viernes, 16 de octubre de 2009

XCVI. A través del espejo (VI): David Simon, Ed Burns y ‘The Wire’.


Hemos llegado al final, si es que eso existe. Y cerramos este repaso (que no sirve para otra cosa que para expulsar pensamientos persistentes y dejarlos en calma) con una serie que ya no necesita presentación, después de las alusiones elogiosas que le he dedicado. ‘The Wire’ es tan extraordinaria, en todos los sentidos, que voy a tener que dividir este post en capítulos.


- Los autores del crimen.


David Simon era reportero del Baltimore Sun y Ed Burns, por su parte, un agente de policía con larga experiencia en Homicidios y Narcotráfico. Juntos se propusieron hablar de lo que mejor conocen (primer acierto), es decir, la ciudad de Baltimore. Sabían que con esa premisa podían construir una historia universal, ya que ‘The Wire’ podría ser la historia de cualquier ciudad norteamericana e incluso la historia de cualquier metrópoli capitalista del mundo. Con su conocimiento (exhaustivo es poco) del cuerpo de policía, de la política regional y de los males de la prensa eran capaces de armar una bonita estructura anti-sistema, y seguramente lo sabían, pero no se contentaron con eso. También observaron detenidamente a las personas que compondrían ese fresco, porque Simon y Burns son, entre otras cosas, guionistas natos. Y añadieron nuevos espacios, nuevos personajes, nuevas relaciones entre los distintos mundos de Baltimore. Y surgió ‘The Wire’, la obra audiovisual que salvaría en primer lugar si un incendio amenazase con arrasar todas las copias existentes de todas las películas y series de la última década. Porque verla con atención me parece casi de rigor. Porque con ella se aprende a entender, a apreciar y a perdonar el mundo en que vivimos. Porque se atreve a ser didáctica sin caer ni un solo momento en el paternalismo ridículo de tantos otros. Porque es sincera, brutal, hermosa hasta el dolor y maravillosa.


Simon y Burns nunca han sido reconocidos por su trabajo. Nadie que haya participado con ellos, realmente, ni actores ni técnicos. Tan sólo menciones en algunos premios menores, el halago incontestable de la crítica y el entusiasmo de cada vez más televidentes. Fue nominada dos veces al Emmy al mejor guión, perdiendo las dos. De hecho, han vuelto a perder este año por reinventar la tocada de huevos con la mini-serie ‘Generation Kill’. Y, sin embargo, no han podido callar lo que ya es un secreto a voces: que ‘The Wire’ es la perfección hecha tele, y que Simon y Burns son los creadores más dotados del medio.



- De qué va todo esto.


‘The Wire’ es una historia de polis y cacos, de cómo los chicos buenos solucionan el crucigrama para poner entre rejas a los chicos malos. Pero hay diferencias sustanciales entre lo que hace C.S.I. con esta premisa y lo que se hace en esta serie.


a) En la vida real, los buenos no suelen solucionar el crucigrama, y si lo hacen, lo más probable es que el resultado no interese a nadie. Es decir, que los buenos no ganan casi nunca. Pues bien, ‘The Wire’ se toma tan en serio a sí misma (en el buen sentido) que lleva esto a rajatabla.

b) Los malos pueden ser carismáticos e incluso entrañables, pero casi siempre son malos, aunque se les redima y acaben sus días en algún retiro espiritual. En ‘The Wire’, los malos también pueden ser buenos. Y los buenos, malos. Según en qué contexto, para qué propósito, bajo qué circunstancias. Las líneas divisorias entre buenos y malos no es que estén difusas; directamente, no existen.

c) No siempre se trata de ser bueno o de ser malo. Vivimos en un mundo interconectado, donde las repercusiones de una acción pueden escucharse al otro lado de la ciudad y condicionar el futuro de un completo desconocido. Eso es política, pero eso es la vida también. ¿Qué responsabilidad tiene el que lanza la bomba por orden ajena? ¿Qué tipo de consumo he de hacer para no justificar la explotación capitalista de un país subdesarrollado? Nadie se había atrevido a tratar tan sencillamente la compleja red de dependencia que hace avanzar a nuestra sociedad.




La mayor parte de las series presentan, por un lado, la esfera pública en la que se mueven los personajes, identificada con su lugar de trabajo o de reunión, el lugar donde deben ponerse de acuerdo para desarrollar un objetivo común, bien sea coordinar un negocio funerario en ‘Six feet under’ o mantener en la opulencia a una familia mafiosa en ‘Los Soprano’. Luego viene la esfera privada, el estudio de la individualidad de los personajes y de sus relaciones afectivas. No es habitual ver ambas esferas separadas, ni deseable, pero sí es cierto que la segunda es, para muchos, prioritaria, en tanto que creen que es ahí donde reside la humanidad o el alma de la historia. Sorprendentemente, ‘The Wire’ está siempre pegada a la esfera pública, y se podría decir que la serie trata casi exclusivamente de eso: qué significa vivir en comunidad y qué parte de nosotros mismos debemos sacrificar para sacar adelante un interés que, ¡sorpresa!, no tiene por qué ser común, sino que puede ser el de alguien a quien nunca le veremos la cara, y si se la vemos, seguramente se estará riendo de la nuestra. Eso es el capitalismo. Y lo bueno de esta serie es que, de alguna forma que todavía sigo estudiando, Simon y Burns se las ingenian para que los personajes no naufraguen entre tanta dialéctica propia de la esfera pública. ‘The Wire’ es puro músculo, es acción clásica: los personajes hacen algo y evolucionan al mismo tiempo con una contundencia que hace temblar. Y también se emborrachan y hacen el amor, cómo no. Pero eso es un cinco por ciento. La serie es mucho más democrática que todo eso. Tanto que acaba teniendo, al final, el número mareante de treinta personajes en la palestra. Y todos funcionan de forma impecable, como en una función digna de Robert Altman.



Hay pocos temas que no se traten en ‘The Wire’, y hacer una lista de ellos sería bastante tedioso. Sí es cierto que cada temporada es temática, pero la serie nunca se centra exclusivamente en una sola cosa: la primera es bastante genérica y establece el leit motiv de la lucha contra la violencia callejera empleada por los narcotraficantes; la segunda habla de los sindicatos y la corrupción portuaria; la tercera, algo más abierta, enciende la mecha política y los entramados dentro del ayuntamiento de Baltimore; la cuarta se centra en el sistema educativo; y la quinta y última, en la prensa. Aunque a priori nada de esto parezca especialmente divertido, lo curioso es que resulta incluso apasionante. A pesar de no entender nada de nada y tener que ponerte algunas secuencias dos o tres veces porque las ideas van mucho más rápido que tú. A pesar de que hay episodios en los que no ves mucho más que una sucesión de despachos y conversaciones oficiales. ‘The Wire’ silencia a los personajes de dramatismo fácil y las soluciones comunes y se escuda en un conflicto áspero, siempre significativo: ‘¿qué tenemos encima de nuestras cabezas, nosotros que no somos más que peones?’. El juego, tal y como lo llaman en las calles de Baltimore, es el auténtico corazón de la serie. Lo podemos aplicar a los tribunales o a las esquinas donde se venden anfetas, pero el juego es el mismo para todos ellos. O como dice Omar Little: ‘tú usas tu maletín, yo uso mi pistola’. El juego es ganar o perder. Y en democracia, a todos nos prometen una oportunidad para ganar, si sabemos mover bien nuestros peones. A quien le importe una mierda ganar o perder, saldrá fuera del juego. Pero también de la sociedad que todos conocemos y compartimos, y que, entre todos, construimos.


- Cómo lo han hecho para que no sólo funcione y no aburra, sino para que te vuelva además completamente loco de emoción.


Ya decía que el aspecto más alabado de ‘The Wire’ es su facilidad para armar tramas, conflictos, y relacionarlos de tal forma que el organismo resultante sea como una de las piezas de acabado perfecto que tanto le gustan a Lester Freamon, uno de los pilares de la serie. Nadie puede compararse a Simon y Burns en este logro tan apabullante. La contrapartida es que, en el principio de cada temporada, se abren muchos caminos que el espectador tarda en justificar por su propia cuenta, hasta que la historia demuestra, al final, que siempre han servido para un propósito ulterior. Eso exige confianza en la propuesta y paciencia. Una vez sigues la corriente, la recompensa es tan gratificante que no se puede explicar con palabras. En la serie se hacen menciones constantes al hilo que hay que desenrollar para encontrar al criminal en cuestión, lo que no deja de ser una metáfora sobre la propia narración y el planteamiento coral que Simon y Burns manejan para hacernos entender que las cosas no suceden de forma aislada, sino en una especie de concierto coral que el azar o la lógica se encargan de orquestar. Las consecuencias no siempre son del gusto del consumidor, evidentemente. Eso a los guionistas se la suda. Y tanta cabezonería, estudio e implicación con la verdad acaba dando sus frutos, aunque el resultado sea seco, complicado, difícil de digerir.


‘The Wire’ es tan clásica como John Ford y, sin embargo, es capaz de lanzarse sin paracaídas en numerosas ocasiones, imitando la capacidad de sorpresa de la realidad a la que pretende modelar y explicar. Por si hubiera gente que le achacase un ‘exceso de estructura’, Simon y Burns dejan que el halo imprevisible / fatalista de la vida haga su función cuando el espectador menos lo espera. Ser clásico y ser imprevisible al mismo tiempo es una gozada que no está al alcance de cualquiera. Y sucede que ‘The Wire’ tiene las mejores muertes que se han visto en televisión, de ésas que te dejan paralizado durante unos segundos que no olvidarás mientras vivas… y antes de que te preguntes por qué, entenderás que una solución así era la mejor que se les podía haber ocurrido. Eso es talento.


- Carne, hueso y alcohol en vena.


Y entre tanto objetivo noble, entre tanto estudio sociológico y entre tanta superestructura, ¿qué hay de los personajes? Ésos que nos enganchan, que nos hacen preocuparnos por sus vidas hasta el punto de olvidar las nuestras. Hay unos cuantos de ésos. En primer lugar, nadie tiene asegurado su protagonismo, aunque toda serie necesita un rostro a quien llamar “protagonista” y en ‘The Wire’ ése es Jimmy MacNulty. Antihéroe típico de Billy Wilder, el desastre humano que es MacNulty se conjuga con un sentido del deber policial que le convierte en la voz más revolucionaria de todas. Sus actos son tan discutibles como los de cualquier protagonista postmoderno, con la diferencia sutil de que a MacNulty te lo crees más, y con la diferencia menos sutil de que la serie se permite prescindir de él a lo largo de toda una temporada sin que la historia sufra la más mínima brecha. Tras él tenemos al genial Bunk Moreland, a Lester Freamon (cuya presentación cautelosa es el secreto mejor guardado de la primera temporada) y a Kima, la protagonista femenina que, en un mundo de hombres devoradores, le toca hacer de lesbiana. Este cuarteto (contaminado por muchísimos más personajes) tiene su esplendor en el primer tramo de la serie, y sólo Freamon y MacNulty mantendrán un cierto status protagónico, sin duda merecido, sobre todo para el primero. Sus mejores momentos policiales son aquellos en los que se ponen pedo y tienen resaca al día siguiente. Hay borracheras antológicas. El teniente Daniels casi nunca participa de ellas, pero a mí es el tipo de uniforme que más me estimula, más que nada porque soy fan de Lance Reddick, el actorazo que le da vida (al que muchos recordaréis por ser el negro que visita a Locke y a Hurley en ‘Lost’).


MacNulty y Bodie, uno de los ‘corner boys’ más antológicos.



Los chicos malos son Stringer Bell, Avon Barksdale y Marlo Stanfield, unos negros muy, muy peligrosos, interpretados con fuerza, ingenio, contención y maestría. Pero ellos sólo son los jefes. Casi más interesantes que ellos (y ya es difícil) son los peones, los ‘corner boys’, los que ponen el producto en el mercado y los que tienen que caer para que la cúpula nunca se desmorone. Hablar de ellos sería como cruzar un campo minado, ya que no quiero insinuar nada que puede empañar el disfrute de todo aquél que no haya visto la serie. Sólo diré que muchos de los ‘corner boys’ no son siquiera intérpretes, sino chavales de la calle con una terrible fotogenia y un talento natural que socava la pantalla. A partir de la cuarta temporada conocemos al relevo, unos niños de instituto que se desenvuelven en este mundo por proximidad, por obligación, por deseos personales. Su retrato es uno de los hallazgos más milagrosos de la serie, y aunque algunos tienen más importancia en el futuro que otros, Simon y Burns adoran a todas sus criaturas y siempre saben recordarnos qué fue de ellos en el momento preciso, sin escatimar en el hiperrealismo de sentimentalismo nulo que tan bien controlan. Uno de estos chicos se llama Duquan, y su historia, dentro de que es un arco argumental menor para el conjunto de la serie, es la más desgarradora que he visto nunca. Su final sólo es comparable a conclusiones como la de ‘El árbol de los zuecos’ o ‘Subarna Rekha’. Vuelvo a reproducir las imágenes en mi mente, y me reafirmo: no se ha filmado, para mí, nada tan devastador. Se me pone la piel de gallina al recordarlo.



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Duquan me ha hecho emocionarme y preocuparme
de una forma insólita.



Y como no sólo de realismo vive el hombre, el gran icono de ‘The Wire’ acabó siendo su personaje más romántico, más inverosímil: Omar Little, el Robin Hood negro que roba a los narcotraficantes para vivir plácidamente con el novio que le toque y, por qué no decirlo, para tocar los cojones. Omar Little es el personaje favorito del presidente norteamericano y último premio Nobel de la Paz (ni siquiera me pronunciaré al respecto), Barack Obama, según declaraciones suyas o de su redactor personal. No es para menos, Omar mola un huevo, como su actor, Michael K. Williams. Incluso en su increíble y agónico “salto” de la quinta temporada, único momento en que la serie se adentra en el terreno fantástico. Si alguien se merecía esta salida de tono, era Omar.




- En fin…


Maldito el día en que me interesé por ‘The Wire’. No paré hasta vérmela entera, y ahora echo de menos esa sensación de empezar cada capítulo con una cita extraída del episodio, y las sesenta horas de serie me parecen pocas. Otro aspecto insólito es que cuesta escoger un capítulo favorito, porque todos sirven para algo y no consiguen destacar, dada la excepcionalidad de cada uno de ellos. Sin embargo, creo que el último episodio, de hora y media de duración, es posiblemente el mejor, y no sólo de la serie, sino el mejor, en general. En lo que respecta a temporadas, es difícil no decantarse por el inmejorable manejo de la cuarta entrega, desarrollada parcialmente en las aulas de un instituto, y por su brutal resolución en el magnífico ‘Final grades’.


‘The buys’, ‘Cleaning up’, ‘All prologue’, ‘Middle ground’, ‘30’… son sólo algunas de las más grandes horas de televisión que se puedan concebir. Si las habéis visto, comentad con ardor, y si no las habéis visto, no sabéis lo que os estáis perdiendo. Termino con dos citas de la primera temporada, tan astutas como honestas. Salud.


“I f you never play, you never lose.”


“The king stays the king.”



Sergio. 16/10/09.

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