domingo, 11 de julio de 2010

153. Singapur, Bangalore, Hampi; la geografía del cambio



Aterricé en Singapur a las nueve y media de la noche de un miércoles, y por no saber no sabía siquiera dónde estaba Singapur exactamente. Miré un mapa. La puntita de una península al sur de Tailandia, separada de Malasia por un estrecho de aguas marrones. Muy bien, me dije, vamos a ver de qué va esto. La primera impresión siempre te la da el transporte público. Sólo a juzgar por el funcionamiento del cercanías, se veía que Singapur era próspera y avanzada. Lamentablemente, eso no se traduce en las tres cosas que todo lugar (y por añadidura, toda persona) debería poseer: el tino, el cotarro y el ardil. Eso que a India no le cuesta nada escupirte y de lo que Singapur, en un terreno infinitamente más pequeño, carece monstruosamente. Porque la pseudo-dictadura de Singapur es el agujero más feo y deprimente en el que he caído hasta el momento. Influyó el hecho de que mi corazón estaba resentido al abandonar Australia. Pero había cosas que no tenían perdón de Dios. Como éstas.







Frente a la arquitectura del suicidio, algunas casas descontextualizadas y brillantes en la Chinatown menos Chinatown que he visto nunca. Poco más. Cogí el tren para hacer un círculo por la isla y atisbar la frontera con Malasia. Filas infinitas de colores industriales. De vez en cuando, un poco de bosque tropical; al fin y al cabo, Singapur queda a pocos grados de la línea del Ecuador. Pero no hay nada salvaje ni exótico en esta ciudad, ni siquiera en la comida, un barullo de cocinas orientales del que debo destacar un pastel malayo de color amarillo y textura de esponja. También comí una cosa que parecía un ojo sin pupila, todo blanco y venoso. A lo mejor era un ojo de un animal desconocido para mí. No tenía sabor, ni el caldo en el que flotaba mejoraba el asunto. Podrían haberme puesto agua de fregona y me lo hubiera tragado igualmente.


A veces venía el monzón y tenía que esconderme bajo casetas de columpios o en portales cubiertos con atmósfera apocalíptica. Pero no podía estar allí eternamente, y la lluvia no quería parar. Así que me mojé. Goterones de agua templada caían sobre mí y sobre el tráfico siniestro que corría en paralelo a mi caminata. No sabía adónde iba. Los cambios horarios y el estado de transición me hacían no desear nada. Aunque sí estaba muy cachondo. Pero eso me sucede siempre que cojo vuelos y cambio de país. Se me pasa con los días.


Harto de la indiferencia y de los ronquidos de un compañero de cuarto (pronto diría adiós a los dormitorios comunales), me fui corriendo a una terminal del aeropuerto que se llama ‘Terminal Barata’, y tras esperar mucho y pasar por unos controles de aduana en los que me enteré que el tráfico de drogas en Singapur es castigado con la muerte, tomé rumbo a Bangalore. Oh, mi querida y añorada India. El vuelo corrió por cuenta de la muy económica pero incompetente Tiger Airways. Viendo los precios de la comida en el avión, intenté controlar mi apetito y leer un poco. Lástima que mi lectura fuese ‘The road’, de Cormac McCarthy. Obviamente, me entró más hambre todavía. Y sed. Me habían robado el agua en el control de equipaje, así que probé a beber directamente del lavabo. Asqueroso. Volví a mi asiento pero el estómago me rugía, así que me bajé los pantalones y pedí un biryani que tardaría cuarenta minutos de reloj en prepararse, cuando todo lo que hay que hacer es meterlo en un microondas. Entremedias, la azafata venía y me decía ‘¿tienes hambre?’, con una sonrisa que quería ser cordial, espero. Diez malditos dólares por eso. Odio cuando me pongo tiquismiquis con el dinero, aunque si no lo hiciera hace mucho que me habría venido abajo.


Y de vuelta a India.


De vuelta a los sinsabores, los engaños, los dilemas, las contradicciones, el color, el cansancio, el calor, las tropecientas mil veces al día en las que me enamoro de alguien o de algo…


Bangalore no es mi ciudad preferida. Un paseo en rickshaw hace ahora siete meses me dio una impresión del lugar que no ha diferido mucho en mi nueva visita (habrá una tercera, cuando coja un nuevo avión de vuelta a España y la segunda temporada de ‘Miss Kalashnikov’ concluya en un apoteósico e inesperado clímax). Llegué a medianoche sin reserva de hotel ni nada, aunque no fue por no intentarlo. El caso es que muchos hosteleros cogen el teléfono cuando les apetece, que no suele ser muy a menudo. Debí llamar a la hora de la siesta o cuando estaban viendo el culebrón. Tantée varios lugares en SC Road sabiendo que me la iban a intentar meter doblada a la primera de cambio con habitaciones deluxe que, sorprendentemente, eran las únicas que quedaban libres, y cositas por el estilo. En las recepciones se agolpaban indios que también querían dormir bajo techo y su competencia era demasiado dura. Ladridos de perros rabiosos. Miradas sorprendidas o narcotizadas de mendigos. La noche era un tanto inclemente pero al final encontré un cuarto que además tenía tele por cable, con lo que el día no pudo terminar mejor: partido de España-Paraguay en directo y la primera vez desde que empezó el año que dormía en una habitación para mí solo. Fue un gustazo poder desnudarme e ir y volver al baño en pelotas y hacerlo todo en pelotas, que es una de las cosas que me hacen más feliz.


Al día siguiente intentaría gestionar lo más rápido posible mi salida de allí. Y cómo no, lo primero que hice tras el desayuno fue algo bastante obvio: ir al mercado. Las comparaciones entre mi lugar de trabajo en Melbourne y esto no tendrían ningún sentido. Compré almendras, un cortauñas - navaja la mar de útil y una fruta que no pronuncio correctamente (‘chikku’, creo) pero que es pequeñita y fea como una patata y que sabe a gloria. Cebollas rosas, pepinos como cuernos de vacas, plátanos, cocos, flores de colores violentísimos engarzados en collares por mujeres laboriosas, conos púrpuras de talco ceremonial, vasijas, espinacas y un intenso y estimulante olor a mierda. Fue tan cálido como un beso en la frente cuando estás enfermo, y me dio la energía para olvidar lo que había pasado en los últimos meses y empezar a andar lo que serán los próximos.




No recordaba lo mucho que me cargan las maratones turísticas y las visitas a los templos, sobre todo cuando éstos se encuentran plagados de visitantes indios que te hacen fotos y el cuestionario completo sobre tu persona. Pero necesitaba ir a Hampi por mi amor a las rocas (de ello hablaremos en el próximo episodio) y porque estuve muy cerca de hacerlo el año pasado y ahora tenía una oportunidad de recrearme holgadamente antes de bajar a Kerala. Así que me metí en un autobús nocturno donde me pidieron mi billete como una docena de veces y, a las pocas horas, amanecía en un valle verde y naranja, brillante bajo la luz de este sol ceniciento de julio.


Hampi es un pueblo realmente pequeño, construido en las ruinas de un antiguo bazar y rodeado de aún más ruinas. Hace quinientos años la actual Hampi fue el centro del imperio hindú Vijayanagar, del que se escribieron cosas casi milagrosas en su día. Por mucha imaginación que le echasen los cronistas de la época, Vijayanagar fue poderosa y seguramente rivalizaba en hermosura con el impresionante enclave natural que escogieron para su edificación. Los sultanatos del Deccán arrasaron con todo y mataron a mucha gente y a día de hoy el reflejo de Vijayanagar es tan mortecino que me hacía pensar en cómo serán nuestras propias ruinas dentro de no tantos años. Las ruinas siempre dan mucho que pensar. Sobre todo cuando cabras y vacas encuentran su sustento y su meadero en ellas, cuando los murciélagos duermen y cagan sobre las cabezas maltrechas de Shiva y sus consortes, y cuando ni siquiera los lugareños se cortan un pelo a la hora de alternar entre las pilares de lo que deberían proteger. O tal vez no. ¿No tienen, acaso, otras cosas mejores de las que preocuparse? ¿Quién soy yo para juzgarles por destrozar lo que no podría estar ya más destrozado?


Decenas y decenas de templos descabezados, bellos como la locura más lúcida, duermen y se mantienen en el sueño y ni las rocas que las vigilan ni nadie puede entenderlas ni descifrar su pasado. Me encantaría viajar en el tiempo. De verdad.


El templo de Vitthala, dedicado a Krishna, es un recinto de altares y mandapas que me dejó boquiabierto, aunque ya sabía que sería así. En los frisos y las columnas se describen dos aspectos fundamentales de la vida de los hindúes de Vijayanagar: a) el tino que tenían y b) lo bien que se lo pasaban. Bailes graciosísimos y mujeres entregadas al amor que meten la mano por debajo del taparrabos de su amante. El templo principal tiene columnas musicales que sólo el guarda de turno (y ni siquiera él) puede hacer sonar. Se me escapa cómo alguien puede construir algo así, y me divierto imaginando las fiestas que se debían pegar todos juntos, haciendo sonar el edificio con sus propias manos. De noche, a la luz de las antorchas y con la música dulcificando el valle. Seguramente lo hacían a costa del sufrimiento de mucha gente, como todo lo que genera placer y seguridad, pero sólo podía pensar en el ingenio de esa construcción y en risas de hombres y mujeres en danza, engullidas por el tiempo.


En breves, hablaremos de rocas en Hampi y Badami, de los infortunios y curiosidades de la vida en India y de alguna banalidad más previa a mi breve retorno a Kerala. Salud.


Sergio. 11/07/10.

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