domingo, 14 de marzo de 2010

127. Guía del autoestopista deshidratado.



“Si te encuentras al Buda en tu camino, mátalo”.

Proverbio zen,
citado por Justin O’ Brien.



Hola, queridos. Bienvenidos a una nueva entrega de las aventuras de vuestro errante pedante. De cómo Darwin le pareció un lugar poco habitable, a pesar del interés que despiertan algunos mochileros zombies en su rutina alcohólica. De cómo acabó visitando Litchfield y Kakadu en los coches de los otros, y contra todo pronóstico de éxito. De cómo las hormigas se colaron en el muesli que desayunaba con fervor a la salida del sol. Y dejo ya de referirme a mí mismo en tercera persona.

Tras la noche (día para mí) de los Oscar, hice una compra sustanciosa en Woolworths, la cadena estrella de supermercados. Puse en mi cesta una buena bolsa de dátiles (el remedio a cualquier percance, uno puede sobrevivir durante una larga temporada a base de esto), un surtido de fruta y carne enlatada, zumos industriales, muesli tropical, garrafa de diez litros de agua que pesa como la pena, cubiertos de plástico, espárragos, mermelada de jengibre, nocilla, palitos de pan para la nocilla y zanahorias. Con esto y sin bizcocho, y después de hacer un buen reparto de peso entre mi espalda y mis brazos, partí rumbo a Batchelor, un pueblo que sirve de entrada al parque natural de Litchfield y al que apenas se le ve, porque hay un siniestro verdor taponando las entradas a las casas. Sólo la gasolinera relucía bajo un sol fulminante, en un claro del bosque. Allí me dejó mi primer conductor. “Bien” me dije, “esto no va a ser tan difícil, después de todo. Es un sitio pequeño, y la gente ya sabe de sobra que por aquí no pasa el transporte público. No me tomarán por gorrón.” Una hora después, un viejo de barba inverosímil me invitó a subir a su camioneta con bastante desgana. “Ponte el cinturón” chilló, “son cuatrocientos dólares de multa”. “Ya lo sé”. “Para mí, no para ti”, añadió, cada vez con más enfado. Peludas telarañas cubrían un amplio espacio entre la palanca de marchas, el volante y su asiento. Entre los muchos trastos que había por el suelo, vi una caja de medicamentos con una nota adhesiva, en la que se podía leer el nombre curioso de Daniel Jeester. Fuera él o no, Don Barba Andante me dejó en mitad de la nada mientras farfullaba algo que para mí tenía tanto sentido como el trino de la kookaburra. El siguiente conductor iba un poco pedo, así que tuvimos menos tensión. Él sería el que me dejaría en el camping donde iba a pasar dos noches bastante cómodas, rodeado de campos húmedos, caravanas y eucaliptos de corteza caída.

Litchfield, hermana menor de la famosa Kakadu, es un lugar harto hermoso. Los dreamings se suceden con dulzura, y hay termiteras altísimas (con razón se las llama catedrales) que te hacen pensar en lo bobo que es el ser humano a pesar de su altura y su intelecto. Dos chicos que viajaban en furgoneta hasta Brisbane me tomaron como polizón, y gracias a ellos pude ver gran parte de lo que la estación húmeda había dejado accesible. El momento del día fue el inmenso lagarto, no sé si una iguana tropical u otra cosa parecida, que se acercó a mí mientras comía un plátano machacado a la orilla de un pozo. Nunca me las había visto con un reptil tan grande, así que me quedé inmóvil. El lagarto de cuello largo se acercó a mi pierna derecha y la chupó con su lengua azul. Dio la vuelta a mi espalda, me lameteó una cicatriz y, aburrido de mí y de mi plátano, volvió al arbusto. Me puse demasiado rígido, pero es parte de la gracia. Entretanto, mis anfitriones disfrutaban de un baño sin cocodrilos, y algunos turistas de carnes colgantes se rejuvenecían bajo unas discretas cataratas. Todo muy amable.

No había trabajo ni en Batchelor ni en los campings que sustentan su vida turística. Tengo la extraña propensión a viajar siempre en la estación del año equivocada, como ya me sucedió en Nepal. Cierto que la naturaleza está más bella que nunca en el mes de marzo, sobre todo en un lugar tan asfixiantemente seco como el Territory. Pero la actividad humana se ve reducida al bostezo.

Al día siguiente, después de que un par de hombres me llamaran ‘crazy espagnolo’ ante mis tentativas de ir a Kakadu, cogí mis trastos y volví a caminar por la carretera. Cierto que estaba loco de verdad. Pero mi ánimo no me dejaba esperar sentado a que un coche se parase. Por suerte, ése fue uno de mis grandes días como autoestopista. El difícil de trayecto entre Litchfield y Kakadu, ya que hay que hay que tomar tres carreteras distintas, me lo solucioné en unas pocas horas, con pequeños pero agotadores intervalos bajo un sol horrendo. Recuerdo a una madre con su hija pequeña, escondida en el asiento trasero al ver mi semblante desconocido (o tal vez era mi olor). La buena mujer sostenía una litrona de cerveza entre los muslos, pero por la razón que fuera dejó que el el líquido se calentase en tan noble lugar. Le hubiera pedido un trago, pero no era muy apropiado. “Yo hice autostop cuando era más joven… estaba loca de aquélla…” No hacía falta ser muy observador para darse cuenta de que todavía lo estaba. “¿Y llevas mucho haciendo esto?”. “Casi un mes. Empecé en Queensland”. “Oh… Ah… Caminas por la vida como Jesucristo”. La comparación fue un poco rara, y me imaginé a un Jesucristo con el pulgar alzado en mitad del desierto palestino. Mi siguiente conductor sería algo menos extravagante, y me ahorraría un trecho largo y poco transitado por el (¡por fin!) escándalo de belleza que es Kakadu. Atropellamos a un canguro, algo realmente inevitable cuando éstos se cruzan delante de ti y reaccionan con una lentitud extraordinaria. Bob, que así se llamaba mi nuevo anfitrión, detuvo el motor y miró su parachoques con alivio. Acto seguido, sacó de un maletero lateral una vara de acero. “¿Para qué es eso?”, pregunté. “Para darle en la cabeza. No podemos dejarle sufrir”. El canguro, ante la visión de la vara, se arrastró de vuelta al bosque con fuerzas renovadas. No creo que fuera a durar mucho con esa cojera.

Jabiru es el centro urbano de Kakadu. Por suerte para los aborígenes locales, el alcohol no está permitido y su vida diaria es casi tan apacible como podría serlo en la selva. Las familias pasan largas horas a la sombra de los árboles, dramatizando sus vivencias como lo haría un indio. Me encantó ver a tres hombres de piel negrísima con las piernas extendidas sobre el suelo de moqueta de la biblioteca. Muchos de ellos adoptan posturas y actitudes que los occidentales asociamos a la infancia, y es por eso que algunos australianos (blancos) discuten su capacidad para pensar y comprender. Gran error.

Pequeño flashback.

Hace años comencé a hacer un coleccionable de fascículos titulado “50 lugares insólitos”. Mi hermana lo hizo encuadernar cuando casi había olvidado que existía, y me lo regaló durante unas navidades. De no haberlo hecho, es bastante probable que la mecha no se hubiera encendido. En la sección dedicada a Europa, una fotografía ilustraba las luces rosas que suele parir el cielo invernal de Laponia. Y a Laponia fui, con Manu, X y Ela de Castro, buenos amigos de este blog. Y vimos luces verdes, no rosas. En la larga sección dedicada a Asia, el rostro de Muchilotu Bhagavati abría la ventana a Kerala, al sur de India. Y a Kerala fui. Esta vez solo. Y me quedé mucho tiempo, el suficiente como para no poder concebir un futuro en el que no vuelva, o incluso un futuro en el que no viva allí. También me fui al Himalaya, aunque no alcancé el Sagarmatha nepalí, ni crucé la frontera con Pakistán para vislumbrar el valle de Hunza. Pero me quedo con aproximaciones muy notables de estos otros dos capítulos de mi libro. En la sección dedicada a Oceanía, dos paradas en terreno australiano me redescubrían el mar de Coral y me abrían los ojos, por primera vez, al lugar que vio nacer al hombre a través de la representación: Kakadu, con las pinturas rupestres más antiguas del mundo, un firmamento de dreamings sobre la mítica tierra de Arnhem. Y a Kakadu fui.

Fin del pequeño flashback.

A la estación húmeda hay que perdonarle que sea tan perra. Por lo menos, no parece que el cambio climático la esté afectando demasiado, lo cual es casi un milagro. Kakadu, empantanado e inaccesible incluso para los 4x4, no podía quedarse sólo en las casas de cemento de Jabiru, donde, después de mi increíble suerte en el autostop, la balanza volvió a inclinarse en mi contra al descubrir que las poles de mi tienda de campaña habían quebrado. Fue una suerte que tuviera un baño para mí solo, más que nada porque tuve que dormir sobre sus baldosas.




Nourlangie era la única zona abierta. Hogar de Namarrgon, el Ancestro asociado al relámpago y al rayo, cuyo dreaming se despliega en una pendiente de tres pilares cilíndricos de roca, este enclave es uno de los lugares más marcianos y fascinantes en los que he estado nunca. Volví a tener suerte cuando encontré a dos chicas muy cotarreras que conducían en esa dirección. Nourlangie, roca entre las rocas, se nos apareció con una cortina de niebla acariciando su silueta. Inicié el sendero de doce kilómetros con mi garrafa de agua y mis zanahorias, intentando estar todo lo atento que podía a un lugar de espiritualidad hostil. Es muy fácil enfadar a Namarrgon, y me veía obligado a pedir perdón cada vez que paraba a mear.

Namarrgon el terrible, con hachas en las rodillas
para lanzar rayos.


¿Por qué las rocas son tan fascinantes en este país? Porque están vivas. Juntas, pueden formar ciudades y congregaciones de gente muy vieja que te observa con el silencio de los milenios. Aisladas, tienen un poder indescriptible. Nunca me sentí solo en este viaje, porque las rocas son demasiado voluptuosas y personales. Siempre te vigilan, y en mutuo acuerdo con el viento sueñan con abrazarte o con destruirte, o con las dos cosas a la vez, lo cual sería maravilloso.

Supuestamente, hay cientos de pinturas escondidas en los cobertizos de roca que salpican el parque, pero ningún guía te llevará a ellas porque son lugares privados de los aborígenes, y ni siquiera se le permite el acceso a un amplio segmento “no iniciado” de su comunidad. Son lugares mágicos y poderosos, como pequeños Shangri-Las que muchos cantan pero que pocos conocen, agujeros negros del conocimiento humano en lo más remoto de la selva. Gracias a las chicarronas a las que antes aludí, pudimos ver alguna pintura no oficial en los márgenes del sendero, no siempre bien señalizado. Sólo había que adentrarse un poco y mirar si alguien había puesto silicona protectora para la lluvia. De ser así, seguramente habría algún vestigio. Fue increíble descubrir la figura horizontal de una mujer, silueta roja sobre el ocre de la piedra, pechos ovales y brazos de encantamiento. Al parecer, se la representaba de esa forma para cantar su sexo y favorecer la posibilidad de hacerle el amor. Me encantaría pintar así a alguien. En los alrededores, plataformas de piedra pulida donde familias aborígenes se han sentado, han charlado, han comido y han follado durante los últimos veinte mil años. Demasiado bonito para siquiera concebirlo.

Kakadu tiene su propio color e idioma. Una canción oscura atrapada en el sopor de la arena, en el vago siseo del arroyo de aguas vaporosas. Una roca monstruosa como escenario de otras rocas. La mirada severa de una vieja pelleja.

Tampoco había trabajo para mí en Jabiru. Fue en ese momento cuando tuve una idea, como un último lanzamiento de dados sobre este tapete que es Oz. Kakadu me había intoxicado y sabía que, por el momento, no podía ni debía darme más.

Esperé de siete a diez de la mañana a que alguien me volviese a recoger. Suele ser más difícil salir de un sitio que llegar a él. Las moscas, como Erinias, castigaban mi rostro, y aunque soy de los que piensan que hay que dejarlas hacer un poco hasta que se cansen, éstas habrían cabreado a los dioses. Yo, paradito en mi arcén de la carretera (esta vez sí), deshidratado, con mi pañuelo indio a modo de sombrero, era feliz y vislumbraba un final para una historia de ficción, la que mis amigos ya conocen como la historia de Loli e Ismael. Pero no hablemos de ello ahora. Mi mejor conductor estaba por llegar. Su nombre es Justin, un político oriundo de Melbourne pero con sangre irlandesa en sus venas. Trabaja con una cooperativa aborígen de Jabiru y lleva años intentando detener la construcción de un nuevo pozo de uranio en la frontera entre Kakadu y Arnhem. Está casado con una mujer aborígen (“me encantan las negras”) y tiene tres hijos con ella. Su capacidad de conversación era tan asombrosa que mis tres horas de viaje con él fueron las más rápidas y productivas que he tenido en este país. Hablamos de lo triste que es Londres, de lo bonito que es Irlanda, de Indira Gandhi (por si no lo sabíais, mi personaje histórico favorito), de las culturas indígenas, de la vida, de la muerte, del poder, del dinero, de su viaje a través de Europa con una novia de Camerún y del hambre que pasaron en París, de la marihuana, de la soledad, y de que cada uno de nosotros es demasiado maravilloso como para dejar que nuestro tiempo pase en una melodía ininterrumpida. De que todo en lo que los varones aborígenes creían (su sustento, su arte, sus creencias… en definitiva, su poder) se vino abajo con el hombre blanco, dejó de tener validez a los ojos de unos extraños, y cuando todo en lo que alguien cree se ve reducido a la nada, es difícil encontrar consuelo, y no es extraño que muchos decidan matarse a tragos en una tierra que ya no reconocen y de la que sólo extraen un amargo sentimiento de venganza.

Justin me dejó a la puerta del albergue de Darwin, ése que había abandonado al principio del post. La energía de este hombre me dio tanta esperanza en el futuro que nunca podré agradecérselo lo suficiente, o tal vez sí. Tras Kakadu, siento que la vida me ha dado un pequeño empujón. Y es así cómo, damas y caballeros, mi viaje acaba de tomar el rumbo más imprevisto de todos. Algo que no me esperaba hacer y que, no obstante, me parece lo correcto. Algo que, siguiendo el consejo de Manu, me parece original y un pequeño abuso de mi estrella. De ello discutiremos en el próximo episodio.

Namaste.

Sergio. 14/03/10.

4 comentarios:

Maestrando dijo...

(egoístamente..)
Tío.. no nos puedes dejar así.. menudo PUNTAZO SUSPENSIVO..
Es la vez que con más ganas me quedo.. en fín.. que el subidón dure.. y que nos sigas contando.. ABRAZUU!!

Anónimo dijo...

Ya no me quedan uñas para comerme..... Besos

Ludy

Manuel J. Greciano dijo...

NO VALE!!!!!!!!!!

A ver Ser, asume la diferencia entre un guión, que tiene que acabar en un punto álgido para que los televidentes continuen enganchados, y un post donde debes informar a tus fieles compañeros de por donde anda tu vida y en que andas liado.

Dicho lo cual, sigue haciendo lo que te dé la gana

Besos

Anónimo dijo...

Me encanta este subidón que experimentas de nuevo!!y me encanta que te unas a los cotarros de Lost tan a menudo!Que aunque no participe tanto como otros no me pierdo ni un mail!!y mira que son...estos parados!!jejje.Quiero que sigas con esa conexión milagrosa de internet que tienes!!Un besazo!Por cierto, que es muy fuerta?cuentalo YA.
Barci.