrada que parece un ejercicio de claroscuro. Todo sucede afuera, no obstante, delante de tus ojos, de los ojos de cualquiera. La vida se desmorona y se renueva. Las rocas, nuevamente, gobiernan el pueblo desde las alturas, agrupadas en riscos naranjas tan imponentes como los dioses que seguramente les dieron forma, hartos de su soledad o de su impotencia o de ambas cosas. Ruinas de templos. Basura quemándose. Bares donde hombres que no saben beber o beben de una forma distinta a la mía se entregan a varias fantasías bajo un ventilador, tras una cortina roja que ni oculta ni quiere ocultar sus privacidades. Vida contaminada enajenada resignada. Y vio Dios que todo ello estaba bien, y al séptimo día descansó.

Por una carreterilla entre arrozales arrebatados de luz me dirigí a Aihole, que se pronuncia aijolí, y que tiene casi más templos que casas. Podría ser el pueblo más miserable que haya visto en India, y eso ya es decir mucho. La razón para visitar Aihole es algo irracional y proviene de mis clases con Carmen García-Ormaechea; me encantaba la forma en que decía ‘el templo de Durga en Aihole’, aunque me perdí la clase en la que vieron esas diapositivas y por tanto la importancia artística del templo de cuestión. Pero me gusta Durga, diosa tan relacionada a la violencia (y al concepto de tortura que tanto me obsesiona) como a la maternidad, y siempre tuve una corazonada con este sitio. El templo es fantástico, qué duda cabe. Las parejas de amantes esculpidas en el pórtico entran en el ránking de lo más impúdico y gracioso que he visto en iconografía hindú. Pero mi día en Aihole fue un tanto pesadillesco, y los niños están absolutamente corruptos con la cantinela del ‘one pen, one rupee, one chocolate’, y la suma de gente que te toma por gilipollas es tan agotadora que te olvidas momentáneamente de la ternura y la paciencia (tal vez una forma más de paternalismo; ni siquiera la mejor o la menos mentirosa de todas ellas). En el momento más soporífero del día, leyendo bajo la sombra de una ruina, fui ese extranjero del que me reía el año pasado, el típico que no quiere ser molestado por el país que visita mientras intenta extraer conocimiento y verdad de las páginas de su libro. Siempre andamos en círculos. Es bueno darse cuenta.



Durga, repartiendo leches en su templo en Aihole.



Subiendo unas escaleras hacia un templo jainí espanté a la serpiente más grande que vi nunca. Gorda y grande y seguramente negra (¿una cobra?, no lo sé ni lo sabré). Tardó siglos en desaparecer entre los matorrales de tan larga que era. Ya había estado a punto de pisar una en Hampi. Con las que vi en Australia y con el amor que he empezado a profesar a lagartos e iguanas, éste está siendo mi año de los reptiles.

Tras Badami y Aihole decidí parar de ver cosas. Ahora mismo me dedico a lo que vine a hacer aquí durante este mes monzónico de julio: ver a mis amigos, reconectar con la gente a la que me gustaría filmar en un futuro no muy lejano y volver a escribir a diario. Mañana estaré en Kerala degustando un poco o un mucho de whisky barato y comentando la victoria de España en el Mundial con los muchachitos de Adi Kadalayi y Thottada, si los desprendimientos de ROCA que chafaron la línea ferroviaria de la costa arábiga no siguen dando problemas. Es probable que Kurien no ande por allí porque su casa cierra durante el monzón, pero en ese caso me acercaré a Kochi. No puedo no verle.

El autobús morrallero que me sacaba de la Karnataka profunda me hizo recrearme en mis pensamientos favoritos, es decir, en mis historias de ficción y en mi capacidad o mi falta de ella para afrontar las mismas. Me gustaría no tener prisa porque ya he visto lo bien que se resuelven las cosas cuando se adopta un ritmo calmado. De cualquier manera, siempre es más fácil decirlo que hacerlo. De momento, hago lo que puedo para no tener muchos frentes abiertos y centrarme en lo (poco) que realmente tengo que contar. El autobús se deslizó por laderas apenas asfaltadas y el verde insultante de los Ghats Occidentales me golpeó una vez más. Miré dentro del bosque, que viene a ser como mirar dentro del océano, e intenté no encontrar ansiedad allí. Lejos de la meseta del Deccan la atmósfera se volvía más tropical húmeda dormilona como el sueño de la araña ante su tela vacía. Kumta ya me recordaba a Kerala y Gokarna, famosa en el mundo entero como la hermana pequeña de Goa, podría ser cualquier pueblo de mi estado indio predilecto de no ser por su carácter cómicamente hostil. El lugar perfecto para empezar a escribir. Las ideas se han desordenado poderosamente, pero es lo que tiene empezar después de varios meses de parón. La generosa cantidad de agua, visible e invisible, que empaña el ambiente e impide a las ropas secarse en menos de tres días, no ayuda mucho a la hora de pensar pero te regala una especie de fiebre lúcida. Todos aquí parecen bastante poseídos por ella.

Las playas llenas de botellas de plástico y sustancias negras no identificadas componen el perfecto escenario apocalíptico, con perros sangrantes y vacas solitarias gobernando una costa en baja temporada. Hay pena, aburrimiento, olvido y muy poco viento. He leído episodios del Bhagavadgita en los acantalidos de este paraíso tropical que han querido dibujar sobre un rígido y algo reaccionario centro de peregrinaje hindú. No entiendo mucho las palabras de Krishna, o mejor dicho, las entiendo demasiado bien y aún así me parecen más contradictorias y menos apasionantes de lo que esperaba. Sigo buscando pasadizos, imágenes y palabras en la religión. Busca y encontrarás. Aunque no sea lo que buscabas.



Krishna le muestra a Arjuna la forma universal,
pero eso no aclara mucho las cosas.



Y ya me callo.


“Announcing your plans is a good way to hear God laugh”


Al Swearengen, “Deadwood”.


Sergio / Ismael. 14/07/10.

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