viernes, 15 de mayo de 2009

LX. Ay, hijra: de los trenes indios y otras tonterías.



He vuelto a salir pies en polvorosa. Si me van a pagar una miseria, espero que los alquileres sean, asimismo, una miseria. Conocí a una mujer permanentemente asustada que me ofreció un trabajo de profe de español y un café soluble. La tía (aguileña y pintarrajeada de blanco) se quedó muy tranquila cuando le dije que creía en Dios, lo cual no es cierto, todavía. No creo que me haya dicho algo disparatado cuando mencionó mi salario de menos de doscientos euros por curso (que no por mes); no tengo ninguna duda al respecto de los salarios indios. Pero en Mumbai las rentas suben de cuatrocientos euros por habitación, y por ahí no paso. Ya que he apostado por India, voy a intentar buscar el lugar en el que pueda vivir, feliz, con un nivel razonable de tranquilidad, con unos gastos aceptables, y con algo medianamente parecido a un curro. Tengo una corazonada con Calcuta. Y a Calcuta voy.

Pero el fascinante mundo del ferrocarril indio impone sus normas. Éstas son que, durante el periodo vacacional (que aquí termina en junio), hay que reservar cualquier billete con semanas de antelación. Inmediatamente pasas a figurar en una waiting list por la que vas escalando puestos como si fueses una salamandra. Eso no asegura que vayas a tener tu asiento, ni mucho menos. Teóricamente, el dinero de la reserva se te reembolsa, si es que lo has pagado por Internet. Todavía no lo he comprobado, en parte por pereza, en parte porque los precios son tan ridículos que las pérdidas son, realmente, inapreciables (y mira que soy usurero). ¿Qué pasa cuando quedan veinte minutos para coger el tren y todavía no has escalado lo suficiente, es decir, que te han dejado sin sitio? Pues te compras un billete general por más de la mitad de precio y rezas para que el vagón delantero no se haya llenado todavía; mejor dicho, rezas para que el tren que ha de salir no haya llegado todavía al andén, con lo cual puedes disfrutar de subirte al mismo el primero y ocupar un lugar al lado de la ventanilla. Eso no significa que no tengas que compartir ese lugar ni arremolinarte contra las verjas de la ventana. Todo puede suceder a partir de aquí. Todo.

¿A que viene tanta paranoia? Bueno, el caso es que si te toca un viaje de doce, quince, veinte, treinta horas, ir de pie todo el rato no es muy divertido. Punto uno. Punto dos: vas a ir incómodo de todas formas, porque los billetes generales se reparten en taquilla sin ton ni son, y allí entra todo Dios, conformando una masa humana indescriptible, insólita, desquiciada. Punto tres: es imprescindible que te dé el aire, porque si encima tienes que oler el meado de quien ha pasado por un laberinto de piernas y brazos para caerse de bruces en el orinal, vamos… Por eso es una suerte coger un sitio, más aún si se trata de un viaje nocturno.

Esta particular descripción del infierno no es tal, realmente. Un viaje de doce horas, por ejemplo, que es el que acabo de hacer yo (de ocho de la mañana a ocho de la tarde) puede hacerse pesado y se hace pesado, pero enseguida empiezan a suceder cosas maravillosas si le echas paciencia. Al principio, todos se odian. Es normal, si entras en el vagón y te encuentras con ese panorama. Poco a poco, le coges ternura a eso de que se te sienten en las rodillas o de que te junten amablemente las piernas para que otra persona más se reparta tu minúsculo asiento de madera podrida. La luz a través de las rejas va dibujando pequeños rastros de belleza por los rostros exasperados y sudorosos de los viajantes, todo un crisol de la diversidad india: niñas, viejos jainíes con barbas severas, pelos teñidos de naranja (es la moda), maternidades exultantes, jóvenes de dientes podridos, vendedores de todo, muñones, comida por el suelo, música, lepra… La hora del atardecer se anima, las antiguas rencillas y gritos se olvidan y conversaciones graciosas, lecciones de inglés improvisadas y muchas cosas más componen un pequeño fresco admirable de humanidad en convivencia. Acabas olvidándote de que ya no sientes el culo, de que nunca has leído con el libro tan cerca de los ojos, de que llevas horas y horas viendo un desfile de miseria a través de la ventana… Hasta las hileras de hombres cagando a orillas de las vías rezuman poesía. Hay que echarle ganas, pero la otra opción (la de desesperarse) es inútil, poco saludable y completamente descortés. Si no quieres entrar, no entres. Así de sencillo. Yo no quería esperar en Mumbai hasta que hubiese un tren libre. Prefería moverme por el estado vecino de Gujarat, después de pasarme unos cuantos días encerrado en una habitación maltrecha con fiebres y estreses varios. Así que me daba igual este trámite. Hay más recompensa que deterioro físico. Nadie que venga a la India puede, en su sano juicio, perderse esta experiencia.

Los hijras del título son otros visitantes asiduos de los viajes en tren. Se trata de hombres travestidos, algunos hermafroditas, que avanzan por el pasillo del vagón y te tocan la cabeza en busca de alguna rupia. Algunos dan palmadas, otros se insinúan claramente (como hicieron conmigo, ruborizándome a más no poder). Es curioso que la gente les dé más dinero que si se tratase de un mendigo tradicional. Será porque los hijras son, el fondo, muy solicitados como señoritas de compañía por los maridos de la clase media. Como me dijo uno bastante desagradable, con todos los pelos de la espalda asomándole por el sari: ‘you are an Indian guest; I am a house guest’. Su mundo debe ser fascinante y penoso, lleno de dificicultades y decepciones. ¡Cómo ha de ser penetrar en sus misterios!


Ahora estoy en Ahmedabad, una ciudad sorprendentemente moderna en mitad de la nada. Escribo esto antes de coger un autobús que me lleve a un pueblo remoto donde quiero recorrer el desierto del Pequeño Rann durante dos días. Luego volveré y tomaré aire para mi viaje en tren de casi cuarenta horas a la lejana y prometedora Calcuta, en la otra costa india. Hablaremos de todo ello.

Ayer cené unas tortitas con miel en un sitio un poco caro, pero eran deliciosas. Anotaros el nombre de Green House y su malpura. Es el típico bocado que no sabe a comida, sino a un lugar. A mí me supo a un lugar de mi infancia en el que nunca estuve: se trata de un campo de hierbas altas, bajo la luz del atardecer, con algunos caballos. Mi madre, con unas gafas de sol enormes, y mi padre, altísimo como un titán, habitaban por allí. Pero es una creación del subconsciente. La infancia es parte real y parte imaginaria, y todo se confunde con el paso de los años. Por eso es la etapa más creativa y fecunda de la vida de una persona, y por eso todo el mundo quiere volver a ella una y otra vez. Salud.

Sergio. 16/05/09.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Eso en la FEVE no pasa :P
Me ha gustado mucho el último parrafo, sin desmerecer el resto, claro.
Besacos.