sábado, 11 de julio de 2009

LXXIII. 377.



El artículo de marras, presente en el Código Penal Indio (bueno, británico) desde el siglo XIX, ha sido recientemente abolido por el Tribunal Supremo. El número 377 significaba la condena de cualquier acto sexual contra natura, tanto la penetración anal como el sexo oral, sorprendentemente equiparados a la violación y a la pedofilia. Teóricamente, un indio o india homosexual podía ingresar en prisión por un tiempo mínimo de diez años si era pillado en alguna de esas prácticas anti-procreativas. La realidad es que la inmensa mayoría sufría más de la extorsión y el chantaje policial que del encarcelamiento; nada atenuante, puesto que los secuestros, torturas y violaciones suelen formar parte de dicha extorsión, sobre todo si ésta se da en un entorno rural o atrasado. Es terrible lo que le puede pasar a un hombre, pero las mujeres, ya de por sí vulnerables bajo el sistema indio, han pasado por horrores inimaginables. A partir de ahora, con una ley decriminalizando la homosexualidad, va a ser mucho más difícil que esta larga agonía se perpetúe. Yogis, conservadores y sacerdotes de todas las religiones se echan las manos a la cabeza e intenta formular una apelación con testimonios de un psicólogo español muy apreciado por estas tierras, uno de esos que dice que la homosexualidad se puede curar. Pero mucho me temo que ya no hay marcha atrás. Así pues, que se jodan.




El revuelo del 377 ha coincidido con la celebración en Delhi del orgullo gay, esa fiesta tan controvertida. Yo estaba metido en un autobús, así que no pude unirme a la calurosa (literalmente) manifestación, más por las ganas de ver la cara de la gente que por la expectación ante el primer atisbo de mariconerío después de seis meses en India y Nepal, aunque también por eso. Muchos de los asistentes llevaban máscaras porque no podían o no querían ser reconocidos, aunque la nueva resolución judicial ha hecho en una semana lo que las asociaciones por los derechos humanos no podían siquiera soñar hace dos: que un buen puñado de ciudadanos empiece a expresarse libremente, contraiga matrimonios en sitios tan recónditos como el Punjab y animen a la opinión pública a tomar una conciencia claramente orientada hacia la tolerancia. Leer los periódicos durante los últimos días ha sido una mezcolanza de alegría y despropósitos. Como algunas de estas reclamaciones ya nos pillan de vuelta en Occidente, es casi inevitable ver la súbita y desaforada actividad gay con un cierto desdén. Es por eso, de hecho, por lo que muchos critican el gran orgullo madrileño: ‘¿quieren igualdad o carta blanca para el exhibicionismo?’, ‘¿acaso tenemos nosotros un día del orgullo heterosexual?’, ‘que hagan lo que quieran, pero que no me obliguen a verles en calzoncillos por la calle’. Etcétera. No sé muy bien qué daño puede hacer una fiesta carnavalesca, más allá del daño a los bolsillos. La gente tiene mucho miedo.

La gente civilizada vive pacíficamente con los gays que no lo parecen, es decir, con esos que no llevan una pancarta en la frente pero que, muy a menudo, también se encuentran a sí mismos negando su opción sexual. Muy a menudo. Son estos gays los primeros que condenan la actitud afeminada como algo anti-estético y no deseable, y lo peor es que no lo suelen hacer conscientemente. En la actualidad, una discoteca de ambiente puede llegar a ser, paradójicamente, uno de los ejemplos más destacados de odio e intolerancia que se pueden encontrar. Es frecuente (y comprensible) que la comunidad homosexual piense que se le debe algo por la frustración y la amargura añadidas. Esto es un arma de doble filo. Por un lado, todo el mundo carga con su propia mierda, se acueste con quien se acueste. Aunque un heterosexual no tenga (de momento) la necesidad de sentar a sus padres y decirles ‘me gustan las mujeres’, eso no les exime de otro tipo de angustias, lógicamente. La realidad, sin embargo, y no sólo cuando se expresa en toda su negrura, endurece los caracteres de muchos homosexuales hasta convertirlos en sus propios enemigos. Del ‘soy gay, pero mariconadas las justas’ al ‘soy gay y me merezco por ello tu atención y tu respeto’, una infinidad de incongruencias y malentendidos bucean bajo la superficie, pura superficie.

El espanto...


Por eso no acabo de ver el orgullo gay como una expresión afortunada de una colectividad. Hoy por hoy, nada lo aleja de la mercadotecnia más desalmada que se pueda concebir. El señor de sesenta años que se casó a los veinticinco por obligación y que ahora siente cómo su vida ha pasado sin pena ni gloria es un gay de segunda, porque ya no tiene ninguna oportunidad de resarcirse y destacar, porque su tiempo pasó y ya no es deseable, porque ya no es un artículo a vender y, por tanto, eso es lo que sentirá en la plaza de Chueca cuando todos los colores no hagan más que resaltar su ausencia de color. Sabéis a qué tipo de hombre me refiero. Empañan la felicidad de cualquier colectivo. Ese es el tipo de homosexual indio que he empezado a conocer.

Aquí sólo es gay quien se lo puede costear, dicho mal y pronto. En estos albores de la igualdad, que van encaminados a convertirse en algo peor que el engaño occidental, el elitismo es acojonante. Recién llegado a Delhi, decidí hacer gala de mi testosterona y visitar el que parecía ser el único sitio de ambiente de toda la ciudad, oculto entre árboles y embajadas. Una y no más. No sólo es caro, no sólo posee el aire acondicionado más gélido y más propicio para la enfermedad instantánea, también es el espectáculo más esnobista que una comunidad homosexual y sus mariliendres pueden ofrecer. Yo no intereso a los indios (lo que puede ser una conjura del destino o una opinión generalizada y respetable), así que me es fácil observar y pensar en la auténtica víctima de todo este tinglado, el hombre entrado en años y en barriga que se abre paso entre cuerpos mucho más jóvenes y abrillantados que el suyo. Ese hombre se vino de Bihar, o de Madhya Pradesh, o de Haryana, cuando ya era demasiado tarde o cuando reunió como buenamente pudo el dinero y el valor suficientes. Ese hombre vio cómo sus propios amigos apaleaban y violaban con botellas de brandy a los supuestos ‘degenerados’ del pueblo o, como se les llama en Kerala, a la ‘gente difícil’. Ese hombre se casó por obligación, se hizo la vida miserable y se la hizo miserable a su mujer y a sus hijos. Ese hombre no entiende nada de lo que ve y sólo puede pedir perdón a un dios desconocido.




A la salida del garito, cuando todos empiezan a ponerse nerviosos porque a lo mejor no follan, ese hombre se me acercó, mostrando una sonrisa tan triste que ni siquiera pude aguantarle la mirada. Por supuesto, yo ya tenía bastante con mis propios demonios como para prestar consideración a los suyos. Lamentablemente, ése es el gran talón de Aquiles de un servidor.

Did you enjoy the party?
Yes...
First time here?
Yes...
Where do you live?
Paharganj.
I can drive you there
No, thanks...
Do you find me interesting?
No, sorry...

En la próxima entrega de 'Miss Kalashnikov', más humor, menos exhibicionismo y la misma ausencia de ingenio. He oído comentarios, rumores (seguramente en mis sueños) afirmando que Ismael y yo somos la misma persona. Esa hipótesis es ridícula. Es como decir que nuestra mano izquierda y nuestra mano derecha son la misma mano, cuando es obvio que no sólo son dos cosas distintas, sino dos estímulos independientes. Eso no quiere decir que no estén destinadas a vivir juntas.


‘El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad.’

Jorge Luis Borges. ‘Las ruinas circulares’.


Sergio. 12/07/09.

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