domingo, 6 de diciembre de 2009

CV. Ajanta.



Una de las pocas cosas destacables de mi último curso universitario fueron las clases de Libre Configuración que recibí en la facultad de Geografía e Historia de la Complutense. Aquello se parecía sospechosamente a una universidad, y lo aproveché con ganas. Las lecciones de “Arte Indio” impartidas por Carmen García Ormaechea fueron, quizá, decisivas a la hora de aventurarme en el subcontinente asiático. Y de todas las cosas que vimos, bellamente ilustradas con diapositivas muy traqueras, lo que más me fascinó fue el descubrimiento de Ajanta; tanto, que decidí hacer un trabajo libre compuesto por un guión y unos poemas malísimos, sin haber visto nunca el enclave en cuestión. Dos años después, he cumplido un sueño callado que se ha hecho de rogar.

El veintiocho de abril de 1819, un británico con un nombre muy vulgar (John Smith) cazaba bichos en la selva grotesca que debía ser el estado de Maharashtra por aquel entonces. Las partidas de caza eran el pasatiempo favorito tanto de los colonialistas como de los rajás antiguos. Sin embargo, esta aventura particular dio pie al encuentro más formidable que se pueda concebir. El río Waghora, tras descender en bellas cascadas escalonadas, había erosionado la montaña creando una garganta rocosa en forma de herradura. Allí, horadando el desfiladero, dormían las cuevas de Ajanta, olvidadas por los siglos, devoradas por la naturaleza y las alimañas. Smith entró, supuestamente, en la chaitya principal, la que hoy se numera con un “10” en la lista de cuevas visitables, y dejó su autógrafo bajo el rostro de un Buda somnoliento, en uno de los pilares del monasterio rupestre. Nadie que visite Ajanta dejará de ver el garabato si la cotarrera de la guarda lo pilla por banda (te pegará un grito, y te robará la linterna para enseñarte el nombre del descubridor inglés; yo no me creo mucho esa caligrafía tan meticulosa, pero la historia tiene su encanto).

Ajanta es uno de los hallazgos artísticos más brutales de la historia. Creadas a partir del siglo II a.C., las cuevas florecieron (supuestamente) entre dos épocas creativas que se corresponden con dos vertientes distintas del budismo. La última, desarrollada entre el siglo V y VI de nuestra era, es la que atesora la iconografía más famosa. No obstante, la estructura de todas las cuevas tiene más de dos mil años de antigüedad, y no deja de sorprender la pericia que entraña ese trabajo sobrenatural de cantería. Todo para crear un híbrido de monasterio y galería de arte en mitad de la jungla. Si esto no fuera suficientemente llamativo, Ajanta tiene lo más sagrado en su interior.

(Nota: en el arte clásico de la India, especialmente en las obras religiosas excavadas en la piedra, lo más sagrado – sancta sanctorum – es lo más húmedo, lo más profundo, lo que se encuentra en un nivel más inferior. Allí reside Buda, o el lingham de Siva, o la deidad o punto energético al que se venera. Si estudiamos estos tres requisitos, sabios como pocas cosas, podemos encontrarnos con un símil corporal muy esclarecedor. ¿Qué es lo más sagrado en el cuerpo humano? ¿Es, también, la conexión entre lo más húmedo, lo más profundo y lo que se encuentra en un nivel más inferior? De ser así, ¡estáis en lo cierto, tunantes! Exactamente donde dicen que mujeres y hombres tienen su punto G. Lo repito: ¡qué sabios eran!).

Llegué a Ajanta en un intento de poner la guinda a mi año indio. Durante todo el 2009 he estado haciendo un triángulo entre costa, Himalayas y costa, sin adentrarme demasiado en el interior. Así es como mi obsesión rupestre había ido quedando desplazada (no pilla muy de camino; a esta parte del país se viene para visitar Ajanta o Ellora, ya que no dispone de otros encantos fácilmente reconocibles). Es así como llegué a Aurangabad, última y breve capital de la dinastía mogola, para planificar mi visita a las cuevas, tan solo 100 kilómetros al norte de esta ciudad tan espolvoreada de miseria. El pueblo más cercano a Ajanta se llama Fardapur, y en él hay hoteles de carretera, cantinas de carretera, gente de carretera, cabritillos de carretera. Una delicia. Los conductores de rickshaw están desquiciados, así como los vendedores de cualquier cosa, y son muy capaces de asediarte durante largo tiempo con tal de sacarte veinte rupias del bolsillo, algo para lo que están sobradamente preparados y que son muy capaces de acabar consiguiendo. Es lo que tiene disponer de unas cuevas milagrosas en mitad de la desesperación.

Una vez que has hecho caso omiso al boom turístico (más indio que extranjero), se te aparecen las cuevas delante de tus ojos. La primera impresión es inenarrable, así como las primeras impresiones de cada una de las pinturas que se cobijan en su interior, y es esa primera impresión la que uno intenta volver a conquistar cuando vuelve su vista atrás (lo mismo dicen de los heroinómanos cuando persiguen el primer y fantástico pico que se metieron, ya irrecuperable). Una tras otra, unas más arriba y otras más abajo, conectadas por un paseo de construcción moderna y unas sencillas escaleras excavadas en la misma ladera, las cuevas te van llamando y lo mejor es seguir el orden que te pida el cuerpo. Y desde luego que no basta un día. No son muchas (sólo veinte de las treinta permanecen abiertas, y apenas siete u ocho están realmente decoradas), pero requieren tiempo. Yo no pude pasar más de dos jornadas por recortes presupuestarios, pero la verdad es que no me importaría vivir en Ajanta durante una temporada. Ahora entiendo a mi otra gran profesora (la Molina, en el instituto) cuando sostenía que a un museo había que ir para ver un solo cuadro, o una sola escultura. Yo llevo varios meses experimentando una aprensión muy relacionada con esto, y es que cada vez que entro en un museo, o visito un templo o ciudad, mis sentidos se saturan fácilmente, como si la acumulación de imágenes amenazase con volverse en mi contra. No puedo soportar mucho tiempo o mucha variedad. Esto repercute en varias facetas de mi vida, pero no podemos entrar en ello ahora.

En Ajanta, las pinturas son mucho mejores que las esculturas, sin desmerecer éstas últimas. Casi todas muestran varias facetas de Buda o secuencias zigzagueantes de sus jatakas, es decir, sus vidas o encarnaciones previas a su nacimiento como Siddartha Gautama. Las jatakas, mitos muy divertidos llenos de aventura, pasión y bestialismo, se confunden constantemente con la vida cortesana bajo la dinastía de Harisena, uno de los mecenas de las cuevas en su segunda etapa de esplendor (segunda mitad del siglo V). Gracias a estas escenas domésticas, Ajanta adquiere una cierta irreverencia, la grandeza del detalle, con unos personajes cuya fisonomía espontánea es tan cercana, tan dulce, que es casi imposible de creer lo que perciben tus ojos. Un amante del cómic se quedaría acojonado ante estos trazos, que prefiguran todo el dibujo clásico de China y Japón, por no hablar de las vanguardias europeas. El poder de la línea es uno de los fuertes de Ajanta, una línea facílisima y majestuosa por la que merece la pena perderse. Son las líneas ocres o anaranjadas las que te golpean con muslos, pechos redondos, caderas majísimas, lomos de elefantes, geografías inalcanzables. Y, sobre todo, las miradas. Ajanta es una procesión irresistible de ojos que lo dicen todo y que te hacen comprender (o no, poco importa realmente) de qué va la historia. Las líneas invisibles que dibujan entre sí componen un juego estructural tan débil como la sustancia de un sueño. Y es un sueño fabuloso lo que desnudan, en última instancia, estas pinturas; un mundo mágico de suelos evanescentes y peces que danzan con las estrellas y concubinas adorables y edificaciones irreverentes. Nada es lo que parece; el tiempo y la sucesión lógica toman su propio rumbo en estos murales desgastados por el tiempo. Y aunque uno tenga que descubrir los rostros y las manos insólitas a través de una linterna, como manda la penumbra ceremoniosa de toda cueva, ¡qué no sería pintar estas paredes bajo la luz de una antorcha de hace mil quinientos años! ¡Y percibirlas cada día y cada noche, durmiendo en las celdas a las que estos iconos fabulosos dan acceso! He visto pocas cosas tan puras, sorprendentes y poco dadas a la categorización como las témperas naturales de Ajanta. Es una vivencia al borde del lenguaje.





Subiendo por un senderillo, se llega a un mirador agradable desde el que John Smith vio las cuevas por primera vez, aunque mucho mejor es seguir andando y toparse con el primer poblado que se erige por encima de la garganta rocosa. Allí viven mujeres de ojos ciegos y jóvenes ligeramente perturbados que se esconden entre los árboles para exagerar el balido de los corderos. Pura devastación por la que circula, insolentemente, el agua verde turquesa del Waghora. Retengo imágenes que difícilmente puedo transformar en palabras. Maldición.

A pesar de las hordas de familias indias y de las excursiones escolares, madrugué lo suficiente como para disfrutar de algunos minutos de soledad con los guardas de las cuevas, los laboriosos restauradores y mi linterna. La sensualidad de los colores y una ilusión penetrante de corporeidad se han adherido a mi memoria. Los dibujos de Ajanta ya forman parte de los mejores momentos de este año, y no puedo expresar lo mucho que me alegré de no frustrarme como lo hice en Khajuraho. Será que el arte budista me afecta más que el hinduista, o será que tenía una buena predisposición. Todo es cuestión de actitud, al fin y al cabo.

De vuelta en Fardapur, escribo esto a la espera de poder publicarlo, supongo que en Bangalore, o ya en Australia. El bodhisattva de la compasión y las sonrisas mundanas de las princesas me acompañan en esta noche de luna incipiente, en la que almaceno (y ceno) silencio, una vez más.

Sergio. 27/11/09.

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