viernes, 11 de febrero de 2011

194. Una facultad ausente.




No es la primera vez que aludo a la “deformación profesional” de la que hablaba Ingmar Bergman. Vivir la vida como si ésta fuera una película (y tomarse las películas como si fueran hechos de la vida real) es un indulgencia que comete casi todo creador y consumidor de imágenes. Difícil escapar de ella si el cine no puede disociarse de tu educación sentimental.

Hoy puedo decir que ya he aprendido a relativizar el cine. Entiéndase “cine” como ‘arte’ en todo su esplendor y horror genérico. Mi vida no es el cine. Mi vida es mi vida, y es mi muerte también, que ocurrirá cuando tenga que ocurrir, y eso es todo. Casi nada.

De mis veintiséis años de vida he dedicado a la ficción audiovisual, redondeando, unos veinte; en cuatro de los seis restantes no discriminé el objeto de mi aprendizaje, sólo aprendí (estamos hablando de la más temprana niñez, del paraíso perdido); los otros dos, los últimos dos, han sido un intento de hacer algo parecido a los cuatro primeros con la importante diferencia de que mi voluntad ahora se comporta en parámetros de utilidad. Triste condición la del ser humano. Al querer ser útiles consideramos gran parte de nuestro tiempo como tiempo inútil, tiempo perdido. ¿Qué queda de útil para nosotros, entonces? ¿Qué se puede aprovechar? ¿Todo, nada, un poco? ¿Son los mejores años de mi vida estos seis que se escapan del embrujo del cine y del estudio de sus estructuras? No lo creo. En primer lugar, la vida no es una novela dividida en capítulos, ni un tríptico, ni una película con planteamiento, nudo y desenlace, así que no hay orden implícito en esta búsqueda, no hay sentido, sólo movimiento. CAMBIO. En segundo lugar, los acontecimientos se originan por un curioso choque de voluntad y de suerte, de lo que yo deduzco que todo lo que sucede ha de suceder, para bien o para mal; esto no es sumisión a las fuerzas del destino, sino un diálogo saludable con el porvenir. La conclusión podría formularse tal que:


a) La vida tiene elementos de ilusión (el discurso del arte y del inconsciente) y elementos de realidad (todo lo demás).
b) Ambos son lo mismo. La vida, por tanto, tiene tanto de verdad como de mentira. Descubrir qué porcentaje hay de cada cosa sólo se descubre con la muerte, que es la gran descubridora de las cosas que no tienen ninguna importancia.
c) Lo único que hay que hacer es vivir y después morir. El resto es superfluo.


Con la televisión aprendí a mentir. Sus personajes de ficción eran tan atrayentes que, al no existir en la vida real, creaban una insatisfacción profunda que sólo podía resolverse a través de la negación de la vida ordinaria. Cuando llegaba a clase, decía a todos mis amigos que era amigo de Steve Urkel. Un aura de excepcionalidad crecía en torno a mi persona. ¿Por qué otros senderos alternativos podía discurrir mi vida? Podía inventarme más amigos o más parientes, podía conducir mi vida por derroteros imposibles pintándome un par de alas en la espalda (o tatuándomelas en los tobillos). Podía cambiar las cosas con sólo imaginarlas. Cambiarlas a mejor, pensaba yo. No sabía que el cambio ya opera sin mi intervención directa, y que mis superpoderes no iban a funcionar sin asumir este conocimiento. Tampoco sabía que los personajes de ficción sí son reales, en tanto que existen en la experiencia, y no hay nada que hacer con ellos, sólo dejarlos estar.

Mentir puede ser un oficio muy noble. El cine de ficción puede ser el noble oficio de contar la verdad a través de la mentira. Por eso el buen cine de ficción, la buena televisión de ficción, pueden ser las mejores herramientas de las que disponemos para generar un CAMBIO en la realidad sirviéndonos de sus partes constituyentes (a la postre una sóla): la verdad y la mentira.

En la facultad de Ciencias de la Información te enseñan (y te titulan de acuerdo a) el discurso oficial, es decir, que el cine viene a ser tan estéril y tan irrelevante para el enriquecimiento personal como lo es follar por dinero, y algo sumamente útil para los banqueros, empresarios y cabezas invisibles de corporaciones ya que sin esta propagación encubierta de su ideología no seríamos los esclavos enfermos y deprimidos que somos. Hay que destruir eso. Ahora.




Con el cine aprendí a decir ‘te quiero’ y aprendí a necesitar escucharlo. Con el cine aprendí a decir cosas como ‘Fuiste muy valiente’ o ‘Estoy orgulloso de vosotros’, elogios absolutamente innecesarios, como casi cualquier elogio. (El último pertenece a una etapa de mi vida en la que quería ser actor; mis padres me llevaron a un casting en el que un hombre muy afectado, tras hacerme pasar por unas pruebas basadas en la intencionalidad de la mirada, elogió mis dotes para la comunicación y pidió a mis padres una obscena suma de dinero; éstos se negaron y me condujeron de vuelta a casa, momento que aproveché para cerrar la película que había formado en mi cabeza con una sentencia conciliadora que no hizo más que aumentar la incomodidad en la que todos nos habíamos sumido). A día de hoy, me gustaría limitar mi trabajo con actores en la medida de lo posible; es una ocupación artística que debe renovarse o morir.

Esa ficción que devalúa el sentido del lenguaje a través de fórmulas de consumo devalúa también la belleza del oficio del cine. Uno no debería mirar el cine en busca de consuelo para su tedio, porque no hay un mismo tipo de tedio, por mucho que los capitalistas del cine opinen lo contrario, y todo lo que se obtiene de esa búsqueda es una misma píldora para todos, un mismo entretenimiento para una masa “supuestamente” aquejada de lo mismo. Asomarse al cine debería ser como acudir al oráculo en busca de conocimiento personal, un conocimiento orientado al CAMBIO. Lo mismo diferencia al I Ching (libro de los cambios, sistema profético milenario originario de China) del tarot comercial, ya que uno intenta enseñar al individuo alternativas y caminos por los que orientar su vida, mientras que el otro muestra una sola alternativa, un solo camino.

Con el cine aprendí mucho de cine y muy poco de la vida, aunque con el buen cine, con el cine verdaderamente excepcional, sí que aprendí de ambos. El cine verdaderamente excepcional es el didactismo desnudo y generoso de ‘La batalla de Chile’, de Patricio Guzmán; la valentía del ‘Saló’ de Pasolini y la intuición de su ‘Evangelio según San Mateo’; la sencillez de ‘El árbol de los zuecos’ de Ermanno Olmi; el amor al riesgo y a la locura de ‘Ladoni’, de Artur Aristakisyan; y, por suerte, muchas más cosas, lanzadas desde disntintos puntos del globo a la retina del individuo, solo, bello, poderoso.


"L'albero degli zoccoli" (1978).



Ahora sé qué significa el cine, o al menos creo saberlo, y que me horroricen algunas realidades que intuyo no hacen sino fortalecer la idea que tengo en mis manos.

Hace unos días que anunciaron los nominados a los Oscar de este año, y yo estaba comiendo en casa de Marcelina y vi la noticia en el telediario por casualidad. Es la primera vez que me adelanto a este anuncio. Es la primera vez que no me importa un carajo quién salga vencedor o vencido, y eso que este blog nació haciéndose eco de esas gilipolleces.

Oh, CAMBIO, BENDITO CAMBIO.
Facultad ausente es comprenderte y jugar contigo.


1 comentario:

Anónimo dijo...

Cuánta razón tienes cielo. Qué ganas de verte y cuánto queda!!!
Te quiero.
BARCI