lunes, 27 de julio de 2009

LXXVI. Como lágrimas en el monzón.



Truena como el graznido de un demonio, y pienso que ya es hora de contar algo.

A veces me levanto a las cuatro y media y me voy con Sam, su bellísima esposa y su padre a un parque cercano al aeropuerto. Sam es mi casero, o al menos la cabeza parlante del conglomerado que vive debajo y encima de mí. Intenta hacer todo el ejercicio que puede para no acabar teniendo la típica barriga india (en el sur es un atributo muy valorado). Si me uno a él no es sólo para rememorar los tiempos del Gimnasio Rachana, sino para sentirme algo más vivo, ya que entre tanta polución y desenfreno es fácil que alguien desee llevar una vida exclusivamente repartida entre el trabajo y el sofá.

El parque en cuestión es circular, y una vuelta completa al mismo es un kilómetro. Está muy bien pensado para los adictos al footing y los parroquianos de la ruta del colesterol (ésa que se extendía y se extiende a orillas del Nalón, como contrapartida al grisáceo y cautivador panorama de la Cuenca Minera). Ya os he narrado las delicias de ver cómo va apareciendo la luz entre los recovecos (nunca del todo) oscuros de la jungla india. La metrópolis también depara sorpresas. Un parque como éste alberga, como no puede ser de otra forma, pequeñas concentraciones de mosquiteras rectangulares y coloridas lonas en las que viven los desplazados, esos indios de piel oscurísima, conductores de ciclo-rickshaw o vendedores de cualquier cosa imaginable, y sus familias. Mientras los ciudadanos de clase media, con sus pelos cuidadosamente teñidos de naranja (es la moda), circulan por el sendero acondicionado y sudan a una hora aceptable para ello, las mujeres intocables o dalits van a por agua, los hombres se lavan los dientes concienzudamente con unos alambres que me tienen muy desconcertado (para luego volver a ensuciárselos con el paan) y los niños atrapan su entorno con el culo al aire y los ojos legañosos en perpetuo asombro. Mientras tanto, el cielo clarea y los aviones despegan, rumbo a Karachi, Sidney o Bangkok. Me encanta declinar la invitación de la mujer de Sam cuando me ofrece una raqueta de paddle. Tengo muchos prejuicios hacia ese juego, y prefiero verla saltar a la comba o hacer yoga. Qué fascinante es esta mujer. Creo que Sam se da cuenta de esta apreciación, así que debo disfrazar mis miradas con toda la falsa ingenuidad que tenga a mi alcance.

El 'paan': betel, nueces y muchas cosas más que te hacen
salivar y escupir una masa marrón la mar de maja.


La mayor parte de las veces me quedo dormido y me levanto a las seis. Mi desayuno consiste en mango, mango y más mango. Luego abandono mi nidito para entrar en un atronador submundo de humo, sudor e indigencia. Una hora y cuarto después llego al instituto, donde hago mi habitual sesión de fotocopias y mi visita a un pulcro excusado. Las horas siguientes me las paso gesticulando delante de un entregadísimo grupo de indios. Todo funciona mucho mejor si utilizo las tácticas de seducción que tan buenos frutos dieron en la escuela de filósofos de la Antigua Grecia, aunque me temo que debo imponerme algunas limitaciones. A veces tengo más de dos horas para comer, a veces tengo media. Cuando salgo del instituto ya es de noche, pero por la temperatura ambiente cualquiera diría que es un mediodía más en la Costa del Sol. Agarro nuevamente el metro e intento apañar un trocito de suelo. Los indios son muy competitivos, en este aspecto y en los restantes también, así que no siempre puedo descansar mis posaderas de camino al extrarradio. En Janakpuri West salto (literalmente) al interior del autobús 761, iluminado con bombillitas de lupanar. A veces, el atasco se ameniza con una música totalmente fuera de lugar: ‘Brasil… lalalalalalalala…. lalalalalalalala…’ Salto nuevamente al asfalto y me recreo en la oscura carretera, iluminada por los faros de los camiones: cálida, apocalíptica, cruel, tan poco secreta como la cicatriz de una prostituta. Es probable que cuando llegue a casa Mike ya esté metido en su cuarto, aunque a veces hablamos de cómo nos ha ido el día mientras preparamos con notoria pereza nuestra cena vegetariana. Oigo rumiar a la bestia por las escaleras (el perro-velociraptor de Sam) y me quedo dormido, poco a poco. Y luego sueño.




Llueve, por fin, sobre el polvo, las aceras derretidas, mi ropa recién tendida. Llueve y truena con la furia esperada, aunque no durará. Pronto empezaré a oír las bocinas, indicando que el tráfico vuelve a circular y a volverse loco con los charcos inmensos que el monzón haya dejado tras de sí.

Hoy es lunes, mi día libre. Coincide con el día libre que se toman todos los museos y enclaves interesantes, con lo que no hay mucho que hacer. Es un buen día para escribir, aunque no tengo nada en la cabeza, o tal vez tengo demasiado. Intento que sea un día sosegado e íntimo. Mi amiguito de Katmandú, el escritor suizo, se quedó un par de semanas en Delhi y, a pesar de que quedamos un día para beber cerveza (servida cuidadosamente en una tetera, como en los años de la Ley Seca), he intentado evitarle en mis ratos libres. Es un hombre que me cae bien, e incluso le presenté a mi anciano compañero del Indian Coffee House, pero tuvo la infantil manía de preguntarle por Gandhi y por Nehru, como si fuera una cheerleader cultural. También le he evitado porque tengo una propensión patológica a querer estar a mi aire siempre que pueda. Veremos en qué termina todo esto. Está claro que me siento solo muy a menudo, pero nunca supone un problema real. Es más, parece que lo busco.

Antes de venir a la India, tenía muchas ideas en la cabeza. Algunas de ellas eran tan nobles como fantasiosas. Teniendo muy claro que nada iba a cambiar, y que no acabaría encontrando la llave que abre la famosa caja, es sorprendente comprobar, ahora, lo poco que ha cambiado todo. En lo fundamental, me refiero. El tiempo (y el espacio) han erosionado mi carácter, pero sigo buscando las mismas cosas, mirando la realidad de una forma muy parecida, imaginando las mismas payasadas, cometiendo los mismos errores. Es como si todo lo que tuviéramos que hacer fuera una repetición del mismo dibujo, de menos a más borrosa, hasta que al final sólo queda una mancha a la que mirar con perplejidad. Tal vez no haya nada ni nadie a quien conquistar, y está claro que uno es educado en la convicción de que hay que conquistar cosas, y personas. Ojalá pudiera desprenderme de eso.

La tormenta ha pasado de largo. Y las bocinas vuelven a sonar. ¡Qué equivocado estaba a ese respecto! No es que hubieran desaparecido para ahora volver al mundo, como el fantasma de un muerto; es que la lluvia no me dejaba oírlas.

Sergio. 27/07/09.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

AMOR!!!!
Me llamó Manu el lunes y me contó cosines...Te mandé un msj al teléfono pero no estoy convencida de que llegara...estás tan lejos!!
Sólo decirte que te quiero vale?y te echo de menos y aunque el lunes lloviera mucho acuérdate que dentro d epoco ya saldrá el sol!
1 besazo a mi indio preferido

BARCI

Anónimo dijo...

Hola Sergio, sigue tu sueño es lo mas importante que podemos hacer en esta vida, pon vida a los años, no años a la vida. Te quiero muchisimo.

Ludy

Anónimo dijo...

Diz el gran Joan Manuel Serrat que "sin utopia la vida seria un ensayo para la muerte".
Me fascina leer tu vida en Delhi, y tengo envidia por los wevos que-y eches pa hacer lo que te pide el cuerpu.
Estamos en Leh, flipando con todo. No te digo nada, espero comentarte estes sensaciones tomando una cerveza en menos de un mes en Delhi.
Un abrazu!!

Manu Fonseca