miércoles, 21 de julio de 2010

157. Tiempo.



Sucede una cosa cuando estás bajo las aguas del monzón, y es que tu mente va despacio y las horas se suceden idénticas bajo un cielo de seda. Estoy en Kannur, sólo por unos días. Los pájaros se vuelven locos bajo mi ventana y Shafi pinta las paredes de un cuarto próximo al mío. Ahora no llueve, pero lloverá por la tarde. Mi ropa lleva dos días tendida y sigue húmeda. Padmini hace el mejor chicken byriani de toda India. Cómodamente triste e incolora se manifiesta la vida en un mes necesario: fuera, el agua; dentro, la historia.


Nada ha cambiado demasiado y esa sensación de intemporalidad, que ya me había asaltado en Madrid cuando volví de India por primera vez, estrecha considerablemente dos vivencias distanciadas, pero sólo en apariencia. Nunca me he ido de Kannur. Hay sitios a los que ya no voy porque sé dónde están y lo que hay allí. Aunque alguien con muy poco gusto ha edificado un muro sobre nuestro club, hay más clubs esparcidos por el bosque (casas abandonadas, canchas de headball, partes traseras de tiendas de snacks). La mar es de color marrón y no podría estar más furiosa ni aun bajo la tempestad. Viento y charcos en el camino que no tiene sentido vadear. Nadie se ha olvidado de Teto y los saludos de mis conocidos, de mis amigos, son mecánicos, programados por una costumbre ya ininterrumpida.


How is Vila?

How is Loli?

How is Anuka?

How is Begoña?

How is Andrés?




Empecemos por Kurien. Tras llegar a la estación de Kannur, dejé mis maletas en consigna porque no esperaba que Costa Malabari estuviese abierto durante el monzón y tenía que buscar otro alojamiento disponible desde el que poder visitar a mis amigos. Así es como encontré a mi conductor de rickshaw favorito, Santhosh, en la populosa esquina del templo de Adi Kadalayi. Él me dijo que Kurien andaba por ahí haciendo recados, lo que simplificó mucho mi plan para las próximas dos semanas (tenía pensado bajar a Kochi sólo para verle a él). Kurien hizo acto de presencia en su motocicleta y me abrazó y sonrió con esa enigmática e imperturbable sonrisa suya. ‘Estás muy delgado’. Acto seguido me encomendó a la que es más o menos mi residencia habitual (aunque no por mucho tiempo, porque le sale caro tenerme aquí; cuando vuelva a iniciar mi curso de malayalam, y será por un tiempo indefinido, tendré que alquilar una casa), donde la maravillosa Padmini me recibió con algo más de efusividad que la última vez. Comí y vi a uno de mis buenos amigos, Shafi, subido a una de las vigas del techo. Está repintando gran parte del antiguo telar que Costa Malabari es. Lo acompaña un joven tan hermoso que tienes que pellizcarte para creértelo. Eso sucede, por lo general, con toda la gente que vive aquí: sea o no una apreciación subjetiva, no se puede ser más guapo.


Kurien es el eterno misterio. Cálido y generoso como el buen anfitrión indio que es, también es un personaje circunspecto que va y viene con una espontaneidad difícil de definir (¿para qué habría de hacerlo?). A menudo te encuentras con la sensación de que hay que hacerle la pregunta correcta para iniciar una conversación con él, aunque otras veces las palabras se suceden solas. Le encanta hablar del pasado con una dosis justa de nostalgia, reconociendo que hubo una edad de oro en Kerala para la vida familiar y el desarrollo cultural. Sus veranos con sus doce primos, pastoreando en el bosque hasta el atardecer y bañándose en la laguna con una pastilla de jabón compartida, me traen el salpicar de ese agua y el aroma de ese arrozal. Noches en las verandas donde se comía y se bailaba y se daba caudal a una energía infantil que alguien o algo se ha empeñado en destruir en casi cualquier parte del mundo. Del theyyam a la comida a los libros o a los incidentes con los turistas, nuestros temas de conversación son fluidos y variados y a veces se apodera de nosotros el silencio y Kurien empieza a fumar sus cigarrillos y a toser. Me preocupa su estado de salud, pero no hay nada que pueda hacer al respecto. Él bromea (relativamente) diciendo que ningún hombre de su familia pasó de los cincuenta y tantos. Kurien tiene cincuenta y ocho.


Padmini ya me acepta como un ente familiar y procura hacerme zumo con las frutas de la pasión que crecen en el jardín trasero. Hasta me enseñó su casa particular cuando me afanaba en no hacer perder a mi equipo de headball (el nuevo deporte de moda en Adi Kadalayi). Espero hacerme entender. No es que sea una persona cerrada, es que es una mujer india de edad madura sin apenas conocimiento de inglés y las barreras que todos esos factores implican hacen de nuestra relación lo que es: básica, sencilla, terriblemente cotidiana (sobre todo desde que me pide que no llegue tarde a casa, entre otras sugerencias adorables). Sus eructos, además, son los mejores del mundo.


Kiran tiene un trabajo en Bangalore como soldador y le veré justo antes de marcharme. Después de mis lamentables últimos encuentros con él, parece que las cosas le van un poco mejor. Su hermano Arun sigue siendo mi gran cómplice, el único con el que guardo contacto telefónico cuando no estoy aquí. Su novia de toda la vida (secreta, por supuesto; para más información sobre la susodicha, vean Post nº103: ‘Palabras en el libro de las palabras’) se ha casado con otro hombre por obligaciones familiares y eso ha devastado a Arun, aunque seguro que ha habido días peores que los que vive ahora. Por un lado, se resiste a pensar en otra persona y habla de ella como si todavía fuese su novia, como si nada hubiera pasado. ‘One life, one love’, dice en la nocturnidad de nuestros encuentros, ingenuo o no, ligeramente ebrio, y en absoluto triste. (Nota: el concepto occidental de ‘tristeza’ no tiene lugar en las culturas asiáticas y lo que se percibe como indiferencia no lo es tanto; por decirlo de algún modo, todo es uno, no hay nada que ganar y perder y los sucesos de la vida son tan relativos y efímeros como la vida misma). A veces percibo el rostro de Arun sobre la luz de la pantalla de su móvil, o brevemente tras la llama de la cerilla que encenderá nuestros Gold Flake. Es un joven despierto, cariñoso, conservador, tímido, insoportablemente bello. Su hermana Priya (a la que llamé Pranath el año pasado, confundiéndola con el nombre de su marido, ¡ayayay!) ha tenido mellizos, y con el padre de los mismos trabajando en el Golfo, el padre de la propia Priya alcoholizado en cualquier parte del estado y Kiran en Bangalore, Arun es la única presencia masculina en la casa. Hice mi visita de rigor para presentar mis respetos, comer mango, identificar mi cara blanquita en el álbum de bodas de Priya y asombrarme nuevamente por los distintos episodios que el tiempo organiza en su discurrir.


Shafi, Amjath, Shahanas, Deepak, Samir… todos siguen aquí con sus ‘programs’ (planes nocturnos que suelen incluir ingestión de frutos secos, alcohol y canciones), sus trabajos pobremente remunerados, sus dientes blancos. De Shahanas no hablé el año pasado porque él acababa de volver de Dubai y todavía no nos conocíamos mucho. Esta vez me presentó a su familia, incrédulos cuando el pobre Shan les decía que tenía un amigo europeo. Su tía me preguntó que por qué soy tan blanco, yo le contesté que soy así, sin más, ella no se quedó satisfecha y quiso saber si me echaba muchas cremas para tener la piel tan blanca, y yo me di cuenta de que me estaba tomando el pelo, pero sólo tras varios minutos de estupefacción.


Hay una rara intimidad, no obstante, cuando estoy a solas con los extraordinarios Arun, Shafi y Amjath. Ellos tres hacen de mi vida en este rincón del mundo todo lo familiar y ordinaria que a veces olvido que es. No tengo qué decir lo valioso que esto me parece.


Caen hojas de palmeras al suelo, el clima invita a la recreación en el sueño (tengo sueños fabulosos, como ése en el que Kurien nos invita a mí y a mis amigos astures a comer cecina y jamón en un recinto cerrado mientras, afuera, un tigre inmóvil y gigantesco asusta a un buen número de domingueros), las horas pasan lentas, un significado pesado en todas ellas, una naturaleza incógnita en la bella y ya indiscutiblemente familiar Kerala.


Sólo quedan tres post para la esperadísima season finale de Miss Kalashnikov. ¿Te los vas a perder, tunante?




Cuando un pez nada, sigue nadando y el agua no se acaba. Cuando un pájaro vuela, sigue volando y el cielo no se acaba. Desde las épocas más remotas jamás un pez se salió del agua nadando, ni un pájaro salió del cielo volando. Pero cuando un pez necesita un poco de agua, se limita a usar ese poco; y cuando necesita mucha, usa mucha. Así las puntas de sus cabezas están siempre en el borde externo (de su espacio). Si un pájaro vuela más allá de ese borde, muere, y lo mismo ocurre con el pez. Con el agua el pez hace su vida, y el pájaro la hace con el cielo. Pero esta vida es hecha por el pájaro y por el pez. Al mismo tiempo, el pájaro y el pez son hechos por la vida. Así hay el pez, el agua, y la vida, y todos se crean recíprocamente.

Sin embargo, si hubiera un pájaro que quisiera examinar primero el tamaño del cielo, o un pez que primero quisiera examinar la extensión del agua, y luego tratara de volar o de nadar, nunca podrían moverse en el aire o en el agua.


Dogen. 'Shobogenzo'.

No hay comentarios: