lunes, 4 de mayo de 2009

LV. Magdalenas.



Voy a relatar algunos de mis devaneos turísticos por el sur de Kerala. El turismo es lo único que te permiten hacer si eres extranjero, y no sé cómo no me di cuenta antes. De cualquier manera, todavía no he viajado mucho, así que acarrear mi molesta mochila y mi ordenador por los asfaltos y los valles de la India es algo que me puedo permitir sin demasiado cargo de conciencia.

Ponmudi significa ‘Colina de oro’, y en ese lugar fresco, tocado por la calma y la inmensidad, se erige una estación de montaña decadente, fantasmagórica, donde pernocté una noche en que las luciérnagas se metían en el cuarto de baño y hacían cosas fascinantes tras el retrete. Merece la pena ir a Ponmudi, y el sitio no aparece indicado en la Lonely Planet, ese libraco que tantas alegrías me está dando (gracias, Ana). Kurien me había dicho que los atardeceres en Ponmudi son mágicos y colorean los rostros de los lugareños con una especie de fulgor dorado y brillante. Bueno, el día que fui yo hubo niebla. Pero al mediodía y durante las primeras horas de la tarde, cuando la luz no es sutil, pude comprender el porqué de la magia latente en esos campos de té; las hojas se animaban vergonzosamente con la brisa de la montaña y los resplandores crecían y se apagaban en un ritmo místico, secreto; la vida y su ritual de cambios parecía algo sencillo e inevitable; los perfiles de los Ghats Occidentales servían como sensual telón de fondo para una vida plácida y retraída, engullida por la sufrida naturaleza.

Ponmudi se compone de pequeños núcleos rurales muy cristianos a los que doné todos mis bolígrafos. Casi todas las mujeres trabajan en la recolecta de té y en las tristes factorías donde lo procesan. Las colinas más altas sirven para que unos cuantos indios de clase media-alta suban sus pesados culos y sus botellas de brandy y se pongan hasta las trancas, dejándolo todo hecho una mierda. Por fantástico e imponente que sea un paraje indio, siempre hay un pequeño componente destructivo que llama la atención sobre todas las cosas. No quiero parecer un miembro de la Liga por la Decencia, como comprenderéis, pero muchos indios se empeñan, inconscientemente, en degradar sus propios tesoros. Nadie se lo ha puesto fácil, desde luego. Después de sortear la niebla más romántica que he visto nunca y de atisbar la presencia del sol a lo largo de un campo infinito, llegué al mini-complejo turístico, donde unos albañiles se preparaban la cena después de un día más de trabajo levantando nuevas cabañas para futuros turistas. Me senté con ellos a tomar té y a comer mangos verdes con sal. Nadie está a salvo de la maldad, qué duda cabe. Pero, ¿por qué no hago más que encontrarme seres excepcionales, generosos, resistentes? La compañía de algunas de estas personas vence mi autismo crónico y me hace olvidar la soledad (algo que sigue sin suponerme un problema).

Dos días después, tras unas pequeñas gestiones de cortesía en Trivandrum y una descorazonadora entrevista de trabajo, me fui a Aleppey o Alappuzha, según se quiera. Esta pequeña ciudad es un lugar fascinante y sorprendentemente tranquilo, al menos en temporada baja. Sus comparaciones con Venecia son superficiales y no van más allá de los canales que surcan sus calles y del ruinoso estado de su interesante arquitectura. Aleppey es menos monumental pero tiene a su lado kilómetros y kilómetros de backwaters y el lago Vembanad, que baña tres distritos de Kerala y comunica a sus gentes desde hace muchos siglos.

Hay muchas formas de conocer los backwaters y casi todas son caras. He de decir que estos canales son el principal reclamo de Kerala, y su fama está más que justificada. A algunos de vosotros ya os he hablado de las casas flotantes como pequeño anzuelo para que vinierais a verme. Pues bien, yo quise organizarme de tal forma que pudiese salir de Kollam, el acceso a los backwaters por el sur (donde hay una iglesia surreal en forma de cono en el que el culto cristiano ‘a la manera india’ regala imágenes muy emotivas de fe colectiva). Pero ese día no había ferries turísticos a Aleppey. Maldición, me dije. La horda hostelera quiso convencerme para que hiciese un tour por los canales secundarios. No era caro y dichos canales son lo realmente digno de verse. Pero tuve una corazonada y lo que hice fue coger el primer autobús hacia Aleppey y buscarme un hostal allí. Dos horas después ya estaba instalado en esa ciudad tan dicharachera, y me fui a la busca del ferry con destino a Kottayam, un transporte de servicio público que hace un trayecto variado e igualmente vistoso por los backwaters por el módico precio de diez rupias (quince céntimos de euro). La gran ventaja no es la económica (que también) sino la oportunidad de hablar con la gente de la zona y de observar su vida más de cerca. Contribuir al desarrollo turístico de Kerala no estaría mal, y nada me impediría invertir en una casa flotante de cincuenta euros en adelante. Pero no me atrevo a gastar eso, y las casas flotantes son horteras, ostentosas y contaminantes. Empañan la belleza inenarrable de los backwaters. El punto de vista desde esos armatostes es feo y excluyente. Sé que parezco un miserable cuando hablo de mis regateos y mis tretas, pero me da igual. El turismo está tan mal enfocado, por desgracia, que las cosas más apetecibles y genuinas son, también, las más baratas. Pero nadie se da cuenta de ello, así que indios y británicos y alemanes y australianos seguirán alquilando las casas flotantes y dando dinero a la gente de Aleppey. De todos ellos, los primeros son los que más ensucian, qué duda cabe. El espíritu indio de auto-destrucción me deja perplejo.

Si algún día queréis conocer los backwaters de esta forma, os recomiendo que hagáis una parada en Kainagueri o Arraire (pura fonética, no sé cómo se escribe). Allí hay una cantina en medio del agua, en una pequeñísima lengua de tierra con un embarcadero de piedra. Es un sitio ideal para comer, tomar el té y ver el partido de cricket. Increíble. Ese lugar me traía ecos de la escena de ‘Tiburón’ en que los tres protagonistas beben con camaradería antes de afrontar la última embestida de la bestia. No sé por qué. Asociaciones de ideas.

Los backwaters son un no dejar de mirar. La cultura india no se puede explicar sin el agua, aunque es cierto que todos los elementos naturales están bien presentes (también el fuego como némesis imprescindible). Por todas partes hay pequeños escalones que descienden desde las pequeñas casas / cabañas / chabolas hasta los canales. Allí las familias se bañan, juegan, lavan la ropa, rezan y hacen toda su vida, tal y como supongo que harán en el río Ganges. El paso del ferry detiene, a veces, su actividad, y varios pares de ojos miran el lento circular del barco con un respeto ingenuo lleno de candor. Podría contar mil cosas y lo haría, seguramente, muy mal. No sé cómo describir el color de los jacintos de agua atascando los canales, los perfiles de las palmeras, el sol tranquilo sobre las aguas, la inesperada y perseverante humanidad que vive en esa pequeña burbuja y en esa lucha constante y amigable con el agua.

Ahora me dirijo a Mumbai, nuevamente. Después de cuatro meses en el paraíso. Mis expectativas laborales me empujan allí y espero no volverme más loco todavía. Como veréis, el título del post no hace mención a ninguno de los acontecimientos narrados en el mismo. Ni falta que hace. Salud.

Sergio. 04/05/09.

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