miércoles, 7 de julio de 2010

151. Like a Roy Orbison’s song (Parte III y última: verdad y placer).



Cuando llegué a Australia, todo me parecía feo y difícil. La gente de Cairns y Darwin, acaso víctimas de la enfermedad tropical o de mi visión tropical, se movían a un ritmo poco sugerente. Algo parecido a cuando sabes que no quieres a alguien y en vez de decírselo te quitas toda la responsabilidad de encima optando por lo más simple: odiarle. Así fueron mis primeros días y mis primeras semanas. La sensualidad de los paisajes y la extravagancia de mis primeros trabajos tienen mucho que ver con el cariño que ahora le atribuyo a mi estancia en Queensland. De mi autoestopismo en el Northern Territory no hay nada de lo que arrepentirse, y aquel mes resultó ser tan espantoso como mágico. Entendí algunas cosas y comprendí que sólo sé lo que no me hace falta saber. Adelgacé mucho. Y luego reconecté con Penny en Melbourne.


Ya sabéis que esta ciudad me ha dado mucho más que estímulos sensoriales, lo más fácil de extraer de un viaje a poco que seas medianamente receptivo. La gente que conocí en Melbourne, dividida en dos empleos y medio y un rico universo doméstico, me ha dado mucho cariño, tal vez demasiado. La despedida se ha hecho difícil.

Cuando vivía y viajaba por India, extraer sonrisas de la gente era lo más habitual, pero tras muchas de ellas había una intención. India es un juego de espejos. Australia y su gente no se pierden en miradas, sino en acciones. Hay demasiado horizonte, demasiado vacío como para reproducirlo en la vida de uno. Soy consciente de que generalizo, pero sería injusto atribuirlo todo a la suerte o a la casualidad. Hay una tendencia dominante en el carácter australiano que rebosa calma y altruismo. Cómo no, luego está la gente que no te interesaría conocer en ninguna parte del mundo. Y por su lado discurren los aborígenes, con su historia de dolor y sus alambradas culturales. Qué lástima no haber aprendido más y más de ellos.


Matt me hizo trabajar como un cabrón en mi último día de curro con él, que también era mi penúltimo día en el país. Esparcir más de cien pesadas bolsas de arena sobre cuatro parcelas de césped artificial, y luego barrer, barrer, barrer. Nuestra clienta, una viejecita de noventa y dos años que se llama Beatrice o Madge nos convidó a té en el interior de su casita de muñecas. Bellos armarios de pared y vajilla como flores artificiales que se han puesto accidentalmente a secar. Beatrice o Madge fue misionera en África durante treinta años. Sabe que morirá muy pronto pero aún así quiere tener un jardín bonito. Ya fue una de las primeras de la ciudad en instalar un sistema ecológico de riego, allá por los años setenta. Todo un carácter que además habla como si estuviera en una novela de Agatha Christie.


Después de la arena, la cena. Matt y yo fuimos a buscar condimentos al supermercado que hay detrás de su casa. Entretanto, nos divertíamos como podíamos:


I like you in your work clothes.

I like you without your clothes.

I like you in your work clothes up in the ladder.

I like you with the grinder.

I like you when you curse.


Entre las muchas cosas que Matt me regaló se encuentran un bañador de playa muy mariquita, unas gafas acuáticas con las que por fin puedo ver el suelo de la piscina y nadar en línea recta, una caja con tizas de colores, dos cuerdas para mis momentos de pánico y una boina negra que ya es casi una parte más de mí. (Nota: escribo esto desde Hampi, en India. Lo de la boina no es una gran idea por aquí. Ya en Bangalore me topé con un chico que me preguntó si era un diseñador de moda. Creo que no me interesa llamar tanto la atención). Echaré mucho de menos a Matt. Es un jefe histérico y dictatorial, pero tan parecido a mí en muchos aspectos que no me resulta difícil comprenderle. Al fin y al cabo, yo no soy el trabajador más talentoso del mundo, y aún así me ha dado quehaceres de bastante responsabilidad. Además de piropos y encantadoras sesiones de té rojo en su casa. Bravo, Matthew.


Penny decidió ponerse enferma en mi último día en Melbourne para poder estar conmigo y ayudarme en mis preparativos. A eso de la media tarde me llevó a una de las galerías de arte que todavía no había podido visitar, la Ian Potter que queda en la parte trasera de Federation Square, donde pude ver clásicos de la pintura australiana como éstos:


“The pioneer” es un retablo maravilloso con un bonito juego temporal y una narración muy cinematográfica.



“Lost" es el antecedente pictórico de ‘Picnic en Hanging Rock’; además de contener una historia espeluznante de aislamiento (la historia no oficial de este país), consigue retratar con pocos elementos toda la magia y el peligro que entraña la naturaleza australiana. Las dos son obras de Frederick McCubbin.


Un paseo por la melancólica ciudad, servida a los ojos como un plato que se resiste a enfriarse a pesar de permanecer fuera del horno. Entramos en Video Dogs y señalé todas las películas que no pudimos ver juntos pero que me hubiera encantado mostrarle. También paramos a oler especias y azúcares en una nueva tienda de alimentación de Lygon Street. Todo me recordaba a una Navidad que no he vivido nunca. También el camino de vuelta a casa, el último, con las lápidas del cementero a nuestra izquierda y el timbre de las bicicletas de cuando en cuando. Ya en la cocina, Penny me enseñó a funcionar con el Skype. No había forma, esta vez no, de evitar mi ingreso en el mundo de las telecomunicaciones. Había un silencio triste, como el silencio de la madera muerta. Penny se acercó a la ventana y susurró “ya casi es de noche”. Tal vez fue el inútil pensamiento de detener un día el que la hizo llorar, y yo la abracé deseando que, si tenía que llorar en algún momento de la noche, lo hiciese de la forma más rápida y limpia posible. No fue así. Tartamudeé cuando Michael pasó por casa para decirme adiós, e hice algo más que tartamudear cuando Penny me puso en las manos el libro de recetas que me había estado escribiendo durante el último mes, con pequeños chistes, recortes y citas pegadas a forma de collage en las páginas de lo que parece un pasaporte. Lo guardo en mi riñonera de cosas que no puedo perder bajo ningún concepto, con el dinero, las tarjetas identificativas y bancarias, algunas llaves y el sello de la civilización del Indo que me regaló Priyanka el verano pasado tras decirme que mis clases tuvieron sentido para ella.


Han sido seis meses sorprendentes, y aunque he conseguido trabajar la mayor parte de mi tiempo en Australia (uno de los objetivos principales), lo he hecho en lugares improbables y tras recorrer caminos aún más improbables. No sé cómo dar las gracias, aunque es obvio quién ha estado detrás de algunas de las situaciones más felices.


He visto arco iris sobre el césped que recorría diagonalmente todas las mañanas en mi camino al mercado. A veces, también globos. Otras veces, muy de madrugada, la niebla me impedía ver los postes que delimitaban un campo de entrenamiento.


Quisiera nombrar todos los bailes, las copas de vino, las noches de fulminante sueño en el sofá cama. Se pega a mi piel, no obstante, la noche en que fuimos a una barbacoa y yo llevaba casi veinticuatro horas despierto. Hablé con un chico de Sri Lanka pero, en mitad de una argumentación sobre la cultura india, me perdí en mis pensamientos y no supe continuar. Dejé de pensar. ‘No estoy teniendo sentido…’ me disculpé. Una chica interpretó erróneamente un apretón de manos y se pasaría por el mercado a los dos días para pedirme el número de teléfono. Luego diría de mí que doy pistas falsas. Pero lo importante de esa noche vino después. Penny y yo en el tranvía que nos llevaba al centro. Sentí el impulso de saltar a la calle y hacer lo que a veces hago yo y mucha gente que conozco. Lo llamé una ‘llamada de la naturaleza’. Es el barrio de Collingwood el que dispone de locales donde sacudirte la llamada de la naturaleza de encima. Penny entendió, no sin cierta consternación, y me despidió con la mano desde la ventana del tranvía. Yo empecé a caminar sin rumbo fijo y poco a poco envidié incontrolablemente a la gente que estaba dentro de sus casas sin buscar nada ni a nadie. No entré en ningún bar. Escribí a Penny para pedirle perdón y ella me contestó diciendo que ‘todavía tenía tiempo para descubrir cosas sobre mí mismo’. Eso ella no lo sabe, pero el pensamiento es reconfortante. Caminé cinco kilómetros hasta la casa de Jeremy, que era el lugar donde dormiría esa noche. Triste noche de sábado. La cama y las sábanas estaban frías y rígidas y caí en el sueño enseguida.


Al final de mi pasaporte – libro de recetas, Penny me escribió, pensando en aquel sábado, una cita de C.S. Lewis que habla sobre lo que es la verdad y lo que es el placer. Y si algo he aprendido ha sido eso, por poco que sea, por muchas veces que traicione ese conocimiento en el futuro.






Sergio. 7/07/10.

2 comentarios:

Penny dijo...

Sergiolito!

Some of this blog I understand, other bits not. But it reminds me of you, typing away at our kitchen table, and of us, laughing ourselves silly at ridiculous and sublime YouTube clips.

Love you, kiddo. Though I would still beat you in a street fight.

Pen xx

Sergio / Ismael dijo...

Penny!

You know you wouldn't have a chance in a street fight because I run faster than you do.

I hope you enjoyed my homage to our videos. I'll tell you soon how things are going in this exhausting, sad and beautiful India. Miss you a lot. Love you.

Sergio.