lunes, 16 de marzo de 2009

XXXVI. No sólo de theyyam vive el hombre. / ¿Quién es Uchita y qué está haciendo con mi fe?


Las diferencias entre un festival hindú y una romería son muy pocas. Entre ellas:

a) En las romerías no hay elefantes. En los festivales hindúes no hay cocaína.
b) En las romerías se bebe delante de todo el mundo y el agua está prohibida. En los festivales hindúes, bebes a escondidas y como no mezcles con agua, vas apañado.
c) En las romerías, cuando alguien piensa en Dios es para cagarse en él y en su madre. En los festivales hindúes, los dioses van en carroza de luces.

Podemos encontrar altos niveles de ebriedad y numerosos cultos al falo en ambos eventos, así como grandes desplazamientos de masas, puestos ambulantes, charangas, núcleos familiares sentados a lo largo de grandes explanadas, fuegos artificiales de tercera división y, cómo no, hostias. Por eso soy muy fan, también, de todo lo que no es theyyam; a pesar de ser mucho más multitudinario y agobiante, este caos religioso roza la perfección en muchos niveles. Estéticamente, es un delirio de color y de movimiento. Religiosamente, es una manifestación de éxtasis colectivo que ya querrían para sí las negras procesiones castizas de Semana Santa. Anímicamente, es un tute. Y sí, hay elefantes, pero los pobres van encadenados y me dan mucha pena. Hay veces que se enrabietan y matan a alguien. Normal. A mí si me pusiesen joyas y plumas y tuviese a tres mamarrachos encima de mí bailando con parasoles de colores, veríamos…

Estos festivales se llevan a cabo en templos que no tienen mucho que ver con los del theyyam, puesto que son más grandes, exceden la organización familiar y responden a una ortodoxia hinduista mucho más estricta. Cada núcleo de vecinos organiza un falo o lingham de grandes proporciones como ofrenda; éstos tienen forma de montículos florales multicolores, presentando, a veces, variaciones muy muy bizarras, más propias de la reina del Carnaval que de un festival religioso. Asimismo, cada comunidad o cuadrilla contrata a sus tamborileros, compra su alcohol y, si tienen rupias de más, a lo mejor obligan a un nutrido grupo de niñas a permanecer despiertas durante toda la noche portando platos de comida iluminados con bengalas. Uno a uno van sucediéndose los grupos en una interminable procesión que culmina en el patio central del templo. Riadas de gente se agolpan, bailan, rezan, bostezan, discuten o concertan matrimonios. Las casas de los alrededores abren sus puertas a cualquier visitante. Shafi me llevó a una de estas casas, donde cené por segunda vez y ardí en llamas con el pollo más picante de la historia. Las mujeres no paraban de reírse de mí, pero de buen rollo. Luego, saludé al cabeza de familia, que fumaba en el portón de la residencia junto con sus colegas de partido. Ya sabéis que Shafi es musulmán, pero en Kerala no se hacen distinciones religiosas (aunque sí hay mucha y muy corrupta disensión política) y al muchacho lo mismo le da ir al templo que a la mezquita que a la iglesia que al bar. Amar a Shafi debería ser como peregrinar a La Meca: hay que hacerlo una vez en la vida. Shafi es mucho Shafi.



Y luego tenemos el theyyam, que se lleva a cabo en un templo especial llamado kavu, y que se rige por otras normas y costumbres. El theyyam es un misterio para mí: fascinante, cruel, falso, zafio, impenetrable, hermoso… y más. ¿Cómo no me voy a estar volviendo loco, como la canción de Azul y Negro? ¿En qué punto de mi vida decidí entender semejante jaleo? No me lo explico. Cuanto más veo, menos sé de lo que me rodea. Encuentro contradicciones por todas partes y, a la vez, razones poderosas para creer, por primera vez en mi vida, en los milagros.

Hay dos formas de ver el theyyam: como una manifestación escénica y ritual del sentir popular o, por el contrario, como una posesión real, es decir, como un milagro. ¿O no consideraríamos un milagro que alguien hablase en nombre de Jesucristo? Si se diera el caso, lo consideraríamos algo poco original y de mal gusto, le pondríamos el sambenito de ‘esquizofrénico’, le encerraríamos en una institución mental o le marginaríamos socialmente hasta que encontrase manutención por parte de una viuda beata que quisiera redimir sus malos pensamientos, y, finalmente, el nuevo Mesías acabaría ahogado en el alcohol y en el olvido y nadie iría a visitar su tumba, si es que la tiene. Mientras tanto, un puñado de soplapollas con sotana se manifiesta con el Foro de la Familia y hacen alarde de que salvan almas. Paradojas de la religión. En el sur de India, no importa mucho tu credo (a pesar de que unos recientes altercados demuestren lo contrario; de eso hablaremos otro día). A lo largo de su historia, hindúes y musulmanes siempre han intentado hacer una religión común. Todos sabemos que no lo consiguieron del todo. Sin embargo, un milagro como el theyyam sólo puede ser reducto de un clima de tolerancia perpetuado a lo largo de los siglos. Un intérprete poseído por el dios/diosa no es un esquizofrénico, es un virtuoso. Nadie hace mucho ruido alrededor de sus poderes religiosos porque tampoco lo consideran para tanto; los dioses viven tan mezclados con la gente que nadie se rasga las vestiduras por nada. Sin embargo, llega un occidental y asiste, boquiabierto, a lo que bien podría ser una farsa o un milagro. Es muy fácil creer en lo primero y, qué duda cabe, creer en lo segundo es un camino de no retorno.

Hace poco, conocí a Chamundi, un dios que se tira al fuego en la enésima demostración de sadismo. Su intérprete, un primerizo en el arte del theyyam, no estaba muy por la labor de nadar los cien largos al rojo vivo que se le exigían. Tenía miedo. El dios no estaba con él, y se encontraba solo, y, más importante, era consciente de que le habían dejado solo. Fue un momento terrible. Los sacerdotes, para que no decayera el evento, le tiraron a las brasas todas las veces que les fue posible. Pero a la gente no se la engaña, y los fieles abandonaron el templo sin esperar a la bendición. Sabían que Chamundi no había aparecido. Es, precisamente, esta irrupción humana, y este ocasional fracaso, lo que le da sentido y verdad al theyyam. Si hay fracaso, tiene que haber éxito, necesariamente. Sobre todo, después de conocer a Uchita.


Uchita es otra diosa que juega con fuego. Extraordinariamente divertida, es como la Lina Morgan de los theyyam (para que se me entienda, acepto que a muchos la Morgan no les parezca divertida, a mí tampoco, aunque ‘La tonta del bote’ es una de mis películas de cabecera). Uchita tiene un sombrero de flecos con el que juega a esconder su rostro sonriente. Como buena diosa, hace honor a su fertilidad con una gran panza y unos redondos y bien moldeados pechos que se está tocando todo el tiempo. Su voz no parece humana: es afectada y aguda y no se me ocurren adjetivos que le hagan justicia. Se burla de todos y de todo, grita, enseña los dientes, ridiculiza a los sacerdotes y se sienta sobre las brasas como su amigo, el gran Tipottan theyyam, del que ya os hablé, y con el que Uchita mantiene largas parrafadas mientras se señala los pezones. Uchita es grande. Ahora, ¿existe Uchita? El sentido común nos dice que no, aunque la interpretación del theyyam sea tan buena que nos haga dudar de que todo eso sea una construcción de personaje. Aunque hable en una lengua muerta como el sánscrito a una velocidad de vértigo. Aunque, de vuelta a su estado normal, el intérprete jure no recordar nada de lo que ha hecho y, mucho menos, haber hablado en lenguas que no conoce y haberse sentado sobre brasas ardientes.

Uchita, como otros tantos theyyam, hace crítica social a través del humor. Sus varapalos a los sacerdotes (a los que puede llegar a humillar si le da la gana) cumplen una especie de necesidad subterránea de la congregación; es decir, lo que un simple fiel no podría hacer, lo relega en la diosa o el dios de turno, puesto que a ellos no se les puede contradecir. En este sentido, de forma más o menos reflexiva, el theyyam respondería a una especie de ‘guión’. Aun así, ¿por qué Uchita parece una diosa, realmente, y no una construcción premeditada? La única respuesta que se me ocurre es, porque, dentro de su extravagancia, no es un ente distante, sino que es una más. El dios como uno más, como un compañero, como un amigo que no necesita reclamar hacia sí una importancia que sabe que tiene. Eso convierte a las personas a las que más amamos en dioses. Eso no justifica el milagro del theyyam, es decir, la usurpación de un cuerpo humano por parte de otro espíritu. Podría, sin más, ver el theyyam como un resquicio cultural de un valor incalculable; aceptar que da estabilidad religiosa y lúdica a una comunidad, y dejarlo estar. No hay por qué creer en ello. Porque no existen los milagros. ¿Verdad?

Sergio. 12/3/09.

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