jueves, 19 de marzo de 2009

XXXVII. Pradeep (I).


No sé si se escribe Pradeep o Pradip. Como la primera forma me gusta más, la utilizo. Pradeep es un intérprete de theyyam (incido una y otra vez en este cotarro porque es el núcleo de mi vida india y no puedo esquivarlo). Kurien me llevó a su casa después de insistirle durante días, no sin antes detenerme en el porche con ciertas suspicacias. ‘¿Qué es lo que vas a decirle, Sergio? No le hagas cuestiones tontas, como preguntarle qué es lo que se siente al estar poseído. No quiero que se sienta ofendido y se enfade conmigo’. Yo le dije que no tenía por qué preocuparse, que sólo quería saber algunos detalles de su entrenamiento como theyyam. Mentí como un bellaco, por supuesto. De camino a casa de Pradeep, fui reestructurando mi entrevista a la par que me daba cuenta del concepto equivocado que tenía del asunto. Las preguntas realmente importantes nunca van a ser contestadas. Nadie puede hacerlo. Más vale empezar por ahí. Con este nuevo enfoque, disfruté de uno de los mejores y más intensos días de mi vida.

Pradeep es un indio delgadito, fibrado, de pelo rizado y encrespado (o, directamente, sucio) y un extrañísimo atractivo, que reside en muchas cosas a la vez y en ninguna en particular. Vive con su mujer, hija y hermano en una casita muy modesta, allá por las profundidades de la Kerala rural. Cuando llegamos a su casa, después de sortear unas carreteras ensoñadoras bajo una luz que anunciaba tormenta (falsa alarma), Pradeep nos indicó los asientos que debíamos ocupar en el porche, sin apenas mirarnos. De hecho, no mirarme fue una constante durante la hora que estuvimos allí. Kurien me explicó que acababa de tener una actuación, y que volvería a interpretar a otro dios al día siguiente, así que su actitud iba a ser bastante distante, ya que se suponía que debía estar concentrado en todo momento. Ciertamente, su actitud no era muy normal, aunque tampoco extravagante: simplemente se entretenía con un palo o con el tacto de una cesta de mimbre, y dejaba que su mente viajase por mundos paralelos, sin prestar demasiada atención a su alrededor. Como yo, tantas veces. Pradeep no habla inglés, para más inri, así que tuve que apañármelas con la traducción simultánea y con mi intuición. Lo que dijo no tuvo mucha importancia y son sólo datos que, en gran parte, ya conocía. El gran momento de la mañana vino cuando nos enseñó el cuartito donde se encierra para dedicarse al estudio de sus dioses: en el interior, un montón de trastos supuestamente mágicos, vestuario para el ritual, copias del Mahabharata, del Ramayana, del Bhagavad Gita y del Manifiesto Comunista de Marx y Engels (me enseñó este libro con especial énfasis), mucha estampita y mucha pedrería. Mientras tanto, su mujer se harta del peculiar sacrifico de todo theyyam, que pasa por no follar, básicamente. Estar casada con un hombre que se mete en un zulo día y noche para estudiar la vida de Muchilottu Bhagavati es toda una demostración de amor. Kurien me dijo que, durante la temporada de lluvias, Pradeep y su mujer están muy felices, porque no hay theyyam, no hay por qué guardar abstinencia, no hay por qué dejar de lavarse (otro mandamiento importante) y no hay por qué vivir en una nube. Aunque me da la sensación de que Pradeep es así, de continuo.

No sé si es porque todavía tenía rastros de maquillaje en los ojos; o porque su voz era profunda y delicadamente expresiva; o porque su mirada, en el par de veces que se cruzó con la mía, era severa y terrible; el caso es que me quedé prendado de Pradeep (me ha salido una frase muy rítmica). Comer sus panchitos y jugar con su hijita pequeña no fue suficiente. Le dije a Kurien que, ahora que conocía a la persona y su entorno, quería conocer al theyyam en acción. Y no podía esperar, tenía que ser a la mañana siguiente. Realmente, no podía esperar. Mientras tanto, para saciar mi sed de actividades religiosas, me fui con Sanjeev, un nuevo amigo, a otra localidad rural del distrito de Kannur. Sanjeev es el primer indio borde que conozco. Le molesta que no sepa hablar malayalam después de dos meses. Le molestan muchas cosas. En el fondo, es uno de tantos indios que rozan la treintena y ven cómo sus oportunidades de casarse van decreciendo mientras su mala leche aumenta. Ser soltero es todo un estigma social. Por lo menos, a Sanjeev no le da por emborracharse todas las noches (que yo sepa) y quedarse tonto de por vida, como a unos cuantos sujetos de Adi Katalayi a los que no se les entiende cuando hablan y que van por ahí persiguiendo turistas alemanas.

Sanjeev me llevó a un templo perdido donde una poderosa Muchilottu Bhagavati estaba lista para inaugurar su procesión. Eran las dos y media y todavía no habíamos comido, pero yo no quería perderme un solo segundo, así que dejé a Sanjeev solo con su menú vegetariano y me integré en el cotarro. No comí, ni bebí, ni hablé con nadie, ni fui consciente de lo que me rodeaba durante las tres horas siguientes. Fue como ver ‘Lo que el viento se llevó’. Muchilotu tiene algo que no se puede explicar. Sin apenas moverse, y con un registro expresivo bastante limitado, es capaz de arrastrarte hacia la más profunda veneración. Cuando te quieres dar cuenta, llevas no sé cuánto tiempo siguiéndola, completamente fuera de ti, maravillado ante su rostro y ante sus lentos movimientos de muñeca, con los que hace girar unas antorchas encendidas con aceite de coco. En este discurrir, que puede parecer enloquecedor (y lo es), estuve a punto de caerme en el pozo del templo. Tal era mi ensimismamiento. Y, cómo no, me asusté. No se lo dije a Sanjeev, que estaba bastante sorprendido con mi aguante, ya que, al final de la procesión, sólo quedábamos dos sacerdotes y yo en pie, y eso que había cuarenta y dos grados a la sombra. Cuando nos fuimos a casa, todavía tenía el fascinante eco de la flauta en mi cabeza. No lo pude mantener en secreto por más tiempo, y durante la cena, explayé mis dudas acerca de qué estaba pasando conmigo cada vez que iba a los templos y me dejaba seducir de una forma tan intensa por los dioses. Aquello se convirtió en un debate digno de Libertad Digital. Me arrepentí al instante. Desde la gloriosa Christine, sólo se han acercado a ‘Costa Malabari’ turistas sosos, bobos y sin gracia. No es culpa suya. Pero mía tampoco.

Kurien no me ayuda en estos menesteres filosóficos. Sólo sonríe. Menos mal que, al día siguiente, iría con mi conductor de rickshaw favorito (Santhosh) al templo donde Pradeep iba a actuar. Lo que sucedió allí, querido lector, ha de ser pospuesto. Tengo que moverme de la habitación de hotel en la que estoy escribiendo esto. Son las nueve y cuarto de la mañana y estoy en Tiruvananthapuram, también conocida como Trivandrum, capital del estado de Kerala. Tengo que irme a la Academia de Cine a ver unas películas made in Kerala, y tengo que publicar esto y bajarme el 5x09 de ‘Lost’, y se me ha hecho tarde. Próximamente, la segunda parte de mi experiencia ultraterrena con Pradeep, y el porqué de mi inesperada aparición en esta ciudad tan tremebunda. Me encanta dejar las cosas en suspenso. Salud.

Sergio. 19/03/09.

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