viernes, 4 de febrero de 2011

191. El espejo.



Debo a la vida y obra de Charles Manson y a un libro bienintencionado sobre interculturalidad y ‘buen vivir’ (o sumak kawsay, de acuerdo a los pueblos kichwas ecuatorianos) una idea interesante y escasamente original sobre el ser humano y sus relaciones con otros seres humanos.

Aclaraciones previas sobre la figura de Manson:

a) Su identificación inmediata con el demonio personificado es un invento mediático, una construcción propia de una ficción hollywoodense a la que Manson ha tenido que acostumbrarse; puede que hasta le divierta jugar con esos prejuicios oportunistas, dentro de la diversión que alguien puede extraer del odio ajeno, sobre todo si éste te ha tenido encarcelado toda tu vida. Que Manson, hijo de la depresión norteamericana y a la postre víctima de su sistema judicial y de su hipocresía social, sea el demonio, y Augusto Pinochet (por ejemplo) sólo haya sido un dictador sudamericano, da buena cuenta del sistema de valores de nuestra mal llamada democracia.
b) Nunca se ha probado que Manson haya matado a nadie. Por todos debería ser sabido que nunca tomó parte en la masacre del ocho de agosto de 1969 en casa de Roman Polanski y Sharon Tate, ni tampoco ordenó la misma. Si Manson está en prisión es por un escurridizo supuesto de peligrosidad social, supuesto que al parecer justifica todo y simplifica todo. La triste verdad es que su vida entre rejas se debe únicamente a que lo que Manson “piensa” es altamente nocivo para la psique de su país. Es un preso político y un preso de conciencia. Ni más ni menos.
c) Dicho sea de paso, sus ideas, contaminadas por la embriaguez de la locura y del encierro, son brillantes. También lo es su cultura.
d) Tiene una esvástica tatuada en la baja frente. ¿Y qué? ¿Alguien se ha parado a pensar que ese símbolo tiene miles de años de antigüedad y que no es más que una abstracción del movimiento solar y, por tanto, de la vida sobre la tierra? Y puestos a aceptar la (improbable) hipótesis de que se trate de una manifestación de su simpatía por la ideología nazi, ¿por qué criticar la honestidad de alguien que lleva sus esvásticas por tercer ojo y no al hipócrita que las guarda para sí?





Después de ejercer por un rato de abogado del diablo, nunca mejor dicho, vamos al tema. “El espejo” es central en el discurso egocéntrico / pagano de Manson. Él sabe que la imagen que un espejo te devuelve no es real, ni siquiera una copia perfecta, sino una proyección de nuestra mente en la que basamos gran parte del conocimiento de uno mismo y del amor a uno mismo. Inútil, por tanto, usar ese conocimiento mutilado para relacionarnos y aprender de los demás. Sin embargo, es lo que hacemos. Primero, el espejo. Luego, el mundo.

Todo es un reflejo de otra cosa, una imagen que se mira en otra imagen que se mira en otra imagen y que así va mutando la forma que el yo tiene de percibirse y de mostrarse al resto. La psicosis colectiva en esta pauta de comportamiento es evidente. Yo soy adorador de la iglesia satánica, me miro en el espejo a medianoche y veo en él reflejado a dos personas, a mí mismo y al demonio; la figura del demonio (o de Charles Manson) me gusta más que la de mí mismo (pobre mortal ignorante e incapaz de hacer nada), y en ese momento decido que ése es mi rostro, ése es mi yo. Sucede de esta misma forma con cualquier persona que conocemos, normalmente si ésta es guapa, inteligente, exitosa, acreedora de todo tipo de obsequios que la sociedad concede (no es muy habitual que alguien se identifique conscientemente con el mal, no sé si por suerte o por desgracia). La otra variante es la que elimina al otro porque no encaja con el reflejo de nosotros mismos que nos da el espejo que tenemos colocado frente a los ojos. Ése es el germen del odio, que actúa con una precisión matemática. Si no eres como yo, hay un problema. El odio (y el amor) como producto de un reflejo, de algo que no existe.

Manson, consciente de la legión de seguidores que tiene, entre satánicos, hippies, anarquistas, neonazis e insurgentes de toda condición, decide no prestar ninguna atención ni credibilidad al culto de su persona, tal vez porque la vida (y la muerte) le han enseñado a no confiar en nadie más que en sí mismo, tal vez porque sabe que esa gente no le conoce, no puede llegar a conocerle, no puede echarle más cadáveres a sus espaldas de los que ya tiene. Él se reconoce como una víctima del espejo, pero una víctima que conoce demasiado bien a su verdugo. ¿Lo conocemos nosotros?

Paso a citar uno de los fundamentos del ‘sumak kawsay’, el de ‘reciprocidad’ o equilibrio entre identidad y diferencia, tal y como lo explica Javier Medina en su libro “La vida municipal hacia la vida buena.”


“[…] si cada uno se reconociera como hombre en la parte del otro que es idéntica a sí mismo, las sociedades estarían constituidas por individuos similares; de aquí brota la tendencia a la homogeneización. Por el otro lado, si las sociedades se reconocieran por ser diferentes unas de otras, los hombres serían extranjeros entre sí y hasta enemigos; de aquí brota la tendencia hacia la heterogeneización. Y así, no hay civilización: hay barbarie. Lo humano surge, justamente, cuando un hombre toma en cuenta al otro, en su diferencia, en lugar de ver en él sólo el reflejo de su propia identidad. A hacer esto el hombre adquiere una doble conciencia: la suya y la del otro y de la confrontación de estas dos conciencias nace el sentimiento de un ser superior que es común a los dos: el sentimiento […] de “humanidad”. Por consiguiente, se genera un valor que no existe en la naturaleza; se crea el lazo social, el vínculo interhumano. A esto es que se llama Reciprocidad.”


Es creencia popular que romper un espejo trae siete años de mala suerte. Yo propongo romperlos todos para romper, entre otras cosas, este tipo de creencias absurdas concebidas para el control de las mentes. Sean recíprocos, compañeros.


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